Don Fernando. Su azúcar y su tabaco
Lino Novás Calvo
Conocí a Fernando Ortiz por el año 28. Yo era entonces chofer y sombrerero, y quería escribir. Miraba, con temor y aspiración, hacia los que lo hacían. Me hubiera escondido de ellos, hubiera huido de ellos, por temor a que me descubrieran, también a mí, aquel pecado de querer escribir. Pero al ver a Ortiz, no tuve miedo. Fue acaso en una librería. Don Fernando se me presentaba como hombre todo humanidad: ancho, aplomado, coloradote, abierto y cordial. Enseguida lo sentí, humanamente, ahí, entre los hombres, capaz de sentir con ellos. No podía conciliarlo; para mí, un escritor (y un gran escritor, como él) era, como un gobernante, algo por encima de nosotros, los demás seres, ratoneantes y amontonados. Don Fernando (siempre le llamamos Don Fernando, con cariño y respeto) era, de cuantos intelectuales venían por allí, el más a mi alcance, con el que me sentía más tranquilo. Sus palabras, y hasta su voz, me parecían familiares, con humor zumbón y cercano. Para él no había, humanamente, categorías; no me hablaba a mí de modo distinto a uno de sus iguales.
Lo primero que le cobré a Ortiz fue, pues, cariño. Yo creo que esto es lo que ocurre a cuantos lo tratan de cerca. Primero, estimación, aprecio, respeto y admiración por la persona; luego, entusiasmo por su obra. Pero obra y autor se parecen y entreveran. Ortiz no tiene, como si dijéramos, una cámara aparte en su vida interior (sentimental y cerebral) para elaborar sus obras. Él ha escrito siempre por algo y para algo; siempre movido por alguna pasión, algún amor, algún odio (porque hasta este hombre bonachón y comprensivo, tolerante y sencillo, puede odiar, si se trata de alguna de esas estupideces, fanatismos, intransigencias y mentiras que pueblan nuestro pobre mundo). Ortiz ha hecho de su leer y escribir un ministerio de ciudadanía. Lee para escribir y escribe para educar, y educa (siempre desde su cátedra libre y personal) para que todos podamos ser justos. No puede haber justicia sin cultura y no podrá haber cultura verdadera mientras la que hemos heredado siga plagada de mitos, de falsedades, de dogmatismos y de cursilerías. Toda la obra de Fernando Ortiz está canalizada, paralelamente, en esta doble dirección: por un lado, destruir las mentiras; por otro, crear, sobre base firme y científica, las propias verdades.
Ahora Ortiz publica un nuevo libro; un libro suyo. Esto es lo primero que hay que notar: la formidable personalidad del escritor, en medio de la vaguedad de los temas: su unidad de hombre y estilo, en medio de la diversidad de materias y motivos. Ortiz no se pierde nunca; está con su voz, con su humor, con su tono, presente siempre, no importa lo que trate. Y esto es lo que da vigor, animación, juventud, actualidad y vigencia a todo lo que hace. No importa cual sea el tema, visto por Ortiz ha de ser, para el lector, algo siempre nuevo. Lleva el hombre muchos años de lucha y de estudio; su cabeza está completamente blanca y por su espíritu han pasado, en eco resonante, las más violentas, retorcidas, contrapuestas (contrapunteadas) corrientes pasionales e ideológicas que recuerde la historia de nuestra civilización. Pero él está aun ahí, tal como es, firme en su flexibilidad, seguro en su comprensión, claro en su pensamiento y abierto en su corazón. Los sabios de su edad no suelen ser así; suelen caer en alguna especie de infantilismo o de engolamiento profesoral. Nada de esto le ocurre a él. Cada nueva conferencia, cada nuevo libro, aparecen con un frescor y una juventud que superan, no ya a los de su edad, sino a los que tenemos muchos años menos. Hace unos días me dijo sin ambages: “Usted es un derrotista”. Hablábamos de política y de movimientos sociales. Ortiz tenía razón: yo me sentía, en algunos aspectos, más viejo que él. Él nunca ha perdido su fe en la marcha progresiva de la humanidad. Ortiz es acaso el ejemplo más notable de actividad intelectual que haya dado Cuba. Esta actividad no se manifiesta simplemente en su ya copiosa bibliografía. Ella revela, si acaso, la diversidad de sus inquietudes, pero no la totalidad de sus trabajos (work in progress). Vivimos en un país y en una época en que el estudioso tiene que diversificarse y aun disiparse en multitud de cosas menudas y marginales. Él fue jurista, político, legislador, geógrafo, penalista, psiquiatra, etnógrafo, folklorista, sociólogo, historiador, policiológico, lexicógrafo, biógrafo, musicólogo, crítico, economista… Los temas se le agolpaban a la mente. Todo estaba por hacer, o por rehacer. El tiempo de la vida no alcanza para tanto. Ortiz leía – sigue leyendo – sin cesar, toda clase de libros, toda clase de revistas, en todos los grandes idiomas. A veces se olvidaba de que se había ido la noche y de que ya asomaba el día, hundido entre sus papeles. Lo miraba todo; lo examinaba, lo comparaba. De esta comparación, parte la flexibilidad de sus principios y la constante inquietud inquisitiva de su espíritu científico. En nada hallaba Ortiz un apoyo inconmovible para las leyes. Tuvo que venir la biología, con sus formidables descubrimientos, para que se sintiera, por fin, un tanto seguro, en ese mar cruzado de corrientes que es el pensamiento filosófico.
