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El barco ebrio
Porque la semilla no muere: homenaje a André Gide (1863 - 1951)

Resumen biográfico

     André Gide nació el 22 de noviembre de 1869 en París, en una familia protestante. Más tarde cursó estudios en la Ecole Alsacienne y en el instituto Henri IV. En su primer libro, Los cuadernos de Andre Walter (1891), Gide describió el religioso y romántico idealismo de un desgraciado joven. Andrι Gide en Biskra (1893)Por esa obra se le consideró simbolista, pero hacia 1894 comenzó a desarrollar un estilo personal y propio. En Los alimentos terrestres (1897) defendió la doctrina del hedonismo activo. A partir de ese momento, sus obras estuvieron dedicadas a examinar los problemas de la libertad individual y de la responsabilidad, desde distintos puntos de vista. El inmoralista (1902) y La puerta estrecha (1909) son estudios acerca de los conceptos éticos individuales en conflicto con la moralidad convencional. Los sótanos del Vaticano, en la cual Gide ridiculizó la posibilidad de la independencia personal completa, apareció en 1914 y fue el primero de sus trabajos atacado por anticlerical. El idílico La sinfonía pastoral (1919) trata del amor y la responsabilidad, y refleja los dilemas morales a los que se enfrentaba el autor en su vida privada. Gide examinó los problemas de la adolescencia y de las familias de clase media en Si la semilla no muere (1920) y en la popular novela acerca de la juventud parisina, Los falsos monederos (1925). 
     La preocupación de Gide sobre la responsabilidad moral individual le llevó a ocupar cargos públicos. Después de haber ocupado puestos municipales en Normandía, se convirtió en enviado especial del ministerio para las Colonias en 1925-1926 y escribió dos libros en los cuales describía la situación en las colonias francesas de Africa. Mediante estos reportajes, Viaje al Congo (1928) y Regreso de Chad (1928), pretendía inducir a que se llevaran a cabo reformas en la ley colonial francesa que se estaba preparando. A principios de la década de 1930, Gide había expresado su admiración y sus esperanzas acerca del proyecto comunista de la Unión Soviética, pero tras un viaje allí, dejó ver su desilusión en Regreso de la URSS (1936). Muchos de los estudios críticos de Gide aparecieron en La Nouvelle Revue Française, una revista literaria que contribuyó a fundar en 1909 y que se convirtió en una publicación de gran influencia entre los círculos intelectuales franceses. Estos ensayos críticos eran, sobre todo, un análisis acerca de la psicología de los artistas. Además de escribir las obras teatrales en verso Le Roi Candaule (1901) y Saul (1903), Gide tradujo al francés Antonio y Cleopatra y Hamlet, de Shakespeare. La publicación de su Diario (4 volúmenes, 1939-1951), despertó el interés de la crítica en todo el mundo. Gide recibió el premio Nobel de Literatura en 1947. Murió el 19 de febrero de 1951, en París.

Testimonios

Truman Capote

"Debe haber sido en la primavera de 1950 o de 1951, puesto que he perdido mis cuadernos de notas en los que detallé esos dos años. Fue en un cálido día a fines de febrero, cuando es primavera en Sicilia, y yo estaba hablándole a un hombre muy viejo de cara mongola que Ilevaba un Borsalino de terciopelo negro y, a pesar del clima templado, y el aire oloroso a almendros en flor, una pesada capaTruman Capote, en su casa en New Orleans negra.
Ese viejo era André Gide, y estábamos sentados en un malecón frente a las cambiantes profundidades azules del agua vieja.
Pasó el cartero -- un amigo mío -- y me entregó varias cartas, una de ellas conteniendo un artículo literario sobre mí, y bastante inamistoso (por supuesto, de haber sido amistoso nadie lo habría enviado).
Luego de escucharme refunfuñar un poco por el artículo, y por la naturaleza malsana de la mente crítica, el gran maestro francés se encorvó, bajó los hombros como una vieja sabia .... debemos decir aura?, y dijo, 'Ah, bien. Tenga en mente un proverbio árabe: "Los perros ladran, pero la caravana continúa'."

     Este fragmento está tomado -- y traducido -- del libro de Truman Capote The Dogs Bark (New American Library, a Plume book: 1977 ).
 

Jean Cocteau

1.

