Fragmentos de Martí
Gerardo Fernández Fe*
También a poco menos de dos meses antes de morir, José Martí se somete al cuerpo desde el lenguaje. Como en ciertas fotos de Robert Mapplethorpe, Martí llega incluso a asumir el reto de relatar el cuerpo despersonalizado, ya sin sexo: cuerpo como figuración, ungido (Voy como ungido... -- había escrito en carta a Gonzalo de Quesada en diciembre de 1893), aceitoso, en su lubricidad. Desde su hedonismo, sus palabras son las de Platón, las de Marcilio Ficino buscando una belleza que solo el ojo percibe. En la manigua -- palabra violenta --, al ahora soldado José Martí no le es posible prescindir de su deleite (tampoco quiere), de palabras y construcciones sonoras (jolongo, tahalí, la piel de la jutía, Domitila, pañuelo egipcio, culantro y orégano; catauro, frangollo, café cimarrón), de la vanidad ante un disfrute que únicamente él (¡esa es su certidumbre!) experimenta entre tanta maleza y hombre rudo.
– Ramón, el hijo
de Eufemio, con su suave tez achocolatada,
como bronce carmíneo, y su fina y perfecta
cabeza, y su ágil cuerpo púber, -- Magdaleno,
de magnífico molde, pie firme, cana enjuta,
pantorrilla volada, muslo largo, tórax pleno,
brazos graciosos, en el cuello delgado la
cabeza pura, de bozo y barba crespa: el
machete al cinto, y el yarey alón y picudo.
22 de abril de 1895.
El cuerpo ya sin sexo. Martí, en la maraña, a unos días de su muerte. Como el patriota Fucik que no sabe si regresará y que no obstante toma nota de su aventura erótica, Martí, que aguarda el combate, no deja de llevar al cuaderno la impresión de su goce -- porque si de algo no se trata es de un cuaderno de notas--, utopía del cuerpo que es también -- en su caso -- colmo de la imagen, utopía del lenguaje.
– Siguiendo
nuestro camino subimos a la margen del
del arroyo. El tiroteo se espesa; Magdaleno,
sentado contra un tronco, recorta adornos
en su jigüera nueva: Almorzamos
huevos crudos, un sorbo de miel, y chocolate
de La Imperial de Santiago de Cuba.
25 de abril de 1895.
No hay diario íntimo exento de la idea de la trascendencia. Todo diario se sabe leído. De ahí esta vanidad de comentador, de privilegiado, de quien tiene ojos para ver lo que nadie ve (Dormimos, apiñados entre cortinas de lluvia) también de botánico, de taxonomista, del notario-Kozman que acumula cuerpos (legajos) no con prurito de historiador, sino para su complacencia.
Se escuchan disparos a lo lejos. Los cuerpos de la soldadesca corren a sus puestos. Martí continúa ante eso que no ha sido Diario sino Imaginario de Campaña. Media un minuto de riesgo entre la primera bala que abre una herida y la última palabra por trazar. Caligrama impreciso. Sensual.
* * *
Los antecedentes del cuerpo en Martí son vastos y probados. Antes del escabroso desembarco en Playitas y a lo largo de todas sus cartas y discursos deslumbra el cuerpo. Y en su esquema mental, justo para explicarse y connotar su ethos y su topos, su convicción política y un recorrido que sigue la línea de infidencia, presidio, destierro, conspiración y participación plena en la guerra, Martí necesita de ese cuerpo como contrapartida, antípoda, extremo de una balanza, mientras del otro lado, con mayor peso, aparecerá el deber. De un lado el cuerpo, del otro la convicción -- léase Patria, luego República --, como mismo un mártir cristiano, en tiempos de Roma, cuyo cuerpo, con vida y razón, ha sido arrojado al ruedo de los leones.
Martí siente su cuerpo, pero además dice su cuerpo. El 14 de febrero de 1893, así escribe a Gonzalo de Quesada:
Deséeme salud, aunque con ella o sin ella
haré todo lo que debo hacer. Pero a juzgar por
lo que sufro, de la cintura abajo debo ser todo
una llaga. Callo; pero vivo arrastrándome. Lo
que haré, no lo sé, aunque probablemente será,
y con más causa ahora, lo mismo que tenía
pensado.
Pero Martí se engaña. En toda la obra anterior a sus apuntes de soldado nunca ha hecho silencio sobre los padecimientos de su cuerpo. El suspirón me dicen algunas gentes, afirmaba el propio Martí en tono de burla, en México, de incógnito y a finales de 1894, según lo relata Carlos Márquez Sterling en Nueva y humana visión de Martí.
Mi tarea va a ser mucha, sea cualquiera mi cuerpo: nuevamente a Quesada dos meses más tarde. En diez días o cosa así volveré, roto el cuerpo, íntegro el cariño -- en misiva breve a Félix y Andrés Iznaga en diciembre del mismo año. No sería difícil entonces imaginar su físico enjuto, su paso, sus dolores (su cabeza desgreñada, sus pantalones raídos -- como apuntara Máximo Gómez en 1892); y no lo es pues él mismo, luego sus apólogos, acudió a ese arte de la agonística tan necesario, como balanza, ya lo he dicho, como sal que cataliza los dulzores de la virtud.
Pero esta lluvia de tormentos a la que está sometido su cuerpo -- y que Martí no calla -- adquiere el rango de lo trágico, del verdadero martirio, cuando notamos, carta tras carta, de modo cortés pero evidente, también sugerido en sus artículos de Patria, que el principal dolor del cuerpo martiano viene de la incomprensión, la injuria y el desdén de sus propios compañeros de lucha. El 2 de febrero de 1893, convaleciente aún de una enfermedad, Martí escribe a José Dolores Poyo:
Rodaré por el suelo, sin cuerpo y sin premio,
-- sin el premio siquiera de que mis amigos me
entiendan y acompañen en hora de verdadera
agonía, -- pero habré hecho cuanto cabe en alma
y cuerpo de hombre.
