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La más verbosa


Ponte en mi mente

   
                          “Still in peaceful dreams I see
                           The road leads back to you”
                                   (Georgia On My Mind - Ray Charles).
                           

Emilio Ichikawa

Tengo puestos, es decir, situados y exhibidos con orgullo, cuatro recuerdos esenciales de José Antonio Ponte.

1 A través de Ponte aprendí una frase de María Félix que cito a menudo: “El dinero da calma.” Una observación muy distante de esa otra, modernísima, que asegura que el dinero da poder, o que es un caballero poderoso. Hidalgo escapado del código. Inconsecuente. He pensado en el poeta habanero y en la actriz (¿la actor?) mexicana hoy en la madrugada, cuando repasaba un ensayo de Emerson donde cita una frase afín que encontró entre las eticidades del doctor Johnson: “Rara vez están los hombres más inocentemente ocupados que cuando están ganando dinero.” En efecto, el dinero da calma… y da inocencia.

Si Ponte no me hubiera descubierto esa advertencia, no me habría detenido en el estante que guarda la Autobiografía de María Félix en la librería Borders. La Bonita hace observaciones sobre algunos de nuestros héroes literarios que superan toda la crítica profesional. Descubre un Carlos Fuentes que se me ha hecho ya inolvidable. Fuentes: el más mujer de los autores latinoamericanos.

2 Un día, mientras almorzábamos en casa de un escritor habanero, Ponte trató de explicar una comida profunda que le había impresionado durante una visita a Miami. Se trataba de un tipo de pastel (“pastelito” es más exacto) muy solicitado en la zona, donde se mezclaba en un acto el queso y la guayaba. El señor no entendía bien: “Pero, ¿el queso y la guayaba molidos, juntos, cómplices?”/ “No, no, el queso en un lado y la guayaba al otro”/ “Pero Ponte, a ver, ¿los dos en la misma masa?”/ “Sí, juntos juntos, como el Ying y el Yang.”

La descripción ha sido tan convincente que hay un lugar de Miami donde Ud. puede llegar y pedir: “Por favor, ¿me da una analecta?”. Y le ofrecen un pastelito de guayaba y queso, de una cosa y la otra, bien fundidas y a la vez diferenciadas. Matemático: como el Ying y el Yang.

3 Ponte fue la primera persona que alertó sobre la escacez de “escritores con cajón” en Cuba. Es decir, de escritores con archivos, trabajadores procesales que guardan notas, estudios, correspondencia. La literatura cubana contemporánea está demasiado ligada a la urgencia, la gente escribe para satisfacer contratos, concursos, exigencias políticas, programas de revistas fortuitas. El “periodiquismo” está restando estatura a la cultura contemporánea. Me atrevo a asegurar que, si de pronto hay un destape, la mayoría de los escritores cubanos no tiene obras engavetadas que esperan su oportunidad. Todo está a la vista, tratando de escapar con impudicia. El lo insinuó. Y yo lo creo.

4 Una observación de Ponte sobre la literatura inglesa me estimuló a trabajar con un enigma que me persigue desde hace un tiempo: ¿cómo una revolución como la cubana, que se dijo popular, creó un prejuicio de alta cultura tan paralizador? A diferencia de la literatura inglesa, donde hay una primera línea, una Segunda, una tercera y otras más, cada una imprescindible y de gran categoría; una línea que abarca, por ejemplo, a Shakespeare, Chesterton, y Conan Doyle, en Cuba todo el mundo quiere ser escritor canónico, desde los reporteros de periódicos hasta los escritores policiales. A él debo la comprensión del hecho como prejuicio. De alguna manera, también la liberación del mismo.

Mayo 2005




Ponteando

Enrique Del Risco

     Mi primer contacto con Antonio José Ponte fue – parecía inevitable que así fuera
literario y casual. Hojeaba una revista Unión, con la previsible suspicacia que solíamos conferir a ese acto cuando tropecé con un ensayo suyo. Apenas puedo precisar el contenido del ensayo – recuerdo que hablaba de un viaje por carretera del propio Ponte y otros escritores y, sobre todo, de Proust pero la impresión que me causó se mantiene intacta. Había en él una combinación de elegancia y soltura que en aquellos momentos ya parecía para siempre negada a nuestros compatriotas. Era la mía una impresión provinciana, no me cuesta mucho esfuerzo reconocerlo, pero decisiva en un mundo no menos provinciano en el que si acaso podían encontrarse elegancias acartonadas o solturas irremediablemente groseras.
     Si traigo a colación este primer encuentro con la obra de Ponte es para dar fe de las circunstancias en las que el escritor cumplió conmigo el que creo que es el sueño de todo escritor: el de conquistar a un lector desde las primeras palabras. Desde entonces no esperé a que la casualidad siguiera siendo tan generosa. He perseguido sus textos en revistas, libros, antologías y mi persecución se ha visto recompensada. Todo lo que que he leído de Ponte me ha servido para pasar de aquella impresión inicial a otra bastante más compleja, intensa y estimulante. Su escritura vive en perpetuo estado de guerra, una guerra con muchos, encarnizados, frentes: la defensa de la autonomía literaria; el reexamen de todo lo que el tiempo parece haber beatificado; la búsqueda de nuevos caminos entre lo cubano y lo universal cuando más atascados parecen estos; la necesaria poda de toda aquella ñoñez que parece inevitable cuando se trataba de hablar de lo cubano. O la urgencia de recordarnos que la palabra escrita debe tener una consistencia distinta a la del paño caliente.
     Pero todo eso no le parece suficiente a Ponte. Cuando se le conoce se comprueba que su literatura es una extensión de su persona o viceversa. Cuando ya nadie puede hablar de ética intelectual sin miedo al ridículo Ponte insiste en ejercer, sin esfuerzo visible, dos de las virtudes que más respeto ya se trate de intelectuales o analfabetos: consistencia y decencia. Para los que basamos indecencias o exilios en la imposiblidad de ser un intelectual decente en Cuba se alza el ejemplo de Ponte como una, no sé si involuntaria, acusación. Y no continuo porque no quiero avergonzarlo a él, que tanto se ha cuidado de no tener algo de qué avergonzarse. Si debo expresar un deseo ahí va el único que se ocurre: cuando sea grande quiero ser como Ponte.