Yo había acabado de publicar, en 1926, Le Cog et l'Arlequin. Gide se ofendió. Tenía miedo de que los jóvenes se alejaran de su programa y perdiese votantes. Me llamó a su presencia igual que lo Jean Cocteauharía un maestro de escuela con un estudiante recalcitrante y me leyó una carta abierta que estaba dirigida a mí.
He recibido unas pocas cartas abiertas. En la de Gide yo era descrito como una ardilla, y Gide mismo era presentado como un oso al pie de un árbol. Yo saltaba de un lugar a otro, y de una rama a la otra. En pocas palabras, yo estaba siendo reprendido, y públicamente. Le dije que me proponía responder a su carta abierta. Resopló, estuvo de acuerdo, y me dijo que nada era más rico o más instructivo que tales intercambios.
No hay ni que decir que Jacques Riviere se negó a publicar mi respuesta en la Nouvelle Revue Francaise, donde Gide había publicado su carta. Confieso que la mía era severa. Gide no tenía nada que sacar de mi respuesta, excepto responderla a su vez, que fue lo que hizo. Le encantaban las notas y las contranotas, y las respuestas a las respuestas. Replicó a la mía en Ecrits Nouveaux, que ya había impreso.
Confieso que no la leí. Quise protegerme a mí mismo contra una acción refleja, y contra un aterrador diluvio de cartas abiertas. Pasó el tiempo. Llegaron Montparnasse y el Cubismo. Gide se mantuvo fuera del camino. Él podía olvidar las ofensas, especialmente las que escribía él. Me telefoneó y me pidió hacerme cargo de... digamos, Olivier. Su discípulo Olivier se aburría con los libros de la biblioteca de Gide. Le presenté a los cubistas, la nueva música, el circo, y le encantaron las bandas, los acróbatas, los payasos.
Fui cauteloso al cumplir el encargo. Conocía a Gide y sus celos casi femeninos. Al joven Olivier lo divertía irritar a Gide al constantemente cantar mis elogios, al declarar que apenas se separó de mi lado, y que se sabía Potomak de memoria. No supe esto hasta 1942, justo antes de salir para Egipto. Gide me lo confesó y me dijo que quería matarme (sic). Fue debido a esta historia que trató de atacarme en su diario. Esa fue, al menos, la razón que él dio.
No dijo lo que me costó convencerlo para que leyera a Proust. Lo llamaba un escritor de sociedad. Gide estaba, sin dudas, molesto conmigo por haberlo convencido cuando ya la apretada caligrafía de Proust aparecía por todas partes en la Nouvelle Revue Francaise.
El día de la muerte de Proust, Gide me murmuró en Gallimard: "Todo cuanto tengo aquí ahora es un mero busto."
[...] [Gide] me recordaba esa caza infinita acosando a un animal aterrado. Él tenía el miedo de éste y los trucos de los otros. La manada y la presa se entretejían en él.
[...]
 

2 Jean Cocteau y Andre Gide

"Andre Gide, ese moralizador immoralista, un escritor favorecido con la sinceridad, pero al que le fue negada la imaginación, [fue] bastante criticado por Jean Cocteau, cuyos dones las traviesas musas habían invertido, haciendo de él, tanto en lo que tenía de hombre, como de artista, una criatura vastamente imaginativa, pero vivazmente insincero. Es interesante, entonces, que Gide pudiera haber creado la más precisa, y por esta razón la más simpatética, descripción de nuestro más viejo terrible niño.
Gide escribe en su diario; estamos en Agosto de 1914: 

'Jean Cocteau me había citado para un «té inglés» en la esquina de la Calle Ponthieu y la Avenida de Antin. No me agradaba verlo otra vez, a pesar de su extrema simpatía; pero es incapaz de seriedad y todos sus pensamientos, sus frases ingeniosas, sus sensaciones, todo ese extraordinario brillo de su charla habitual me resultaban chocantes, como un artículo de lujo exhibido en tiempo de hambruna y de luto. Viste casi como un soldado, y el latigazo de los acontecimientos le da muy buena cara; no renuncia a nada, y simplemente da un toque marcial a su petulancia. Cuando habla de las carnicerías de Mulhouse usa epítetos divertidos, mímicas; imita el llamado de la corneta, el silbido de los proyectiles. Luego, cambiando de asunto, pues ve que no me divierte, dice estar triste; quiere estar triste con la misma clase de tristeza que uno, y de pronto adopta el estado de ánimo de uno, y te lo explica. Entonces, habla de Blanche, imita a madame Mühlfeld, y habla de la señora, en la Cruz Roja, que gritaba en la escalera: «Me prometieron cincuenta hombres heridos para esta mañana; quiero mis cincuenta heridos». Mientras tanto, aplasta un pedazo de cake en su plato y lo come a bocadillos; de repente, sube la voz que adquiere extrañas inflexiones; ríe, se encorva y se inclina hacia uno y lo toca. Lo extraño es que creo que sería un buen soldado. Él lo afirma; y aún que sería valiente. Es tan despreocupado como un muchacho callejero; con él me siento torpe, pesado, apático.' 

