Havana. The Portrait of a City

W. Adolphe Roberts

Coward-McCann, Inc. New York, 1953

 

Introducción

Francisco Morán

     Walter Adolphe Roberts nació en Kingston, Jamaica, el 15 de octubre de 1886. Fue periodista, poeta, novelista, historiador y pensador político. Casi toda su educación fue privada y estuvo a cargo de su padre, quien había sido mercader de seda en China antes de irse a Jamaica. En 1902, Roberts empezó a trabajar como reportero para el Daily Gleaner. Más tarde fue corresponsal de Guerra del Brooklyn Daily Herald, desde 1914 hasta 1917, después de lo cual fue editor de varios periódicos norteamericanos. Fundó la rama de la Jamaica Progressive League en Nueva York en 1936. Alrededor de 1949 se involucró en actividades culturales. Rápidamente se convirtió en editor de la Pioneer Press y en presidente de la Jamaica Historical Society. El ámbito de sus publicaciones fue amplio, y abarcó desde la poesía y la novela, hasta la historia y la biografía. W. A. Roberts fue una nacionalista que abrigaba la convicción de que Jamaica era más que una mera bonita colonia británica. Profetizó que el país jugaría un importante rol en el futuro, y pensaba que tenía un pasado glorioso. Murió en 1962.

     Seleccionamos para esta Ronda los capítulos 21, 38 y 39 del libro de viajes de Roberts en el que, tal y como lo anuncia su título, promete un retrato de La Habana en 1953. Ya el hecho mismo de retratar (to portrait) una ciudad nos aboca a una contradicción,  puesto que se trata del deseo de fijarla, de objetivarla en la toma (en este caso de la escritura), mientras que la movilidad constante de aquella resiste naturalmente el acabado que supone el retrato. Lo singular del retrato que nos ofrece Roberts estriba, sin embargo, en la sensación de inmediatez, de familiaridad con la ciudad – rincones, calles, observaciones sobre los hábitos, los ruidos – que recuerda a la ciudad de la película Our Man in Havana. El libro, debemos aclarar, presenta una variedad de retratos de la ciudad. Hay – como era de esperarse – comentarios estereotipados, racistas (en este caso hacia los chinos) y a veces francamente misóginos. Los capítulos que presentamos son solo una muestra de dos de los rostros que presenta Roberts: 1) la Habana de los cafés y puestos de frutas, la ciudad que, como él nos dice, se disfruta mejor a pie, caminando sus calles. Esta es la ciudad que gravita desde y hacia el Prado; 2) la Habana nocturna, de la que Roberts quiere convencernos que es todo un connoisseur.

     La Habana de los cafés, de los puestos de frutas, de los comercios y de las bebidas, es una en la que todavía era posible paladear el ajenjo. Roberts nos ofrece un cuadro animado de la ciudad, llena de automóviles y ruidosa, y les advierte a sus interlocutores que si quieren absorber algo del espíritu de la ciudad, simplemente no pueden perderse el atardecer en el malecón. El Prado – que es para Roberts el alfa y el omega de La Habana – es presentado, pudiéramos decir, a través de un deseo de compañía, de búsqueda de otro caminante, cómplice de y complicado en la mirada del autor. Sobre todo por el recurso retórico de convertir su propia voz narrativa y descriptiva en la de un guía de turismo que, in situ, guiara la mirada y los pasos de los visitantes (nótese el constante uso de la segunda persona: “Si te levantas…,” “te vuelves,”), reforzado por giros que obligan al lector mismo – forzosamente de visita en la ciudad – a tomar una u otra dirección, a cambiar el tempo, como en la deliciosa sugerencia-mandato: “Entretente.” Desde el punto de vista estilístico es, posiblemente, el rasgo más interesante de este “retrato” en el que todo está en perpetuo movimiento, y en el que, por lo mismo, Roberts parece forcejear con una ciudad que posa, pero cuya misma agitación, o continuos cambios la desenfocan. El resultado es la impresión que nos deja el relato de que también Roberts se pierde en la ciudad, de que hay momentos en que la relación sujeto-objeto, el mirar-lo mirado, sucumbe: “Fácilmente te acostumbras al hábito cubano de hacer una pausa para beber un vaso de refresco, un bocado de estimulante que a esa hora del día es mejor porque no es alcohólica.” Por un lado está la necesidad constante de marcar la diferencia del otro, de la observación antropológica – el «hábito cubano» - diferencia que fácilmente entra en crisis ante la cercanía, la intimidad con esos hábitos.      