No hay premio, Martí lo sabe. No hay premio, y esto no es nuevo. Todavía no se han apagado los bríos de la escena grandiosa y polémica de su encuentro con Gómez y Maceo en Nueva York, octubre de 1884, en la pensión de Madame Griffou, en la que salieron a la luz las reservas de Martí sobre la gestión personalísima de Gómez en los preparativos de la nueva guerra, situación que dio lugar a aquella carta del 20 de octubre en la que acusa un error de forma, tras haber sentenciado: Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento, texto medular, muestra de lo que Benigno Souza llamó profilaxis de futuros caudillajes, intenso empeño republicano que marcará el accionar de Martí hasta la víspera de su muerte.
* * *
Recorrer las cartas y artículos de los últimos diez años de José Martí, sólo como prolegómeno, entre tantas cosas emocional, a sus escritos de soldado, nos deja definitivamente jadeantes, tensos, fatigados. Al insistir en la falta de acuerdo y socorro continuo entre los cubanos del campo de batalla y los de las emigraciones que malogró la primera guerra (en Patria, 18 de junio de 1892), Martí anuncia uno de los peligros reales que acechan al nuevo proyecto. A ello, súmese lo que en otro texto llamó fruslerías intestinas, de las que él seguía siendo objeto, con el mismo encono con que años atrás, al firmarse el convenio del Zanjón, partisanos separatistas en Cuba y emigrados en Jamaica, la Florida y Nueva York especulaban sobre las supuestas dádivas entregadas a Máximo Gómez por el Capitán General Martínez Campos.
Ya en Santiago de los Caballeros, presto a embarcar, una vez más Martí toma mano de su cuerpo, exactamente de su carne martirizada por los alfilerazos de algunos de sus iguales, y así escribe a Gonzalo de Quesada:
Viejos y jóvenes, de una región y de otra,
odiándose entre sí, y sólo unidos en celarme,
se están afilando los dientes. Aquí está la carne.
Mi gusto está en el deber, y en cumplirlo sin
fatiga y sin ira: y en tener en Ud. un hijo. ¿Quién
me quitará, en la pelea rabiosa de los hombres,
ese tierno remanso?
Con todo esto llega Martí a las serranías de Baracoa: además de ver en vías de logro su sueño de independencia y de posterior República. Su diario, aun siendo foto deslumbrada y jolgorio del lenguaje, no estará ajeno a la relación escarpada entre su cuerpo y los accidentes políticos que éste genera. Si es arduo el ascenso de la recia loma de Pavano, difícil el jatial espinudo o fría aquella noche en que duerme sin hamaca y un soldado le echa encima un mantón viejo, dura ha sido su faena de emigrado: en lo más difícil, -- contento -- y muerto.
Él mismo definió su mejor retrato del exilio en carta a Serafín Sánchez el 7 de febrero de 1893, a puro ejemplo y médula, llevando adelante la mula patriótica. Casi un año más tarde, una carta dirigida a Fermín Valdés Domínguez comienza con estas líneas: De la maluquera, y el quehacer de que voy halando como un mulo, me he dado un salto a Nueva York, a mis cosas. Y nosotros, en nuestra iconografía mental, junto a la foto del grillete, a la del traje elegante en Jamaica, al cuadro de Arche con la mano en el pecho o al óleo que lo representa cayendo del caballo, deberíamos agregar esta otra, obstinada, en la que Martí tira de la mula pesada de nuestros deseos más sublimes y nuestros humores más umbríos.
También en época de apremios del cuerpo y del espíritu (muerte de su madre, asma, escasez), época de fantasmas ululantes y ausencia de cabeza, José Lezama Lima escribe en carta a su hermana Rosita: Dicha grande, decía en su diario Martí. Sufrir tiene también su dicha, es como si nos desgajásemos y apareciese el ramaje nuevo.
* * *
En una inadvertida nota en su libro Martí, de 1941, Isidro Méndez da cuenta de un primer diario de adolescente de José Martí, al parecer desaparecido junto al cuerpo de la señora Micaela Nin, viuda de Mendive, quien -- según comentario de su sobrina Georgina Arozarena a Emilio Roig de Leuchsenring — pidió ser enterrada con el referido manuscrito.
Definitivamente nuestra historia está llena de vacíos, de sucesos inexplicables (léase increíbles) y de otros inexplicados: sin eco, o de un eco tamizado por el Poder y por la circunstancia.
Para 1869, tras los sucesos del Teatro Villanueva y la publicación de La Patria Libre -- semanario democrático-cosmopolita, según el subtítulo dado por los editores --, las relaciones del joven Martí con su padre se han vuelto más que ásperas. A fines de octubre, Martí se confiesa a su maestro Mendive, entonces desterrado en España:
Mi padre me hace sufrir cada día más, y me ha
llegado a lastimar tanto que confieso a usted
con toda la franqueza ruda que usted me
conoce, que sólo la esperanza de volver a verle,
me ha impedido matarme. La carta de usted de
ayer me ha salvado. Algún día verá usted mi
Diario, y en él, que no era un arrebato de chiquillo,
sino una resolución pesada y medida.
De aquella resolución pesada y medida, o al menos del instinto de donde emana semejante nervio sacrificial, han quedado trazas visibles: la vehemencia del joven y del maduro Martí, su Eros político; el afán de sobreponerle al dolor del cuerpo la imperiosa meta, el deber; la pulsión socrática de transmitir un saber y de morir callado; la convicción mesiánica, su mirarse como luz, su saberse grande y conductor, tocado por un telos, y su consiguiente intuición de una muerte joven... Pero del citado diario de adolescente nada ha quedado.
El vacío, el corte, la pausa, son atributos del diario, como mismo de nuestra historia más íntima, y de esa otra, en mayúsculas, que pasa a los manuales y a los estereotipos políticos de los que hoy hacemos gala. Aunque a veces -- para nuestro asombro y salud -- desaparece el vacío, como en el caso del diario hasta hace poco perdido de Carlos Manuel de Céspedes, revelador del encono partisano y de las otras tantas caras de la épica: un texto que narra los últimos días del Presidente, su deposición del cargo (la posteridad taimada no habla de golpe de estado; Céspedes sí), su retiro al caserío de San Lorenzo, sus penas de hombre, justo unas horas antes de su muerte (inmolación o suicidio) a manos del Batallón de Cazadores de San Quintín el 27 de febrero de 1873. Aunador, pero crítico, un Martí convencido de las articulaciones de toda República escribiría quince años más tarde:
...y no se ve como mortal, capaz de yerros
y obediencia, sino como monarca de la libertad,
que ha entrado vivo en el cielo de los redentores.