En la primavera de 1950, en la plaza de un pueblo siciliano donde Gide estaba vacacionando (fue el último año de su vida), tuvo otro encuentro con Cocteau, un encuentro de despedida que el autor de estas notas observó. Gide acostumbraba a gastar la mañana en ensoñaciones, recostado mientras tomaba el sol de la plaza; allí se sentaba y sorbía de una botella con agua salada fresca que había traído del mar un mandarín sin vida, el cual se envolvía en una invernal capa negra de lana, y tenía un sombrero de fieltro con un borde oscuro que proyectaba una sombra a lo largo de su semblante fiero y severo: una clase de ídolo-santo que no hablaba, ni al que le hablaban, excepto en los casos de consultas ocasionales con los Ganymedes de la villa que atraían su atención. Entonces, una mañana Cocteau, jugando con una caña, daba una vuelta por la plaza e interrumpió las ensoñaciones del 'Il Vecchio' (como llamaban los mozalbetes al distinguido octogenario). Treinta y cuatros años habían pasado desde la época de la guerra del té y, no obstante, nada había alterado la actitud de uno hacia el otro. Cocteau estaba todavía deseoso de complacer; era aún la libélula de alas de arcoiris invitando al sapo, no meramente a admirarlo, sino quizá a devorarlo. Brincaba, su alegre cascabeleo competía con las campanas de los burros que pasaban tirando de los carretones; él esparcía los rayos de una amarga inteligencia que aguijoneaban como el sol siciliano; se mostraba efusivo, entusiasmado; acariciaba las rodillas del hombre, sus manos; apretaba sus hombros; besaba las resecas mejillas mongolas - no, nada despertaría a Il Vecchio: como si su estómago se revolviera, con solo pensar en digerir semejante pienso coloreado y elaborado, Gide permaneció en su sitio a la manera de un sapo sin hambre sobre una fronda espinosa; hasta que al fin graznó: 'Estáte quieto. Estás perturbando la vista.'

Muy cierto: Cocteau estaba perturbando la vista. Lo había estado haciendo desde su debut como prodigio fumador de opio a los diecisiete años. Por más de cuatro décadas este eterno jugador ha dirigido un vaudeville de diversión para todos, con muchos llamativos cambios de disfraz: poeta, novelista, dramaturgo, periodista, diseñador, pintor, inventor de ballets, cineasta, conversador profesional. La mayoría de estos trajes le han asentado bien; brillantemente, unos pocos. Pero es en este disfraz de agente catalizador que él ha sido más capaz: como innovador para, y como propagandista de, las ideas y los dones de otros hombres - de Radiguet a Genet; de Satie a Auric; de Picasso a Berard; de Worth a Dior. Cocteau ha vivido absolutamente dentro de su tiempo y, más que ningún otro, formó el gusto francés en el presente siglo. Es la afinidad de Cocteau con su propia época, su preocupación exclusiva con lo moderno, lo que está en la raíz de la aversión que le profesaba Il Vecchio. "No busco ser de mi época; busco desbordarla," fue la declarada ambición de Gide; también una encomiable. Pero, ¿no es posible que un hombre que ha animado tanto nuestro hoy, llegue al menos -- si no lo desborda -- al mañana de alguien?

The first excerpt is taken from Cocteau's book Souvenir Portraits (Paragon House, 1990)
 

