El zombi nacional
(a propósito de un artículo de Severo Sarduy sobre José Martí)
Francisco Morán, Southern Methodist University
En su ensayo Calibán, de 1971, Roberto Fernández Retamar arremete contra la revista Nuevo Mundo afirmando que estaba financiada por la CIA, y también contra dos de los críticos que publicaban en ella: Emir Rodríguez Monegal y Severo Sarduy. Al mencionar a este último, alude a su “mariposeo neobarthesiano.” En un ensayo que, implícitamente, emula con “Nuestra América,” de José Martí, al igual que este en 1891 bosquejó una otredad americana abyecta en la figura afeminada y europeizante del “sietemesino” que tenía “el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París,” también Fernández Retamar propone una exclusión similar: la abyección de Sarduy, su no-lugar en “Nuestra América,” en la isla de Calibán, la marcan su homosexualidad y la influencia de Roland Barthes. Que Martí haya vivido asediado por la obsesión de afirmar su masculinidad, y que Fernández Retamar nos haya dejado uno de los poemas más homoeróticos del triunfo revolucionario (“El otro”), no son detalles, por cierto, de menor importancia. Óiganlo jadear – a Fernández Retamar –, reclamar el balazo, requebrarlo, en “El otro:” “¿Quién recibió la bala mía, / La para mí, en su corazón?”
En 1959, sin embargo, nada - ¿nada? – dejaba entrever los mariposeos de Sarduy. Como tantos otros escritores que después lamentarían el júbilo desbordado con que saludaron el amanecer revolucionario, él se sumó a la inundación – así la llamó Piñera, sin sospechar siquiera la terrible exactitud de su bíblica metáfora – y cantó su aria, regresó al coro, interpretó, en fin, el exultate del momento. Si aleteó, lo hizo con firmeza.
A ese instante que ahora, en vista del horror, resulta casi imposible imaginar, pero que fue real, y, en efecto, lo inundó todo, corresponde este breve artículo sobre Martí que Sarduy publicó en Revolución el 28 de enero de 1959.
No obstante el tono celebratorio que era de esperar en un artículo sobre Martí publicado justamente el día de la celebración de su natalicio, “En su centro” parece algo (des)centrado.
Lo primero que notamos es el efecto entre cómico y burlón del comienzo. Sarduy imagina a un lector que no puede escuchar el nombre de Martí sin experimentar el deseo de escapar (¿de Cuba?), y que no puede sobreponerse al nerviosismo que ese nombre le provoca. El artículo, comienza, pues, con el intento por parte del escritor de aplacar ese miedo que, por otra parte, también confiesa haber padecido antes “por interminables las arengas de los políticos.” El comentario parece anticipar el siniestro que se avecinaba. El triunfo armado desembocaría – desembocaba ya – en la ocupación del discurso. No se trata solo, desde luego, de los interminables discusos que harían famoso a Castro, sino también de la violencia misma de la jerga política que empezaba a avasallarlo todo. Solo que esta violencia no es en principio – no en los primeros momentos – percibida como tal, de ahí el gozo con que los intelectuales y los escritores, deslumbrados con el poder, entregan sus pertenecias, y se entregan con ellas.
Sarduy explica el terror de su lector como el resultado de una pedagogía ritualizada en actos repetitivos y celebraciones vacíos de sentido. La repetición de Martí, su (re)producción en serie – “los horribles niños memorizadores de pensamientos y versos sencillos – parece extrañamente asociado con esa imagen monstruosa que perturba al lector. Curiosamente, el propio texto de Severo Sarduy se inscribe, fatalmente, en la misma lógica (re)productiva, de modo que, lejos de calmar a su audiencia, todo lo que cabe esperar es que confirme sus peores temores. “Las emisoras del nuevo gobierno, para entrar en proposiciones concretas,” propone un Sarduy que, lejos de mariposear, va a la concreta, “deben dedicar horas a la difusión de las obras de Martí; los nuevos periódicos deben tener una sección fija al respecto, los nuevos teatros – esta vez mejor orientados para no chantajear al pueblo con malas obras de vaudevile y peores actrices recién recomendadas – deben montar en escena la obra de Martí.” Martirium Delirium Tremens, y nada más. Sarduy afirma que, hasta el triunfo revolucionario, Martí “[había] permanecido muy lejos de todo ese palabreo, de ese tam-tam verbal que nada tiene que ver con la realidad,” y pide ahogar ese tam-tam con… más tam-tam.