Nos salva hoy la lectura del diario recobrado de un Céspedes olvidado e igual de grande. Nos salva del estereotipo y completa nuestra lectura del hombre que fue y del que no fue. En cambio, la idea de ese diario de adolescente en vías de infidencia termina exacerbando nuestra ficción-Martí, aunque no nos quede sino la foto imaginada de un cuaderno lleno de confesiones que se deshace sobre el cadáver de la buena Micaela, y luego unas manos protectoras – ya en puras falanginas y falangetas, puro huesillo afanado --, cruzadas todavía sobre el pecho, anunciándonos otros vacíos, otros cortes en la Historia, nuevas ficciones.
* * *
Pero el cuerpo cansino y destazado de Martí, ese que conocemos de sus cartas de emigrado, ha desaparecido en su Diario de campaña. El texto que va produciendo día a día ya no arrastra la última vida de este cuerpo miserable, como le había declarado a Gonzalo de Quesada dos años atrás, el 28 de abril de 1893; y para nada se nos ocurra imaginar a un Martí recuperado, vigoroso, de sanas carnes. Sin embargo, no hallaremos ni el menor indicio del malestar que le provocaba aquel forúnculo en el muslo derecho con el roce del machete y el revólver. Mañach se refiere a un infarto inguinal que le impedía caminar, vísperas de la escaramuza en Boca de Dos Ríos; pero en el diario nada. El mismo Gómez, su tutor de campaña, ese que insiste en cargarle el rifle o la mochila al Delegado inexperto, da fe en su diario el 21 de abril de 1895 de un Martí fuerte y sin miedo. Parecería que entre relato de un encantamiento, ajetreo organizativo y temores de caudillismos y tiranías, a Martí le ha sanado la carne. El 14 de abril encontramos la primera de sus confesiones:
Y en todo el día,
¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero
el cuerpo angustiado!
Dos antecedentes meramente textuales nos llevan a este desvanecimiento tajante del yo, tan poco usual en el clásico diario íntimo. Primero una línea de su Cuaderno de apuntes de la época de su primera deportación a España: Hablar de sí mismo es tarea estúpida y enojosa. Luego otra, de una carta a Gonzalo de Quesada en febrero de 1895: ...y porque no es nuestra ahora nuestra persona, y hablar de sí mismo parece un robo. Será entonces decisión de gallardía la de esconder el cuerpo, incluso en el diario y en cartas desde la manigua, cuando antes, justo unos meses atrás, prevalecía el morbo del crucificado. Llegará Martí hasta la hipérbole cuando en misiva a Quesada y a Benjamín Guerra trace un antes y un después, una línea divisoria entre su vida anterior y esta otra de soldado, texto en el que hará uso nuevamente de voces provenientes de la mística cristiana:
Hasta hoy no me he sentido hombre. He vivido
avergonzado, y arrastrando la cadena de mi
patria, toda mi vida. La divina claridad del alma
aligera mi cuerpo. Este reposo y bienestar
explican la constancia y el júbilo con que los
hombres se ofrecen al sacrificio.
Entronquemos, pues, este sentimiento de iluminación que restituye al cuerpo su salud (Ya entró en mí la luz, Estrada, y la salud que fuera de este honor buscaba en vano -- en carta a Tomás Estrada Palma apenas llegado a Baracoa), esa euforia que habla ¡de reposo y bienestar! como un carmelita abnegado, a pesar del ascenso, la lluvia y la hoja espinuda de la rosetilla, con la lógica republicana que presupone que el virtuoso llega a serlo cuando minimiza sus fueros y sus iniquidades en aras de un bien común. Sólo así pudiéramos explicarnos el desvanecimiento tajante del yo que se opera en el Martí-soldado y no esperar entonces de su diario otro capítulo del latifundio del cuerpo como lo dicta el canon desde San Agustín y Rousseau, marcado por la confesión, como en Amiel, Wittgentein, Kafka y tantos otros.
En Persona y Patria, artículo publicado en Patria en abril de 1893, no obstante insistir en la urna y la elección como elemento indispensable para la fundación de la República, Martí había dejado en claro su idea de la desaparición de la Persona (¡barrida!), asumida de inmediato por un bien mayor, una maquinaria compuesta y movida por virtuosos -- ni egoístas ni viciosos ni indiferentes, que son hombres a medias, apunta el articulista --, seres a los que ya no debe importarle el cuerpo y sus dolores.
No habrá confesión del cuerpo carnal, pero sí confesión del cuerpo político. Aquí sus penas son otras, penas de aunador en riesgo, de tejedor al que se le escapan los hilos. Y en este sentido el diario devela los temores del demócrata puntilloso que Martí fue, conocedor además del peligro que una gerencia totalitaria de la guerra, sin participación civil, entrañaría para la República en ciernes.
Aquella imagen de Martí tirando de la mula patriótica es aquí más convincente. Consigo han viajado otras fricciones. La más punzante, la que lo encontró con Maceo, quien primeramente le había pedido desde Costa Rica una suma de 6 000 pesos en oro para la preparación de su expedición, dineros con los que Martí no contaba. Urgido por el tiempo, el reciente fracaso de Fernandina y las presiones que toda revuelta organizada implica -- con focos simultáneos en La Habana, Las Villas, Camagüey y Oriente --, Martí y Gómez decidieron desde Santo Domingo asignarle los fondos que poseían a Flor Crombet, de conocidas diferencias con Maceo, y ordenarle a este último su subordinación al primero, al menos durante los preliminares y la travesía hacia tierras cubanas. Ya en Cuba, este resquemor del General Maceo hacia el Doctor Martí se hará más explícito con el reencuentro de los tres líderes el 5 de mayo, cuando en el ingenio La Mejorana Maceo propondrá una conducción predominantemente militar de la contienda e insistirá en que Martí regrese a los Estados Unidos y se ocupe de la organización y envío de fondos y armamentos. Como nos faltan cuatro folios, sólo nos queda este testimonio cuando cuatro días después de aquel encuentro, Martí consigne una de sus escasas confesiones en su Diario de Campaña:
El espíritu que sembré, es el que
ha cundido, y el de la Isla, y con él, y guía
conforme a él, triunfaríamos brevemente, y
con cierta victoria, y para paz mejor. Preveo que,
por cierto tiempo al menos, se divorciará a la
fuerza a la revolución de este espíritu, -- se le
privará del encanto y gusto, y poder de vencer
de este consorcio natural, -- se le robará el
beneficio de esta conjunción entre la actividad
de estas fuerzas revolucionarias y el espíritu
que las anima.9 de mayo de 1895
Al día siguiente, Martí se descubre ante una crecida del río Cauto:
Y pensé
de pronto, ante aquella hermosura, en las
pasiones bajas y feroces del hombre.