Jean Paul Sartre

     Lo creyeron sagrado y embalsamado. Él muere, y ellos descubren cuán vivo sigue. La vergüenza y el resentimiento aparecen por entre las coronas del funeral que a regañadientes trenzaron para él, sólo para mostrar que él disgusta y que seguirá disgustando por un largo tiempo aún por venir.
Se las arregló para concitar contra él la unión de los reaccionarios de la Derecha y de la Izquierda, yJean Paul Sartre bien podemos imaginar la alegría de unas pocas momias augustas cuando lloriquean: 'Gracias, Señor: Puesto que yo estoy vivo, es él quien debe haberse equivocado.' Basta leer en L'Humanite -- 'Un cadáver acaba de morir' -- para comprender cuán pesadamente este hombre de ochenta y cuatro años, que apenas volvió a escribir, pesa en la escritura de hoy. 
     El pensamiento tiene su propia geografía. Así como un francés, dondequiera que vaya, no puede dar un paso sin también dibujar más cerca o más lejos de Francia, del mismo modo, cada movimiento de la mente o nos aproxima, o nos aleja más, de Gide. Su claridad, su lucidez, su racionalismo, su rechazo del pathos, les permitieron a otros arriesgar el pensamiento en áreas más oscuras e inciertas. Ellos sabían, mientras emprendían sus viajes de descubrimiento, que una luminosa inteligencia conservaba los derechos del análisis, de la pureza, de una cierta tradición; de haber ellos naufragado, la mente no habría zozobrado con ellos. Todo el pensamiento francés de los últimos treinta años, se quiera o no, y sin que importe que sus coordenadas puedan haber estado en otra parte -- Marx, Hegel, Kierkegaard -- debe también ser definido con relación a Gide. 
     En lo que a mí toca, estaba demasiado furioso por las reservas mentales, la hipocresía, y para no afectar palabras, con la repulsiva fetidez de los obituarios que se le dedicaron, para soñar siquiera con enfatizar aquí las cosas que nos separaban de él. Es mucho mejor recordar los inapreciables regalosto que nos obsequió.
     He leído, de la pluma de sus contemporáneos -- cuya desfachatez nunca me ha sorprendido -- que "él vivió peligrosamente envuelto en una camiseta de franela de tres capas." ¡Qué estúpido desprecio! Estas timoratas criaturas han inventado una extraña defensa contra la audacia de otros. No se dignan reconocerlo a menos que se manifieste en cada esfera. Le habrían perdonado a Gide haber arriesgado sus ideas y su reputación si también hubiera arriesgado su vida, o para ser más específico, si hubiera afrontado la neumonía. Pretenden no saber que hay variedades de coraje, y que ellas difieren de acuerdo con la gente.
     Bien, es verdad. Gide era cuidadoso, pesaba sus palabras, dudaba antes de firmar nada, y si estaba interesado en un movimiento de ideas o de opiniones, lo arreglaba de tal manera que su adherencia era sólo condicional, de modo que podía permanecer al margen, siempre preparado para la retirada. Pero ese mismo hombre se atrevió a publicar la profesión de fe de un Corydon y la acusación del Viaje al Congo. Tuvo el coraje de aliarse a la Unión Soviética cuando hacerlo era peligroso, y más aún, tuvo el coraje de retractarse públicamente cuando sintió, con razón o sin ella, que se había equivocado. Quizá sea esta mezcla de prudencia y atrevimiento lo que lo hace ejemplar. Sólo es estimable la generosidad en quienes conocen el costo de las cosas, y de manera similar, nada es más propenso a conmovernos que una deliberada temeridad. Escrito por un tonto irresponsable, Corydon habría sido reducido a la materia de la moral. Pero cuando su autor es este chino ladino que lo sopesa todo, el libro se vuelve un manifiesto, un testimonio cuya significación va más allá del escándalo que provocó. Esta cautelosa audacia debería ser una "Regla guía para la mente": retén el juicio hasta que la evidencia sea presentada, y cuando estés convencido, accede a pagar por ello hasta el último centavo. 
     Coraje y prudencia. Esta mezcla bien medida explica la tensión interior de su obra. El arte de Gide apunta a establecer un compromiso entre el riesgo y la regla; en él se dan la ley protestante balanceada y la inconformidad del homosexual, el arrogante individualismo del burgués rico y el gusto puritano por la restricción social, una cierta sequedad, una dificultad en la comunicación, y un humanismo que es cristiano en su origen, una fuerte sensualidad que quisiera ser inocente; la observancia de la regla va unida en él a la búsqueda de la espontaneidad. Este juego de contrapesos está en la raíz del inestimable servicio que Gide le ha hecho a la literatura contemporánea. Fue él quien la alzó del usado surco del simbolismo. La segunda generación de simbolistas estaba convencida de que el escritor sólo podía tratar, sin perder la dignidad, un pequeño número de asuntos, todos muy elevados, pero que dentro de estos asuntos bien definidos él podía expresarse a sí mismo de la manera que más le gustara. Gide nos liberó de este naif chosisme(1): nos enseñó o nos reenseñó que todo podía ser dicho -- ésta es su audacia -- pero en conformidad con las reglas específicas de la buena expresión -- ésta es su prudencia.
     De esta prudente audacia arrancan sus perpetuos cambios, su vacilación desde un extremo al otro, su pasión por la objetividad -- uno incluso debería decir su "objetivismo," muy burgués, lo admito -- lo cual hasta lo hizo parecer Acertado en el campo del enemigo, y causó su excesiva fascinación con la opinión de los otros. No mantengo que hoy podamos sacar provecho de estas actitudes, pero le permitieron a él hacer de su vida un experimento rigurosamente conducido, y uno que podemos asimilar sin ninguna preparación. En una palabra, vivió sus ideas, y una por encima de cualquier otra -- la muerte de Dios. No puedo creer que ni una sola de las personas devotas de hoy haya llegado al cristianismo por los argumentos de San Bonaventura o de San Anselmo. Pero tampoco creo que ni uno sólo de los no creyentes se haya alejado de la fe por los argumentos de los contrarios. El problema de Dios es un problema humano que concierne a las relaciones entre los hombres. Es un problema que cada hombre soluciona con su vida entera, y la solución que uno trae refleja la actitud hacia otros hombres y hacia uno mismo que uno ha escogido. Lo más precioso que nos da Gide es su decisión de vivir hasta el final la agonía y la muerte de Dios. Él muy bien pudo haber hecho lo que otros hicieron, y jugar así sus conceptos, decidirse por la fe o el ateísmo a los veinte años, y afincarse a ello por el resto de su vida. En lugar de ello, él quiso poner a prueba su relación con la religión, y la dialéctica viva que lo condujo al ateísmo es un viaje que puede repetirse después de él, pero no acordado por los conceptos y las nociones. Sus interminables discusiones con los católicos, sus efusividades religiosas, sus retornos a la ironía, sus flirteos, sus repentinos arranques, sus progresos, sus parálisis, sus recaídas, la ambigüedad de la palabra "Dios" en sus obras, su negativa a ambonarlo a Él, aún cuando creía sólo en el hombre, todo este riguroso experimento finalmente ha hecho más para iluminarnos que lo que hubieran podido hacerlo un centenar de pruebas. Vivió una vida para nosotros que se puede revivir en la lectura de sus libros. Nos permite evitar las trampas en las que él ha caído, o salir de ellas como él lo hizo. Los adversarios a quienes él desacreditó ante nuestros ojos -- aunque sólo fuese a través de la publicación de su correspondencia con ellos -- ya no nos seducen. Cada verdad, dice Hegel, se ha vuelto eso que ella es. A menudo lo olvidamos; vemos el destino final, no el itinerario; tomamos la idea como producto terminado, sin comprender que ella es sólo su lenta maduración, una necesaria secuencia de errores corrigiéndose a sí mismos, de parciales opiniones que son completadas y extendidas. Gide es un ejemplo irremplazable porque escogió, por el contrario, volverse su propia verdad. Escogido en abstracto, a los veinte años, su ateísmo habría parecido falso. Lentamente ganado, coronando la búsqueda de medio siglo, este ateísmo deviene su concreta verdad y la nuestra. Espezando desde aquí, los hombres de hoy son capaces de devenir nuevas verdades. 
 

