Itinerarios de la memoria: letras y revolución en la novelística de Edmundo Desnoes

Magdalena López, Centro de Estudios Comparatistas de la Universidad de Lisboa

     En la trayectoria vital de los diversos alter egos novelescos de Edmundo Desnoes es posible leer ecos de una narrativa nacional en la que la vida del intelectual está íntimamente vinculada al problemático devenir de la isla. Ya sea Sebastián en No hay problema (1961), Simón en Cataclismo (1965), Malabre en Memorias del subdesarrollo (1965) o Edmundo en Memorias del desarrollo (2007), la figura del intelectual adolece de una escisión interna que se expresa como ambigüedad y que afecta su relación con el entorno a manera de permanente desencuentro: con Cuba ― la republicana y luego la socialista ― y con Estados Unidos en el lapso histórico que va desde los preámbulos de la revolución hasta principios del siglo XXI.

Las armas y las letras

     No hay problema explora las dificultades del intelectual por insertarse en un espacio nacional con el que no se siente plenamente identificado. Publicada en pleno fervor revolucionario, esta será la primera y única novela en la que dicha inserción se logra con éxito mediante la total conversión revolucionaria del personaje. Sin embargo, sobreponiéndose a una intención aleccionadora, la obra anuncia la complejidad psicológica e ideológica característica de los protagonistas de Desnoes. El drama de Sebastián es su imposibilidad de ajustarse a una caracterización épica maniquea en el contexto intradiegético de la década del 50. Ya en un debate sostenido por varios escritores cubanos en 1962 sobre la novela, Virgilio Piñera advertía que el “aspecto político” del texto, “[dejaba] bastante que desear” (“Debate” 5). En efecto, la ambigüedad de la obra poco parecía contribuir a una normatización revolucionaria. A la manera de buildungsroman, No hay problema indagaba las dificultades por encontrar una identidad propiamente cubana que pusiese fin a una ambivalencia identitaria desmovilizadora. Tal ambivalencia se desprendía de la dicotomía: Cuba/Estados Unidos, replicada en las antinomias clases populares/burguesía, negro/blanco, campo/ciudad y de manera todavía indirecta desarrollo/subdesarrollo.
     Desnoes se hacía eco tanto del discurso antiyanqui de la generación del 30 como del dominante en la década del 60, sin embargo, el elemento estadounidense era reconocido como parte constitutiva de la propia identidad como quedaba sugerido en la imagen de la bebida Cubalibre ― elaborada no sólo con ron sino también con Coca Cola — dentro de la novela. La tarea épica suponía precisamente eliminar ese ingrediente ajeno, alienante, para constituir en términos simbólicos una nación plena e independiente. Al igual que Cuba, Sebastián apuntaba a unos orígenes problemáticos que le impedían alcanzar la madurez. Ello se traducía en su perpetua abulia juvenil.  Invirtiendo los valores comúnmente atribuidos en las alegorías familiares de las novelas latinoamericanas estudiadas por Doris Sommer en su Foundational Ficitions, Sebastián era hijo de padre cubano blanco y madre estadounidense. La maduración del personaje, su entrada en la adultez, el “hacerse hombre” (186) va a suponer la necesidad simbólica del matricidio y la recuperación de la figura paterna a través de la acción política: el abrazo de la resistencia contra el régimen de Batista. La vida de Sebastián venía a constituir una teleología de filiación masculina acorde con el imaginario revolucionario.
     Producto de una pareja culturalmente mixta, el personaje sufría desde su infancia el estigma de su especificidad familiar: “De niño lo llamaban ‘el hijo de la americana’. Se avergonzaba entonces de su madre cuando le hablaba en inglés delante de los demás” (19). La vergüenza infantil marcaba el inicio de una diferencialidad traumática que lo aislaba de su entorno y le impedía reconocerse y ser reconocido como cubano. Esta diferencia venía impresa desde el cuerpo mismo, a manera de estigma: “Nunca se sentía cómodo en ninguna parte. Era cubano pero a menudo lo confundían con un norteamericano. Tal vez si hubiera nacido con el pelo negro y ojos negros no se sentiría tan improbable y fuera de lugar. Todo en Cuba estaba dominado por la presencia física” (21).
     No hay problema expone las dificultades del intelectual americanizado por superar una diferencialidad que le impedía integrarse a una nacionalidad cubana suficientemente sólida para cerrar las fisuras entre el adentro y el afuera: “el mundo exterior siempre minaba su intimidad” (19). Cubano, pero con aspecto estadounidense, Sebastián dramatiza la ambigüedad nacional a resolver. Lejos de ser el producto sintético de sus padres, o de configurar el paradigma identitario de una cubanidad mestiza, Sebastián es el fruto escindido de una pareja culturalmente irreconciliable: la superficial ama de casa americana y Arturo, el gris administrador cubano de un banco extranjero. Mientras la madre somatiza el rechazo a la isla aislándose debido a sus continuos ataques de asma, Arturo (típica figura de la burguesía criolla intermediaria) languidece ante el desarrollo de un tumor en su vientre. Su negativa a someterse a una cirugía, dramatiza la extrema actitud de desidia o de miedo, concretizada en la frase que da título a la novela y que el padre repite al referirse a su enfermedad: “No hay problema” (136). Lejos de producir una “sobrenaturalaza” creativa como sucedía en la novela Paradiso de Lezama Lima, lo patológico en Desnoes se relaciona con la idea de esterilidad, de aniquilamiento paulatino que bien podría extenderse al escenario político nacional en los años 50, años en que la narración tiene lugar.
     Sebastián es consciente de la agonía de su mundo familiar, no obstante, no logra articular una visión de futuro que no sea una permanente sensación de orfandad. Esta perspectiva resulta en una proyección metafórica de la nación cubana devenida en 1898, cuyo vínculo con los Estados Unidos ― traducido analógicamente en el relato a través de la dictadura de Batista y de la figura materna— se hace ya insostenible. Sebastián es el vástago de un orden en extinción prefigurando así, la famosa afirmación del Che sobre el pecado original de los intelectuales de pertenecer a una época condenada al pasado.
     Sebastián nace en el año de 1926 y su mayoría de edad se corresponde con la decepción democrática del segundo gobierno de Grau San Martín. En consonancia con este período, la novela relata los intentos fallidos de rebelión juvenil: negarse a asistir a la misa, declararse ateo y dejar la casa de sus padres para irse a vivir con una mulata divorciada. Paralelamente a estas incursiones fútiles por romper con el ámbito familiar, la narración expresa el fracaso de la política nacional: la segunda presidencia de Grau, la de Prío Socarrás en 1948 y el último golpe de Batista. La conjunción de la experiencia personal y la nacional termina por hacer concluir a Sebastián que: “la rebeldía que animó su adolescencia quedó asfixiada. Todo era indiferencia o corrupción” (11).
     En el presente de la narración, el personaje es un joven periodista que vive cómodamente en La Habana gracias a los reportajes que escribe para un periódico neoyorquino durante la dictadura de Batista. El lector asiste a sus relaciones primero con Norma, una mulata pobre y luego con Nancy, una excéntrica norteamericana. La situación profesional y amorosa de Sebastián repite nuevamente la familiar en la misma ambivalencia: Estados Unidos y la isla. Tal disyuntiva se traduce en la ambigüedad ideológica del personaje, quien apoya discretamente a la resistencia, personificada en la figura de su amigo Francisco ― futuro integrante del M-26-J ― y no obstante, se ajusta sin demasiados escrúpulos a la cotidianidad de una dictadura respaldada por Estados Unidos.
     La inmovilidad de Sebastián se escuda en un escepticismo que remite a los orígenes de la cuestión nacional: “Yo quisiera que las cosas cambiaran en Cuba: es una herida abierta. Estoy avergonzado de mi país, no porque espere que todo sea perfecto, sino porque hay demasiadas cosas podridas” (38). La caracterización del intelectual abúlico que veremos mucho más definido en Memorias del subdesarrollo tuvo que ver sobre todo con una actitud intelectual que estuvo intrínsecamente ligada al fracaso de la experiencia republicana, aquello que Rafael Rojas ve como una “actitud nihilista” (Tumbas 145). Toda la narración está empapada  de la conciencia de formar parte de ese conglomerado rendido, que decidió “que era mejor tener algo que nada” (87). Una actitud que expresa la indefinición alejada de posicionamientos radicales. Esta indeterminación se muestra centralmente a través de dos poderosas imágenes que sirven como correlato para leer la isla: la Palma Real y la esculturilla del Eleguá jimagua. La primera destaca la inconsistencia nacional, cierta indolencia acomodaticia:

La Palma Real: fofa por dentro e inútil. Su tronco era demasiado blando para construir nada sólido: sólo los bohíos precarios que habitaron los taínos hacía quinientos años. El palmiche sólo servía para alimentar a los cerdos. La palma era apariencia. La pulpa suave de la palma repugnaba a Sebastián. De niño había descubierto una palma derribada después de un ciclón. Hundió y volvió a hundir su cuchillo en la blanda pulpa del árbol hasta que se cansó de no encontrar resistencia. Su país era algo vacío, una convexidad. Miles de años eran necesarios para que un país se convirtiera en una realidad. Como España e Inglaterra. Hasta Estados Unidos era una pradera desierta. Cuba, un cuerpo suave, informe (71).

Con ecos positivistas, la frustración nacional tiene su parangón en una naturaleza tropical primitiva que permanece relegada de la historia occidental. Queda expresada la ausencia de finalidad histórica. “La nave al garete” que expresara Antonio Pedreira para referirse a Puerto Rico, se traduce aquí en la “convexidad” y la “docilidad”, en la supuesta “falta de resistencia” de la blandura pulposa de la palma. En Memorias del subdesarrollo la imagen de la palma se rearticulará como concepto: barbarie, subdesarrollo. Importa aquí destacar que ese cuerpo “suave” e “informe” ― amorfo diría Lacan ― está relacionado con la etapa infantil y adolescente del personaje ― una suerte de prehistoria—, en la que el desarrollo supondría la ruptura futura con la madre y la asunción de una resistencia política.
     La imagen del Eleguá por el contrario, resulta mucho más compleja y ambigua. En la novela, el Eleguá juega con la perspectiva eurocéntrica de la visión anterior. Sebastián y Nancy asisten a una procesión de la virgen de Regla. Allí un vendedor exhibe varios objetos relacionados con la santería. Sebastián se interesa por una estatuilla de un Eleguá jimagua:

tenía dos caras. Una blanca y la otra negra, una contra la otra. Blanco y negro como Cuba, pensó recordando las discusiones que había tenido con Norma. De repente vio su propia contradicción en la escultura. La dualidad de la Isla. Medio española medio africana. Un puente o fortaleza entre Estados Unidos y el resto de Hispanoamérica. El gallego y el negrito del teatro vernáculo. Un país primitivo en pleno siglo XX  (147).