* * *
El suceso se resume en escasas líneas. Y es harto conocido. Herido aún en su orgullo de hombre de guerra, Antonio Maceo había decidido finalmente reunirse con Máximo Gómez y José Martí. Sería el 5 de mayo de 1895 en el antiguo ingenio La Mejorana. Una amplia casa y un flamboyán distinguen la escena.
No fue cordial la entrevista entre el abogado que
calzaba alpargatas, el general vestido con traje
de holanda gris y el viejo militar de saco azul y
sombrero de ala corta, sino áspera, enojosa,
ha escrito el historiador Rolando Rodríguez. Lo cierto es que se han tratado dos temas álgidos. Uno, la necesidad o no de un mando civil, de un gobierno legitimable con todas las estructuras de una entidad republicana; primero de los motivos de desacuerdo con Maceo, quien, todavía seis meses más tarde, en carta a Manuel Sanguily consideraba que mientras durara la guerra sólo debe haber en Cuba espadas y soldados. El otro, el referido a la salida o no del Delegado hacia el exterior, decisión al parecer condicionada por el propio Martí a la constitución de una asamblea civil y a su deseo de participar en algún que otro combate.
Decíamos al parecer pues nuevamente las contingencias de la historia nos han situado ante un vacío, un terreno de porosidad fictiva emisor de los más disímiles relatos. Como uno de los gestos fundadores de nuestra orfandad democrática, un mal día una mano arrancó las cuatro hojas del diario que correspondían al 6 de mayo, jornada en la que Martí tuvo la ocasión de llevar al papel el relato de la discordia y la confesión de sus penas. ¿Sería posible legar a la República deseada una muestra del desacuerdo entre dos de nuestros egregios adalides? – puede haber sido la reflexión de aquella mano que hoy nos mortifica.
De entre tan pocas en su Diario de Campaña, valga ahora esta última confesión de hombre político, apenas una semana después del encuentro en La Mejorana y del relato mutilado:
Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con
zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil
a mi país mi desistimiento? Y debo desistir en
cuanto llegase la hora propia, para tener libertad
de aconsejar y poder moral para resistir el peligro
que de años atrás preveo...
14 de mayo de 1895
¿A qué peligro se refiere acaso Martí sino al pulso totalitario que desde años viene atajando y a la necesidad de fundar, incluso en la manigua, lo que ya antes, en sus artículos en Patria, había llamado una república diversa, una república viable?
Que haya sido la mano de Gómez (en cuyo poder quedó el manuscrito el mismo fatídico 19 de mayo) o la de cualquiera de sus herederos, ya sea por higiene política -- un diario será siempre una zona de poca asepsia, de salivazos y revelaciones incómodas -- u otra infundada razón, es este un gesto de conjura contra los fueros más plurales de la Nación. Y no el único; desafortunadamente.
* * *
En un bosquecillo cercano a Robinson y entre Jarahueca y La Yaya respectivamente, Ernst Jünger y José Martí deben tomar parte del fusilamiento de dos soldados de sus propias tropas. El de Jünger es un cabo alemán que desertó de su unidad y con atuendos de paisano o con uniforme de oficial de marina campeaba por la ciudad, donde vivía con una francesa y se dedicaba a tráficos en el mercado bajo. El de Martí es un viejo traidor de la Guerra de los Diez Años que ahora dirige una banda de ladrones y violadores. Se llama Masabó. No tiene nombre el soldado cuya muerte a Jünger le ha tocado presenciar.
Se va Bryson. Poco después, el consejo de
guerra de Masabó. Violó y robó. Rafael preside,
y Mariano acusa. Masabó, sombrío, niega:
rostro brutal. Su defensor invoca nuestra
llegada, y pide merced. A muerte.
El relato de (o sobre) Masabó, suerte de teatro dentro del teatro, converge sobre todo con el de Ernst Jünger en cuanto ambos representan un pico neurálgico dentro de la narración que todo diario íntimo constituye. Por ser estos, además, textos escriturados en situaciones límites, marcados por la vara del peligro o la muerte inminente (la del diarista), esta marca termina acentuándose cuando a los dos narradores les toca ya no determinar hasta dónde asumir el riesgo para sus propias vidas, sino devenir testigos y actuantes de una decisión no menos vital y dramática: la muerte prevista y obligada de otro ser humano.
En el fondo fue una curiosidad superior lo que
me decidió. Yo había visto ya morir a muchos
seres humanos, pero a ninguno en un momento
fijado de antemano. Esta situación que hoy nos
amenaza a todos y a cada uno de nosotros y que
ensombrece nuestra existencia, ¿cómo se
presenta? ¿Y cómo se comporta en ella la gente?
Entre la siempre posible muerte de quien toma notas en su diario y la muerte ineludible de quien es observado, media el relato, su tempo, cierto voltaje que percibimos entre líneas. Para José Martí, hombre de la ciudad, esta es la primera vez; lo mismo para el capitán de la Wehrmacht, ya entonces reconocido hombre de letras.
Gómez arenga: Este hombre no es nuestro
compañero: es un vil gusano, Masabó, que no se
ha sentado, alza con odio los ojos hacia él. Las
fuerzas, en gran silencio, oyen y aplauden: ¡Que
Viva! Y mientras ordenan la marcha, en pie queda
Masabó; sin que se le caigan los ojos, ni en la caja
del cuerpo se vea miedo: los pantalones, anchos y
ligeros, le vuelan sin cesar, como a un viento
rápido.