1chosisme: Es una palabra creada por el propio Sartre para designar la regla de la cosa (chose) o la tiranía del asunto-materia. 

This essay, "The Living Gide" is taken from Gide, A Collection of Critical Essays (Prentice Hall, 1970)
 

Diario de André Gide

Fragmentos

1889

28 de febrero   (p. 71-3)

     ¡Qué no daría yo por saber si otros, si aquellos a los que amo han sufrido como yo de la obsesión de la carne!
     No puedo creerlo, me parece que lo vería en sus ojos; y además no hablarían de esas cosas con Enrique Martνnez Celaya: Quiet Night (Ocean), 1999semejante ligereza: por mi parte no me atrevo a hablar de ellas y algunos por ese motivo me creen pudibundo, pues si hablara de ellas tendría demasiado que decir, y no podría hacerlo en son de burla como veo que todos ellos hacen: no, no saben lo que es.
     No conocen esas luchas que renacen sin cesar, esas luchas tan agotadoras, que incluso cuando sale uno de ellas vencedor, le dejan roto. Pero qué orgullo en el triunfo de la victoria, y la dulzura de estima que uno solo conoce y la alegría de decirse: «Salvado un día más». Alegría infantil de la meta propuesta, alcanzada laboriosamente, cuatro días, cinco... a veces una semana, la alegría radiante de la pureza reconquistada.
     Y eso sin tregua, todos los meses, todos los años, sin siquiera la esperanza de que cese... ¡pues no son precisamente fáciles victorias!
     Por eso en mi libro me gustaría decir por fin todo lo que me llena el corazón, contarme a mí mismo (peor para ellos si no lo comprenden) todas mis luchas, todas mis angustias, mis caídas tan profundas, que me parecía que ninguna vergüenza igualaba la mía y que el enorme grito de Pablo «¡Miserable de mí! ¡Quién me librará de este cuerpo de muerte!» no sería nada comparado con el que yo habría querido arrojar al cielo. Querría flagelar con todas mis fuerzas a los que se ríen de la castidad como de una tontería, a los que se burlan de la virtud como de una debilidad y creen que un libertino tiene más carácter que un monje; querría gritarles las agonías de fiebre cuando se encierra uno en su cuarto para huir del demonio que le persigue, pero que por mucho que se encierre no le deja en paz y se instala a su lado, le observa, le tienta, le inflama, le deja estupefacto, de modo que sale uno de esas luchas como muerto, jadeante, desposeído. Y cuando durante todo ese tiempo se piensa que los demás van al placer sin deseo, se piensa en ¡cuánto darían ellos por sentir hasta el más leve escalofrío de fiebre, y que uno de ese temblor muere, que le consume a uno hasta el corazón! [...]

