IV
Formas de lo siniestro cubano(1)
Rafael Rojas, Princeton University
En varias páginas desbordadas de síntomas y arquetipos de Los años de Orígenes (1978), Lorenzo García Vega afirmaba escribir aquellas amargas memorias de su juventud insular desde cuatro ciudades del exilio: Madrid, Caracas, Nueva York, Miami. Como en su anterior, Rostros del reverso (1977), el paisaje de cada ciudad parecía emerger entre las páginas de los libros que por entonces leía García Vega: La doctrina suprema del psiquiatra zen Hubert Benoit, Growing Up Absurd de Paul Goodman, Life Against Death. The Psycoanalitic Meaning of History de Norman O. Brown, The Denial of Death de Ernest Becker o The Making of a Counter Culture de Theodore Roszak.(2)
Aquellas lecturas, propias de la izquierda intelectual de Occidente en los años 60 y 70, las compartía Lorenzo García Vega con otros escritores cubanos de su generación en el exilio, como Carlos M. Luis, Octavio Armand, Mario Parajón, Víctor Batista o Fausto Masó. Casi todos ellos se habían identificado con la Revolución Cubana en sus primeros años y se habían desencantado con la misma cuando comenzó a asimilar ideas e instituciones del totalitarismo. El desencanto, en sus casos, llegó acompañado de una revaloración de todo el legado intelectual cubano, con especial énfasis en la revista Orígenes (1944-1956), dirigida por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo – a la que perteneció el joven García Vega – y de una compleja desconexión de las ideas de la izquierda occidental –psicoanálisis, existencialismo, vanguardia, contracultura… - del naciente socialismo cubano.
El dilema de asumir la condición de un joven intelectual cubano exiliado, en Nueva York, París, Madrid, Caracas o Ciudad de México, dentro de los círculos ideológicos y estéticos de las vanguardias de aquellas décadas, está elocuentemente plasmado en aquellos libros de García Vega. Su ajuste de cuentas no era, únicamente, con Orígenes, un proyecto letrado tradicional que él entendía y defendía en clave vanguardista, sino con la Revolución Cubana y, en buena medida, con el pensamiento de la izquierda occidental que respaldaba, en la isla, un sistema que limitaba derechos civiles y políticos fundamentales y, en Estados Unidos y Europa, era instrumentada por los grandes poderes mediáticos del capitalismo postindustrial:
Estas páginas sobre los años de Orígenes se escriben en New York, 1977, cuando los movimientos por una anti-cultura han sido devorados, siniestramente, por el sistema (las palabras de un Paul Goodman parecen haber sido dichas en un pasado inmemorial), y cuando los que soñamos con el espejismo de una Revolución Cubana sabemos que sólo ha quedado lo estúpido de una playa albina (Miami) o el siniestro sistema carcelario del castrismo. La Cultura ha seguido siendo la Cultura: horrible instrumento del sistema, donde lo mediocre profesional despliega la horrible jerga estructuralista, y donde los poetas, convertidos en poetas profesores, mascan chicles ectoplasmáticos, o juegan con sus pluralismos, y sus experimentalismos… Pero el notario de los años de Orígenes, cree que la marginalidad llevaba un reverso, y que el reverso terminaba en una anticultura. El notario cree que sólo esto tiene sentido.(3)
Al desencanto con la apropiación del legado de Orígenes por el poder revolucionario y con la Revolución misma, García Vega agregaba el desencanto con las vanguardias occidentales de los 60 y 70 que, luego de criticar la cultura capitalista, terminaban siendo procesadas por esta. De manera que el gesto intelectual de García Vega como exiliado cubano era bastante ajeno al de la última generación del antiguo régimen republicano (Eugenio Florit, Gastón Baquero, Lydia Cabrera, Jorge Mañach, Humberto Piñera Llera, Roberto Agramonte o Leví Marrero) y, de hecho, partía de una identificación mayor que la de estos con la experiencia revolucionaria. Una identificación que era generacional – García vega tenía 33 años al triunfo de la Revolución, la misma edad de Fidel Castro-, ideológica y, también, estética.
No fue Lorenzo García Vega el único escritor del grupo Orígenes que se exilió: también lo hicieron Gastón Baquero, Ángel Gaztelu, Justo Rodríguez Santos y Julián Orbón. Pero el exilio de García Vega, en el otoño de 1968, se produjo luego de una inmersión profunda en el complejo tránsito de la ciudad letrada origenista – o, más específicamente, lezamiana – a la nueva comunidad intelectual creada por la Revolución. Es esa ubicación en el crucero histórico de la cultura cubana la que hace de García Vega un testigo privilegiado de los avatares y desencuentros entre la vanguardia insular y la vanguardia occidental, durante las primeras décadas socialistas. Un testigo que, a su paso, registra también las tensiones entre el nacionalismo cubano, revolucionario o exiliado, y las estrategias literarias del vanguardismo tardío. Luego de un itinerario tan zigzagueante, no es raro que García Vega acabara asociando los ontolegemas nacionales de Orígenes y la Revolución con formas de “lo siniestro cubano”.(4)
La sangre veloz
Cuando en 1948 apareció el primer poemario de Lorenzo García Vega, Suite para la espera, publicado por la editorial Orígenes, Lezama le dio la bienvenida en el número 17 de su revista con una reseña elogiosa, luego reproducida en Tratados en La Habana (1958). Destacaba entonces Lezama que había una “incuestionable sangre veloz” en la poesía del joven García Vega, relacionada con una, en cambio, muy madura asimilación de las vanguardias poéticas de la primera mitad del siglo XX. Esa madurez, según Lezama, se manifestaba en que García Vega se desplazara del predecible “surrealismo” al más arduo “cubismo,” que lo antecedió, y que prefiriera la sombra de Apollinaire a la de Breton. Aquella nota de Lezama sobre Suite para la espera (1948) es un documento propicio para leer la curiosa relación de Lezama con el surrealismo y, en general, con las vanguardias:
Se percibe un alejamiento de la fluencia surrealista, y una búsqueda de planos cubistas: la estructura y la lejanía de cada palabra hierven su poliedro. Cuando Apollinaire tocó, encontró y no subrayó, drama surrealista, estaba ya hecho todo el remo largo de la otra realidad. Después que la exuberancia de Apollinaire encontró ese drama surrealista, las teorizaciones de Breton parecían laqueadas para ejercer una influencia En aquel cubismo de Apollinaire y en el encuentro de aquella palabra, había la lucha del objeto frente a la temporalidad; para ello se buscaba una esencia dura, una resistencia armada desde la estructura hasta el reconocimiento. El sueño era una parte de la realidad, ni siquiera el más valioso de sus fragmentos. Los objetos pasaban al sueño en una danza de cuerpo y objeto enlazados. Las cosas, los objetos, la realidad, no entraban en el sueño como el baile perpetuo de las metáforas, la planicie, la bocina del fonógrafo, la navaja, la navajita, para desvanecerse en la temporalidad y continuar la ceguera, río debajo de la suma de las sumas.(5)
Lezama se refería a la conocida utilización del término “surrealismo” por Guilleume Apollinaire a propósito de su obra teatral, Las tetas de Tiresias (1917), y contraponía aquella intuición a la consagración estética e ideológica del movimiento propuesta por André Breton en el Manifiesto de 1924. En la contraposición entre el “cubista” Apollinaire, amigo y defensor de pintores como Picasso y Braque, y Breton, Lezama deslizaba una crítica al surrealismo y al psicoanálisis en tanto estrategias estéticas que dejaban intactas la literalidad y la temporalidad del realismo decimonónico, invirtiéndolas. El surrealismo y el psicoanálisis, según Lezama, no pasaban de ser “teorizaciones ilustradas” o “conceptos sueltos que entran por la bocina del fonógrafo para desvanecerse en la sucesión fría.”(6) No es difícil referir algunas críticas del pasaje citado a Dalí o a Chirico, aunque Lezama distinguía, en Breton, una historización de la literatura a favor del surrealismo que no le era ajena. En ese mismo texto mencionará la lectura bretoniana de Nerval y del propio Apollinaire y, en otros posteriores, presentará a Breton como discípulo de Victor Hugo.
La Suite para la espera (1948) de García Vega, según Lezama, era cubista, no surrealista. Y uno de sus rasgos distintivos era la representación de poetas, escritores o personajes literarios (Verlaine, Blake, Apollinaire, Vicentillo, Lord Jim, Jísabel, Carlos V, el Cid, el rey Don Juan, el negro Pip…) como máscaras fragmentadas por una mirada desde distintos ángulos. Había en aquel poemario imágenes que podríamos llamar “surrealistas,” como la “carretera de cristal,” “el buitre insinuado tras las rejas,” los “flamencos desnucados,” las “tumbas rojizas de la infancia,” las “cerbatanas de cera” o los “delfines de algodón.”(7) Y había también una voluntad de lector, un deseo de exposición o confesión de lecturas - “sí, he sido lector de Lautréamont”…, “las liebres en incienso de gaseosa a fecha de libro roto/ en remiendo de algodonoso indio/ los aviones de cartón César Vallejo”…, “Apollinaire al agua”…, “al campo ya Whitman rasquea sus andares”…- que describían un personal archivo poético.(8)
Encontraba Lezama en esos “conjuros de lector” del joven García Vega una familiaridad no libresca con los poetas del pasado, en la que estos no eran evocados únicamente como escritores sino también como hombres. El Apollinaire de García Vega no era únicamente el versificador postsimbolista o el defensor del cubismo, sino también “el artillero Kostrowisky que regresaba a su casa para aumentar su cantidad de añejo y encontrar una nueva novela pornográfica.”(9) A diferencia de una “raza malhumorada de poetas a los que las influencias se les han convertido en cosa exterior, casual y obligatoria,” las lecturas poéticas de García Vega escenificaban un diálogo real con los poetas muertos, especialmente, con Apollinaire y Vallejo:
En esta sutil oportunidad del libro de Lorenzo García Vega, una influencia es un encuentro, una conversación o ese polvillo que se desprende y flota, precisa y desconcierta al objeto. Vallejo y Apollinaire recobran sus siluetas amargas y jocundas y nos estrechan la mano como si llegasen de un extenso viaje o se sentasen en el café con una soledad de constante despedida. Sus nombres, sus situaciones, sus aventuras y posibilidades, vuelven a herirnos como sus páginas, y así el verso conduce una nueva biografía, penetrando en nuestra propia sentencia como el autor que lo precisó puede penetrar por la ventana sorpresiva.(10)
Aún cuando Lezama destacaba el juego con voces vernáculas como en el verso “titingó, bambúes o bembúas” de García Vega, no asociaba el mismo a la “máscara del desfile” carnavalesco de la cubanidad o al “toque interjeccional,” propio el afrocubanismo de la vanguardia de los 20 y 30, sino a una apropiación de los “umbrales de la calle,” que respondía a otro tipo de estética vanguardista.(11) Hay, por tanto, en la lectura que del joven García Vega hizo Lezama una aproximación bastante nítida a una vanguardia otra, contrapuesta a la de la generación de Revista de Avance (Marinello, Mañach, Carpentier, Ballagas, Guillén, Martínez Villena…), que se apartaba, a su vez, de las codificaciones estéticas e ideológicas del nacionalismo cubano. En una lectura diferente a la de Lezama – y que, sin embargo, instrumentaba la de éste – Cintio Vitier intentaría retrotraer ese vanguardismo de García Vega a la estética nacionalista.
