Once consejos a un turista ávido
Virgilio Piñera
Las guías y los guías para turistas: Las guías se “han puesto” tan exhaustivas, resultan tan insuficientes que a la postre acaban por aburrir al turista. El elemento “sorpresa” – ese imponderable sin el cual un viaje viene a ser la misma cosa latosa que el ir y venir de la oficina – ya no está al acecho del turista para salirle al paso. He ahí lo que sacamos con la perfectibilidad de las guías… Recuerdo que en la obligada visita a Versailles uno de ellos, con su monótono relato del arresto del príncipe de Rohan en ocasión del affaire del Collar, me hizo salir disparado de la antecámara donde estábamos amontonados como carneros en el degolladero.
Dando el salto, yo aconsejaría al turista que nos honrara con su visita, evitar en lo posible a los guías y a las guías. Es de sobra sabido que nadie se pierde en una ciudad, y encima de no perderse encuentra lo que busca, y por añadidura se encuentra a sí mismo. En Venecia, como llegué de noche y como tenía “mi” guía, no me quedó otro remedio que leerme una descripción pormenorizada del Palacio Ducal. Pues bien, cuando a la mañana siguiente me dispuse a visitarlo sentí unas ganas tremendas de verlo convertido en escombros. En cambio, como no había leído una línea sobre la iglesia Dei Frari, me sentí un descubridor y gocé de lo lindo.
La Habana aproximada: Nunca se llega a saber del todo cómo es una ciudad; es la misma cosa que para el ser humano: nunca acabamos de entenderlo por sus cuatro costados. Por supuesto, el contenido de la ciudad es perfectamente enumerable, esto es, calles, plazas, edificación, laberintos, etc. Pero ¿y el continente? ¿Es sólo el siglo XX o superposiciones de otros siglos? ¿Es tan sólo el cuadrículo de la ciudad u otro cuadrículo que nuestras impresiones superponen? ¿Y qué hay con la ciudad invisible, metida, encajada, en la ciudad descripta minuciosamente en la guía? Los relatos menos concordantes son aquellos que se ocupan de la descripción de una ciudad. Entendámonos: todos ellos concuerdan en la ubicación de la Torre Eiffel o en el aspecto actual del Ponte Vecchio, pero de ahí a ponerse de acuerdo sobre cómo son París y Florencia hay todo un mar tenebroso de aproximaciones.
Es por ello que propongo al turista que nos visite, una Habana aproximativa. Empezaré, pues, por decirle que yo no sé del todo cómo es mi ciudad. Aquí se interpone un nudo gordiano: como soy parte de la ciudad, islote perdido en su conjunto, por tanto irreconocible, no me es dable aprehenderla, lo cual si fuese posible me llevaría a su cabal conocimiento. Paralelamente, la ciudad es parte de mi ser, es decir misterio ambulante que me perseguirá hasta la muerte con sus crueles enigmas. Y es en este laberinto que nos perdemos, a pesar de sabernos de memoria, palmo a palmo el contenido de La Habana.