Hojas de ruta (1895 – 1896)

Roma, 16 de enero  (p. 100 – 101)

     Oscar Wilde es el único poeta moderno que me haya interesado como otra cosa que como autorOscar Wilde, foto dedicada a Gide (diciembre, 1891) de versos. Absurda teoría la que se inventó en Francia siguiendo a Gautier y Flaubert, según la cual hay que separar la obra del hombre, como si la obra se adhiriese al hombre al modo de un postizo, como si todo lo que está en la obra no estuviera antes en el hombre, como si la vida del hombre no fuera el sostén de sus obras, su primera obra. Qué estupidez, querer excusar la existencia de Wilde por sus obras; su vida es más importante que sus obras: «He puesto mi genio en mi vida, -me decía –, y no he puesto más que mi talento en mis obras; lo sé, y ése es el gran drama de mi vida».
 

1902

27 de marzo (p. 111)

     Que más tarde, un joven de mi edad y de mi valor se sienta, al leerme, emocionado y rehecho como me siento yo todavía a los treinta años leyendo los Recuerdos de egotismo de Stendhal: no tengo otra ambición. Por lo menos es lo que me parece al leerlos.

1912

19 de diciembre (176 – 77)

     Visita a Paul Claudel ayer, en casa de su hermana. Gran cordialidad de su acogida. Entro enseguida en el cuartito que ocupa y que domina, desde el fondo de la alcoba, un crucifijo.
     Paul Glaudel está más macizo, más ancho que nunca; diríase que se lo ve reflejado en un espejo Paul Claudeldeformante; ni cuello, ni frente; parece un martillo pilón. Pronto sale a colación Rimbaud, cuyo volumen de obras completas prologado por él, que acaba de salir en el Mercure, está sobre la mesa. Tuvo recientemente ocasión de hablar con no sé qué empleado o representante comercial que, durante bastante tiempo, había podido frecuentar a Rimbaud en Dakar o en Adén; que lo describía como un ser absolutamente insignificante que se pasaba el día entero fumando, agachado a la manera oriental, y contando, cuando alguien le iba a ver, necias historias de portera, y, de vez en cuando, poniéndose la mano delante de la boca mientras reía con una especie de risa interior de idiota. En Adén salía a pleno sol con la cabeza descubierta, a unas horas en que el sol sobre la nuca produce el efecto de un garrotazo. En Dakar vivía con una mujer del país, con la que tuvo un niño o al menos un aborto, «lo que basta para anular (dice Claudel) las imputaciones de vicio nefando que aún hoy se asocian a veces a su nombre; pues, si hubiera tenido ese vicio (del que, al parecer, es dificilísimo curarse), no hace falta decir que lo habría conservado en ese país en el que es aceptado y facilitado hasta el punto de que todos los oficiales, sin excepción, viven abiertamente con su boy».
     Al reprocharle yo que en su estudio haya escamoteado la vertiente feroz del carácter de Rimbaud, dice que no ha querido describir más que al Rimbaud de la Temporada en el infierno; en el que debía desembocar el autor de las Iluminaciones. Viéndonos arrastrados por un momento a hablar de sus relaciones con Verlaine, Claudel, con la mirada ausente, toca un rosario que hay encima de la chimenea, en una copa.
     Habla de pintura con exageración y estulticia. Sus palabras son un flujo continuo que ninguna objeción, que ninguna interrogación incluso, detiene. Toda otra opinión que la suya no tiene razón de ser ni casi disculpa a sus ojos. [...]

1917

30 de octubre  (p. 235 – 236)

     Nunca había aspirado menos al reposo. Nunca me había sentido tan exaltado por ese exceso deAndrι Gide, joven las pasiones que según Bossuet es patrimonio de la juventud, en ese admirable Panegírico de san Bernardo que releía esta mañana. La edad no consigue vaciar ni la voluptuosidad de su atractivo, ni el mundo entero, de su encanto. Por el contrario, a los veinte años las cosas me asqueaban más fácilmente, y estaba menos contento de la vida. Mis abrazos eran más tímidos; respiraba menos fuerte, y me sentía menos amado. Quizá era también que deseaba la melancolía; aún no había entendido la superior belleza de la felicidad.

