La "alucinante atracción" de Martí

(Un texto de Juana de Ibarbourou sobre el autor de Ismaelillo)
 

Jorge Camacho
 

     No es aventurado decir que el año de 1953 debería llamarse, oficialmente, el año de la apoteosis martiana. Este año se dan cita en Cuba un sin número de críticos e intelectuales de Europa y América para rendirle culto y devoción al cubano, a quien - como dijera Juana de Ibarbourou - tiene “la alucinante atracción de un ídolo.” Los que no pudieron llegar a tan grande ceremonia mandaron desde sus respectivos países, flores y testimonios de su apostolado. Los editores de la Memoria del Congreso de Escritores Martianos incluyeron el artículo La poesía de Martí, de Ibarbourou, poetisa uruguaya que en ese mismo año había sido nombrada “Mujer de las Américas” y dos años antes había recibido en Cuba la Orden Carlos Manuel de Céspedes.
     El artículo en cuestión es una de las joyas de la bibliografía sobre el escritor cubano, puesto que se inserta en la tradición de poetas de Hispanoamérica que han escrito sobre él, ya sea para expresar su admiración por su obra, o para referirse a la influencia ejercida en ellos por ciertos poemas suyos (son los casos, por ejemplo, de Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Octavio Paz).
     Comienza Juana hablando en su artículo de los lazos que unieron al cubano con Uruguay (nación de la que fue cónsul en New York), y termina con la confesión – no por tantas veces repetidas, menos halagadora para nosotros - de que lo amaba como a la misma “estampa de Dios.”
     A juzgar por los temas de que habla, y el sentimiento que la inspira, Juana parece seguir de cerca en esta nota, los artículos necrológicos que escribió Darío para La Nación de Buenos Aires cuando murió Martí. Se detiene en uno de los poemas más extraños y “alucinantes,” del cubano, y que cierra la colección de los Versos sencillos: "Sueño con claustros de mármol." Como se recordará, Darío expresó en aquella oportunidad que era como una marcha de Beethoven. Habla, asimismo, de "La niña de Guatemala," para confesar que Martí “sin ser hermoso poseía unos ojos de fuego y una invisible aureola que conmovía los sensibles nervios femeninos” (el magnetismo de los ojos de Martí es otro de los tópicos del momento), y no deja de mencionar, además, su cariño por España, su “Romance a Aragón” de los Versos sencillos, que patentiza, dice, los “su cariño a la España de sus ancestros, limpia de la culpa que los políticos tuvieron en la esclavitud de Cuba.” ¿Los políticos solamente? Nótese que Juana afirma un poco antes, que su padre era español (Vicente Fernández), y que había vivido en Cuba durante su adolescencia. Fue a través de él, dice, que aprendió a amar a Martí. Dejo entonces a los lectores este texto de la uruguaya para que disfruten de su prosa y de su testimonio de admiración por el cubano.
 
 
Jorge Camacho, Ph.D
Assistant Professor of
Latin American Literature and Comparative Studies
Dept. Languages, Literatures and Cultures
University of South Carolina

 

La poesía de Martí

Juana de Ibarbourou

     Desde esta tierra del Sur, mi República oriental dulcemente marina, por sobre todo el Continente se tiende hasta Cuba, una recta tensa, que une a los dos pueblos en una amistad, en un amor que tiene un tierno matiz de patria común. Es que ningún uruguayo olvida jamás que su bandera cobijó a José Martí en el exilio y que él a su vez representó a nuestra nación desde su Consulado en Nueva Ernesto García Peña: José MartíYork, dándole para siempre a ese puesto una alta jerarquía histórica. Por eso, entre todos los países de América, el Uruguay es el que tiene derecho más próximo a la hermandad de Cuba. Martí es herencia americana, herencia latina, como todo grande hombre de una raza lo es de ésta, dondequiera que esté afincado. Pero así como en el clan familiar hay siempre un hermano más apegado a otro que los demás, bajo la curva simbólica de los brazos de Martí alzados para el juramento de la independencia, en el grupo escultórico de los libertadores que algún día ha de crear un Rodin americano, el Uruguay es el que más próximo estará al corazón llameante del Apóstol. Me crié amándolo (mi padre, español, vivió en Cuba años de su adolescencia); se me enseñó a querer a esa tierra y a su héroe, y ese amor está consubstanciado con mi corazón. De los recuerdos paternos aprendí a conocer "‘la perla antillana”, con el minucioso sentido de los ciegos. No la he visitado nunca, aún, pero su geografía, su aire, su luz, el mar que le redondea la cintura, me son tan familiares como los de mi país. Y en Montevideo, en mi cátedra de Lectura Comentada del Instituto Normal de Señoritas, el verso puro, la prosa rigurosamente poderosa de impartí, hacían de fiesta la hora de clase en que los teníamos como lección del día. Igual que Bécquer, Martí se nos entró en el alma y como sucede siempre con los verdaderos poetas, su verso nos sirvió muchas veces de término de comparación a situaciones íntimas, y fué ejemplo, confortación y embriaguez. Porque este cubano incomparable, se polarizó en dos encarnaciones inmensas, alrededor de las cuales giró todo lo que él fué, de modo perfecto, en la vida: héroe y poeta. Su prosa magistral mucho mayor, en cantidad, a los versos que nos dejó, le descubre a cada instante en esas dos entidades supremas. En aquella época aprendí de memoria aquel poema egregiamente grandilocuente de Los héroes, que parece modelado por un escultor genial:

Sueño con claustros de mármol
Donde en silencio divino,
Los héroes, de pie, reposan.
De noche, a la luz del alma,
Hablo con ellos: de noche.

     Cansado de luchas y fanfarrias, Martí se dirigía a sus hermanos de inmortalidad, a la única hora posible para esos diálogos. Y así lo veo en el umbral del claustro marmóreo lleno de erguidas estatuas gloriosas, conversando con ellas, fascinadoramente, de patrias y versos. Tan original, certero y rico de centellas en la prosa. Tan difícilmente sencillo y puro en la poesía, como aquellas estrofas invictas de La rosa blanca, modelo de forma y esencia, que recitan los escolares de mi país, y que él ha de escuchar desde allá, conmovido por ese culto nacional que el Uruguay le rinde desde su entraña. Martí está entre los grandes que desde hace tres generaciones forman nuestra vía láctea política. Millares de poetas han querido imitarlo. Imposible, pues muy pocos poseen como él, en “esta tierra menuda y rencorosa”, los dos augustos elementos con que ese poema fué creado: santidad y genio. El estilo de Martí, sin antecedentes americanos (Montalvo es grande y distinto), viene tamizado desde las más lejanas fuentes del idioma. Con su elocuencia recia y fulgurante, sus certeros arcaísmos que le confieren tanta gracia, con su simplicidad de poeta prístino que le ha dado el rigor del despojamiento y hace de su estrofa brillante una gema límpida, sólo podemos encontrarle raíces en lo más profundo de Santa Teresa, su hermana monja. Martí, escritor, orador, poeta, es tan inmenso como Martí patriota. Una vez quiso él enseñar cómo se es poeta y dijo que “para hacer poesía no hay como volver los ojos fuera: a la naturaleza; y dentro: al alma”. Fórmula fácil para él que poseía el destino, pero tan inaccesible como aquella de la musa traviesa de Ricardo Palma que encomendara poner consonantes en las puntas, y en el medio... talento. Martí fué poeta porque su alma excepcional sentía la naturaleza, que es Dios, como un elegido del cielo, y porque los supremos poderes le dieron el valor creador sin el cual la sensibilidad y la contemplación no pueden llegar al milagro del verso logrado. Su obra es humanidad viva, fe, amor... y genio. Los romances de Ismaelillo, en esos metros falsamente fáciles que él maneja con tanta soltura y elegancia, como toda su producción lírica, son verdaderas trampas geniales en las que se cae atrapado el que recien empieza a estudiarlo. Llano, muy cielo azul, pero tan dueño de centellas, que pronto, de ese decir simple salta una chispa que nadie podría sacar de su ámbar y que es el prodigio del fuego haciendo arder la zarza sin consumirla. Tanto en los Versos libres como en los Versos sencillos; en los poemas galantes de ese gran galanteador, como cuando, “espantado de todo”, se refugia en el hijo rimando delicias para su “reyecillo” o canta sombrío a sus “hermanos muertos el 27 de Noviembre” (los estudiantes de Medicina fusilados en La Habana ese mes del año 1871). Martí se salva de la recarga romántica-decadente de la época y, para gloria de nuestra lírica es, por su buen gusto, su erguidura, su ímpetu, su sintaxis, su adjetivo, la perdurabilisima voz poética que sigue dándonos su melodía, cuando hace más de medio siglo la muerte le apagó en la garganta, en el combate, yámbico de Dos Ríos, la otra voz, la sonora y alucinante del orador. Martí es un precursor del modernismo en la poesía americana y tal vez Darío bebió en él sus primeros sorbos de gracia y cuento:

Margarita, está linda la mar...