 

Antonio José Ponte

Néstor E. Rodríguez

     Afincado en los vestigios de una Habana que apuntala su decir, Antonio José Ponte ejercita verdaderamente un arte de hacer ruinas. Se trata de un decir incómodo, insano en lo que le sobra de audacia, y lábil por su tendencia a ubicarse siempre más allá de los mores y la fijeza. Acaso más que ningún otro escritor cubano de su generación, Ponte epitomiza aquella idea de Adorno de
que “el valor de un pensamiento se mide en base a su distancia del continuo de lo conocido.”


Antonio José Ponte

Carlos Espinosa Domínguez

     Normalmente, los homenajes se dedican a los escritores y artistas cuando han cumplido ya un tramo importante de su trayectoria. Sin embargo, la idea de La Habana Elegante de organizar un homenaje a un autor joven como lo es Antonio José Ponte me parece más que acertada: contados contemporáneos suyos son tan admirados y respetados, tanto dentro como fuera de la isla, como el creador de Las comidas profundas.
     Posedor de una bibliografía no muy extensa, Ponte tiene la cualidad no muy frecuente de moverse con similar comodidad y brillantez en varios géneros, de jugar a la vez en varias bases y hacerlo bien en todas. Inteligencia, amplia cultura, fértil imaginación y madurez en la escritura, son los principales atributos que caracterizan a sus textos, entre los cuales quiero resaltar de manera especial El libro perdido de los origenistas, Poesía (1982-1989), Cuentos de todas partes del Imperio y Un seguidor de Montaigne mira La Habana. Son mis recomendaciones a quien no haya leído nada suyo. Aventurarse por sus páginas ofrece la garantía de verse recompensado con una de las experiencias más gratificantes y enriquecedoras que puede proporcionar la literatura que escriben hoy los cubanos.




Antonio José Ponte

Carlos Victoria

     Antonio José Ponte es uno de los pocos escritores cubanos que sobresale por igual en ensayo, narrativa y poesía. Esta singular destreza se me hizo evidente cuando hace casi una década descubrí con admiración Un seguidor de Montaigne mira La Habana, uno de nuestros grandes libros pequeños. Y todo lo posterior que ha publicado Ponte me ha confirmado este múltiple talento.
Desde el relato Corazón de Skitalietz, pasando por el poemario Asiento en las ruinas y la novela Contrabando de sombras, hasta el ensayo El libro perdido de los origenistas (tal vez mi favorito entre sus títulos), Ponte ha ido levantando una obra sólida que sus amigos y lectores agradecemos.




Entre la cetrería y el naufragio

Félix Lizárraga

     Quien conozca al gran conversador y al conferencista inagotable que es Antonio José Ponte encontrará en sus poemas la transparente fluencia de su palabra dicha. Hay en ellos, recatada, una música que prefiere la ardua levedad del recitativo al fuego de artificio de las arias, el clave bien templado a las orquestaciones wagnerianas.
     Tal vez esa ligereza explique la mención repetida de palabras como luz, agua, sal, animal, lluvia, tierra, sol y árbol. Son la presencia de lo elemental que busca dar gravitación a esas páginas leves, contrapesos para la ligereza (como se sabe, el vuelo es arte que requiere un lastre). Materia elemental para ser consumida por el fuego, un fuego no de la pasión, sino de la inteligencia indagadora.
     Una llama serena, confiable, conjurando unas sombras que adivinamos ominosas. La llama soñadora, íntima, de una vela. En su tibio cerco, las manos desmigajan el pan, ligan la leche con los dedos, acarician la tetilla de las frutas o el manso lomo de un animal dormido. Manos que preparan el té o vuelcan la sal. Que sujetan, en una dolorosa madrugada, una cabeza que se ama. Que empuñan el grafito sobre la hoja en blanco.
     Las manos que incorporan a lo otro por la ósmosis del tacto son el contrario y complemento de la llama cuya incorporación obra por lucidez y por la implacable combustión. Palabras, versos enteros, todo efecto que Ponte encuentra fácil o demasiado vistoso, son ardidos hasta la ceniza. 
De ahí la brevedad, la austera economía de esos poemas escuetos, que parecen a veces detenerse a mitad de camino. Como asaltados, inesperadamente, por el soplo cegador de la Sorge, que arroja esas cenizas a los ojos.
     Lucidez y combustión de la llama, ósmosis delicada del tacto. Yang y yin. Caras de una única moneda, oficios de una misma indagación. De día se vigila el vuelo de los pájaros sobre un espejo de agua. De noche se interroga unas entrañas todavía palpitantes, unas hojas agotadas y envueltas en azúcar, dientes, huesos, cenizas, sal antigua.
     Aruspicios, augurios: atisbos de la trama secreta del destino, de una trama a su vez indescifrable. Vuelven los pájaros a volar, las entrañas humean cada noche, con la misma certeza de que nos dicen algo. Sin que sepamos qué, sin que sepamos nunca para qué estamos vivos esta tarde.
     La estoica, soterrada angustia que es a un tiempo motor y fruto de estos textos sólo halla tregua al recorrer la tersura de su propia superficie, la pulimentada superficie del poema. Se trata de preguntas arrojadas como guantes o flechas al vacío, que no esperan otra respuesta sino el sereno, estricto cumplimiento de su recorrido, la vigilada parábola de su perplejidad.
     Cetrería y naufragio: salto desde el silencio y hacia el mismo silencio donde la palabra resuena para ser oída (a pesar de que sabe la inutilidad última de los discursos, a pesar de todo), halcón al aire, flota de plata que se hunde, principio y fin del alto vuelo de Ícaro.