Es necesaria una lectura de este pasaje que trascienda la evidente referencia al mestizaje como identidad racial armoniosa. Al reconocerse en la escultura como contradicción, Sebastián problematiza una visión sincrética, resolutoria de las diferencias (lo blanco y lo negro). Mientras la imagen del puente afirma la visión oficial conectora, conciliadora; la imagen de la fortaleza tiene un tono agresivo, la rigidez y la impenetrabilidad que estaban ausentes en la imagen de la palma. Desaparece el elemento indígena y aparece otro mucho más inmediato y real: lo negro. Lo español que se menciona se desplaza en la frase siguiente hacia Estados Unidos como significante de lo blanco. La ambigüedad del párrafo, como las dos caras del Eleguá, parece debatirse entre la conjunción de una cara y la otra o; por el contrario, una cara contra la otra. Sebastián aclara a Nancy que la ornamentación en la cabeza del Eleguá no son plumas sino hojas de acero afiladas en la cabeza. Queda enfatizado así el carácter bélico de la dualidad. Un carácter que Nancy instintivamente rechaza por feo, monstruoso y macabro.
     La imagen ambivalente del Eleguá expresa por un lado la idea peyorativa de una nación anacrónica: “un país primitivo en pleno siglo XX”, pero por el otro, conlleva un potencial subversivo por la ansiedad que produce su agresivo hermetismo ante una racionalidad occidental. El Eleguá es para Sebastián todo lo contrario de lo que representa Nancy con su “ropa interior de nylon” y su “sonrisa Colgate” (147). Interesa resaltar no sólo el carácter combativo liberador del Eleguá como imagen épica, sino también su fijeza en una conflictividad irresuelta. En esa contradicción entre el Eleguá y el Colgate, entre Cuba y Estados Unidos, entre lo negro y lo blanco permanece atrapado Sebastián sin poder tomar posición por una de las dos caras.
     El hallazgo liberador de una identidad nacional cubana a la cual abrazarse sólo es posible en la novela a través de la acción política. Se trata de una toma de conciencia revolucionaria que está íntimamente relacionada con una reconexión con esa esfera de lo corporal, con lo “físico” cubano. El propio cuerpo, antes obstáculo insalvable, borrará los estigmas que producían el desencuentro. Ese cuerpo infantil blando y amorfo de Sebastián sufre el disciplinamiento de la tortura del régimen de Batista cuando se descubre que había ayudado a su amigo Francisco a esconder unas armas.
     El pecado original del intelectual, que se sintomatizaba como escisión interna, como desencuentro con el entorno a través del propio cuerpo aburguesado, “norteamericanizado”, logra su purificación con la imagen del cuerpo mortificado por la tortura. A raíz de su encarcelamiento, el personaje parece ganar una nueva consciencia. Tras su liberación, es obligado a abandonar el país. Una vez en Miami, al enterarse de la muerte del padre, siente un deseo irrefrenable por volver a la isla. Este despertar lo lleva a regresar pese a las advertencias de los esbirros de la isla y las amenazas de ruptura de Nancy. “Aquí no vivo”, asegura, “aquí me siento impotente. Me sacaron de Cuba para castrarme” (217). La muerte de Arturo empuja la decisión pospuesta a lo largo de la novela: “Tengo que hacer algo ahora. Ahora es cuando lo veo todo claro…después todo me parecerá estúpido e insensato de nuevo. No puedo ser dos cosas. No puedo seguir siendo dos personas al mismo tiempo. Tengo que ser una cosa o la otra” (220). La adquisición de una virilidad — la negación de la castración ―, supone el comienzo de una narrativa épica propiamente cubana en la que el intelectual supera finalmente el pecado original y se integra de lleno a la política.

Las dudas y las letras

     No hay problema resolvía el conflicto existencial entre la indiferencia y el compromiso político con la vuelta del personaje a La Habana. Memorias del subdesarrollo por el contrario, abre con el desplazamiento inverso de los familiares del protagonista embarcándose hacia Miami en 1961. Con el exilio de los padres y esposa, el mundo familiar de Malabre prácticamente desaparece de la novela. Estamos ante un intelectual que es ahora la versión madura del Sebastián de No hay problema. Con 39 años, expropietario de una mueblería y de varios apartamentos en alquiler, le toca adaptarse al período político que media entre la batalla de Playa Girón y el desenlace inmediato de la crisis de octubre. Narrada la novela en primera persona, a medio camino entre el diario y el cuaderno de notas, el texto expresa recurrentemente la incapacidad de Malabre, un escritor fracasado, para integrarse al entorno. El ambiente de la isla ha pasado de la atmósfera opresiva de la dictadura batistiana al fervor de los primeros años de la revolución cubana. Memorias del subdesarrollo vuelve entonces sobre el problema de la inmovilidad dubitativa, que parecía resuelta a través del crecimiento del protagonista de No hay problema. Malabre se debate ahora en una ambivalencia expresada más conceptualmente como desarrollo/subdesarrollo. Su escisión resulta en un posicionamiento generacional que le impediría, tal como había dictaminado el Che, constituir el hombre nuevo del futuro. La lógica temporal historicista parece reducirlo a ser un espécimen raro en vías de extinción.