El mismo año de la aparición de Suite para la espera, 1948, Vitier dio a conocer, también en la editorial Orígenes, su célebre antología Diez poetas cubanos (1948). El último de los poetas antologados era, precisamente, Lorenzo García Vega, apenas tres años más joven que Fina García Marruz. Pero a pesar de su juventud y de contar con un solo cuaderno de poesía, García Vega era incluido en esa antología como miembro de un movimiento poético iniciado en 1937, con Muerte de Narciso (1937) de Lezama. En la presentación de García Vega, Vitier era mucho más vehemente que Lezama en su rechazo al surrealismo –“descartemos un surrealismo precoz, nada artificial pero sin duda transitorio, que más bien acude para comprobarnos la autenticidad del caos que intenta conjurar” – y asociaba ese “conjuro del caos” más con Rimbaud que con Apollinaire, a pesar de que la marca de Les Illuminations fuera más débil en García Vega que en el propio Vitier.(12)
Vitier catolizaba el drama existencial de García Vega como una lucha entre el bien y el mal o entre “el ser” y “la noche, la lluvia y la epifanía de monstruos.”(13) Una lucha que se movilizaba poéticamente desde un sentimiento básico: “el miedo terrible de perder el devenir.”(14) De este modo la obra vanguardista del joven García Vega, apenas insinuada en un primer cuaderno, quedaba ahormada por el proyecto teleológico del nacionalismo católico origenista. Aunque sólo cinco años menor que Vitier, García Vega era tratado por aquel como discípulo y heredero de los grandes maestros de Orígenes (Lezama, Baquero, Gaztelu, él mismo). Un heredero llamado a lograr la confirmación y sobrevivencia de la tradición:
Se confirma así el signo de aquel movimiento que desde 1936 viene informando el centro de nuestra expresión poética, aquel impetuoso avance místico, irrisado según cada temperamento, hacia las tierras más desconocidas y las figuras más vírgenes. Con Lorenzo García Vega, con su mundo de rocío isla adentro, de nostalgia en flechazos o grotesco en arlequines de palabras, con su tacto incandescente que esfuma el esperpento senil de la costumbre y nos grita absorto: Mirad, podemos estar ciertos que aquel impulso vuela a la región más angélica del tiempo y sigue henchido de la sed que importa, vocado a la luz y a la sustancia.(15)
No es improbable que esta unción nacionalista de Lezama y Vitier aproximara la poética de García Vega a la corriente católica de Orígenes entre 1948 y 1956. Varios de los poemas aparecidos en la revista en esos años, como los sonetos “Gallo,” “En el comedor,” “Nuevos halcones,” “Túnel” y “Nocturno,” y, sobre todo, las extensas composiciones, semielegíacas, “Historia del niño,” “Las astas del frío” y “Tierra en Jagüey” – dedicado a Lezama – se colocaban en una perspectiva de evocación lírica de la familia, el pueblo y el paisaje republicanos, muy similar a la que se lee en cuadernos de Eliseo Diego y Fina García Marruz de la misma época.(16) Quien es leído, ahora, no es Apollinaire o Breton sino Marcel Proust, y la tríada conceptual del criollismo –tierra, sangre y espíritu- es afirmada como en pocos textos de la tradición origenista. “Oh, espíritu: ya tú eres la tierra, sin saberte, diciendo que fue al sur,/ en Sinú el sueño en aguas; la cruz, la cruz de tierra/ que ya siento en el recuerdo en sangre de mi espera,” concluía el poema “Tierra en Jagüey,” publicado en el número 25 de Orígenes, en 1950.(17)
Ya en poemas de aquella misma época se observaba en García Vega un desplazamiento hacia la prosa, que acabará de consumarse en la primera parte de su diario Rostros del reverso, aparecido en la primavera de 1952, y, sobre todo, en su novela Espirales del cuje (1952), cuyo primer adelanto fue editado en el número 27 de la revista, en 1951. Hay en toda esta prosa, sin excluir el fragmento de Rostros del reverso en que cuestiona el vacío histórico de Cuba durante el cincuentenario de la República – “me pregunto si en Cuba faltará totalmente la responsabilidad histórica. Si toda esta traición en la política y en el periodismo, de las generaciones más inmediatas a nosotros quedará sin ningún eco ¡Porque pienso en la falta de destino que implica escribir en Cuba!... Pesan siempre muchas culpas: la nuestra frustración política, por ejemplo” – una presentación de García Vega como origenista cabal, que reitera ideas manejadas por Lezama o Baquero y que pronto serán sintetizadas por Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958).(18)
Esa concordancia no sólo era política – en el sentido de reiterar la frustración histórica de la isla y su encuentro con el telos por medio de la poesía – sino también estética, como puede leerse en Espirales del cuje (1952), la primera novela familiar de un origenista, que recibió, por unanimidad, el Premio Nacional de Literatura el mismo año del golpe de Estado de Fulgencio Batista contra el presidente Carlos Prío Socarrás y del medio siglo republicano. En su importante estudio “Orígenes ante el Cincuentenario de la República” (2004), César A. Salgado ha descrito el poco reconocido rol que jugaron, en las ceremonias literarias por los 50 años de la República, Lezama, Baquero y Vitier, en tanto interlocutores del primer Director de Cultura de la dictadura batistiana, Carlos González Palacios.(19) Los premios a García Vega y el Premio Nacional de Poesía, a Roberto Fernández Retamar, otro joven poeta cercano a Orígenes, fueron, de algún modo, reconocimientos oficiales de la importancia literaria de aquellos poetas y, también, una distinción de los mismos en el diálogo con el poder.