Un poco de sosiego

Germán Guerra

    Mi biblioteca, hija de mi compulsión desmedida por comprar libros, hija del no saber deshacerme de ellos, cobra ya dimensiones incómodas en casa. Cabe toda, apretada y superpuesta, en cuatro muebles que tienen el tamaño de un órgano de iglesia. El órgano de una iglesia ni grande ni pequeña. El más alto de los órganos guarda mi biblioteca cubana. En uno de los paños de ese mueble, en lugar prominente, a la altura de la mirada de un hombre común, sin necesidad de escalar o acuclillarse, están los libros de Ponte. Los libros que Antonio José Ponte ha venido publicando por estos días largos, y que ahora reposan en ese paño, entre unos gastados números de la revista Orígenes y el extenso catálogo de escritores suicidas del último medio siglo. Por saber estos libros aquí, por releerlos siempre, por hojearlos en las horas muertas, por descubrir y asombrarme cada vez, siento sosiego.
    Tener en Ponte un amigo desde que nos conocimos en Miami, en noviembre de 1997, recibir y responder sus cartas, estar —vía e-mail— en los preparativos para el almuerzo de mañana con sus invitados ilustres, confiarle un texto que presente uno de mis libros, bombardearlo con poemas recién escritos sabiendo que responderá con una lectura profunda —siempre descubriendo la palabra que sobra—, depositar en sus espaldas mis averiguaciones habaneras, ejercer la libertad de “fusilar” un párrafo de Montaigne en el párrafo anterior y estar seguro de que lo entenderá como un halago (que no hará falta una cita al fondo de la página); tener en Ponte un amigo, saberlo así, limpio de máscaras y consciente del filo de su pluma y de su lengua, me regala la certeza de andar tocando en las heridas de la historia viva de la literatura cubana, de la Literatura.

julio 31 y 2005


Antonio José Ponte

Javier Marimón

     Como a los tres meses de estar en Austin Texas me bañé por primera vez en la piscina de los apartamentos donde vivo. Allí, entre mexicanos, estuve pensando en un universo de orine subacuático, imaginaba en sus caras quién habría orinado en la piscina y quién no, y lo que pensaría cada uno de orinar en las piscinas, no más bien cada uno en particular, sino por zonas; veía en un mapa de México zonas donde evidentemente, por alguna u otra razón, sería muy evidente el conglomerado de banderitas amarillas que indicaba donde orinaban en las piscinas y en otras zonas en que no. Me dijo un pensamiento haciéndose el inteligente: Bueno, también tienes que jugar con la población de las zonas de Mexico. Sí, era evidente que sí, pero se asombrarían de lo que podría mear un tarahumara en el desierto, había alzado la pata y el chorro que caía parecía el de un caballo, una sola bandera amarilla en el desierto mexicano, pero como resplandecía. Entonces pensé en Ponte, la primera persona real que aparecía en ese juego de ideas. Qué pensaría Ponte de orinar en el agua? Pensé. ¿Habrá orinado Ponte en una piscina? Toda la primera parte (identifiquémoslo así) de los pensamientos, el mapa de México, palidecieron, y la imagen real de Ponte y la duda ante estas preguntas empezaron a hacer la cuestión verdaderamente alarmante, como cuando algo real se infiltra debajo de la epidermis de la literatura con sus larguísimas espinas de hierro caliente, primero despacio, como para dejarlo entrar y después ya un grito. La vida entera de Ponte se me apareció como un misterio, del mismo modo en que el otro día en Dell Computers comprendí la parte de atrás de las impresoras, parte siempre ignorada para mí; aún ahora ya las ignoro de nuevo. Sufrí por eso mismo, de pronto atisbé toda esa maraña de sentidos, emociones y pensamientos sobre miles de cosas en la constitución de Ponte, pero sabía que en cualquier momento iba a cesar. Vi su humanidad en “un” mejor momento y ahora otra vez lo he olvidado. Todo eso parece empezar en el cariño por una persona, pero se tiene que quedar del lado tuyo; cuando lo dices presumo que todo empieza a viciarse en preguntas y respuestas convenientemente esperadas. La literatura: hegemonía del residuo. Mejor que se quedase todo allí, sabiendo que venía del cariño, admiración, toda esa parte indefinible. Zambullía la cabeza y pensaba una y otra vez (¿habrá orinado Ponte en las piscinas? ¿Qué pensará de eso?), dolor, luego cariño repentino, luego otra vez dolor de no comprenderlo desde ninguna perspectiva (concreta, simbólica, etc), y felicidad de que así fuera, de no obtener una respuesta fija, no poder delimitar los bordes de la cuestión, sólo imágenes de eso, confundiendo y maravillando.