     Enrico Mario Santí aludió a la referencialidad de esta novela con Memorias del subsuelo de Fedor Dostoievski (370). Para el crítico, la analogía con el texto ruso vendría a enfatizar la alienación de Malabre, una alienación que se diferenciaría de la del hombre del subsuelo por ser “más social que metafísica” (370). Sin embargo, hay también una dimensión filosófica en la novela de Desnoes que nos remite a la problemática de una concepción teleológica de la historia que ya estaba en la obra de Dostoievski. Santí apunta a esto, sin ahondar en sus implicaciones existenciales, cuando refiere la ambigüedad semántica de la palabra “memorias” ya que en ruso —zapiskie— no implica tanto una temporalidad sobrepasada sino una repetición “en el preciso momento en que pretendemos estar más allá del mismo” (371). En Memorias del subsuelo, el narrador ponía en cuestión dos tópicos contrapuestos: la libertad ― que él expresaba como voluntad y deseo ― y  la civilización. Sobre ésta última era implacable: “Si la civilización no ha hecho más sanguinario al hombre, éste bajo su influjo, se ha vuelto más rastreramente cruel que antes” (50). La crítica a la sociedad moderna lleva al hombre del subsuelo a desvalorizar aquellas “deducciones abstractas” relacionadas con la ascensión del discurso científico que garantizarían la marcha histórica progresiva hacia la felicidad humana. De acuerdo con el probable alter ego del autor ruso, la ciencia eludía el problema de la voluntad independiente, entendida en un sentido amplio como capricho, fantasía, deseo. Esta última suponía la autodeterminación por encima de cualquier “legalidad superior de la naturaleza”. El asunto de la compleja relación entre la libertad y la llamada civilización constituye también una de las problemáticas centrales de Memorias del subdesarrollo. Concebida la revolución en los parámetros teleológicos civilizadores hacia la felicidad socialista, surgía el problema de qué papel asignar a la libertad creativa en la nueva sociedad. La paulatina centralización de las políticas culturales llevó a la percepción de que la libertad debía subsumirse a la responsabilidad (Franco 34). Memorias viene a dramatizar esta tensión constante entre la libertad y el compromiso político exigido por el régimen socialista: Malabre no puede o no logra renunciar a sus deseos individuales para unirse a un supuesto colectivismo emancipador. Se resiste, para usar una imagen de Dostoievski, a ser una simple tecla del piano. La suya, como la del escritor ruso, es una resistencia que mostraría cierto escepticismo ante las premisas teleológicas de una “legalidad superior”.  
     La interrupción de una teleología se afirma en la novela ante el “regreso” del protagonista a un estado de aislamiento e indefinición que parecía superado por el activismo político en No hay problema. ¿Qué pudo haber provocado este desvío después de la resolución épica del primer texto? Entre No hay problema y Memorias media otra obra menor intitulada El cataclismo. El autor intentó llevar al extremo una óptica totalizadora que prescindiese del problema de la libertad individual. La novela constituye un retrato de la sociedad cubana en el período que va de julio de 1960 hasta los combates en Playa Girón de abril de 1961. El narrador se pasea entre diversos estratos sociales y sus diferentes reacciones frente a acontecimientos históricos como la reforma agraria y la urbana. Desnoes llegará a admitir el carácter epidérmico de esta novela, lo cual de algún modo expresó su fracaso literario en el terreno del realismo socialista. Consciente de ello, llegará a asegurar que su intención inicial era mostrar una visión colectiva, pero que luego descubrió que “la subjetividad es la única objetividad” (en Jaimes 113). El fracaso en articular una narrativa totalizadora pareció redundar nuevamente en el quiebre entre una subjetividad intelectual y una esfera colectiva, deshaciendo la compenetración lograda en su primera novela. Con Memorias se produce un repliegue hacia una libertad estética individual que de alguna manera replica la situación del personaje.
     El simbolismo del título de El cataclismo para referirse a la revolución como un gran evento que trastornó la vida nacional queda desplazado semánticamente en Memorias del subdesarrollo hacia la “catástrofe”. Mientras ambas palabras refieren a un cambio violento, la segunda coloca su énfasis en el aspecto destructivo y de desgracia (DRAE). Tal movimiento semántico anuncia un cambio de tono en lo que habían sido hasta entonces narrativas épicas. La versión en inglés de la novela, Inconsolable Memories apunta todavía más directamente a esta visión catastrófica en su propio título. Éste se deriva de una frase de Hiroshima, mon amour que queda “clavada en el cerebro” del protagonista al ver el filme de Alain Resnais. La frase refiere una memoria que se expresa en “las víctimas achicharradas y paralizadas por la bomba atómica” de Hiroshima y Nagasaki que Malabre difícilmente tolera mirar en la pantalla.
     Las terribles imágenes remiten, como la del Eleguá bifronte de No hay problema, a la ambigüedad que atraviesa toda esta novela y que define nuevamente al personaje. Tómese en cuenta que la común interpretación de esta obra ha sido su representación de las dificultades del intelectual burgués por adaptarse a las nuevas condiciones históricas derivadas de la revolución. Desnoes mejor que nadie expresó esta sensación de ambivalencia sobre sí mismo: 