Por ello, por lo impactante de una escena inusual y por el ojo agudo de los diaristas, puede explicarse el detalle, la plumilla incisiva en estas dos piezas de un minimalismo aguzado. Jünger anota:
En un claro, el fresno; su tronco, astillado por las
balas de anteriores ejecuciones. Son visibles dos
series de impactos – una superior de los disparos
a la cabeza y otra inferior de los disparos al
corazón. Unas cuantas moscas de color azul
oscuro reposaban en el cerne, envueltas en las
finas fibras de la corteza reventada.
Luego entra en la escena, participa, no puede ya evadirse --y antes lo había pensado--, pues el reo lo ha mirado:
Sus ojos están dilatados, fijos, son grandes,
ávidos, como si el cuerpo pendiese de ellos; la
boca carnosa se mueve como si silabease. Su
mirada cae sobre mí y se detiene un segundo en
mi rostro con una tensión penetrante, indagadora.
Veo que la emoción da a aquel hombre una
apariencia crespa, floreciente, casi infantil.
Mientras tanto, Martí, que hasta hace un par de meses ha hecho gala de un verbo encrestado y una sintaxis más que redonda, ahora ha reducido su escritura a segmentos bien precisos, verbos que se cortan, como rushes de un film al que le falta -- y esa es aquí la suerte -- sonido, edición, factura de ópera.
Al fin van, la caballería, el reo, la fuerza entera,
a un bajo cercano; al sol. Grave momento, el de
la fuerza callada, apiñada. Suenan los tiros, y
otro más, y otro de remate. Masabó ha muerto
valiente.
Huelga insistir en el tempo acelerado, en la tensión de muerte, en la mirada fija y la boca reseca de los dos escritores-soldados que han participado en la ejecución de un ser que ha sido, aunque no se crea, definitivamente cercano. Huelga además sopesar ahora el porqué y sus connotaciones morales. Como manchones o arañazos que se interponen entre la película y la pantalla grande -- exabruptos que detienen momentáneamente la narración para hacerla más creíble y fértil --, en el relato de Ernst Jünger ha aparecido una mosca diminuta [que] juguetea ante la mejilla del condenado, se posa varias veces en su oreja y tras el estruendo regresa y husmea por sobre el ataúd todavía sin cerrar. En cuanto a Martí, una línea desacralizadora y seca como una anotación en un guión de cine, explosión de la ficción que no merece otros comentarios:
Cuando leían la sentencia, al fondo, del gentío,
un hombre pela una caña.
Con el relato de (o sobre) Masabó, José Martí concluye su escritura correspondiente al 4 de mayo de 1895.
Ernst Jünger emprende el viaje de vuelta a la ciudad. En el trayecto un capitán médico diserta sobre los reflejos nerviosos durante los segundos que median entre la irrupción de las balas y la total pérdida de la vida. Así termina el 29 de mayo de 1941.
* * *
Debería ser visto el Diario de campaña de José Martí –también -- como muestrario, empeño y batalla de sus más convencidos fueros republicanos.
El 10 de octubre de 1888, al celebrarse los veinte años del inicio de la guerra, aparece en El Avisador Cubano de Nueva York un artículo titulado Céspedes y Agramonte donde, tras el relato de la primera victoria de Carlos Manuel de Céspedes, Martí define su idea de la autoridad para la República futura:
La guarnición se rinde, y con la espada a la
cintura pasa por las calles entre las filas del
vencedor respetuoso. Céspedes ha organizado
el Ayuntamiento, se ha titulado Capitán General,
ha decidido con su empeño que el préstamo
inevitable sea voluntario y no forzoso, ha
arreglado en cuatro negociados la administración,
escribe a los pueblos que acaba de nacer la
República de Cuba.
Sobre este tema, lo primero que salta a la vista en el cuaderno del soldado viene de la historia más cercana. 22 de abril: Gómez cuenta -- y Martí lo secunda --, esta vez con evidente acento crítico, uno de sus encuentros con Céspedes:
Ayudantes pulcros, con polainas. Céspedes:
kepis, y tenacillas de cigarro.(...) No había nada,
Martí: --ni plan de campaña, ni rumbo tenaz y fijo.
En su artículo El 10 de abril, publicado en Patria en 1892, ya Martí había señalado:
En los modos y en el ejercicio de la carta se
enredó, y cayó tal vez, el caballo libertador; y
hubo yerro acaso en ponerles pesas a las alas,
en cuanto a formas y regulaciones, pero nunca
en escribir en ellas la palabra de luz.
Céspedes es para Martí un referente del Poder mismo (Poder ganado, ejercido, a veces errado, luego perdido), y Martí no puede desligarlo del fracaso de la primera guerra que como fantasma merodea en su pensamiento político de emigrado aunador de fuerzas y ahora de Delegado del Partido Revolucionario Cubano en los campos insurrectos. Céspedes es lo que se debe y lo que no se debe hacer si se quiere encauzar la lucha y encaminar la Nación, si se pretende -- como anunciara en esa misma ocasión -- entrar la revolución en la república.
Pero lo que además de análisis histórico se engarza con el presente como fiel parábola, incluso tantos años después, es la idea de Martí del poder como préstamo inevitable, el matiz de circunstancia, el prurito cuidadoso de hombre republicano fundado en la virtud, y como virtuoso al fin que se conoce, su convicción de no acaparar nada para sí ni para el ideario que representa (léase Partido, Revolución, Patria), si no se pasa a través del sometimiento de tal condición ante cada uno de los ciudadanos de la Nación. Lo que Martí ve en Céspedes como préstamo, lo será también para sí a la hora necesaria.
Y la hora necesaria no ha de tardar mucho -- así lo cree y así insiste en implementarlo. Apenas llegado a territorio cubano, ya a sabiendas de que se han producido focos insurreccionales en diversos puntos del mapa, Martí envía carta a Félix Ruenes, Jefe de Operaciones en Baracoa, solicitándole haga llegar a Manzanillo un representante de su juridicción para cumplimentar el deber supremo de elegir el gobierno que – según reporta el 28 de abril en su diario -- deba darse la revolución. Ese mismo día, en misiva a Carmen Miyares habla de deponer ante sus representantes [su] autoridad, y que ellos den gobierno propio a la República.