Ponteando, Proustiando

Esther María Hernández

Pocas cosas me dan tanto placer como recibir cartas de Ponte. El chiste de un amigo común ante uno de mis ataques de claustrofobia en el metro de México me ganó el apodo proustiano –los escritores adoran llamar a sus amigos con nombres de personajes–de Princesa de Stermaria, un juego que recuerda mi nombre. Con los años, sólo Ponte utiliza ese título cada vez que me escribe: “A la Princesa desde Villeguilandia” titula sus mensajes, que siempre concluyen con una parca P. Los míos se anuncian con otra: “de la P viajera”, “noticias de la P”, “de la P insomne” fue el último.
Durante cuatro años, los emails de Ponte dan cuenta de los amigos, de los enemigos, de sus visitas a mi casa (“A la Princesa, noticias del oscuro y tormentoso pasado de su madre”, uno de mis preferidos), de sus viajes, de sus proyectos, de mis noticias –que él siempre lee con tonos de deliciosa ironía o guiños de complicidad y augurios singulares: “Que Ana Betancourt, matrona del madrinazgo criollo, te sea propicia…”– .
Gracias a sus muchas gracias –su humor y su generosidad, su inteligencia, su fidelidad y su delicadeza, quién necesita gracias que adornen más que esas– he recibido mensajes familiares; crónicas “eufratedelvallescas”, como ambos llamamos a la anécdota que nadie como él sabe salpicar de comentarios, apodos y citas; noticias buenas, terribles o ridículas; críticas de cine y de teatro; temperaturas habaneras climáticas, literarias y políticas. Y mucho del cariño del mejor compañero posible para una caminata por la Habana Vieja o una película de las que me hacen llorar (“Esta semana ponen en el Chaplin una película que habríamos visto juntos (…) esta ciudad se está quedando sin gente con que ir al cine”).
Mi regalo es, pues, abrir el buzón de mi yahoo, donde cada carta suya ha sido archivada, y compartir con quienes le quieren bien el privilegio de haberlas recibido. Un regalo para su cumpleaños, que en realidad me hago a mí misma, celebrando la suerte de haber encontrado a un amigo como él.

Mi querido Antonio José:

        Nos tocaba estar juntos en este cumpleaños tuyo. Como tantos otros planes, este tambien se nos ha ido a bolina. Demos gracias, no obstante, a los dioses del ciberespacio, que me permiten esa visita a Villegas tantas veces pospuesta.
        Feliz cumpleaños, amigo querido. Y mis mejores deseos.
        Siempre te quiere,
                    la P.

En mi cumpleaños de 2002:

Mi querida Princesa de Stermaria:
                                 En Washington, en la redacción de La Habana Elegante, donde estoy de visita de fin de semana, me acuerdo de tu cumpleaños y te mando mis deseos mejores (dinero, amor, salud, belleza, aire triunfal, comedimiento y a la vez exhuberancia, simpatía, despliegue, sangre fría, pasión, aguaje y evoluciones como la comparsa de las Jardineras en los carnavales mientras se acercaban a la tribuna: Flooores, flooores, flooores...)
                                  Te quiere,
                     P.

Crónica final del Festival de Poesía en Amsterdam:

           Querida Princesa:
                           Te escribo a ritmo de un disco antológico de Rita Pavone que me traje de Rotterdam. Es la música ideal para la felicidad de tus fotos.
La estancia holandesa fue espléndida (…) Y hablando de música, te contaré lo que reza en el programa de cierre del festival: el número final fue un músico holandés cantando un poema de un recién desaparecido poeta de Rotterdam (bastante bueno a juzgar por la traducción al inglés que yo seguía), pero antes que este número reza en el programa: Antonio José Ponte sings a tradional Cuban song. Así como suena.
                            La noche de nuestro recital (Damaris, Omar y yo en ese orden) la traductora nos hacía una pregunta a cada uno antes de la lectura de poemas. El teatro estaba de bote en bote. Damaris estuvo espléndida porque son maravillosos sus poemas últimos. Y Omar estuvo bien en los viejos poemas (que tanto me gustan).
                             Cuando llegó mi turno, la traductora al holandés me dijo que no tenía pregunta que hacerme, que si quería cantar una canción. No sé de dónde sacó esa ocurrencia. Pero montándoseme en ese momento el espíritu de Tito Gómez, o de Armando Pico (que debe vivir aún) o (peor para un médium) el espíritu de Clara y Mario al unísono, le tomé la palabra a la traductora. Piensa en unos Clara y Mario a quienes acompañaran los Moralitos y su colección de botellas y serruchos (espero que me sigas en todas estas alusiones de Saludos Amigos, con Eva Rodriguez)
                            Omar, que pasado ya su turno, me veía desde un palco, me gritó: "Ponte, La Bayamesa!" (Sonó como si me gritara maricón, o como a cuando a Silvio Rodríguez su público le gritaba: "Silvio, Mariposa!"). Y levantando un índice le dije por el micrófono: "Patriotismo no". Y rompí a cantar de Arsenio Rodríguez La vida es sueño. El teatro se vino arriba que es en Holanda el modo de venirse abajo (esto es una cita del "Treno por la muerte del Príncipe Fuminaro Nokoye" de Piñera) y fue entonces que los organizadores me pidieron que lo repitiera en la clausura.
                             Para la clausura ya Tito Gómez había quedado atrás en la experiencia espírita. ¿Qué podían entonces Rosell y Cary, quiénes eran María Elena Pena y el Combo de Franco Lagana, qué de melódico tenían los Melódicos de Felipe Dulzaides, quién abrazaba fuerte a Martha Strada? ¿Qué montaña tenía ante sí Monna Bell que la separaba de su amor? La cosa era de Toña la Negra para arriba. Terrestre Mendoza podía haber sido mi nombre artístico esa noche. Porque, para complacencia de mi ego, un enorme piano de cola, un Stenway (o un Colt o una Magnum) negro estaba junto al micrófono y, dado que no podía tocar sus teclas (el espiritismo da de comer, pero no levanta una casa), sí su cola. Así que poniendo una mano en ella y en la otra mano el micrófono empecé a desbarrar mi presentación en inglés con algunos intercalamientos en holandés ("Damen em Herren", empecé). Hice reír al público en un par de ocasiones y solté la balada de marras. Pero más in the mood.
                             Resulta raro empezar una carrera de bolerista internacional en Rotterdam, pero así ha sido. Me traje el programa para que la gente no crea que miento. Y tenía que contártelo enseguida.
                             Termina la última canción de la Pavone y termina aquí mi carta. Abrazos para Néstor y para ti, fotografiados. Te quiere,
                                       P.
                                                 