Estoy rajado por muchas partes: por el choque del inolvidable pasado y el presente intenso; por la firme conciencia revolucionaria de un socialismo “con todos y para el bien de todos”, y mi vida insignificante, presente, llena de zozobra ante lo nuevo que hacemos para el futuro. Somos siempre dos. El que lo entiende todo, lo justifica todo con el análisis frío de la implacable historia, desde arriba, —en teoría— y el pobre yo que sólo tiene su vida individual en medio del caos sorprendente y contradictorio de la revolución (en Santí 363).

Entender la ambivalencia pasado/futuro, individuo/sociedad, historia/Historia y finalmente subdesarrollo/desarrollo como “rajadura” implica, como la catástrofe, una noción dolorosa. La ambivalencia resulta vivida como una herida, una hendidura casi carnal a manera de los cuerpos mutilados por la bomba atómica. Cuerpos sobre los que la “civilización” referida por Dostoievski va dejando su impronta. Resulta sugestivo pensar la ambigüedad de la obra con relación a la semántica doble que entrañan las imágenes de los cuerpos mutilados. Éstas conforman las dos lecturas contrapuestas que sostienen la tensión de la novela. Por un lado, asistimos a la visión de Malabre como sujeto individual. Aquí, a diferencia del proceso descrito por Lacan en su estadío del espejo, el cuerpo no encuentra su propia unidad a través de la imagen del otro. Por otro lado, accederíamos a una perspectiva más integradora de estas heridas o rajaduras mediada por el entusiasmo revolucionario del autor durante los primeros años, y que se conectaría con el potencial emancipador que Walter Benjamin veía en las ruinas la historia.
     Respecto a la primera lectura, Memorias repite la valoración negativa inicial en No hay problema hacia lo corporal para expresar el desencuentro de Malabre con sus semejantes. La repulsión hacia el propio cuerpo y el de los demás es explícita en un episodio en el que debe pasar una noche en la cárcel acusado de abuso sexual a una menor: “Deseaba salir corriendo de la celda y de la estación. Estaba fatigado de tener tanta gente alrededor de mí. No podía relajarme. Sudor y orines y humedad y mierda y halitosis. Todo era pegajoso e incómodo. Estaba desesperado por encontrarme solo, solo” (121).  Aquí, el cuerpo encarcelado lejos de promover una integración como sí sucedía en No hay problema, refuerza el aislamiento. La mirada de los otros lo agrede: “seguro que si me veían muy limpio les entraban ideas en la cabeza y entonces el violado sería yo” (120). En el juego de perspectivas que propone la obra, la mirada de la Cuba socialista de los primeros años amenaza precisamente con develar una afectación burguesa de la que él se siente culpable. El contacto con el otro, lejos de restituir una unidad deseada, acentúa su fragmentariedad, insiste en la rajadura de la que hablaba Desnoes. La mirada de Malabre por su parte, tiene un efecto similar, la realidad es inaprensible y fragmentaria como las letras de los subtítulos en la pantalla de Hiroshima mon amour que difícilmente alcanza a leer.
     Del mismo modo, las relaciones de pareja que sostiene el protagonista a lo largo de la narración señalan la imposibilidad de compenetración amorosa. Como esa Cuba que Malabre rechaza abandonar por el exilio pero con la que tampoco se compromete, el cuerpo femenino es deseado y rechazado alternativamente. Esta ambivalencia se aprecia en una conversación con su amigo Pablo y las reflexiones que se van generando en Malabre: 