El malestar de García Vega con esa interlocución es palpable en los fragmentos de Rostros del reverso (1952), a pesar de que en los mismos no haya alusión directa al golpe del 10 de marzo. Al día siguiente del golpe, el 11 de marzo, García Vega se debate entre diversas alternativas de “internar el poema en los objetos” (Rilke, Kafka, Valéry…), asegurando una presencia discreta de la subjetividad.(20) Sin embargo, siempre que en aquel diario alude al cincuentenario lo hace acompañado de una expresión de rechazo, no sólo a la realidad política, sino al efecto que la misma produce en Orígenes: “es que la violencia pasiva de nuestra circunstancia ha llegado a influir en nosotros, dándonos un color, un matiz. ¿Qué es sino esa cautela, ese enredarse en sí mismos que caracteriza todas nuestras reuniones?”(21)
Esto se publicaba en la propia revista, a la altura de 1952, justo cuando la obra de García Vega se acomodaba mejor a la poética del origenismo católico. La novela Espirales del cuje (1952), también publicada en Ediciones Orígenes, estaba dedicada a Lezama –“cuando oía estos relatos en mi adolescencia, por el privilegio de su amistad y de su magia, tan esencialmente criolla.”(22) Pero el criollismo no era únicamente esa clave afectiva, de gratitud a Lezama, sino una apuesta estética deliberada de la novela, que se internaba en el mundo rural de Matanzas y Las Villas, en la tierra colorada y las fincas ganaderas de la zona, en las leyendas de los coroneles, los viajes a México y la armonía discordante de las familias católicas cubanas. El mundo de Espirales del cuje no era muy diferente al de Eliseo Diego o al del propio Lezama, sólo que su reconstrucción bajo las formas tradicionales narrativas lo acercaban a la corriente latinoamericana de la “novela de la tierra” (Gallegos, Asturias, Azuela, Güiraldes…), estudiada por Carlos J. Alonso.(23) No es raro que ese criollismo provocara la adhesión de Cintio Vitier, quien en la antología Cincuenta años de poesía cubana (1952) escribía:
Debe añadirse el sentimiento, expresado también en la irónica ternura de Espirales del cuje, de la realidad cubana como revelación de un soplo mágico que viene de la tierra y los hombres a través de la memoria. Todo ello evolucionando de la nostalgia cortante, el rencor, la extrañeza, hacia una alegría que busca revolverse creadoramente en sentido criollo de la fiesta, a través de lo que hemos llamado “nostalgia en flechazos o grotesco en arlequines de palabras.”(24)
En sus memorias El oficio de perder (2005), García Vega asoció también a ese “momento irreal,” en que “masticaba pastilla de fantasma,” los cuentos que escribió a mediados de los años 50 y que conformaron el volumen Cetrería del títere.(25) Pero lo cierto es que algunos de aquellos cuentos, como “Siesta de hotel,” “Otro sueño,” “Pequeño sucedido” y “Piel de estatua,” publicados entre 1950 y 1956 en Orígenes, o el “El caballero del frío,” que daba término al volumen, se colocaban en una estética diferente a la de Espirales del cuje. Lejos de la nostalgia rural de Jagüey Grande, de aquel niño criollo que soñaba con ser Amado Nervo, había en esos relatos una búsqueda del absurdo cotidiano en la Habana modernizada de los años 50. El referente de aquellos textos ya no era Proust sino Kafka y, en no menor medida, Sartre y el existencialismo francés. Con aquellos relatos, reunidos en 1960 en el volumen Cetrería del títere (Universidad Central de Las Villas), García Vega regresaba al itinerario vanguardista trazado en sus primeros poemas.
El volumen apareció en el segundo año de la Revolución, en medio de los debates intelectuales entre la nueva generación de escritores (Guillermo Cabrera Infante, Antón Arrufat, Edmundo Desnoes, Heberto Padilla…), nucleada en torno a Lunes de Revolución, y los viejos escritores republicanos, cercanos o no a Orígenes. A pesar de las no pocas conexiones que había entre la narrativa de García Vega y el vanguardismo de Lunes, Cetrería del títere fue negativamente reseñado en el mítico suplemento literario del periódico Revolución. Antón Arrufat lo criticó en una nota sobre varios libros editados por la Universidad Central de Las Villas, que incluía Lo cubano en la poesía, aparecida en el número 64 del suplemento (20 de junio de 1960), luego de haber juzgado duramente, tan sólo un mes atrás, en el número 59, la Antología de la novela cubana (1960), compilada por García Vega para la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación, como “lamentable.”(26)
¿Qué era lo lamentable, según Arrufat, de aquella antología? El principal reparo no tenía que ver con las inclusiones (Villaverde, la Avellaneda, Echeverría, Suárez y Romero, Martí, Meza, Nicolás Heredia, Jesús Castellanos, Carrión, Luis Felipe Rodríguez, Ramos, Loveira, Serpa, Montenegro, Novás Calvo, Carlos Enríquez, Labrador Ruiz, Carpentier, Lezama, Piñera, Alcides Iznaga y Nivaria Tejera) sino con las exclusiones y los acentos. Arrufat objetaba la ausencia de Ramón de Palma y Ramón Piña, el tratamiento privilegiado que se deba a Lezama –por encima, incluso, de Carpentier – y, aunque no lo decía, tal vez considerara, como su maestro Piñera, prescindible la novela Amistad funesta de José Martí.(27) La crítica mayor tenía que ver con la selección de los capítulos y con el enfoque que García Vega había dado a su antología: aquella idea, tomada de Ortega y Gasset, de no fijarse tanto en las tramas, conflictos o personajes sino en el “chafarrinón,” en la materia prima de “pobres e inesenciales alusiones” que conformaban el cuerpo de cada novela.(28)
Sin embargo, a pesar de que por momentos García Vega todavía se acercaba a la retórica origenista de lo “nuestro,” la “expresión” o el “paisaje,” no había en el Prólogo a aquella Antología rastros de providencialismo católico. García Vega cerraba su texto en una “posición que reniega de todo balance, de todo compromiso inútil de solidificación, de toda visión de manual” y, por más señas, concluía con una cita de ¿Qué es la literatura? de Jean Paul Sartre, en la que se cuestionaba frontalmente la pretensión de historiar un “ser” o una identidad nacionales, que había caracterizado a Lo cubano en la poesía: “es inútil que pretendamos convertirnos en nuestro propio historiador: el mismo historiador es un ser histórico. Debemos contentarnos con hacer nuestra historia a ciegas, al día, optando por lo que en el momento nos parezca mejor… Estamos dentro.”(29)
La familia dividida
Antonio José Ponte, César A. Salgado, Carlos A. Aguilera y otros estudiosos de Lorenzo García Vega han insistido en la fuerza de las representaciones familiares en el autor de El oficio de perder (2005).(30) La analogía entre familia y nación no sólo es una constante en casi todos los escritores de Orígenes, fueran católicos (Lezama, Vitier, Diego…) o no (Piñera o García Vega, por ejemplo), sino el punto de partida de otra analogía más persistente: la de la familia y la comunidad intelectual. Es en esta segunda derivación donde la biografía política de García Vega, por vías diferentes a las de Piñera, llega a un cuestionamiento radical de las metáforas nacionales y filiales producidas por Orígenes y luego incorporadas al aparato de legitimación del orden revolucionario en Cuba.
A diferencia de Piñera, cuya ruptura con Orígenes se produjo desde los tiempos de Ciclón (1955-57) y se acentuó en los primeros años de la Revolución, García Vega se mantuvo leal al origenismo hasta su salida de Cuba en 1968 e, incluso, hasta la edición de Rostros del reverso (1977), que agregó, a los diarios de 1952 editados en Orígenes, los de su primer exilio en Madrid y Nueva York, entre 1968 y 1975. Rostros del reverso apareció en Monte Ávila un año después de la muerte de Lezama y es en ese libro donde encontramos las primeras deserciones explícitas de García Vega. Deserciones de dos familias ya para entonces ligadas por lazos de parentesco espiritual: la origenista y la revolucionaria.