Tras mi noticia de haber conseguido trabajo como profesora de español:

Querida Princesa:
                                Hace ya muchos años, en un aula improvisada en una casa de Miramar, te vi de profe cruzar una pierna y sentarte encima de ella (como cuando se juega a los yaquis o una vecina empieza a contar un chisme gordo en el sofá de la casa) para explicar los pormenores de un tal Segismundo Freud. Parecía cosa de juego para ti, o chisme conocido al dedillo.
                                Ahora vas a demostrar que Nebrija y tú fueron al mismo círculo infantil, que María Moliner y tú bailaron en los quince de una misma amiga. Te toca aumentar, en esa nación bárbara, la franja de gente que puede leer a Néstor y puede también leer lo mío. Mezcla de alfabetizadora sin farol y catequizadora sin cruz, Conrada Benítez y Bartolomina de las Casas: Conrada de las Casas o Bartolomina Benítez.
                                Y que quien enseña la lengua del Imperio de Carlos V reciba a cambio de su trabajo un remojón en la corriente de vida de Benjamin Franklin, es lo mejor del asunto.
                                 Tanto español taíno para decirte cuánto me alegro y mandarte todas mis felicitaciones. Tú te mereces eso y más: una flor en el Día del Maestro,
                                                                                            P.  

Cuando le conté haber tenido un sueño erótico con Denzel Washington que no conseguía reconstruir:

Querida Princesa:
             Tu noticia de sueño con Mr. Denzel Washington me ha hecho construir ese sueño. Tú estás por los alrededores del edificio Bohemia cogiendo botella. No sé si vas para Boyeros o para La Habana. Estás cogiendo botella para Los Angeles, tienes una sayita de ese modelito que no es Baby Doll y que se te adjudica en el mundo teatral habanero. Mr Denzel, por su parte, viene en un Lada blanco y huele a loción after shave Galeón o 5PM.
                            "¿Va para el Getty?", le preguntas tú con tu voz de fumadora y enseguida le abres tu sonrisa de oreja a oreja. Preguntas si va para el Getty como se pregunta en Neptuno a los almendrones si van para la Ceguera. ("¿Hasta la Ceguera?", me dicen al oído cuando voy en la ventanilla. "Hasta la Ceguera" es meta digna de Borges).
                            Y bueno, estás montada. Él acciona la palanca de los cambios porque el morbo necesita de estos artilugios old fashion (la palanca de cambios equivale al bastón, a la fusta). Está la palanca y al lado está tu muslo y... Aquí me despido, yo me bajo aquí, yo-no-camino-más-yo-me-siento, abre atrás chófe que me quedo en ésta. Lo que sigue sigue por los vericuetos del erotismo, la pornografía, el despelote, el desmadre, el sanfermín sexual. Un guajiro que guataquea su conuco a la altura de Fontanar testimonia que vió pasar un Lada blanco que llevaba adentro algo así como un cuadro de Sosabravo. De Expedientes X para arriba.
                            Me bajo aquí del sueño no sin antes hacer una última precisión: la palanca de cambios del Lada blanco de Mr. Denzel Washington lleva incrustada al tope, como un flautista de la Aragón lleva su anillo de masón, una bola transparente que encierra un cangrejito sobre una superficie espolvoreada de arena. El cangrejito vive, parece vivir. Una ola de resina lo ha cubierto pompeyanamente en una de sus gestiones y ahora camina sobre arena lo mismo que Armstrong sobre la Luna.
                            Si lees todo lo anterior, ¿tengo que decirte que extraño conversar contigo? ¡Que el telón caiga antes que las lágrimas!
Um beijo,
            P.




Vienen las depredaciones*

Jorge Luis Arcos

a Antonio José Ponte

Vienen, vienen las depredaciones, como un color inaudito
como un imperio que se hunde, como la saliva de lo real
como un cansancio metafísico. Ah, qué lento el arco
que se tiende hacia esa ventana donde Alfonso Cortés asoma
su cabeza maltrecha y te mira con unos ojos turbios, aniñados.
Después Darío ocupará esos aposentos. Y los fantasmas
reclamarán ese espacio sagrado. Como un coro de niños
Como los payasos del alma. Niños crueles. Ahora
es el tiempo de las postrimerías. Tiempos de desprecio…
Tiempos para las futuras conversiones, para que el escriba
avive las ascuas de la orfandad, una estrellita, una chispa
una materia dura para la alquimia del alma. Dime, tú, agonista
dónde habrá que retirarse ante el avance de ese bosque
ensangrentado y altivo, a qué cavernita, qué catacumba
que ínsula ¿para volver a nacer? Dime, tú
inconcebible adolescente agónico. Tengo un panal
un perro y un paisaje de nieve. Tengo un crepúsculo
interminable y los muslos de una muchacha y el gesto
del anciano y un calendario azteca esquizofrénico. Tengo más
Tengo un amigo, una comarca lejana y un fantasma
suicida y una furiosa avenida o una calle de Bagdad.
Algo duro, imposible te mira fijamente y crece
como un universo deslumbrante, el imperio de laca
los enanitos torpes, las promesas herméticas. Y leo:
Acorralad, tropezad, cabritos; al fin, empezad
chirimías, quedan solos Dios y el hombre. Tremenda
sequía, resolana: voy hacia mi perdón
Y el escriba doliente en la lámina tersa, el pincel como un ave
(el Infierno y la China): ¿voy hacia mi perdón?