     Los capítulos 38 y 39, no exentos de interés, se enfocan en la Habana nocturna, ciudad que queda prácticamente restringida a las zonas que – luego de detallar a los lectores masculinos, que es a quienes explícitamente habla Roberts – se aconseja evitar. Curiosamente, estos capítulos ofrecen las reflexiones personales del autor sobre los intentos de diferentes administraciones republicanas por eliminar ciertos barrios y lugares asociados con la prostitución, así como del fracaso de los mismos. Tome nota el lector, en este contexto, de una Habana que – a semejanza de lo que ya ocurría en los Estados Unidos, y el mejor ejemplo sería el de Las Vegas – comienza a desplazar prostíbulos y casas de juego hacia la periferia. Otro punto de interés es la distinción entre barras y clubes nocturnos, lo que permite al narrador crear el itinerario y horarios del goce, desde los puntos de mayor visibilidad y menos comprometedores si se quiere – los cafés al aire libre y las barras – hasta los espacios de mayor elegancia, y cuyos programas se iniciaban tarde en la noche. No obstante, es el desplazamiento hacia el barrio chino donde esta Habana se torna definitivamente en escenografía para la representación de la fantasía del turista blanco y masculino. Aquí el discurso se vuelve más fuertemente misógino y racista. Y el «retrato» de La Habana adquiere el tinte de un anuncio comercial destinado a vender a una ciudad “feminizada” en su disponibilidad sexual. Esa imagen de la ciudad, por así decirlo, se resume en la representación teatral narrada por el autor y que, por momentos, es de tal ambigüedad que pareciera tratarse de algo que ocurre realmente en la calle. No es posible saber con certeza si esta representación la vio él con sus ojos, o simplemente la inventó para avivar el deseo de sus lectores masculinos. De todas maneras, tanto el hecho de que una de las mujeres en la representación aparezca homoerotizada en su disfraz de policía y porra en mano, como la complicidad intra-masculina buscada por Roberts a través de esta y de las otras mujeres de esa Habana sexualizada, sugieren un deseo jabonoso, cuyos límites se vuelven tan problemáticos como los del secreto en que termina “fijada” la ciudad. El lector notará que, a pesar de las referencias a varios presidentes de la República, no hay una sola mención a Batista. Ese silencio debe tenerse en cuenta como contrapunto de esta Habana ruidosa, cuyo retrato – movido como está – nos la retrata animada, en apariencia indidiferente al golpe de estado, y probablemente incapaz de escuchar la no tan lejana tonada de Carlos Puebla: “Se acabó la diversión / llegó el Comandante y mandó a parar.”

Capítulo 21

La visión de un trotamundos

     En los viejos tiempos la mayor parte de los visitantes vieron La Habana por primera vez desde la cubierta de un barco, con el Morro de un lado y la Punta del otro. Ahora la gran mayoría llega en avión y aterriza en el aeropuerto de Rancho Boyeros, a diecisiete millas de la ciudad. Pero, lo mismo si los recién llegados escogen un hotel de la periferia o uno en el centro, pronto descubren que el Prado es el corazón de todo. Es el lugar desde el que empiezan a notarse los lugares, los restaurantes y las tiendas. Siempre me he quedado en el Prado o he procurado estar lo más próximo posible a él. Yo soy el guía; permítasenos vagar como lo prefiero, a pie, y tomar nota de las primeras impresiones, antes que yo empiece a clasificar los “hay que.”

     La Habana, al menos para el turista, no es una ciudad madrugadora. Si te levantas a las ocho de la mañana, o un poco antes, las calles parecen completamente muertas excepto, por supuesto, para los empleados que corren a sus puestos de trabajo. La costumbre de bañarse en el mar en la costa de la ciudad, que Dana describió (véase el capítulo 14) ya no existe. Probablemente desayunarás en el hotel, en uno de los restaurantes manejados por chinos que sirven platos americanos, o sentado en un mostrador circular estilo Miami. Sin embargo, si quieres desayunar como los cubanos, puede ser interesante.