     El gran nicaragüense dice en su estudio de La Nación, de Buenos Aires, que Martí poeta fue mucho tiempo caei desconocido para él. Pero si algo había leído del bardo cubano, eso fue bastante, como una gota de salada agua del mar es el océano en potencia y el ascua minúscula que ha arrastrado el viento todo un incendio de bosques a kilómetros de distancia.
     Martí, que indudablemente tuvo en la poesía clásica castellana su nodriza y su aya, viene de muy lejos. De un muy lejos siempre más cercano que todo, porque está en el pueblo y en el corazón de cada lírica y sensible criatura del pueblo. Si los héroes dialogan con él de noche, mano a mano, de día lo escoltan juglares que recogen del sufriente limo mortal su experiencia y filosofía, cantando con acento directo y bruñido, a lo que les quema el alma por formar parte ella y que nos viene del aliento del principio de la creacion. Martí lo transforma en legítimo derecho de poeta:

Yo te quiero, verso amigo,
Porque cuando siento el pecho
Ya muy cargado y deshecho
Parto la carga contigo.

¿Qué importa que tu puñal
Se me clave en el riñón?
Tengo mis versos que son
Más fuertes que tu puñal.

¿Qué importa que este dolor
Seque el mar y nuble el cielo?
El verso, dulce consuelo,
Nace alado del
dolor.

     Es evidente que Martí quiso con el amor de la vocación, su destino lírico. No vacila en hablar de él orgullosamente, cuando la mayoría de los poetas lo tratan como a la propia sangre que necesitan para la salud y la vida y lo silencian siempre. Apenas si a veces lo hacen formar parte de una metáfora o una vergonzante referencia.
     Aplomado y límpido, Martí dice lo que siente sin mirar a su público de reojo. Es que, más aún, no busca tener público, como el ruiseñor. Canta por un imperativo natural y lo hace con una idiomática segura, perfecta, sin dengues ni laberintos. El sol directo de Cuba, que ha de comerse sombras y contraluces, está, vertical, en su verso. Y así era él mismo, vertical, y por eso ha quedado en América como una de las más fuertes columnas de la poesía y la libertad. Si como héroe tiene un ancho espacio luminoso para su estatua en el claustro de los héroes, como poeta se talló un plinto de piedra berroqueña y se conquistó una siempre fresca corona de laurel castellano. La niña de Guatemala, la que por él se murió de amor, la que en andas llevaron a enterrar obispos y embajadores, y cuya mano afilada y cuyos zapatos blancos besó transido de dolor en la despedida suprema, es mucho más que un romance hermoso. Bien sabemos el nombre de la pobre y bella desdeñada, que prefirió el frío definitivo del agua del río, al del olvido de aquel desmemoriado que volvió casado con otra, aunque a ella la hubo amado tanto. Ese romance puro y sereno, sin embargo llora sangre. Así, llorando y sangrando de remordimiento desesperado, debió escribirlo Martí que tuvo grandes poderes de atracción con las mujeres, pues sin ser hermoso poseía unos ojos de fuego y una invisible aureola que conmovía los sensibles nervios femeninos. Su bondad total lo salvó de ser un don Juan: su genio y su sentido de la libertad, de los derechos humanos, de ser un conquistador de cualquier especie. Él sabía bien que “el amor engendra melodías” y sembró amor en el verso, en la prosa de centella, en cuanto ideal se le cobijó bajo la noble frente magnética. Como él mismo dijo de Emerson, Martí fue “un hombre que se halló vivo”. Lo vemos inflexible y dominante en la lucha sagrada por la libertad de su patria; grande, con sólo los odios que por ser justos son santos, como lo prueba en Versos sencillos su “Romance a Aragón” y en múltiples instantes su cariño a la España de sus ancestros, limpia de la culpa que los políticos tuvieron en la esclavitud de Cuba. Si en todos sus aspectos yo lo venero y lo admiro, Martí tiene en mis preferencias de vocación y destino, la alucinante atracción de un ídolo. Muchos poetas de América hubieran deseado poseer su sobria y certera claridad. Pero ese don sólo lo reciben del cielo muy pocos grandes. Su vastísima cultura, ese relampagueo académico, fulgurante, entre la transparencia del agua, su sencillez asistida por el vocablo antiguo que la subraya de gracia, esa sintaxis que parece tan lisa y es su gran misterio de forja y riqueza, todo eso que es Martí poeta sea en la prosa, en el verso, en el patriotismo o en la heroicidad, hacen de él una creciente estampa de Dios. Así lo estamos amando. Así está él superando a todas las estatuas de sus diálogos olímpicos.

Montevideo, febrero de 1953.

Memoria del Congreso de Escritores Martianos (Febrero 20 a 27 de 1953). La Habana:
Publicaciones de la Comisión Nacional Organizadora de los Actos y Ediciones del Centenario y del Monumento de Martí, Imprenta Úcar, García, s. a., La Habana, 1953.