*escrito cuando Ponte fue separado de la UNEAC

19 de febrero, 2003


Para seguir a un seguidor de Montaigne

Norge Espinosa Mendoza

     Dos cualidades suelen ser imperdonables en el mundillo literario cubano: franqueza y elegancia.   Abundan, cómo no, entre nosotros, escritores que rondan esos parajes, pero que difícilmente, alguna vez, logran conciliar tales extremos. A quienes consiguen tal proeza, se les brinda por lo general una admiración que, bajo fórmulas de mal disimulada diplomacia, oculta una envidia, un cierto resentimiento, una enconada capacidad para desearle al escritor que consiga tanto una secuencia de rápidas desapariciones. No es una costumbre entre nosotros, ya me lo decía Abilio Estévez, la admiración sincera y diáfana hacia talentos ajenos. Hoy quiero formar parte de esa excepción, y saludar junto a un breve número de personas que no nos disminuimos con este gesto, a alguien capaz de unir en una misma página, con no escasa frecuencia, esas dos cualidades que mencionaba al principio.
     Un párrafo firmado por Antonio José Ponte será siempre polémico, elegante, franco. Habrá aprendido de uno de sus maestros -Borges, me digo; que la exactitud es una aliada perfecta de la síntesis. Sus mejores ensayos son siempre breves, exactos, punzantes. Sus mejores poemas no se extienden por más allá de una cuartilla. Sus afirmaciones más rotundas no ocupan más espacio que una línea. Y cuando se piensa que esas afirmaciones han puesto en entredicho no pocas veces las normas según las cuales entendíamos hasta no hace mucho el legado literario cubano, es preciso volver a lo que este matancero nos pone ante los ojos, a fin de comprender, de “leer leyendo”, como quería Piñera, sus mejores asertos. Escasos son los autores que hoy, en la dispersa vida literaria de la Isla, nos exigen con tanto regocijo el placer de la relectura. Yo he releído con frecuencia sus poemas, sus ensayos (Un seguidor de Montaigne mira La Habana es un libro excepcional de esa editorial excepcional que es Vigía), varios fragmentos de su primera novela. Quiero acercarme a su franqueza y a su elegancia desde esa otra virtud tan suya: la brevedad. Ojalá alcancen estas pocas palabras para que llegue hasta él, en una Habana de letras y calor, el abrazo de su lector, su seguidor, su amigo.


Para Antonio José Ponte,

que vio la materia de nuestra comidas profundas, mi saludo de cumpleaños, y su poema, con mi amistad de siempre.

Damaris Calderón

Maneras de no acceder a Santiago
       
                 para Antonio José Ponte

Santiago de Compostela
de la Gloria
de Chile
de Cuba
es
un sitio tan cercano
que no se le ve.

Peregrino de Enmaus
camino en círculos.
Si abro la mano
la moneda del taumaturgo,
un paisaje trizado aparece.

El camino de Santiago
nos ha tomado toda la vida.
Y el viaje no ha sido pródigo.


Antonio José Ponte

Ramón Alejandro

     En todas las escuelas del mundo y en cada una de sus clases, siempre se produce la emergencia de ciertos tipos de individuos, que desde muy temprano cristalizan en sus infantiles egos los arquetipos más arcaicos de lo que la humanidad ha producido de más característico como "personalidades" diversas. ¿Quién no recuerda al niño que con su liguita de goma disparaba a sus condiscípulos "tacos" hechos con papel muy apretado entre sus propios dedos sudorosos de impaciencia por jorobar. Ese pillete se atrevía a veces hasta dispararle un taco al profesor, y entonces a veces lo sacaban de la clase por un rato, o le prohibían ir a hacer sus necesidades al baño del plantel escolar. El niño travieso acechaba el momento oportuno, y zás, le disparaba su taco a algún niño gótico de esa clase. Porque su pícara zaña convergía en su deseo confuso de jorobar al prójimo, con un sentido ético primordial de poner a los “buenos”, es decir,  a los “obedientes”, a los primeros de la clase y con premio de religión, en su justo ridículo. Aquí el pillete en todo su candor asumía megalomaníacamente, y por cuenta propia, el papel de la Némesis, el agente de la  profunda Eimarmené. Les hacía el favor de recordarles que eran simples mortales por mucho que el maestro los recompensara por su buen comportamiento. Como aquel esclavo cívico romano que en carro del triunfo sostenía la corona de laurel sobre la cabeza del general victorioso, el "Imperator" de turno, susurrándole al oido sin cesar: "Recuerda que eres mortal". Ese tipo de niño no es feliz fuera de un sistema autoritario porque necesita algo contra lo cual rebelarse.
     Pepito no desbarra sin que los mayores que lo rodean no le den, con su hipocresía, razón de perturbar su bovina placidez. Necesita una razón suficiente para encontrar la rendija al ridículo que toda organización social genera. Y metiéndose por ella, pone al desnudo al Rey que todo el mundo ya sabe desnudo, pero que nadie, hasta entonces, se había atrevido a decirlo abiertamente, a reírse de él.
     Y el grupo amorfo, por otra parte, necesita a ese niño para tomar conciencia y recuperar la facultad humana de reírse de los innumerables absurdos que plagan la existencia gregaria de nuestra especie. Tan semejante en su comportamiento social a los carneros que le sirven de alimento. Porque esa facultad es la única que le permite acceder al buen humor que es el remedio final contra todos sus males. Para matar con una carcajada  inteligente la sinistrosis de la gente seria. La melancolía de los "responsables". El gorrión de los trágicos.
     Ese niño jorocón tiene algo de común con las abejas, y es que va de flor en flor escogiendo su alimento, revoloteando arbitrariamente para libar las mieles a su gusto, porque le gusta todo lo bueno y todo lo que es dulce, y sabe muy bien en donde se encuentra por haber podido dedicarse a eso toda su vida.
     Y, sin embargo, cuando se le acerca un pesado, o alguien que le cae mal, lo pica y le inocula una quemadura bien poco dulce, bien ardiente y dolorosa. La abeja no piensa que esa picadura le cuesta su propia vida, porque, en la pulsión justiciera, se entrega entera. Y va y le deja su acerado aguijón, clavado entero, en el medio de su hipertrofiado ego.
     El niño jorocón tiene su punto débil, y es que, en la euforia de verse halagado por sus pillerías, se puede llegar a extralimitar. Así, queriendo complacer a su entusiasmado público, se puede llegar a convertir en otro animal mucho mas triste que la abeja: el chivo expiatorio.
     Y el público cobardón, compuesto de la inmensa mayoría de individuos que no se atreven a asumir ese papel tan útil para todos, lo azuza, lo jalea, lo incita a la guapería.
     Y les es indiferente el riesgo que corre su destino individual.
     A la hora del castigo, se van todos para su casa a distraerse con otro juego.
     Ponte me dijo en el texto que escribió sobre mi pintura que yo figuro “difíciles instantes de equilibrio al punto de romperse”, al borde del “theo hupo mekané”, o deus ex máquina.
     Él mismo nos mantiene, desde hace unos años, en ese estado de precario equilibrio ante del acrobático espectáculo que sus lances de gallo de pelea nos ofrecen con una regularidad pasmosa. A veces, hasta el punto de impedirnos tomar en cuenta el soberbio escritor que es, y la calidad extrema de su original poesía.
     Opta por eclipsar con sus dones de tirador de tacos su principal valor.
     Como si se aburriera de esta sublime tarea que es obrar belleza por el amor de lo Bello.
     Prefiere proponernos osadías siempre inéditas dirigidas a provocar “la ira de los roncos”.
     Prefiere, modestamente, pasar por atrevido y provocador, que darse a ver en su más elevado esplendor.
     Prefiere ser pitirre que albatros.
     Y sus amigos le deseamos que todo eso que le gusta tanto, esas flores que disfruta con tanta pasión, y que esas mieles, le aprovechen.
     Que todo venga con Iré y que todo el Aché de su madre Yemayá lo proteja de todo mal, y que pueda seguirle tirando tacos a todo el que se le ocurra por muchísimos años más, en beneficio de todos nosotros y de nuestra comunidad.