     Hay innumerables pequeños cafés donde los clientes solo piden la buena bebida local que consiste en echar un poco de esencia de café en una taza de leche caliente, y tostadas con mantequilla, rosquillas o bizcochos. El mejor pan es el llamado pan de flauta. Por lo general es posible ordenar jugo o lascas de fruta en el café. Pero el cubano toma primero su bebida caliente, lee el periódico, y va entonces al puesto de frutas, que puede ser un hueco en la pared o algo más elaborado. He visto como veintitrés variedades de frutas tropicales, nueces, y las bebidas que se hacen de ellas en una lista arriba del mostrador. Comprado de esta manera pausada, un desayuno habanero es barato y permite también una comprensión de las maneras y las costumbres.

     La próxima parada deber ser el Prado, la más deliciosa de las calles a cualquier hora del día. Desde la costa hasta el Parque Central su elevado paseo hecho de un mármol veteado y rojizo lo sombrea un espeso dosel de laureles. Las aceras a cada lado del Paseo están, en parte, bajo arcadas, y a pocos pasos unas de otras, encuentras tiendas de novedades, lugares donde tomar un refrigerio, teatros, clubes y oficinas de viaje. Este es el bajo Prado. El Parque Central, de no gran tamaño, está flanqueado por imponentes estructuras como el Centro Gallego y el Centro Asturiano, que son los hogares de sociedades de socorro mutuo, y la Manzana de Gómez, un edificio en el que se integran oficinas y mercados de compra. Más allá de este parque el Prado alto se extiende frente al Capitolio y se funde con el Parque de la Fraternidad.

     Entretente en el bajo Prado. Hay bancos de mármol con elevados espaldares y anchos espacios para apoyar los brazos, los cuales el departamento de sanidad lava con agua al amanecer hasta hacerlos brillar. El mar se ve maravillosamente azul al final del túnel que forman los laureles. Casi siempre en las mañanas una brisa fresca y ligera susurra en el follaje, hasta que, hacia las nueve, empieza a ceder al bálsamo de los trópicos. Tipos habaneros de toda clase se entretienen como tú: sólidos ciudadanos y tarambanas, políticos de profunda argumentación, niñeras con niños, vejetes misteriosos, y muchachas de los bajos fondos que no se han ido todavía a la cama. Es el lugar tradicional para terminar la lectura del periódico matutino y lustrarse los zapatos.

     Cambia de rumbo ahora hacia el alto Prado. El Capitolio se levanta sobre un bello terreno y se sube a él por una amplia escalinata. Los edificios opuestos siguen siendo, con una indiferencia que no es rara en las ciudades latinas, un residuo de los tiempos pasados. Es cierto que el extremo oeste del Teatro Payret ha sido reconstruido recientemente, mientras que casi en el medio el periódico El Diario de la Marina está erigiendo una adición a su edificio. Pero el resto son hoteles que han dividido sus otrora espléndidos vestíbulos en tiendas, en casas de huéspedes baratas, en dilapidados cinematógrafos, estudios de fotógrafos, restaurantes y cafés. Los últimos mencionados mejoran la escena, porque varios de ellos se han expandido hasta la acera y mantienen los mejores lugares al aire libre de La Habana.

     En efecto, la fachada completa tiene sus puntos. En ninguna otra parte se encuentran tantos puestos de jugos de fruta y pequeños mostradores que venden café en tazas de diferente tamaño, a dos, tres y cinco centavos la taza. Fácilmente te acostumbras al hábito cubano de hacer una pausa para beber un vaso de refresco, un bocado de estimulante que a esa hora del día es mejor porque no es alcohólica.

     De regreso al Parque Central te vuelves, si has consultado el mapa, entre los edificios de la Manzana de Gómez y el Centro Asturiano. Porque esto te sumerge de una vez en la Habana vieja, a través de la Plazuela de Albear. Obispo y O’Reilly, las más antiguas y estrechas calles de compras, se extienden ante ti hasta el puerto, la primera a la derecha; la segunda, a la izquierda. Están llenas de tráfico. Las vidrieras de los vendedores de cosméticos, joyería, objets d’art, y libros compiten con las diversas fachadas de bancos y con el estridente despliegue de una tienda ten-cent americana, mientras los agentes de tickets de lotería esparcen su mercancía en el espacio limitado de las aceras. No hay toldos arriba como en los tiempos del pasado, y el poderoso resplandor tropical golpea sobre la agitación de las calles. Pero el interés no puede desfallecer. Bebes otro jugo de frutas, quizá el agua de un coco verde, y paseas hacia la Plaza de Armas y la orilla del mar. Incursiones en otras calles antiguas se sugerirán por sí mismas, y mi consejo es ceder a cualquier impulso. Toda la Habana vieja es fascinante.