Con semejantes términos escribe a Antonio Maceo el 3 de mayo:
De gobierno, he cumplido por mi parte mi
deber, de modo que la revolución se dé el que
le parezca, que puede ser sencillo y salvar
todo lo esencial, sin peligro de choque. Ante la
Asamblea depondré, ya en esta nueva forma,
la autoridad que ante ella cesa. Y ayudaré a
que el gobierno sea simple y eficaz, útil, amado,
uno, respetable, viable.
Será Maceo precisamente el detonante para que el tema deposición-elección devenga urgencia de un sentimiento republicano y cívico, esta vez con más fuerza en el diario:
Maceo tiene otro pensamiento de gobierno. (...)
Insisto en deponerme ante los representantes
que se reúnan a elegir gobierno.
(...)
... vuélvese al asunto: me hiere, y me repugna:
comprendo que he de sacudir el cargo, con que
se me intenta marcar de defensor ciudadanesco
de las trabas hostiles al movimiento militar.
Mantengo, rudo: el Ejército, libre, -- y el país, como
país y con toda su dignidad representado.5 de mayo de 1895
La idea de la entrega del cargo y la puesta en práctica de un mecanismo de elección efectivo y con la participación de todos no viene en Martí de un sentimiento de demócrata plebiscitario liberal: sabemos de la agudeza con que observó las manquedades de la democracia norteamericana, ya en 1882 por ejemplo, cuando en sus cuadernos de apuntes fustigaba los artilugios del Gobernador Mahone, de Virginia, para conseguir -- dineros mediante -- la reelección de su partido. Martí depone el cargo no por fe ciega en el plebiscito, sino como el gesto del hombre virtuoso que no ambiciona el poder, del libertador que tras cumplimentar su epopeya bien puede retirarse al campo con la paz de su conciencia, la gallardía de su honradez y la luz que transmite a su discipulado; todo un patricio, un hombre moral.
¿Cuándo se hará una revolución que no
convierta en presidente a su caudillo? Esa
será la más fecunda: la revolución contra
todas las revoluciones.
Así se expresaba en 1876, tras el golpe de Porfirio Díaz en México. No cabe duda. Un día antes de morir, sus argumentos en carta a Manuel Mercado son el convencimiento de su ética política:
La revolución desea plena libertad en el ejército,
sin las trabas que antes le opuso una Cámara
sin sanción real, o la suspicacia de una juventud
celosa de su republicanismo, o los celos, y
temores de excesiva prominencia futura, de un
caudillo puntilloso o previsor; pero quiere la
revolución a la vez sucinta y respetable
representación republicana...
De Cicerón y de Rousseau claro que le viene este civismo republicano -- otros estudios lo han demostrado. Pero también de Renan, su contemporáneo francés, no tanto del autor de Filosofía de la historia contemporánea, elogio de la tradición liberal y crítica a la omnipresencia del Estado, o de otros textos paradójicamente de un enfoque aristocrático, sino al Renan de ¿Qué es la Nación?, su discurso en La Sorbona del 11 de marzo de 1882, en el que evoca la Nación como una conciencia moral fruto de una agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, para más tarde agregar:
Mientras que esa conciencia moral pruebe su
fuerza por los sacrificios que exige la abdicación
del individuo en beneficio de una comunidad,
será legítima, tendrá el derecho de existir.
Martí ha leído a Renan. Uno de sus Cuadernos de apuntes de1881 da fe de ello: Renan -- Limpidez griega. Dos páginas atrás, quizás influido por su lectura, había apuntado:
Y a los que quieren entrar en lo ya conseguido,
se les dice que es ley en política, o vida de
la Nación, como en la vida personal, que nadie
goce de un beneficio cuyo precio no ha pagado.
De la mano entonces estas dos teorías del ethos abnegado como piedra ancilar de la Nación; de la mano sobre todo en tanto ambas insisten en el acto sacrificial como pasaporte -- y consagración -- para la tierra de los virtuosos. Aunque no lo parezca, aunque Renan sea visto más como uno de los teóricos de los nacionalismos más férreos y conservadores, además de intelectual moderado, de las entrelíneas de su conferencia en La Sorbona trasciende un acto de rebeldía, su inconformidad con la reciente apropiación alemana de los territorios de Alsacia y Lorena. Este texto, considerado por algunos como el testamento político del escritor tras años de veleidades y contradicciones, no insiste sino en la defensa del derecho ciudadano a determinar los destinos de la Nación.
Trazábamos un paralelo en cuanto a la idea del sacrificio, pues en Martí es un tema llevado al paroxismo. Como hasta entonces había arrastrado -- decíamos con regusto -- su cuerpo dolorido y la mula pesada de nuestros deseos más sanos y nuestras peores pasiones, Martí, que nunca se ha pensado como detentor de un poder determinado, que en lo personal ha dejado a un lado familia, carrera literaria, posesión de bienes, también entiende que ante la urgencia de la Patria todos están en la obligación de participar, imponiéndose a sí mismo, a pesar de los escollos y las ambiciones que día a día constata, una idea romántica de los pueblos y por ende un proyecto ilusorio de República.
De ahí su dolor ante lo que en carta a Gómez en 1892 llamaba la ingratitud probable de los hombres, su crítica en Patria a ciertos cubanos insuficientes y antiolímpicos, el incomodo -- ya en Cuba -- ante las terquedades, los caudillismos y las tendencias arbitrarias, la voluntad de deponer el cargo en buen gesto cívico, aun a costa de quedar a un lado (Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad), pero siempre empeñado en su República de virtuosos.
La deposición del cargo y el sometimiento a la voluntad popular nunca llegan a producirse en vida de Martí. Su obsesión de demócrata puntilloso quizás llegara a parecer excesiva a los ojos de sus compañeros de armas y de algunos historiadores de hoy. El devenir de la guerra y la historia que le sigue estarán marcados por fenómenos que Martí no dejó de anunciar: nuevos sinsabores entre los insurrectos, empuje mambí, flagrante derrota del ejército español, ocupación norteamericana (hay una foto de su hijo Pepito, entonces capitán, en 1907 junto a Mr. Taft, Secretario de la Guerra y Mr. Magoon, Gobernador en la isla), autarquías, golpes de estado, y una República no sólo de virtuosos sino de nuevos generales, de doctores y de otras tantas contradicciones.