Ahora, ya cortados estos cabellos en cuatro, atengámonos – ¡oh, infaustos dioses que olvidasteis en nuestras cunas regalarnos con la facultad adivinatoria! – a lo aproximativo. Pues bien. La Habana parece ser estimulante. Al menos en esto están de acuerdo los viajeros que se han venido sucediendo desde el siglo XVII. Y estimulante, ¿en qué sentido? Pues en el sentido de los sentidos: juntos los cinco en una ronda frenética. La Habana es altamente apta para gustarla, verla, oírla, tocarla y olfatearla. En espera de hacerlo también Palas Atenea La Habana es, por el momento, Venus Afrodita. Pero apartemos en seguida del ánimo del lector cualquier impresión de erotismo barato. La sensualidad de nuestra ciudad pica más alto, mucho más alto que esa grotesca invitación al viajero recién desembarcado: “Mister, you want a woman?” Esto sería sólo una parte infinitesimal de la ecuménica sensualidad de La Habana. Si el turista quiere comprobarla por sí mismo, le propondría por ejemplo, un paseo, sobre las diez de la mañana. ¿Por dónde? Elección difícil por cuanto aquí todo cobra fisonomía de fiesta. Sin embargo, yo elegiría para nuestro turista la calle, llamada en otro tiempo de la Muralla y hoy simplemente Muralla. Esta calle, que nace en el puerto y termina en la antigua plazoleta de las Ursulinas, que sólo tiene una extensión aproximada de diez cuadras, que es tan estrecha como la más estrecha calle de cualquier ciudad europea, esta calle, digo, puede ser comparada en vitalidad y tumulto y quizás si sobrepujándolas a Times Square o a la Rue de la Paix. Antes de entrar en tan delicioso infierno (valga la contradicción) yo aconsejaría al viajero zambullirse por unos minutos en ese remanso del pasado que recibe el nombre de Plaza de San Juan de Dios, uno de cuyos lados lo forma precisamente nuestra calle. Esta plaza, una de las más vetustas de La Habana fue en otro tiempo mercado para la venta de esclavos. Hoy su mutación es tan radical que bajo sus cimientos se ha construido un parqueo para autos y encima un parque de diversiones para niños. Pero tales afeamientos no impiden que la plaza, circundada toda ella de casas coloniales, siga respirando pasado y sea como un oasis en el tumulto que se nos viene encima. Y ahí lo tenemos: ya hemos enfilado la calle y ya también comienzan nuestros sentidos a reaccionar al estímulo: carretillas conteniendo los más diversos productos – desde hierros viejos hasta flores y todo lo que la herborística tropical pueda ofrecer de más asombroso – se alinean por cuadras y cuadras. Pero estas carretillas, como es de suponer, tienen su vendedor, es decir su vendedor a voz en cuello, que se desgañita, que se ríe, que es camelador, con el chiste a flor de labios, listo para la explosión como un cohete o acaso con el poder expansivo de una bomba atómica. Pero además, este vendedor tiene un ojo puesto en su mercancía y en el probable marchante, y el otro ojo lo tiene puesto en las mujeres que pasan. De ahí que entre dos pregonamientos de su mercancía escuchemos, tal una antiestrofa, el piropo obligado, subido de color, de un realismo muy cubano y que a pesar de todo es perfectamente asimilado por la homenajeada. Porque el hombre cubano no piropea sin fundamento: por el contrario responde a un estímulo – ¡y qué estímulo –: no es sólo una simple mujer lo que se le pone por delante, es también una suma de movimientos acompasados, de miradas prometedoras, de sonrisas animadoras, es decir sentidos de la una despertando los sentidos del otro hasta que se produce la ignición. Y encima de todo esto, como si ya la calle no estuviera lo bastante “agitada”, he ahí la música saliendo de las victrolas como las serpientes del cesto del encantador. Pero también en lo musical los sentidos tienen su parte. No es música para la meditación, tampoco para la remembranza y mucho menos para la catarsis del ser: es, por el contrario, música para llevar los sentidos a su máxima excitabilidad. Y cuando el turista llega al final de Muralla, los suyos, sus sentidos, están masivamente estimulados y le parece que la vida es eterna, que el pecado no existe, que las guerras de nervios y las frías son una mentira, que “la realidad es nacer y morir” que “no hay que llenarse de tanta ansiedad” y que “a mí me matan pero yo gozo”…
Pero después de esta orgía de los sentidos al turista le gustaría ver unas cuantas piedras venerables. La Habana las tiene, y aunque no sean de las proporciones y la riqueza de las de Méjico o de Lima, con todo son venerables y procuran ampliamente esa sensación, ese olor a pasado metido en el presente como una advertencia. Sugeriría a nuestro viajero que las contemplase de noche. Lo que se conoce con el nombre de Habana Vieja, por un contrasentido bien explicable, es presente y sólo presente durante las horas del día. Ningún palacio, ninguna fortaleza colonial se ha movido de su sitio, pero implicados el uno y la otra en el presente tumultuario del día apenas si son visibles, apenas si percibimos su pasado, están como enmascarados con la piel, con los gritos, con los problemas y las mil incidencias de la jornada diurna. En cambio, de noche se han quedado solas, apenas si una u otra gente pasa ante ellas, y entonces el turista puede acercarse a estas piedras venerables en la seguridad de ser entendido.