3 Blvd. de Clichy 75009 France


Antonio José Ponte

Alejandro Aguilar

     Conocí a Ponte a inicios de los 90’s en la Azotea de Reina María. Ambos estuvieron en mis inicios como escritor cuando, habiéndome perdido los increíbles años 80’s de la isla  trataba de recuperar una determinada noción de país que se me escapaba, al tiempo que zigzagueaba perdido entre la poesía y la prosa. En ambas búsquedas tuve la ayuda increíble del diálogo con Ponte, uno de los habaneros más  ilustrados que he conocido. Digo habanero, y lo subrayo, aunque sé que sus raíces y andares se pierden entre Matanzas, Oriente y “la extinta” (le llamaban URSS) por donde anduvo amagando a hacerse ingeniero, error que por suerte para las letras cubanas no llegó a concretarse. Nuestra amistad creció y se extendió más allá de las tertulias frecuentes de la Azotea y se desplazaron a los convites en nuestro apartamento del Vedado en los que Ponte fue pronto, junto a un puñado de amigos más, un imprescindible. Su sabiduría, un mordaz sentido del humor y esa cualidad casi suicida de decir lo que piensa y de defenderlo sin detenerse a medir consecuencias son, quizás, el sostén, la fuerza de su obra.
     En mi accidentado andar de nómada siempre voy salvando al menos una parte – la mejor -  de mi biblioteca y allí están siempre títulos que llevan su firma, como Cuentos de todas partes del imperio y El libro perdido de los origenistas. Cargo, además, el único ejemplar salvado de mi primer libro “publicado” en Cuba: Paisaje de Arcilla en el que incluí exergos de Reina María y de Ponte como una manera de agradecer su ayuda desde mis primeros días en el oficio de escribir.
     Con frecuencia nos llegan mensajes desde la calle Villegas en La Habana Vieja, y en casa disfrutamos como niños de esas palabras siempre cariñosas, llenas de ingenio y humor cubano. Y mientras leemos, alcanzo a visualizar su figura delgada y erguida desandando las calles de la ciudad, con el paraguas que lo protege del sol y demás inclemencias del trópico, y un sobre con libros que acaba de recibir o que enviará a algún amigo. En mi añoranza por los días habaneros, llego a imaginar que Ponte camina en dirección a nuestra casa porque vamos a reunirnos a hablar de tal o cual autor, de este o aquel suceso, de una nueva pérdida o incierta esperanza. Puede que esta vez el motivo sea mi cumpleaños o el suyo – apenas distante 12 días uno del otro -, o una de las sonadas fiestas que cada 30 de diciembre son, para el circulo de nuestros íntimos y allegados, una manera particular de celebrar la suerte de seguir existiendo. Imagino que bebemos y reímos hasta bien entrada la noche o cerca del amanecer cuando, ya agotadas nuestras defensas por el ataque del buen ron o el ejercicio del baile, Ponte se despide el último aún incólume y regresa a su diálogo andarín con la ciudad que finge dormir para que él la seduzca y – ella sabe que así será - le robe una nueva trama para su próximo libro. Con esa imagen en mente, llego a este 11 de agosto y desde una Filadelfia que en cierta forma recuerda a La Habana, felicito a nuestro querido amigo por su cumpleaños y brindo para dejar constancia de los muchos encuentros que nos vamos debiendo, pero que sé que vamos a recuperar una próxima vez en Cuba o en cualquier lugar del planeta.