Pero antes de Rostros del reverso, Lorenzo García Vega publicó un cuaderno de poesía, Ritmos acribillados (1972), en el que retomaba por la vía poética el acento vanguardista de Suite para la espera (1948) y Cetrería del títere (1960). Según cuenta Mario Parajón en el excelente prólogo del cuaderno, los poemas fueron escritos en La Habana, entre 1966 y 1968, los dos últimos años en que García Vega vivió en la isla. El tema de los mismos era la memoria de los años en que el joven poeta estudió en el Colegio de Belén, de la Compañía de Jesús, en la capital de los 40.(31) Casi todas las evocaciones de aquellos poemas (los “chillidos del Hermano Aguirre,” “el ruido de su silbato que retuerce todas las paredes,” las “huidas” del Colegio, que eran escapes al “miedo cifrado en un paisaje,” el “sudor” de los curas…) remitían a una atmósfera opresiva y angustiosa.(32) Parajón relata así la crisis de fe que sintió García Vega entre los jesuitas y que era rememorada en aquellos poemas:
Un día Lorenzo se fue a la capilla con un libro de Nietzsche en la mano. La fe se le había escondido en alguna parte, la plática diaria en la misa diaria lo irritaba; era demasiado oír del infierno, del pecado, el escrúpulo, los libros prohibidos, el “fuera de la Iglesia no hay salvación”, la fila por la “cuarta baldosa”, el llamarle “General” a San Ignacio. ¿Por qué tenía que ser la Iglesia un Ejército? ¿Por qué tantas compañías, divisiones, dignidades y excelencias romanas? ¿Por qué el autoritarismo y no el desarrollo de la personalidad?(33)
La evocación poética de aquella crisis de fe en La Habana atea y anticatólica de mediados de los 60 debió poseer, para García Vega, un dramático trasfondo intelectual. Aquellos eran años en que iniciaba la marginación oficial de Lezama, luego de la publicación de Paradiso (1966), pero, también, años en que otros origenistas como Cintio Vitier, Eliseo Diego y Fina García Marruz iniciaban una zigzagueante aproximación a la política cultural del gobierno revolucionario. La catolicidad origenista, lejos de ser entonces un elemento de convergencia con la ideología oficial –como lo sería a partir de los 80-, se colocaba en el punto de mayor confrontación doctrinal con el naciente Estado socialista.
Para García Vega, el reconocimiento de su abandono del catolicismo debía colocarse en una perspectiva de vanguardia, no asimilable al ateísmo comunista que impulsaba la Revolución. De ahí que, según su amigo Mario Parajón, la cercanía al surrealismo, al existencialismo y al psicoanálisis, que ya demostraba desde los 50, apareciera entonces como búsqueda de una vanguardia alternativa. En algunos poemas de ese cuaderno, como el magnífico “Santa María del Rosario” – dedicado precisamente a Parajón –, “Aquella aventura” o “Ella en mi sombra – con exergo de Paul Élouard – aparecía esa congelación onírica de la realidad, desde la sombra de una iglesia o desde la memoria de una infancia, que asociamos con los artificios bretonianos o freudianos.(34)
Este proceso intelectual, que en Ritmos acribillados (1972) se expresaba líricamente, en Rostros del reverso (1977) se mostrará desde la transparencia confesional del diario. De las lecturas de Sartre y Freud, Artaud y Mallea, de las revaloraciones de Rubén Martínez Villena y Arístides Fernández, como arquetipos de una vanguardia cubana incorruptible, García Vega saltaba, en 1968, a la constatación, bajo el Madrid del franquismo tardío, del fracaso de toda vanguardia en Occidente. Desde su llegada a la capital española, García Vega choca con la juventud letrada que venera al Che Guevara y a Camilo Torres y recibe con desagrado el consejo de Antonio Buero Vallejo de “no emitir juicios sobre la situación cubana, ya que aquí, en España, no se ve bien, entre el mundillo intelectual, cualquier opinión contraria al sistema político imperante en Cuba.”(35)
Pero García Vega es un exiliado de vanguardia que, en medio del comunismo y el castrismo que lo rodea, en La Habana o en Madrid, lee a Herbert Marcuse e intenta concebir una poética liberadora. Las ideas redentoristas de aquella izquierda del 68 son incorporadas por el escritor cubano, no a una reflexión sobre el cambio revolucionario mundial, sino a una afirmación del exilio como condición paradójica, de emancipación artística – en términos marcusianos – y, a la vez, de impotencia política frente al régimen de la isla – en términos antimarcusianos.(36) Es entonces que García Vega debe repensar su lugar en la tradición de la literatura cubana y, en especial, su posicionamiento frente al legado de Orígenes, central en esa tradición.