[Pablo:] ¿Tú te imaginas? Anita, con lo buena que está, tiene la barriga llena de frijoles negros (…) Cada vez que veo una mujer bonita no puedo dejar de mirarle furtivamente la barriga y preguntarme: ¿Qué habrá comido hoy?
Fue, aunque parezca un chiste, un golpe mortal para mi visión romántica del amor, hasta del amor carnal. Si en lugar de frijoles negros ―uno siempre los imagina espesos y diabólicos— hubiera sido pato estofado, gelatina de faisán, salmón, suflé de queso, yo no sé, hasta pastel de manzana o gelatina de frambuesa, cualquier cosa menos frijoles negros, no me hubiera roto la Welstanschaung (36).

El protagonista revive el lugar común de cierto liberalismo latinoamericano al alegorizar los tradicionales roles de género con las dualidades centro/periferia, Europa/ América, mente/cuerpo. Una Cuba corporizada, sexualizada presenta el atractivo reto intelectual de una tarea civilizadora en la que permutar los frijoles negros por el faisán implica des-corporizar al otro para satisfacer las demandas de una Welstanschaung, de una racionalidad supuestamente ausente de la isla. Como letrado,  Malabre tiene ante sí el desafío de sustraer del subdesarrollo ese cuerpo femenino nacional. Las suya es una labor que rechaza toda caracterización tercermundista, subdesarrollada:

La Habana parece ahora una ciudad del interior: Pinar del Río, Artemisa o Matanzas. Ya no parece el París del Caribe, como decían los turistas y las putas. Ahora parece más bien una capital de Centroamérica, una de las ciudades muertas y subdesarrolladas, como Tegucigalpa o San Salvador o Managua (…) ahora toda la gente que se ve por las calles es humilde, viste mal (…) Todas las mujeres parecen criadas y todos los hombres obreros (28).

Un último intento vano por sortear esa “fealdad” popular, lo constituye la relación sexual con Noemí, la muchacha de servicio. La única escena idílica se ve abruptamente interrumpida  por la voz en inglés de Kennedy en una radio con la amenaza de bombardear La Habana. De la placidez amorosa, Malabre se ve reducido nuevamente a ese estado de indefensión orgánica, corporal:

Todo se acabó. Las cosas buenas siempre llegan tarde, cuando ya no se pueden disfrutar. Noemí a mi lado y yo no podía sentir nada tierno, solo terror. En lugar de sentirme la piel me sentía las costillas y los pulmones inflándose y desinflándose con dificultad. Estábamos desnudos en la cama, indefensos, dos animales sin pelos, sin músculos fuertes, sin protección, desvalidos. La sensualidad se convirtió en tristeza. Me sentí ridículo todo desnudo en la cama, despatarrado y con los pulmones inflándose y desinflándose con angustia. Los pequeños senos, el pezón negro de Noemí junto a mí me desbarataron (141). 

A partir de ese momento, las últimas páginas de la novela se dedican a expresar los ataques de ansiedad de Malabre que lo van aislando en su apartamento, en su ratonera dostoievskiana. El miedo a la disolución nuclear parece asomar ese lado oscuro de la civilización, que instintivamente rechazaba en las imágenes de los cuerpos despedazados en Hiroshima mon amour. La perspectiva de acceder al primer mundo vía el escenario bélico de la guerra fría, produce el irónico deseo de permanecer en el mundo subdesarrollado: “Luchar contra Estados Unidos tiene grandeza, pero no quiero ese destino. Prefiero seguir siendo subdesarrollado” (151). Al cobrar conciencia de la dimensión épico-trágica de la historia cubana, Malabre no puede sin embargo salir de la inmovilidad. La novela sugiere un posible suicidio como desenlace.
     En la ambivalencia del texto, habría sin embargo una perspectiva más integradora, una lectura paralela  ante aquello que Desnoes mencionaba como una “rajadura”. A propósito de un diálogo en la película de Resnais, Malabre se refería a una frase en la que la actriz formulaba la necesidad de una memoria inconsolable. Ello le sugería relacionar civilización y memoria: “Creo que la civilización consiste sólo en eso: en saber relacionar las cosas, en no olvidarse de nada. Por eso aquí no hay civilización posible: el cubano se olvida fácilmente del pasado: vive demasiado en el presente” (44). Al esgrimir este señalamiento, Malabre parece evadir que se trataba de una memoria dolorosa, relacionada con las catástrofes de las bombas atómicas. Eran pues, catástrofes de la civilización. Por el contrario, para Malabre la memoria apunta hacia la nostalgia, la conciencia de un mundo en el que formar parte del desarrollo era una posibilidad. De allí que sus recuerdos aparecen petrificados, incapaces de reformularse en el momento presente. A diferencia de las mujeres cubanas, Hanna ― hija de inmigrantes alemanes ― se ajusta al amor romantizado de la Welstanschaung. Su ascendencia europea, su capacidad intelectual, suponen la feliz evasión de la cubanidad. Consolidar la relación con Hanna durante su temprana juventud implicaba el abandono de la isla para trasladarse a la Meca del desarrollo: Nueva York y dedicarse a la literatura. Este viaje feliz al centro de la civilización no se completa. Al cabo de dos años enterrado en una mueblería, Malabre emprende un viaje a Nueva York e intenta inútilmente recuperar a Hanna. En una trayectoria reveladora, el personaje abandona esa ciudad y se dirige a Europa. Allí, quizá sintiendo una necesidad inconsciente de reconexión con Hanna a través de sus orígenes ― los padres de ella había sido inmigrantes judíos que llegaron a Cuba escapando del nazismo ―, Malabre visita los hornos crematorios de Buchewald. Aunque dolorosas, las terribles imágenes de los hornos crematorios no parecen lograr una conexión creativa, sugerente, con una memoria de la guerra. Por el contrario, parecen supeditadas a un sentimentalismo adolescente. Ese Occidente que Malabre idealiza a través de Hanna, está totalmente cercenado de una memoria histórica de la catástrofe.
     Dicha mutilación resulta en esencia desmovilizadora. Se sintomatiza en la parálisis del personaje, en su incapacidad de obrar: de exiliarse o de incorporarse a la revolución. Se traduce también en la impotencia creativa, en los libros de cuentos nunca terminados que sueña publicar algún día. Esta inmovilidad tiene un sentido necrológico. Castrada la memoria de cualquier aspecto movilizador en el presente, los cuerpos de Hiroshima o de la Alemania nazi son simples objetos sin vida: naturalezas muertas. Se equiparan a los objetos petrificados de la casa-museo de Hemingway que Malabre visita en otro episodio: “Todo estaba tirado, regado: Eso que había puesto en desorden consciente, habían inmovilizado la casa como la vida de Hemingway. Todo estaba tieso, se veía rígido” (69). Abarrotado de objetos, fotografías y de animales disecados, el museo constituye un gran cementerio. Como una suerte de heterotopía despojada de agencia, la casa del escritor estadounidense es una acumulación o archivo general donde Cuba no existe, está fuera de la historia: “En toda la casa no había nada cubano, ni un objeto de santería o un cuadro. Nada. Cuba, para Hemingway, era un lugar para refugiarse, vivir tranquilamente con su mujer, recibir a sus amigos, escribir en inglés, pescar en la corriente del Golfo” (78).
     Sin embargo, ante estos objetos también se asoma una memoria productiva que evade la amputación histórica. Ésta proviene de otra perspectiva: la de un sujeto popular como Elena, la novia ocasional de Malabre, quien lo acompaña a visitar la casa-museo. Allí Elena se aburre terriblemente. Con cierto desdén se pronuncia “―¿Aquí vivía el míster Way ese? Yo no le veo nada del otro mundo a esta casa, la verdad, libros y animales muertos. Buena mierda. Se parece a la casa de los americanos del central Preston” (67). La desfachatez sugestiva de su comentario reside en la asociación que hace con una memoria traumática. Malabre descubre entonces que Elena había trabajado en una central azucarera estadounidense en Oriente cuando tenía entre diez y doce años y que allí había sido vejada por sus patrones. La casa-museo de Hemingway deja de ser una acumulación de objetos muertos para transfigurarse en la experiencia histórica vivida del “subdesarrollo” republicano. Esta memoria dolorosa actúa sobre el cuerpo amputado de la Historia para devolverle a un colectivo petrificado, una irreverencia emancipadora. Ese quizá fue el temible y temido desafío implícito en la revolución cubana de los primeros años que Malabre observaba con una mezcla de fascinación y terror.