Otro aspecto interesante del artículo es la breve valoración de Martí poeta. No vamos a decir que este es un juicio al respecto que deba tomarse como definitivo, ni mucho menos. Sería absurdo. Pero, por otra parte, la ambigüedad del mismo – fugaz y todo – no deja de ser llamativa. Como poeta, Martí, comenta Sarduy, “es una realización aún mayor,” pero solo para aclarar inmediatamente: “No exactamente por la obra escrita – que tiene que ser muy discutida –, sino por la poderosa del ser humano que de ella se deriva” (énfasis mío). La celebración de la obra de Martí ocurre, pues, a expensas de esa misma obra. El comentario siguiente lo demuestra hasta el punto de que dicha celebración parece buscar su legitimación en los Fundamentos de filosofía marxista-leninista, de F. Konstantinov, todavía por venir: “el poeta, considerado hasta entonces como un ser débil, desamparado, ajeno al mundo de su torre de marfil, demuestra en Martí que la poesía, precisamente por estar situada en un plano de la aparente realidad, puede influir decisivamente sobre ésta y transformarla.” Ya estamos hablando de una influencia decisiva para transformar la realidad: Martí anuncia la matriuska. Y eso no es nada. Una verdadera revolución, expresa el tovarish Sarduy, exige “una transformación de orden interno.” Se trata del tipo de ocupación discursiva de que hablábamos. Es Martí presagiando los principios del realismo socialista, su tam-tam.
Con razón el lector parece cada vez más agitado. “No movamos más las manos nerviosamente,” insiste Sarduy al final del artículo. Y en este punto las cosas solo empeoran, puesto que el exorcismo que intenta llevar a cabo, no hace sino prometer el retorno del muerto, el martilleo y el tam-tam que regresan para acosar al pobre lector que escucha horrorizado la invitación sarduyeana: “Escuchemos al resucitado que pide la palabra, al poeta, al gran poeta que aparece en su centro, su centro, en su luminoso centro.”
En su centro
Severo Sarduy
No abandone tan pronto, señor lector, la lectura de este artículo cuando le advierta que voy a hablar de Martí. No mueva las manos nerviosamente. Yo lo comprendo: también he padecido por interminables las arengas de los políticos. Las clases de los profesores de Historia de segunda mano, la columna del articulista de moda, los juegos florales, los horribles niños memorizadores de pensamientos y versos sencillos… Todo esto para convertir en monstruosa la figura de Martí.
Pongamos, sin embargo, las cosas en su sitio. Hace unos pocos días, hablar en Cuba de Martí era un chantaje, una broma del peor gusto. No llevo mucho más de siete años de ejercicio literario, esto quiere decir que he hablado muy poco de Martí. Me explico: encontraba ridículo que se mencionara al Apóstol en circunstancias idénticas a aquellas contra las cuales él entregó su vida.
Pero no cerréis los ojos ni os echéis a dormir con motivo de la palabra de Martí. Sé que hay enormes biografías al respecto, grandes ensayos escritos por profesores, pero Martí como actitud humana, como esfuerzo y descubrimiento, ha permanecido muy lejos de todo ese palabreo, de ese tam-tam verbal que nada tiene que ver con la realidad.
Martí como hombre es un logro del talento y la dignidad; como poeta, es una realización aún mayor. No exactamente por la obra escrita – que tiene que ser muy discutida –, sino por la poderosa del ser humano que de ella se deriva. Los poetas lamentan a veces que la obra no escrita por Martí, la obra perdida a la luz de la muerte, pudo haber sido más decisiva. Yo no lo veo así. La obra escrita es poderosa en tanto que aviso y promisión de una realidad más absoluta. De ahí el oscuro, creado por la poesía en su propia búsqueda. El verdadero oscuro, ajeno al hermetismo que precede toda gran iluminación. Hay otro gran logro: el poeta, considerado hasta entonces como un ser débil, desamparado, ajeno al mundo de su torre de marfil, demuestra en Martí que la poesía, precisamente por estar situada en un plano de la aparente realidad, puede influir decisivamente sobre ésta y transformarla. Un poeta, un verdadero poeta es sólo capaz de transformar radicalmente, profundamente. Un simple cambio de apariencia, de exterior, es relativamente fácil.
Es por eso que ahora, a sólo unos días del triunfo de la más limpia de las revoluciones, cuando una transformación de orden interno debe necesariamente comenzar – esa es la verdadera revolución –, debemos escuchar atentamente el mensaje del más grande maestro de América.
Las emisoras del nuevo gobierno, para entrar en proposiciones concretas, deben dedicar horas a la difusión de las obras de Martí; los nuevos periódicos deben tener una sección fija al respecto, los nuevos teatros – esta vez mejor orientados para no chantajear al pueblo con malas obras de vaudevile y peores actrices recién recomendadas – deben montar en escena la obra de Martí.
Hablemos ahora por primera vez. Escuchemos sin complejos la palabra del Apóstol. No con fórmulas exteriores, no con cátedras de literatura mala, no con pensamientos de Martí puestos en vidriera para liquidación, no repitiendo palabras.
No abandonemos, por eso, los artículos martianos. No movamos más las manos nerviosamente. Escuchemos al resucitado que pide la palabra, al poeta, al gran poeta que aparece en su centro, su centro, en su luminoso centro.
Revolución, 2 (46); 13, enero 28, 1959 [Página “Nueva Generación”].