En Rostros del reverso (1977) García Vega reproduce dos cartas que le envían amigos desde la isla, en el invierno de 1968. La primera, de un contemporáneo suyo, el poeta Manuel Díaz Martínez, quien comienza a tener dificultades con la política cultural del régimen por su participación en el jurado que premió, en contra de la posición de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el poemario Fuera del juego de Heberto Padilla. Con ella, Díaz Martínez le enviaba un ejemplar de la Antología de la novela cubana, a la que catalogaba de “sorprendente” – en contra del juicio de Arrufat – e intentaba animarlo desde la posición de quien simpatiza con la Revolución, pero rechaza a sus burócratas y a sus apologetas de la izquierda latinoamericana y europea:
Conozco esos vertederos de Europa…, a donde va a parar el pseudorrevolucionarismo de los pequeños burgueses de América Latina… (la ciudad de París es el más grande de todos) y la fauna que medra en ellos: el noventa por ciento de sus moradores son tipos que juegan a la revolución mientras más lejos están de ella, porque la pose de revolucionario viste mucho en esos países que, como España, están necesitados de hacerla. Pero para esos tipos la revolución es sólo un tema de sobremesa, una retahíla de frases más o menos explosivas cargadas de retórica política. Los que han vivido una revolución desde adentro saben que en ella la angustia es una suerte de heroísmo cotidiano, que las aguas que arrastran al hombre no siempre son limpias y que todo esto, y mucho más, convierte en traición el ditirambo, la loa y la intransigencia del optimismo mesiánico (casi siempre practicado por los que creen en el futuro sólo como una forma de asegurarse el presente).(37)
El mensaje que recibía García Vega de su amigo Díaz Martínez, desde la isla, era de apoyo, a pesar de sus sintonías ideológicas con la Revolución. Aunque todavía se considerara “revolucionario,” el poeta de El país de Ofelia (1965) y Vivir es eso (1968) podía imaginar la incomprensión que rodeaba a un exiliado cubano que aspiraba a una literatura de vanguardia. Pero el mayor aliento no provendría del amigo Díaz Martínez sino de su maestro y mentor, José Lezama Lima, miembro, también, de aquel jurado que premió a Padilla y que caería en desgracia por esos mismos años. En aquellas navidades de 1968, Lezama escribió a García Vega una carta en la que le regalaba el leit motiv para el reconocimiento del exilio como condición intelectual:
Y ahora, como muchos otros cubanos, podrás vivir en el Eros de la lejanía, reconstruir por la imagen la Orflid de la lejanía, que, como sabes, es uno de mis viejos caballitos, pues se trata, nada menos, que el que está cerca esté lejos y el que esté lejos toque una fulguración, un reencuentro. De tal manera que nos seguimos encontrando todos los días en la misma esquina, hablando en el mismo café, entrando en la misma librería. Eso es la novela.(38)
El aliento de Lezama retomaba una idea que antes de la Revolución manejaron varios origenistas, como Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958) y el propio García Vega en la Antología de la novela cubana (1960), y que partía de la ponderación del rol del exilio en la formación de la cultura cubana, sobre todo, durante el siglo XIX. Para García Vega aquella idea era una buena manera de acompañar la crítica de la “estereotipia de la rebeldía” de la izquierda occidental procastrista con una defensa del saber literario que podía acumular el exilio. Sólo que para García Vega ese “conocimiento” o esa “cultura” del exilio debía ser formulada en términos opuestos al nacionalismo anticomunista que predominaba en las comunidades de cubanos asentados en Miami, Nueva York, Madrid, México y otras ciudades del exilio:
¡Es que existe el conocimiento del exiliado, es que existen los textos del exiliado!... ¡Cómo no va a existir el conocimiento del exiliado! Pero en ese conocimiento no cabe ya la adoración del Libertador montado en su caballo, ni las noticias del general que quiso la grandeza. No, en ese conocimiento no cabe ninguna idolatría; no cabe la idolatría de los grandes hombres que amaban su bandera. Todo eso separa; todo eso, también, es la injusticia y la violencia, se dice el exiliado.(39)
Una lectura cuidadosa de los diarios de 1968, 69, 72, 73, 74 y 75 en el itinerario La Habana-Madrid-Nueva York-Miami, permite concluir que la necesidad de adaptar su poética literaria a la condición de un exilio vanguardista y cosmopolita fue el punto de partida de la crítica del legado de Orígenes que García Vega emprendería justo después de concluir Rostros del reverso (1977). Algo de esa crítica se insinuaba ya en el espléndido retrato de Gastón Baquero, que hemos comentado en otro lado, cuando García Vega glosa los versos de Memorial de un testigo en busca, no de una tradición, sino de un estilo “audaz,” “cortante,” “socarrón,” “vigoroso.”(40) Ese Baquero exiliado en Madrid, que le parece un “Cocteau disfrazado de general haitiano,” es la encarnación del exiliado cubano que aspira a ser García Vega.
En Madrid o en Nueva York, viendo King Rat de Brian Forbes, leyendo a Benoit y a Brown, a Paz y a Musil, reencarnando a Kafka como burócrata de una compañía de seguros, psicoanalizándose con Rédinger o pasando horas frente a un cuadro de Hooper, de Mondrian, de Chirico o de Duschamp en el Museum of Modern Art, García Vega llega a encontrar la formulación plena de ese ideal de un exilio de vanguardia. Junto con el psicoanálisis y el surrealismo, sus viejas aficiones intelectuales, la tercera referencia será Karl Marx, un autor que descubre, no en La Habana comunista sino en el Nueva York pop de los 70. Es ese Marx, que dice “obsesionarle” y al que “quiere conocer profundamente,” el que lo convence de que, en efecto, bajo el capitalismo el hombre es un “tullido.” Esa certeza será el trasfondo de la definición del exilio como un estado de duda:
Si bien salimos huyendo de una sociedad carcelaria, no es, por lo que parece, para conseguir la liberación, sino para hundirnos de nuevo en la ya tan sabida sociedad capitalista, con su sorda opresión, su implacable consumo, sus horribles chanchullos. Y es desesperante saber esto. Y es este conocimiento del exiliado, una tremenda forma de estar en la soledad, de estar en la contradicción, de estar en la duda.(41)
Aquel contacto directo con las vanguardias artísticas, con el psicoanálisis y el marxismo, en los años 70 y sobre todo en Nueva York, fue una de las fuentes del radical cuestionamiento que García Vega hará de la tradición intelectual cubana en su libro más leído, Los años de Orígenes (1978). La búsqueda de otra temporalidad poética y narrativa, que había retomado en Ritmos acribillados (1972) y que ahora continuaba en Fantasma juega el juego (1978), tal vez su cuaderno más vanguardista, era el correlato de una evocación sombría y, por momentos, injusta de la experiencia de Orígenes. Algunos poemas y algunas prosas de Fantasma juega al juego, como “Texto martiano,” “Arañazo mediúmnico,” “Parodiando a Rilke, frente a pájaro muerto,” “Tejido sobre tejido” o “Gotas geométricas,” articulaban las obsesiones literarias de García Vega – el cuerpo, la memoria, el tiempo, la extrañeza…- desde una identidad fantasmal, que se afirmaba en una crítica inclemente a lo más tradicional, católico y nacionalista de la cultura cubana, que él veía cristalizado en Orígenes, en la Revolución y, también, en la toponimia imaginaria, antiutópica, de Playa Albina, es decir, el gueto cubano de Miami.(42)
Desde la “Introducción Zen” a Los años de Orígenes (1978), García Vega colocaba la crítica a Orígenes sobre una plataforma heterogénea de las vanguardias europeas y newyorkinas de los 60 y 70: Benoit y Robbe Grillet, Schöenberg y Cage, Capote y Paz…(43) Aquellas referencias, que emergían como voces de diálogos perdidos en el exilio, regresaban a la memoria para demandar de García Vega una ruptura explícita con su tradición. Pero si lee con reposo aquel libro disidente se observa que dicha ruptura se produjo de manera gradual y dubitativa, ya que García Vega, aún en Los años de Orígenes (1978), no dejaba de considerarse un origenista. El ajuste de cuentas era, no sólo con Lezama, con Vitier o con Diego, sino consigo mismo, siguiendo las modalidades de toda deserción o de toda herejía, especialmente, de aquellas asociadas a religiones, como la católica, o a revoluciones, como la cubana.