Como con los monumentos ocurre igual que con las antologías, es decir, que cada cual tiene sus preferencias, yo diré las mías al viajero que nos visite: que se llegue primero a la Plaza de Armas, de serle posible después de la medianoche. Hasta esa hora el encantamiento (en el sentido de los encantamientos del Viernes Santo, de Wagner) no surtiría sus efectos. Hasta esa hora hay música de un bar vecino, hay mamás y niños que se demoran inexplicablemente sobre los bancos. En cambio, hacia la una de la madrugada ya la Plaza de Armas es, como se dice, un cementerio. Pero un cementerio que se animará mágicamente ante la vista del viajero. Por dos de sus lados la Plaza está circundada por el Palacio de los Capitanes Generales y por el Palacio llamado del Segundo Cabo. Entonces, como si esto fuera poco tenemos el remedo discreto de un templo griego en lo que se llama El Templete, lugar donde se dijo la primera misa en esta San Cristóbal de La Habana. Y por el lado restante se asoman tímidas dos casas coloniales de bellísima factura. Ahora bien, [si] el viajero tuerce a la derecha del Palacio de los Capitanes Generales desembocará en la célebre Plaza de la Catedral, rodeada toda ella por severos palacios del XVIII. Claro que hay algunas máculas en estas piedras venerables. Por ejemplo, en el portal de la catedral han colocado en hornacinas dos horribles estatuas, una de las cuales me parece que es la efigie del Descubridor; también en la Plaza de Armas se ha substituido la estatua de Fernando VII(1) por una horrible estatua de nuestro Padre de la Patria. Me parece una excelente idea haber puesto a Carlos Manuel de Céspedes en el sitio dejado por Fernando VII, pero lo que sí no me parece acertado es la factura del monumento. Pero estas fealdades no quitan un adarme a la belleza de esas piedras, y ya el turista sabrá, si es inteligente, separar el mármol de la ganga. Pues si ya visto la Plaza de la Catedral le aconsejo se dé un salto hasta el Palacio de la Condesa de Merlín o donde vivió la condesa, para el caso es lo mismo. Y como ya está decidido a trasnochar puede llegarse, para completar su expedición palaciega hasta el imponente Palacio de Aldama, sito en la Plaza de la Fraternidad. Este Palacio es la culminación, podríamos decir la exasperación de los millonarios cubanos del siglo pasado. Es un palacio de tipo italiano, con una columnata, que salvando las distancias se me antoja tan bella como la del Bernini en San Pedro. De ahí, y para terminar triunfalmente le sugiero volver sobre sus pasos y terminar la noche junto a la fortaleza o castillo llamado de La Fuerza, y mirar desde él las macizas murallas del Morro y de la Cabaña. Así lo sorprenderán las primeras luces del día y un nuevo ciclo de sus días habaneros comenzará, con estimulación de sus sentidos y nueva preparación espiritual para las horas nocturnas. Y si no quiere volver a las piedras venerables, si quiere, por el contrario, que sus sentidos continúen en tensión le aconsejo lo que se llama, como en todas las ciudades del mundo, “la vida nocturna” de La Habana. Pero esto es capítulo aparte. Alguien, indicado para ello lo transportará hasta esos lugares de expansión.
Lunes de Revolución, Lunes 21 de diciembre de 1959, pp.20-21.
Nota
1. Felipe VII, en el original. Se trata, obviamente, de un error.