     Para el almuerzo, repito el consejo que doy habitualmente. Elige alguno de los lugares caros que te garantiza un espacio holgado, o uno pequeño y alejado del centro. Aquí el restaurant promedio del centro de la ciudad podría desafiar a Times Square, Nueva York, en lo que respecta a congestión. Después de comer te vendría bien una siesta. Los españoles sabían lo que hacían cuando adoptaron esta costumbre en los países cálidos.

     En la tarde será natural vagabundear el otro lado de la ciudad, o la Habana nueva. Eres un peatón y no llegarás muy lejos en este enorme distrito. No importa. Neptuno, San Rafael y Galiano son calles para ir de compras, y continúan la venta al por menor que empezó el siglo pasado (ver capítulo 15). Hay tiendas por departamentos grandes y pequeñas, igual que infinitas tiendas de especialidades. Muchas de las más importantes fábricas de tabaco y de cigarrillo están en esta parte de La Habana. El Barrio Chino ocupa un gran distrito al oeste de Galiano y sur de Zanja. Abundan los buenos restaurantes. Encontrarás los dos frontones líderes del jai-alai y otros numerosos lugares de diversión.

     Si eres energético puedes caminar hasta el Hotel Nacional y emprender luego el camino de regreso junto al Malecón. No le recomiendo esta caminata a todo el mundo, no lo olvides. La mayor parte de los visitantes prefieren tomar un taxi, y el sistema público de ómnibus cubre la ciudad con una red de más de treinta líneas. Pero no puedes evitar el paseo si quieres absorber ciertos aspectos del espíritu de una ciudad. El Malecón, por ejemplo, es una maravilla al caer la tarde, y el automovilista que acelera al pasar junto a él pierde la mitad del efecto. Aunque el mar y el cielo pueden ser elegantemente azules, usualmente hay suficiente brisa para rociar por encima del muro, y el occidente se vuelve una conflagración a la hora del crepúsculo. Del lado de la tierra, nobles monumentos en una larga sucesión rompen la regularidad mansiones y casas de apartamentos de un coloreado estilo mediterráneo.

     De modo que acabas regresando al Prado una vez más. Es hora de beber un cóctel, y hay tantos bares para escoger, como de bebidas. El absintio, que hoy está prohibido en casi todos los países, no lo está en Cuba. El vermouth simple, el dubonet, y varios licores amargos son muy populares aquí como aperitivos. Los cocteles nativos típicos se hacen con ron. Indudablemente el más conocido es el daiquirí, bautizado con el nombre de un pueblo costero cerca de Santiago de Cuba donde primero pisaron tierra las tropas americanas. La receta es simple: ron pálido (1), jugo de lima, azúcar y hielo triturado, todo bien batido. Otro que gusta mucho el el presidente,  preparado con ron oscuro (2) y parecido al Manhattan. El Cuba Libre, inventado para adecuarlo al gusto americano, es una mezcla de ron y Coca-Cola y zumo de cáscara de limón. Pero los cocteles regulares o apéritifs que se beben en cualquier parte del mundo son perfectamente familiares para los cantineros de La Habana.

     Dónde cenar es un asunto que discutiremos en un capítulo posterior. Después, lo mismo si vas al teatro o a un club nocturno, guarda la hora final para el bajo Prado. El extraordinario carácter de la calle se destaca entonces más que en cualquier otro momento. Los bancos se llenan y el paseo de mármol se vuelve en verdad efervescente con la animación que uno encuentra. Miles comparten la misma idea que se te ocurrió a ti; han venido por un paseo antes de irse a la cama – y en muchos casos para terminar una discusión. Hay una oleada de risas, un continuo murmullo de voces. Sobre las cabezas, los pájaros susurran entre el follaje de los laureles porque, por extraño que parezca, grandes bandadas de grajos negros que se alimentan en el campo regresan al atardecer a posarse sobre las ramas, en lo alto de la calle más frecuentada por seres humanos.