Cuatro días después de los sucesos en Boca de Dos Ríos, con un silencio elocuente, al decir de Calvert Casey, La Habana Elegante publica un retrato de Martí sin la más mínima nota. Como en el diario adolescente, de confesiones nunca reveladas, deshecho sobre el cadáver de Micaela Nin, o como los cuatro folios eufemísticamente perdidos del relato de La Mejorana, la República propuesta por José Martí se inscribe en la línea de gestos incumplidos -- ademanes nubosos, indefinidos, que atizan la ficción -- que forman parte no sólo de nuestra existencia particular, sino del corpus y del imaginario de toda una Nación.
* * *
Cuatro notas sobre la muerte voluntaria
1. No, no habrá suicidio en Martí a la manera de Benjamin, Drieu o Klaus Mann. No habrá el acto de morder la ampolla de cianuro o de abrir las llaves del gas o de lanzarse al vacío como Primo Lévy, testigo de Auschwitz.
2. Los une a ellos, sin embargo, el pathos, la idea de saber devenir un muerto que habla, un cadáver peligroso.
3. Según Ezequiel Martínez Estrada, Martí viene a morir: Por eso sus encuentros con las gentes del camino tienen más de partida que de llegada, de adios, de despedida, que de pláceme, de bienvenida.
4. No habrá suicidio, sino nervio sacrificial, que es nervio suicida.
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Pululan -- y lo seguirán haciendo -- libritos breves, accesibles, ¿literatura asequible, amena, didáctica, ideológica?, dedicados al muestrario del pensamiento de José Martí, siempre a través de oraciones breves, frases lapidarias, de tono profético, fáciles de memorizar. No es este un fenómeno nuevo; todo lo contrario.
Hacer, es el único modo eficaz de censurar a los que no hacen -- en Los cubanos de Ocala, Patria, 2 de julio de 1892.
Hacer es el único modo eficaz de responder -- en carta a Gonzalo de Quesada, 19 de febrero de 1895.
Servir es mi mejor manera de hablar -- nuevamente a Quesada el 1ro de abril de 1895.
Que en Martí sea perceptible una absoluta indivisión de géneros desde el punto de vista estilístico, que lo mismo nos seduzca un artículo en Patria, cualquiera de los discursos en el Hardman Hall o la más escueta de sus cartas personales, tiene su origen en el verbo encendido del escritor, en su prosa arrebatada, todo proveniente de un estilo que, aun escrito, tiene lo esencial del homo eloquens, de un escritor que trastoca constantemente la tribuna en escritorio y el escritorio en tribuna. No en balde Marinello veía en algunas de sus cartas por lo sustantiva y aleccionadora, una arenga tribunicia.
De entre los gajes más usuales de su prosa, entre persistencia de lo enfático y arte de la antítesis, entre combinación de sintagmas inusuales, oraciones extensas, redondas, y otras más bien escuetas, concluyentes, destaca en Martí el gusto por la sentencia, la frase lapidaria, el apotegma (del griego apophtegma, dicho breve, agudo y sentencioso). Esto es esto, y no aquello. Hay que tener talante para fundar su discurso en el apotegma; hay que saberse conocedor, lúcido, seductor, para hacer uso de tales y peligrosas armas. (Un hombre que se ha dedicado tantos autorretratos es siempre un hombre que se piensa sobremanera). Un sentimiento mesiánico tiene que haberse amedulado para fijar una guía con sólo tres palabras y emitir resoluciones acuñadoras. La máxima -- apunta Barthes --, la más arrogante de las formas del lenguaje.
No se entienda lo anterior como reproche o queja, que no lo es, al hombre enorme que fue. Lupa y escalpelo y ojo acerado merece lo que ha venido después: que tras su muerte se haya formado un estereotipo-Martí, una fuente fértil de donde cualquiera de nosotros puede extraer una sentencia ajustable a la circunstancia que nos presiona, eso, un cliché-Martí, un Martí palabrero que nos presta frases cuando queremos epatar, un Martí de bolsillo, portátil.
Pero el Diario de campaña es otra historia. Como productor de texto, aquí Martí se corre, verbo que de por sí es erótico en ciertas normas del habla en Hispanoamérica; se corre e imagino la reacción de extrañeza de los primeros lectores de estas páginas ajadas, de grafías disímiles, con manchas de humedad, agregados y tachaduras. Un corrimiento textual que va de un discurso político, literario y doméstico (artículos, crónicas, cartas y arengas), horriblemente seductor, erótico, pero siempre utilitario, que-pretende-algo, mecaniquero..., y por supuesto altamente eficaz, a un discurso deslumbrado, otra explosión del Eros, ni pretencioso ni utilitario, más bien raro y para nada eficaz en términos políticos.
Cualquiera de las orillas ideológicas que han sucedido a su muerte hasta nuestros días se ha visto favorecida por la ductibilidad de los discursos cruciales, del tan manipulado pensamiento martiano. En cualquiera de estas costas y a lo largo de años hemos visto erigirse hasta la saciedad, en vallas, letreros, en rótulos de imprenta, en consignas estudiantiles, en todas las prensas posibles, una frase lapidaria extraída de su obra. Celébrense unos juegos deportivos, festéjese el día de San Valentín o pase un astro errante cerca de la Tierra y ahí saldrán los polifilólogos, los extractores de citas, a develar el caudal de las sentencias martianas sobre deporte, amor o astronomía.
En cambio, ni el más terco de los programadores de ideologías se ha atrevido a estampar en un muro de veinte metros y en letras heroicas:
Ya es la última agua, y del otro lado el sueño.
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No nos asombre si al escalar la escarpada fisonomía del diario de José Martí, nos sorprendemos ansiosos, expectantes, queriendo modificar el final de una trama que ya conocemos, pretendiendo insertar nosotros mismos filones narrativos, apariciones -- ¡incluso un milagro! -- que terminen torciendo el camino, burlando el telos trágico que al héroe le estaba asignado el 19 de mayo de 1895.