García Vega reinsertaba al inicio de su libro el excelente ensayo, “La opereta cubana en Julián del Casal,” escrito en La Habana revolucionaria, específicamente en 1963, cuando se celebró el centenario del nacimiento del gran poeta modernista. Ya en aquel texto se detectaba la “cursilería” literaria en Cuba como un síntoma de “familias venidas a menos” o sectores sociales de la pequeña burguesía que, para afirmarse en la sociedad restituían estéticamente la historia nacional. García Vega observaba ese kitsch restitutivo en una larga corriente intelectual que atravesaba todo el siglo XIX, del romanticismo al modernismo, de Heredia a Casal y de Villaverde a Meza.(44) Sin embargo, al final del ensayo, llamaba a deshacerse de aquella tradición de “falsa opereta de un Segundo Imperio cubano,” pero sin “posibilidad surrealista,” ya que la misma no formaba ningún “fabuloso tapiz” o “juego mágico,” sino el “rostro de lo desvencijado y de lo roto” e impedía la “conquista de la cristiana dignidad de la pobreza.”(45)
El autor de “La opereta cubana en Julián del Casal” era todavía un origenista de vanguardia, no un antiorigenista como el que emergería en “Vieja y nueva moral” o en “Los padres de Orígenes,” textos escritos ya en el exilio. De hecho, en los momentos de mayor disidencia de Los años de Orígenes, García Vega no abandona del todo la identidad origenista: “pese a todo sigo reconociendo la obra de Lezama, y quizás mantengo el orgullo de haber participado en la lucha de Orígenes.”(46)Esta ambivalencia no es trasladable a la disidencia anticastrista, ya que para García Vega esta última se movilizaba desde un compromiso menos profundo con la Revolución. Sin embargo, en su caso, a diferencia de los críticos de Orígenes de Lunes de Revolución, el rechazo era una reacción contra el reconocimiento de la revista por parte del régimen revolucionario, que comenzó tímidamente en los años 60 y que llegó a su apoteosis tras la muerte de Lezama:
Triunfo de Lezama, y reconocimiento de Orígenes, que también sentimos como una claudicación. Pues Orígenes no sólo había significado, para nosotros, un esfuerzo para alcanzar una renovación en la vida intelectual del país, sino, más que nada, una lucha por la renovación espiritual de nuestra circunstancia. Pues vimos la pobreza de un Arístides Fernández, y la pobreza de Lezama, como decisión enraizada en lo religioso.(47)
Esta reacción, que todavía cargaba con el mito de la “pobreza” y la “marginación” de Orígenes en la República, llevó a García Vega a un cuestionamiento, ya no de la moral católica de algunos escritores de aquella generación, como Cintio Vitier, Eliseo Diego o Fina García Marruz, sino de la estética del propio Lezama, que a él mismo le había ofrecido una puerta de acceso a las vanguardias. La transferencia a Orígenes del mal gusto de la cultura republicana, del folletín y el kitsch de la tradición criolla, era desproporcionada porque muy poco tenía que ver con las poéticas literarias de Virgilio Piñera o el propio Lezama y porque la misma poética de García Vega, que también pertenecía a Orígenes, era su más clara negación.
La idea de que Orígenes dio la espalda totalmente al surrealismo, al psicoanálisis y a las vanguardias es cuestionable en más de un sentido, si se estudia con más cuidado la obra de Lezama. Breton y Freud, como sabemos, no fueron ajenos a este último y la poesía de Lezama, especialmente el cuaderno La fijeza (1944), como lo admitiera Octavio paz en Los hijos del limo (1972), había representado, nada menos, que el fin del ocaso de la vanguardia hispanoamericana de los 20 y 30, ya para entonces “vanguardia arrepentida,” y el comienzo de una “vanguardia otra, silenciosa, secreta, desengañada, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia.”(48)
García Vega, que en el fondo compartía la visión de Paz, abandonaba la misma en los momentos de mayor vehemencia retórica. La lógica de la doble disidencia, de Orígenes y de la Revolución, demandaba una pasión simplificadora, que se advierte, sobre todo, en los pasajes que dedica a la recepción de Lezama y Paradiso en los ambientes del boom de la novela latinoamericana de los años 60 y, especialmente, en la lectura que del autor de La expresión americana (1957) hiciera Severo Sarduy. La identificación que, en “De dónde son los Severos,” hizo García Vega entre la lectura neobarroca de Sarduy y la lectura católica y nacionalista de Vitier es insostenible o sólo comprensible como boutade.(49) Lo que no significa que la codificación neobarroca de la poética de Lezama sea, también, cuestionable en más de un sentido.