En La Habana de siempre

Rita Molinero

     Conocí a Ponte en un viaje a La Habana después de una prolongada ausencia. Era a finales de la década de los 90 y la ciudad parecía despertar de un profundo letargo. Debido a las mil y una emociones que experimentaba al encontrarme de nuevo en el lugar donde había nacido y vivido mis primeros dieciocho años, recuerdo con nitidez nuestro encuentro. Lo primero que me llamó la atención de Ponte fue la incongruencia que encontraba entre su triste mirada y la paz que irradiaba su semblante. A medida que fluía la conversación, su agudeza y fino sentido del humor se hicieron evidentes. Además, parecía poseer dos de los  atributos que más valoro en una persona: sencillez y sensiblidad.
     Ese día me regaló la hermosa edición de Las comidas profundas con ilustraciones de Ramón Alejandro. Un texto que, además de la sorpresa que nos causa su lectura, admite la posibilidad de la mirada. La dedicatoria que había escrito Ponte en su libro evidenciaba la efectividad con que nos habíamos comunicado, asimismo, la promesa de una amistad. Relación afectuosa que se ha mantenido no empece la distancia a través de mensajes electrónicos o de voces amigas; en reencuentros inesperados o fríamente calculados. Antes de concluir su dedicatoria, Ponte cerraba con una frase que tendría infinitas repercuciones para mí y los que me acompañaban: “en La Habana de siempre”.
     Ponte se había percatado del conflicto emocional que nos afligía. Si bien era verdad que estaba madura como las frutas de Las comidas profundas para un reencuentro con un país ya imaginario, no es menos cierto que me sentía un tanto enferma de nostagia. Más tarde volví a leer con detenimiento lo que había escrito Ponte y, semejante a la anagnórisis del zen, me di cuenta de lo lúcido de su mensaje. Poco importaba el tiempo transcurrido, la feroz ausencia o las mil vicisitudes que habíamos tenido que enfrentar la ciudad, o yo. De cierta manera me encontraba, nos encontrábamos, “en La Habana de siempre”.
     En el año 2003, regresamos de nuevo. Esta vez con la excusa de presentar en la Feria del Libro una antología de ensayos críticos, La memoria del cuerpo, que había configurado sobre la obra de Virgilio Piñera. Una vez más me daría cuenta de que estaba “en La Habana de siempre”. Había seleccionado a Ponte para que presentara el libro, pero a última hora las autoridades decidieron que “Ponte no podía presentarlo”. El desconcierto se hizo general entre todos los que integrábamos la delegación de Plaza Mayor. Aún recuerdo la indignación que sentimos, pues fue inútil cuanta gestión hizo nuestra editora para cambiar la arbitraria decisión. A pesar del numeroso público que llenaba la sala, podía distinguir con nitidez el rostro de Ponte desde la mesa de presentación. No habían permitido que se sentara a nuestro lado tal como habíamos planeado, pero no pudieron evitar la complicidad de dedicarle gran parte de mi discurso de presentación. De igual forma, el dejarle saber al resto de la audiencia el enojo que me provocaba la lamentable cancelación.
     De ahí que Las comidas profundas, junto a su dedicatoria, ocupen un lugar muy especial entre mis libros. Escrito sobre una mesa con mantel de comidas, el texto es un divertimento sobre la comida, o sobre su carestía, cuando es necesario escribir “con la barriga en blanco”. Seguidor de la máxima lezamiana de que el cubano al comer incorpora el bosque, Ponte medita con igual fruición sobre la relación que se establece entre la escritura y el eros de los alimentos; de igual forma, sobre la metáfora que constituye siempre el acto de comer. Para Ponte, en ciertos momentos históricos la percepción de la comida como sustitución es más evidente. Basta señalar como paradigma en Cuba el episodio carnavalesco del fraude de la carne durante el período especial, cuando fue innoblemente sustituida por frazadas de limpieza. Qué mejor metáfora para ilustrar la desesperación, la carencia de la década de los 90 en Cuba.
     Continúa Ponte en La comidas profundas una tradición literaria iniciada en Espejo de paciencia y llevada a su esplendor con Lezama. El recetario imaginario de Ponte es aún más sorpresivo debido a la imposibilidad de algunos de sus platos. La crisis que suscitó en Cuba la caída del muro de Berlín permite la aparición de unos apuntes de cocina con incongruencias tales como sus “chuletas de arroz”, que harían hoy tal vez las delicias de cualquier vegetariano, o los paradójicos “calamares fritos sin calamares”. No quiero dejar de mencionar mi receta favorita: los nunca olvidados “crisantemos al ron”. La sorpresa y la originalidad, atributos fácilmente perceptibles en la escritura de Ponte, definen asismismo esta meditación sobre el arte de la comida. Y como en el ritual de un banquete, el texto termina con el comienzo: “una mesa en La Habana”. “En La Habana de siempre”, añado con premura.

San Juan


Padre e hijo

               Para Antonio José Ponte

Alexandra Molina

Y al final nosotros dos
nos hemos acogido a este silencio.
Acoplamos en él. Que bien lo achacaríamos
-si no fuera a extraviarnos demasiado-
al que habíamos visto
en algún otro de nuestra familia.
Esa boca cerrada como de un animal,
dura, larga, cómodamente.
Es manso ahora este silencio.
Tiene la suave obstinación de quien repite
"la verdad no encuentro nada que decir".
Sentados a la mesa o en la sala de siempre,
en la casa de antes,
el silencio recobra esta distancia
guardada con poca dignidad
con vieja tirantez.
Perdidos nuestra gracia y nuestro aliento,
perdidas nuestras fuerzas
le arrancamos un viaje,
una aventura,
le apostamos rencores, dudas y dolor,
sin acierto ni equívoco,
sin pronunciar palabra,
le llamamos política.



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La más verbosa