16 de noviembre

     El pensamiento de la muerte me persigue con una obstinación singular. A cada gesto que hago, calculo: ¿cuántas veces ya? Me pregunto: ¿cuántas veces todavía? y siento, lleno de desesperación, precipitarse la revolución del año. Es también que al comprobar cómo a mi alrededor el agua se retira, mi sed aumenta, y me siento tanto más joven cuanto menos tiempo me queda para sentirlo.

Cuverville, 30 de noviembre

     Mi alegría tiene algo salvaje, fiero, en ruptura con toda decencia, toda conveniencia, toda ley. Por ella regreso al balbuceo de la infancia, pues no presenta a mi espíritu sino novedad. Necesito inventarlo todo, palabras y gestos; nada del pasado satisface ya mi amor. Todo en mí se abre, se asombra; me late el corazón; una sobreabundancia de vida me sube a la garganta como un sollozo. Ya no sé nada; es una vehemencia sin recuerdos y sin arrugas...

1921

14 de mayo (p. 254 – 55)

     Ayer pasé con Proust una hora. Desde hace cuatro días envía todas las tardes un automóvil a recogerme, pero todas las tardes yo había salido... Ayer, como precisamente yo le había dicho que no creía que fuera a estar libre, él estaba a punto de salir, y había aceptado una cita fuera de casa. Dice que hacía tiempo que no se levantaba. Aunque, en la habitación donde me recibe, se ahoga uno, él está tiritando; acaba de salir de otra mucho más caliente en la que sudaba la gota gorda; se queja de que su vida no es más que una lenta agonía, y aunque se había puesto, desde mi llegada, a hablarme del uranismo, se interrumpe para preguntarme si puedo darle algunas aclaraciones sobre la enseñanza del Evangelio, del cual no sé quién le ha dicho que hablo particularmente bien. Espera hallar en él algún apoyo y alivio a sus males, que me describe largamente como atroces. Está gordo, o mejor dicho, hinchado; me recuerda un poco a Jean Lorrain (1). Le entrego un ejemplar de CorydonCharles Baudelairedel que me promete no hablar a nadie; y cuando le digo algunas palabras sobre mis Memorias, exclama: «Puede usted contarlo todo; pero a condición de no decir nunca: Yo». Consejo que no me sirve.
     Lejos de negar o de esconder su uranismo, lo expone, y casi podría decir: se jacta de él. Dice no haber amado nunca a las mujeres más que espiritualmente y no haber conocido nunca el amor más que con hombres. Su conversación, atravesada sin cesar por observaciones incidentales, discurre sin
ilación. Me comunica su convicción de que Baudelaire era uranista:
     -La manera como habla de Lesbos, y sin ir más lejos, la necesidad de hablar de ello, bastarían para convencerme. –Y al protestar yo:
     -En todo caso, si era uranista, lo era sin darse cuenta o casi; no puede usted pensar que haya practicado jamás...
     – ¡Cómo! -exclama él –. Estoy convencido de lo contrario; ¿cómo puede usted dudar que practicase?, ¡él, Baudelaire!
     Y, en el tono de su voz, parece que mis dudas sean una injuria a Baudelaire. Pero estoy dispuesto a creer que tiene razón; y que los uranistas son aún un poco más numerosos de lo que creía en un principio. En todo caso no suponía que Proust lo fuera de forma tan exclusiva.

1921 – 1922 

26 de diciembre (p. 260 – 61)

     Se ha dicho que persigo mi juventud. Es verdad. Y no sólo la mía. Más aún que la belleza, la juventud me atrae, y de modo irresistible. Creo que la verdad está en ella; creo que tiene siempre razón contra nosotros. Creo que, lejos de intentar instruirla, es en ella donde nosotros, los mayores,joven debemos buscar instrucción. Ybien sé que lajuventud es capaz de errores; sé que nuestro papel es prevenirlos lo mejor que podamos; pero creo que a menudo, intentando preservar la juventud, la impedimos. Creo que cada generación nueva llega cargada de un mensaje y debe entregarlo; nuestro papel es ayudarla a que lo entregue. Creo que lo que se llama «experiencia» no es a menudo más que fatiga inconfesada, resignación, sinsabor. Creo verdadera, trágicamente verdadera, esta frase de Alfred de Vigny, que parece sencilla sólo cuando se la cita sin comprenderla: «Una hermosa vida es un pensamiento de juventud realizado en la edad madura». Poco me importa por lo demás que el mismo Vigny no haya visto quizá en ella toda la significación que yo le doy; es una frase que hago mía.
     Muy pocos de entre mis contemporáneos han permanecido fieles a su juventud. Casi todos han transigido. Es lo que llaman «dejarse instruir por la vida». Han renegado de la verdad que habitaba en ellos. Las verdades prestadas son aquellas a las que la gente se agarra con más fuerza, tanto más cuanto que son extrañas a nuestro ser íntimo. Se necesita mucha más precaución para entregar nuestro mensaje, mucha más audacia y prudencia, que para adherimos y añadir nuestra voz a un partido ya constituido. De ahí esa acusación de indecisión, de incertidumbre, que algunos me arrojan a la cabeza, precisamente porque he creído que es ante todo a uno mismo a lo que hay que permanecer fiel.
 