El cuerpo y las letras

     Antonio José Ponte llamaba la atención sobre el hecho de que los disparos revolucionarios durante la Comuna de París estuviesen dirigidos a los relojes de las fachadas, ¿qué sentido tiene, se preguntaba, la descarga contra los relojes? Toda revolución, concluía, intenta fijarse en una temporalidad eterna, cortarle el paso al Tiempo (120). Sin embargo, tal como nos recuerda la terrible imagen de Goya, Saturno permanece implacable con sus hijos. ¿Cómo entonces escribir acerca de la revolución cubana desde esa conciencia de lo temporal?
     La última novela de Desnoes propone una exploración a esta pregunta. Para ello, no dispara a los relojes, tampoco da por terminada la historia una vez ocurrido el filicidio. Su tarea consiste en la recuperación de las ruinas, las huellas de los devorados por Saturno se constituyen en potenciales emancipadores del presente.
     ¿Quién mejor que Edmundo, el protagonista de esta novela,— probable alter ego del mismo Desnoes ― para identificarse con las ruinas? Con sesenta y siete años, solo y en el exilio, este personaje nos lega una suerte de diario despojado de laboriosidad estilística en el que apunta diversas impresiones, episodios familiares, amorosos, políticos y recuerdos fragmentarios.
     Los cuerpos petrificados de la novela anterior cobran una extraordinaria materialidad en Memorias del desarrollo. Diríase que esa dimensión física contra la que luchaba el joven intelectual no sólo no cesa sino que se busca y se exacerba. Bajo la vejez, toda teleología se ha vuelto irrelevante. Desde el propio cuerpo, la vejez vuelve insustancial toda expectativa futurista que nos arranque del aquí y del ahora.
     En su hermosa imagen del ángel de la historia, Benjamin expresaba la imposibilidad de la historia de detenerse sobre las ruinas del pasado por el empuje indetenible de los vientos huracanados del progreso. En la unidireccionalidad de toda teleología, la sobrevaloración del futuro condena al pasado a la “superación”.  Esta lógica no sólo se cumplió y se cumple para las sociedades capitalistas, también operó en la Cuba revolucionaria. A las imágenes de jóvenes rebosantes por el placer del consumo se paralelizan las imágenes de los jóvenes inmortalizados por el sacrificio revolucionario. Como la iconografía del Che, los héroes quedaban suspendidos en la juventud eterna que otorgaba la inmolación. En el mundo capitalista moderno, la muerte desaparece. En la Cuba revolucionaria, ésta es redimida por el idealismo del sacrificio. Ambas narrativas evaden el tema de la vejez porque podría cuestionar la plenitud del orden presente.
     Memorias del desarrollo es una novela en la que, paradójicamente, el arribo al desarrollo biológico o histórico contradice toda idea de futurismo. Edmundo se retrae a ese espacio de introyección melancólica en el que el desafío está en hallar un sentido o sinsentido en la memoria. Si Memorias del subdesarrollo dramatizaba la confrontación de polaridades conceptuales: desarrollo/subdesarrollo, esta nueva conciencia memoriosa se asienta sobre las ruinas de antiguas certezas que han dejado impresas sus huellas en la decadencia del propio cuerpo.
     El protagonista está interesado en toda suerte de vestigios. Uno de ellos por ejemplo, es el resultado de la disolución de los cánones estéticos occidentales sobre el cuerpo femenino. Edmundo se dedica a reproducir pinturas famosas de desnudos. Sus réplicas consisten sin embargo, en una alteración artística de los cuerpos mediante su envejecimiento: “Eva había envejecido con los años, pero ningún pintor del renacimiento se había interesado en pintar sus arrugas, su cuerpo encorvado, la boca desdentada… Esa era precisamente mi intención: pintar una serie de desnudos famosos… corrompidos por el tiempo. Era parte de mi desesperada intención de rescatar la belleza, el triunfo de la vejez” (29). La corrupción de una estética hegemónica ― suerte de canibalismo cultural— permite una apropiación artística productiva propia para la melancolía. Una apropiación que permitirá cierta integración con esos otros que parecía imposible bajo la Welstanschaung de Malabre.
     Tal integración, que paradójicamente tiene lugar en la disolución, alcanza su clímax en un episodio de comunión antropofágica. Tras la muerte de Pablo, hermano del protagonista,  su cuerpo es reducido a cenizas. Éstas son ingeridas por Edmundo: “Destapo la urna; derramo las cenizas; mojo la lengua en un puñado de cenizas. Dulce y herrumbroso y seco ― respiro y una nube de polvo me llega a los pulmones” (96). Las connotaciones religiosas de la imagen apuntan a una concepción del dolor como hecho religante. Pablo, personaje cuya historia de vida nos recuerda a la de Néstor Almendros, había muerto anónimamente de Sida en un hospital de Nueva York luego de haber sido marginado por la revolución por homosexual. Al rememorar la historia de Pablo, Edmundo parece sumirse en aquello que Susan Sontag describía como una “melancólica conciencia de la crónica desconsolada de la historia” (124). La memoria se sumerge en las ruinas que, como fantasmas suscitados por el deseo, permiten una reapropiación de la historia. La melancolía ofrece un hallazgo sobre la base de su propia tensión: dolor y placer, oscuridad e iluminación, locura y genialidad (en García). Mediada la melancolía del narrador por el espacio de lo simbólico ―las palabras, la escritura que conforma su último diario— esta novela abriría una dimensión estética capaz de aliviar las rajaduras expuestas en las novelas anteriores.
     Los distintos alter egos novelescos de Desnoes siempre fueron dubitativos. Esta caracterización tenía una connotación negativa que producía una conciencia culpable en el intelectual. El logro del joven Sebastián era adquirir una voluntad épica con su decisión de regresar a Cuba. Malabre por el contrario, permanecía petrificado sin poder decidirse por el exilio o el compromiso político. El Edmundo de la última novela, sin embargo, abandona toda la angustia por clarificar sus ambivalencias y se sumerge plenamente en ellas. Lo que se revaloriza es la necesidad de indagar en aquella “escisión” que se buscaba resolver en obras anteriores entre la historia individual y la nacional, entre el socialismo y el modelo estadounidense, entre la burguesía y el proletariado, entre el placer burgués y el deber revolucionario. Esta indagación en las contradicciones encuentra su expresión en una erótica del vacío: el abrazo de lo inasible (Agamben 48). Entendido el vacío como el lugar de la escisión, la novela nos ofrece una imagen tremendamente simbólica. En un episodio amoroso, Edmundo acaricia con su lengua el espacio herido de la encía de su amante a la que acaban de hacer una extracción:

Encuentro el vacío y descanso la lengua sobre la encía suave, sensible, desagarrada, sobre el palpitante rincón de su boca. Mi saliva se derrama, asienta sobre la encía febril. Pruebo una gota de salada saliva, saboreo la cavidad dulce, un residuo de sangre. Dorothy se estremece, retrocede ligeramente y se rinde. Y me quedo así, en su boca, lamiendo el hundido receso entre sus dos molares (165).

El placer de lo precario remite al carácter ambiguo de la pérdida, aquí metaforizada en una desgarradura interna tras la extracción. Una herida que, como la ingestión de las cenizas de Pablo, es dolor y también placer religante, es ausencia y es presencia. Ella gana ahora toda su significación en una hiperbólica materialidad que no precisa resolución. La herida resulta paradójicamente un vacío corporalizado.
     El carácter ambivalente de la desgarradura se expresa desde los espacios por los que transitan los apuntes de Edmundo: Estados Unidos y Cuba. El primero corresponde a su solitario exilio entre Nueva York y una cabaña rural en la que finalmente muere. El segundo, pertenece el ámbito de la memoria: la relación entre sus padres culturalmente diferentes; su proximidad incestuosa con la tía Julia; la trágica historia de su hermano homosexual.
     Ambos planos están contrapuestos lingüísticamente. Para Edmundo, el inglés resulta insuficiente para nominar su propia realidad: “Nothigness no es lo mismo que la nada. El vacío siempre me asalta en español, la lengua de mi padre, de las calles caóticas y sudorosas de La Habana. El inglés es la lengua del cuarto, de la cama, del hogar desarraigado y asmático de mi madre” (47). Edmundo parece inclinarse por el vacío corporalizado cubano para evitar el desarraigo del inglés. En un episodio sobre su infancia, el narrador reflexiona sobre la “reducción” que su hermano y él sufrieron durante una estancia en Mount Vernon: “Nos convertimos en otra realidad. Nos miraron con otros ojos, nos lanzaron otros monosílabos. Pablo y Edmundo se convirtieron en Paul y Eddie. Los nombres eran más pequeños y nosotros nos encogimos. Más animales domésticos que niños” (106). Esta animalización es replicada por Edmundo en Nueva York para minimizar el poder de Fidel cuando compra un bastón con cabeza de perro al que llama, en un guiño revanchista, Fiddle. El mandatario queda así reducido, domesticado del mismo modo que Eddie y Paul. Esta operación no sólo entraña un acto subversivo, también es una metáfora del silenciamiento impuesto por el exilio. Edmundo comenta “Ahora podemos hablar, pero aquí las palabras ni pinchan ni cortan” (24). El poder de las palabras se pierde, se silencia, fuera de la isla. En otro episodio posterior, Edmundo mantiene relaciones sexuales con una estadounidense evangélica. El desencuentro entre los amantes se produce precisamente por el silencio de Dorothy, quien rehúye a las palabras. Ante la insistencia de Edmundo, ella asegura que las palabras sólo son posibles en la Biblia. Para Edmundo, por el contrario, las palabras permiten una forma de conocimiento que rescata y salva los sentimientos, aseguran la apropiación de la experiencia. La cancelación de su poder actúa como una forma de castración espiritual. Substrae al hombre la capacidad de trascender la experiencia, de trasformar la realidad y sobre todo de comulgar con los otros.
     De ahí se deriva que la potencia creativa de las palabras en español esté íntimamente ligada a la literatura y a la política. Para Edmundo, Estados Unidos tiene un carácter castrador en la medida en que desvaloriza la autoridad de las palabras y por extensión la escritura y la política. Evade la mediación simbólica que hace posible la trascendencia. En esto consiste la implacabilidad del exilio. Como el personaje de Dorothy, el narrador parece implicar que la única forma de espiritualidad estadounidense es el fanatismo religioso. Por el contrario, la escritura resulta una forma de plenitud del hombre tal como Desnoes lo expresó en relación a su propia vida: “Yo abandoné la Revolución cubana, a pesar de seguir creyendo en la justicia social, porque me negué a ceder al partido comunista mi función como conciencia de la sociedad” (en Jaimes 111). Al recuperar una tradición diferencial como letrado cubano, Desnoes legitima su autoridad no sólo como intelectual sino como sujeto político. Es por ello que su abandono de la isla ― que intuimos replicado ficcionalmente en la novela ―, no implica per se arrepentimiento revolucionario. La política supone una forma de trascendencia aún en la derrota, y la revolución cubana continúa siendo un referente existencial desde el exilio del autor: “Jamás negaré la enorme influencia de la revolución cubana que corre por mis venas (…) Sólo los que olvidan o niegan una parte de su vida, un amor o pasión social, son criaturas amputadas” (“La voz” 18).
     La recuperación dolorosa de la revolución se reconfigura a través de la “facultad imaginativa” de Memorias del desarrollo. Para Desnoes, la escritura deviene en agenciamiento: “La revolución le ha dado a la literatura una importancia exagerada. Me alegro. Prefiero que me repriman y que se sientan amenazados por mi escritura, que ser un bufón de la corte, un puro entretenimiento, o un desahogo que contribuya a la estabilidad del consumismo” (en García). Las palabras, como la revolución, resultarían una forma de resistencia frente a la penetración cultural del consumo que promete la felicidad al evadir una memoria dolorosa: “No creo en el happy ending introducido por la sociedad de consumo, no creo en los poderes de Superman o en la sonrisa de Barbie. Creo en la tragedia, en la mortalidad como destino. Don Quijote y Hamlet, y Don Juan y Fausto fracasaron para salvarse” (en Jaimes 112).
     La adhesión identitaria a una narrativa contrahegemónica de la derrota hace que Desnoes se conecte con una tradición cultural diferente de la norteamericana y del oficialismo revolucionario: “Todos los que pertenecemos al mundo hispano pertenecemos al mundo del fracaso. El intento nuestro es un intento trágico. Desde la Armada Invencible lo nuestro ha sido un fracaso; si acaso tenemos eso: la belleza de perder. Hasta la Revolución cubana ha sido el ejemplo de un sueño descomunal que se viene abajo” (en Berenschot ).
     El rechazo a una teleología exitosa se sustenta desde las ruinas de La Habana en Memorias del desarrollo donde el poder de las palabras conduce a una dimensión corporal de afectos y dolores, borrada por el happy ending. De ahí, las figuras antinómicas femeninas de la tía Julia y la barbie. Mientras la primera pertenece al mundo afectivo cubano de la memoria, la segunda supone eso que Desnoes describió en una entrevista como una  “resbaladiza superficie de resistente cerámica” del “vasto país que habla inglés a mi alrededor” (en Jaimes 117). Al cuerpo generoso y maduro de la tía, que tanto atrajera al niño Edmundo hacia el vértigo incestuoso; se contrapone el plástico aséptico con el que viejo intenta solazarse en un anónimo motel de carretera estadounidense. La tía Julia es la proximidad de la muerte, aquella que inútilmente pide un beso al niño antes de expirar en su cama de hospital. La barbie por el contrario, es la promesa de una eternidad sin experiencia, sin huellas en el propio cuerpo. La muñeca representa esa superficie imposible de penetrar en español de la que habla Desnoes para identificar a Estados Unidos. La imposibilidad de acceder al entorno estadounidense, reitera la percepción de Edmundo de sentirse una alteridad indiferenciada a lo largo de todos sus recorridos por la ciudad de Nueva York y la periferia rural. Para su amante Dorothy da lo mismo si él es mexicano o cubano. Las huellas de ese otro latinoamericano han sido borradas tal como los orígenes de la producción de la barbie. Al eludir las huellas del tiempo, la muñeca también sufre una violencia discursiva deshitorizadora que Edmundo intenta socavar al encontrar las letras diminutas tatuadas en el plástico señalando el país de origen: “ambos somos blancos, de piel blanca, de aspecto occidental pero en realidad hemos nacido en el subdesarrollo, en el Tercer Mundo, tú en Indonesia, yo en Cuba” (209).
     La noción de constituir una copia subdesarrollada puede sin embargo, entrañar una agencia desmistificadora en la que la mímesis otorga una movilidad similar a la del pícaro. Desnoes ha comentado sobre “el escepticismo purificador de la novela picaresca” (en Camacho). Las aventuras del Lazarillo moviéndose en los intersticios de la decadente metrópolis española, se han trasmutado en Memorias del desarrollo en los balbuceantes desplazamientos de un anciano que desmitifica la ciudad de Nueva York. Una picaresca de la ancianidad supondría la liberación del imperativo teleológico del medro para encontrar un sentido paralelo entre el propio cuerpo, las ruinas de las Torres Gemelas y, desde luego, las de la ciudad de La Habana.
     Devenido el fracaso revolucionario, el ángel benjaminiano reclama detenerse sobre las huellas, reconfigurar vacíos. En Memorias del desarrollo, geografía interior y cartografía historicista escapan al imperativo de una promesa futura para acceder a una posible epifanía disruptiva en la que ya no haría falta disparar a los relojes.

Obras citadas

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