Tenemos, pues, a la vista, un hombre de cultura científica. Pero esto nos daría una imagen equivocada de él. Ya he hablado de la sencillez y humanidad de Ortiz, tanto en su vida como en sus escritos. Su cultura no ha matado nunca en él esa vena viva de humor y buena hombría; al contrario, la ha nutrido y animado. Para él, la forma está siempre en el fondo; el vestido está en lo que lleva. La emoción sale siempre a la superficie; asoma hasta en la definición (que pensamos tendría que ser seca) de un término lexicográfico. Quien quiera ver un ejemplo simple de lo que decimos, no tiene más que hojear, por ejemplo, su Catauro de Cubanismo. Nadie, que yo sepa, había conseguido poner en un diccionario una intención extralexicográfica tan oportuna. Él está siempre presente, hasta cuando define el significado de una palabra. Diríamos que hasta en eso hace política: su política, que es la de enseñar, la de iluminar, desde abajo, desde los hechos vivos, nuestro entendimiento.
Por eso gusta Ortiz cuando escribe, no importa la que escriba; por eso pone vida, e intención, y sentido trascendente (trascendente, aunque sea cuotidiano en todo lo que escribe.) Ahora tenemos a la vista Contrapunto cubano del tabaco y el azúcar. Es un libro de interpretación histórico-económica de estas dos palabras, cuyas hojas y tallos entretejen toda la vida cubana. Es, primero, un ensayo; y después una exposición, comentada, de documentos. Un lector no avisado creería, por el título, que se trata de un libro sólo para especializados; en todo caso, para ser leído obligadamente. Y esto sería un error. Ortiz no tiene un solo libro que no pueda leerse con agrado y emoción, aun cuando el tema no nos interese especialmente. Pero su capacidad de humanizarlo todo, de ilustrarlo todo con ejemplos vivientes y aun dramáticos, ha sido acaso superada en esta su última obra. Aquí, tabaco y azúcar, son como dos personajes reales, con las grandezas y las miserias de todos los grandes personajes históricos. Tienen sangre, órganos, pasiones, color, sonido; nos hablan a los sentidos y se nos contrastan en la conciencia. Ortiz los ha tomado desde su nacimiento, y los ha ido siguiendo, punto por punto, en sus vicisitudes, sus contradicciones, sus jugos y sus humos. Los vemos nacer, hacerse, crecer, deshacerse, reproducirse; los vemos reinar sobre los hombres y sobre las bestias, sobre los esclavos y sobre las máquinas, sobre los destinos y sobre los elementos. Ellos tejen y destejen fortunas; ellos forjan opresiones y fomentan libertades.
No hay novela y no hay poema que nos diga tanto del azúcar y del tabaco. No hay tratado de economía que nos lo haga vivir tan intensamente en el alma. Ninguna estadística puede hacérnoslos tan presentes, en su ser y en sus implicaciones sociales e históricas. Ortiz los ha hecho ya personajes históricos, en literatura, como lo eran en la vida económica de Cuba. Tabaco y azúcar encontraron su biógrafo; una y otra se han incorporado ya a la historia literaria. En una futura enciclopedia, deberían aparecer, primero, desde luego, como plantas tropicales que producen, humo el uno y jugos sabrosos la otra; pero a continuación debería venir una definición que dijera más o menos: Personajes dramáticos de una obra de Fernando Ortiz, titulado Contrapunto cubano del tabaco y el azúcar. Porque ya esas plantas tienen, pasada la lectura del libro, facultades humanas en nuestra imaginación.
Un estudio de la obra no es de este lugar. Sería vano querer decir en un artículo una centésima parte de lo que dice y lo que es el libro mismo. Pero quiero señalar una cualidad más en la obra de Ortiz: su maduración y enriquecimiento literarios. Digo esto en el mejor sentido. He dicho que los libros de Ortiz gustan especialmente porque pone vida y humor en ellos, y porque la forma no ahoga nunca ese aliento interior. Ahora hay que decir que la forma lo realiza y aumenta. Difícilmente hallaremos en ningún ensayo prosa tan brillante, ágil, rica, sugerente y cálida como en las ciento treinta primeras páginas. Luego vienen 343 páginas más de documentos comentados, pero hasta estos documentos están bien escogidos, y tan oportuna y graciosamente comentados, que constituyen una sabrosa lectura y siempre interesante. En lo que es puramente suyo, Ortiz se ha superado como escritor; ha dado categoría dramática y poemática a la economía cubana.
Habana, 25, 10, 40.
Repertorio Americano. No. 2. Tomo XXXVIII. Año XXII. No. 906. San José, Costa Rica, Sábado 11 de enero, 1941. pp. 25-6.