Como advierte Gustavo Guerrero, no faltaba en aquella reacción de García Vega el celo del heredero, que no admite otros procesamientos del legado de Lezama.(50) Celo paradójico, de origenista disidente que, no en balde, se proyectaba más rebajado en sus críticas a los detractores de Orígenes desde Lunes de Revolución. García Vega era menos tolerante con el lezamismo de Sarduy que con el antiorigenismo de Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y otros colaboradores de Lunes de Revolución. Su juicio sobre aquellas polémicas, que en más de una ocasión involucraron su propia obra, denotaba una ponderación, ausente en otras zonas de Los años de Orígenes:
Y los jóvenes, muchos de los cuales se agruparon en Ciclón, y más tarde en Lunes, no pudieron comprender esto. Y los jóvenes querían que Regla se convirtiera en el Village. Y los jóvenes no entendían, ni tenían por qué entender, cuando algunos origenistas se ponían a hablar de Carlos V y de la Sacra Majestad Católica. Y los jóvenes creyeron que si Ginsberg era homosexual, Ginsberg no podía aparecer como discípulo de Jacques Maritain. Y los jóvenes nunca entendieron por qué, si Cintio era un poeta, un poeta que había querido a Ballagas, tenía, mojigatamente, que borrar todo el infierno sexual que en los poemas de Ballagas se traduce.(51)
Es justo en ese momento de Los años de Orígenes que García Vega esboza la noción de “lo siniestro cubano,” como una dialéctica de la historia insular, que esconde, tras la promesa de una integración, una separación mayor: “lo siniestro cubano fue más fuerte que nosotros: empezó separándonos y acabó por devorarnos a todos.”(52) Según el propio Lezama, eso había sido la Revolución Cubana: “la gran prueba definitiva, la que nos llevó a vivir en tierra aliena, en el mundo desconocido de la dispersión y la secreta vida heroica.”(53) La obra de Lorenzo García Vega fue, entre los años 60 y 70, la tozuda apuesta por una expresión de vanguardia en medio de la desintegración nacional que propiciaron el 59 cubano y todos sus exilios.
En unos de los primeros relatos que García Vega publicó en el exilio –significativamente en la revista Exilio – se hablaba de la peor experiencia de desintegración cultural en un país marcado históricamente por el éxodo: la pérdida de las bibliotecas.(54) Contaba entonces García Vega la historia de una familia habanera que había visto envejecer sus libros bajo las revoluciones contra los dictadores Machado y Batista y bajo el exilio impuesto por el socialismo fidelista. Aquellos libros envejecidos, abandonados por el frío, “chirriaban como los muebles,” “silbaban, con un silbido de calles gastadas.” Las formas de lo siniestro cubano tenían ese modo atroz de manifestarse.
Notas
1. Capítulo del libro inédito La vanguardia peregrina, que será editado el año próximo por Fondo de Cultura Económica.
2. Lorenzo García Vega, Los años de Orígenes, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2007, pp. 9 y 292.
5. Orígenes, Núm. 17, La Habana, primavera, 1948, p. 43.
7. Lorenzo García vega, Poemas para la penúltima vez. 1948-1989, Miami, Saeta Ediciones, 1991, pp. 9-61.
9. Orígenes, Núm. 17, La Habana, primavera, 1948, p. 45.
12. Cintio Vitier, Diez poetas cubanos. 1937-1947, La Habana, Ediciones Orígenes, 1948, p. 229.
16. Lorenzo García Vega, Poemas para la penúltima vez. 1948-1989, Miami, Saeta Ediciones, 1991, pp. 65-84.
17. Ibid, p.84. Sobre el discurso de la tierra, la sangre y la memoria en el nacionalismo cubano y en Orígenes ver mi libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, Madrid, Colibrí, 2008, pp. 279-378.
18. Orígenes, Núm. 31, La Habana, primavera de 1952, p. 40.
19. César A. Salgado, “Orígenes ante el cincuentenario de la República”, Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría, Cuba: un siglo de literatura (1902-2002), Madrid, Colibrí, 2004, pp. 165-189.
20. Orígenes, Núm. 31, la Habana, primavera de 1952, p. 31.
22. Lorenzo García Vega, Espirales del cuje, La Habana, Orígenes, 1952.
23. Carlos J. Alonso, Modernity and Autochtony. The Spanish American Regional Novel, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, pp. 13-22.
24. Cintio Vitier, Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952), La Habana, Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, 1952, p. 379.
25. Lorenzo García Vega, El oficio de perder, Sevilla, Ediciones Espuela de Plata, 2005, pp. 431-437.
26. Antón Arrufat, “Una antología lamentable”, Lunes de Revolución, Núm. 59 (16 de mayo de 1960, p. 10; Antón Arrufat, “Saldo de una editorial”, Lunes de Revolución, Núm. 65 (20 de junio de 1960), pp. 20-22. Para un repaso de las críticas de Lunes de Revolución a Orígenes ver Duanel Díaz, Los límites del origenismo, Madrid, Editorial Colibrí, 2005, pp. 187-222.
27. Lorenzo García Vega, Antología de la novela cubana, La Habana, Dirección General de Cultura/ Ministerio de Educación, 1960, pp. 509-510; Antón Arrufat, “Una antología lamentable”, Lunes de Revolución, Núm. 59 (16/ 5/ 1960), p. 10.
30. César A. Salgado, “Orígenes ante el cincuentenario de la República”, Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría, Cuba: un siglo de literatura (1902-2002), Madrid, Colibrí, 2004, pp. 165-189; Antonio José Ponte, El libro perdido de los origenistas, México D.F. Aldus, 2002; Carlos A. Aguilera, “La devastación. Conversación con Lorenzo García Vega”, Banda Hispana. Portal de Poesía (www.revista.agulha.nom.br)
31. Lorenzo García Vega, Ritmos acribillados, New York, Expublico, 1972, p. 13.
35. Lorenzo García Vega, Rostros del reverso, Caracas, Monte Ávila Editores, 1977, p. 52.
40. Ibid, pp. 66-67. Rafael Rojas, Motivos de Anteo, Madrid, Colibrí, 2008, pp. 338-342.
42. Lorenzo García Vega, Poemas para la penúltima vez, Miami, Saeta Ediciones, 1991, pp. 191 y 234-262.
43. Lorenzo García Vega, Los años de Orígenes, Buenos Aires, Bajo La Luna, 2007, pp. 9-25.
48. Octavio Paz, Obras completas. I. La casa de la presencia. Poesía e historia, México D.F., FCE, 1994, p. 461.
49. Lorenzo García Vega, Op. Cit., pp. 197-242.
50. Gustavo Guerrero, “Una posteridad en disputa”, Diario de Cuba (27/ 12/ 10). www.diariodecuba.com.
51. Lorenzo García Vega, Op. Cit, p. 273.
53. José Lezama Lima, Cartas a Eloísa y otra correspondencia, Madrid, Verbum, 1998, p. 326.
54. Lorenzo García Vega, “Tres poemas”, Exilio. Revista de Humanidades, verano de 1969, Año 3, Núm. 2, pp. 14-16.