Ah, si Martí se parapetara, si acatara la orden de Gómez de que permanezca a su lado...; si en su lugar cayera abatido otro mambí, desconocido, como tantos hubo; si aquella escaramuza nunca llegara a producirse... – así pensamos mientras nos comemos las uñas, como ante una película que pasa y ya casi acaba, pero trama que conocemos, que nos ha sido dictada tantas veces, crónica de una muerte (el óleo del caballo que avanza y el héroe inclinado hacia atrás, con su frente ancha de cara al sol), aunque anunciada no menos dolorosa.
Martí es novela. Lo ha sido siempre. Peripecia es la palabra, entramado que nos hemos estado representando desde hace más de un siglo: unos con oropeles y toda la pompa lacrimosa con que solemos acompañar las vidas de santos; otros creyéndose un relato puramente heroico, ¡intransigente!, que no permite fisuras ni ruiditos del cuerpo, y que termina en consigna; y los menos, tratando de imaginarnos el recorrido de un hombre enorme que finalmente un día hubo de morir. Pero novela al fin.
En simbólica fecha del 28 de enero de 1959, en un artículo en Lunes de Revolución titulado En su centro, Severo Sarduy sugiere llevar a escena la obra de José Martí. Luego se le ha ficcionado. A menudo lo vemos moverse tras la pantalla del televisor: serio, pulcro, firmando documentos en un campamento mambí -- y nuestros niños no entienden cómo Martí está en todas partes. (Un niño cercano, de unos cinco años, llegó a afirmar: No sé dónde está su cuerpo, pero su cabeza está en la entrada de mi escuela). Hasta un conocido actor sometió su rostro a encomiables cirugías para representarlo en una serie de televisión que nunca llegó a grabarse.
No sólo le hemos dedicado monumentos en mármol o bronce, cuadros pop art, instalaciones, no sólo lo tenemos -- en busto -- en cada escuela o en fotos en cada institución, sino que lo llevamos como relato en cada mente, en cada historia individual. No hay cubano que no tenga referenciada alguna anécdota, rumor, frase lapidaria -- las más de las veces trastocadas por el tiempo, la burla o el marco en que se reproducen. Todo cubano conoce de béisbol, de medicinas y de la vida de Martí.
Martí como novela en cada una de nuestras cabezas. Una novela titulada Martí.
* * *
Sócrates y su silencio a espaldas del escribidor de diarios íntimos. Su ethos es el silencio; el de este otro, la confesión.
Además de no textual, el discurso socrático, más que confesatorio -- pues nunca lo fue -- será exhortatorio, de arenga y convencimiento, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma, palabra plena de eros, seductora, política en cuanto está marcada por el sentido utilitario del convencimiento.
Veámoslo entonces como figura anticonfesatoria por excelencia, que al negarse a la escritura ha delegado su sabiduría, pero también sus cuitas, al testimonio de sus discípulos. De ahí que historiadores como Dupréel lo hayan visto como mera ficción, producto de la necesidad que el nacionalismo ateniense tenía de suplir la ausencia de reales tanques pensantes, y para reducir la asimilación del pensamiento de sofistas extranjeros como Hipias o Protágoras. Construcción, relato fictivo o no, nos ha quedado la imagen de un hombre excesivo y virtuoso.
Como Martí, Sócrates ha ejercido el oficio de maestro, cuenta Jenofonte, sin remuneración, a costa de enormes sacrificios económicos, abstinencias heroicas y – según Platón -- infinita pobreza. Como en Sócrates, en Martí hay conocimiento de su apostolado, deber, abandono personal y familiar en aras de un fin, un despertar de conciencias. La facundia martiana de sus discursos y de sus editoriales en Patria tiene mucho de muela socrática, de Cicerón (¿acaso no lo lleva en el bolsillo en el momento de su muerte?) y más tarde de prédica cristiana. El Diario, en cambio, es también ficción a pulso, papilas que se han disparado excitadas por el pathos de su misión y la grandeza no imaginada del nuevo entorno.
Como Sócrates, finalmente, Martí es el punto cenital del eudemonismo en nuestra escueta tradición occidental, reacción al utilitarismo de nuestros sofistas y a las intrigas enanas de una hipócrita ambición civil, y entrega a una causa por simple amor, transmisión de un legado, contagio no sólo de un saber libresco, sino de una energía moral: Como si escribir un libro en papel fuera mejor que escribir en las almas -- había anotado en su cuaderno de apuntes de 1894. Claro está, como buen kaloskagathos (el caballero, el virtuoso): no exentos los dos de esa vanidad que sobrevuela en toda existencia y lógica sacrificiales.
Pero esta filiación se afianza en la asunción de la muerte.
Morir no es nada, morir es vivir, morir es
sembrar. El que muere, si muere donde debe,
sirve. (...) Vale, y vivirás. Sirve y vivirás. Ama,
y vivirás. Despídete de ti mismo y vivirás.
Sin lugar a dudas, estas líneas de un borrador de una carta esbozadas en uno de sus últimos cuadernos de apuntes bien pueden resumir – aunque Martí se resiste a los resúmenes, a los bustos, a las pancartas -- la ética de toda una vida. Todo Sócrates muere de y en su exceso. Su ironía ante la muerte, a fin de cuentas, no es sino un último intento por absolutizar la virtud. De ese modo traga la cicuta: altivo, en silencio. Martí minimiza el acto en sí. No hay una entrada en su diario donde se refiera a su propia y posible muerte. Antes, en carta desde Montecristi a Federico Henríquez y Carvajal, había consignado su divisa de estirpe socrática:
Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo
sería pegarme allí, al último tronco, al último
peleador: morir callado.
Con la muerte de Sócrates la voz se dispersa, se convierte en escritura de otros, se hace muchas y muy distintas. Jenofonte, Antístenes, Euclides, Alcibíades, Aristipo y Platón -- sus secuaces, según Jaeger --: cada cual lee y lega un Sócrates diferente. A cada quien su historia: con su mancha o su luz.
Con la muerte de Martí también han sido muchas las lecturas, las beatificaciones y los ocultamientos; muchas las manos patrióticas del relato de la Mejorana.
* Del libro Cuerpo a diario
Editorial tsé tsé, Colección "Paradoxa",
Buenos aires, Argentina, 2007, 145 pp.