1924

19 de junio (p. 272 – 273)

     Me voy a Cuverville. En el tren leo varios artículos del número del Disque vert consagrado a Freud.
     ¡Ah, cuán molesto es Freud! ¡Y cómo me parece que habríamos llegado igualmente, sin él, a descubrir su América! Me parece que aquello por lo que debo estarle más agradecido es que haya acostumbrado a los lectores a oír tratar ciertos temas sin tener que escandalizarse ni sonrojarse. Lo que nos aporta sobre todo es audacia; o más exactamente, aparta de nosotros cierto falso y molesto pudor.
     Pero ¡cuántas cosas absurdas en ese imbécil genial!
     Si resultara tan contrariado como el apetito sexual, el simple apetito (el hambre) sería la gran materia prima del freudismo (del mismo modo que vemos la sed dictar los sueños de aquellos a los que falta agua en las travesías del desierto). En otras palabras: ciertas fuerzas deben su violencia a lo que les impide el escape. Es cierto que el deseo sexual es susceptible, cuando no es directamente satisfecho, de múltiples hipocresías – quiero decir: de revestir las formas más diversas –, lo que nunca se produce con el hambre. El punto al cual se dirigirían (si yo fuera médico) mis investigaciones asiduas es éste: ¿qué ocurre cuando, por razones sociales, morales, etc., la función sexual es inducida, para ejercerse, a abandonar el objeto de su deseo; cuando la satisfacción de la carne no comporta ningún asentimiento, ninguna participación del ser, y éste se divide y una parte de uno mismo queda atrás?... Después de eso, ¿qué queda de esa división?, ¿qué huellas? ¿Qué venganzas secretas puede entonces preparar la parte del ser que no ha encontrado lugar en el festín?
 

1929

28 de octubre   (p. 311 – 12)

     Ayer, visita de Valéry. Me repite que, desde hace varios años, no ha escrito nada que no fuera por encargo y acuciado por la necesidad de dinero.
     – ¿Quieres decir que desde hace mucho tiempo no has escrito nada por tu propio placer?
     – ¿Por mi placer? – repite –. Pero si mi placer consiste precisamente en no escribir nada. Habría hecho otra cosa que escribir, para mi propio placer. No; no; no he escrito nada, ni escribo nada, como no sea obligado, forzado y echando pestes.
     Me habla con admiración (o en todo caso con un asombro lleno de consideración) del doctor de Martel, que acaba de salvar a su mujer; de la enorme cantidad de trabajo que dicho médico consigue llevar a cabo cada día, y de la especie de placer, de embriaguez incluso que puede darle una operación bien hecha e incluso el hecho mismo de operar.
     – Es también la embriaguez de la abnegación – digo.
     Al oír esa palabra, abnegación, Valéry aguza el oído, da un brinco cómico de su sillón a la cabecera de mi cama, corre a la puerta del pasillo y, asomándose afuera, grita:
     – ¡Hielo! ¡Enfermero, traiga hielo! El enfermo está divagando... ¡Está «abnegando»!
     En más de un momento de la conversación noto que me cree impregnado de pietismo y de sentimentalismo.

1 El escritor Jean Lorrain (185'-1906), homosexual notorio, fue uno de los modelos del barón de Charlus, el personaje proustiano.
 

1930

3 de julio  (p. 317 – 318) 

En un vagón

Aren't We?Melville habla (Moby Dick: capítulo 87 u 88 según las ediciones) de los «colegios» de jóvenes cachalotes hembras, presididos por un macho único, sultán dueño de ese harén, que prohíbe a los otros machos que se acerquen.
     Los «colegios» de jóvenes machos son, dice, más importantes (larger) que los colegios de hembras. Turbulentos y comparables, dice, a las bandas indisciplinadas de los colegiales de Yale o de Harvard. Esos machos más numerosos que las hembras de las que uno solo va a apropiarse, monopolizando a las hembras por rebaños, esos machos excluidos y que no tendrán acceso al gineceo, ¿qué hacen? ¿Qué se hace de ellos?
     Esa pregunta tan sencilla, ¿puede ser que sea yo el primero en formularla? ¿Puede ser que yo sea el único? ¿Puede ser que se conteste a ella con risas; o de ningún modo?

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El barco ebrio