     He mostrado que la considero una ciudad encantadora. Pero nada es perfecto. Hay un rasgo de La Habana que detesto, y ese es el ridículo, incesante ruido de las bocinas que hacen los automovilistas. Me han dicho que cuando el uso del automóvil empezó a generalizarse, hace unos cuarenta y cinco años, se creía, con alguna justicia, que era un peligroso artefacto y la ley ordenaba a los choferes sonar la bocina en cada intersección como alerta. El hábito adquirido entonces se convirtió en manía, y en caso de un embotellamiento de tráfico los choferes muestran su ira o su hilaridad sonándose unos a otros sus vocinas. También se dice que a los cubanos les gusta exhibir la posesión de un carro apoyándose sobre el claxon. Comoquiera que sea, la costumbre no tiene sentido. Otras ciudades han encontrado que cuando se prohíbe tocar las bocinas, excepto en serias alertas, disminuye el número de accidentes. Ayudaría al turismo si las administraciones municipal y nacional tomaran acción para abolir este fastidio. Una encuesta hecha a comienzos de 1952 demostró que el 85.38 por ciento del ruido innecesario de La Habana era causado por automóviles, motocicletas y ómnibus.

     Después de todo, la población de La Habana es, en figuras redondas, de 725,000, mientras que el total del centro urbano tiene más de 800,000 habitantes. Es una comunidad demasiado grande para continuar tolerando prácticas infantiles en lo concerniente al ruido. 

 

Capítulo 38

La vida nocturna en La Habana

     El novelista cubano Felix Soloni escribió en su Mersé (1926) que La Habana no era una ciudad para vagabundeos nocturnos. Los pocos que permanecían despiertos después de la una de la madrugada eran “los vigilantes, los limpiadores de calles, los artistas que sufrían de insomnio, los periodistas aburridos, los choferes y los policías. Esos que conducían pálidos por emborracharse al cuarto vaso causan un ligero escándalo y, o van a parar a la policía, o vagabundean de vuelta a la casa. ¡Y nada más! Esto, recuerda, solo ocurre en las inmediaciones del Parque Central; alrededor de las Habanas vieja y nueva, nada. Los cabarets están en las afueras, y su clientela es siempre la misma.” Él estaba de acuerdo en que los turistas americanos, a los que encontraba algo ridículos, se las arreglaban para crear un poco de agitación.

     Quizá haya habido ese embotamiento a mediados de los 1920s, al comienzo del régimen de Machado, aunque lo dudo. La Habana sabía como divertirse lujuriosamente en épocas más tempranas (ver Capítulos 10 y 15), y ciertamente hoy no está atrasada. La opinión fundamental de Soloni, sin embargo, es que el habitante promedio se va temprano a la cama, lo cual es cierto de todas las ciudades latinas, incluyendo París. El búho nocturno es una variedad especial de pájaro. Algunos habaneros eligen ir donde va el turista, mientras que otros persiguen el placer en maneras que nunca llegan al oído del turista.

     Las atracciones son siempre las mismas: el baile, y el entretenimiento con bailadores, cantantes y exhibicionistas de una u otra clase; se permiten los juegos de apuestas, y varios juegos de azar; la bebida, con comidas ocasionales; y la prostitución. La Habana ofrece todas estas cosas, desde lo lujoso a lo barato y lo sórdido.

     Los cafés en las aceras del alto Prado, opuestas al Capitolio, ofrecen un placentero comienzo para un chapuzón en la vida nocturna. No tienen nada de sensacional. Son extensiones de cafés establecidos hace ya mucho tiempo, como El Dorado y el Saratoga. La mayoría tiene orquestas, con cantantes programados o un ocasional solo de baile. Recuerdo una orquesta toda de muchachas que era tan popular entre la clientela masculina que tenía que estar encerrada en una caja de cristal; de cualquier manera esa era la historia publicitada. Las bebidas tienen un precio razonable para establecimientos de ese tipo, los cuales en las ciudades del Nuevo Mundo son agobiados con impuestos sobre la propiedad. Los personajes del teatro y los deportes favorecen estos cafés al aire libre, pero más tarde o más temprano, todo el mundo cae.

     Un viejo genial, Don Gabriel Camps, un periodista y un hombre que conoce la ciudad, quien revivió la costumbre en el alto Prado hace unos veinticinco años, me lo explicó de la siguiente manera: Era un lugar común encomiar las alegrías de ver el mundo pasar, él afirmó, pero ¿y la satisfacción de ser visto por el mundo mientras uno holgazanea en un lugar de moda? Mucho podría decirse, también, de la ventaja de poder decir, con una sola ojeada, quiénes eran los clientes de un café dado sin tener que entrar y comprometerse uno parcialmente a tomar un asiento. Si notaste a un conocido aburrido que probablemente te iba a acorralar, ¿por qué lo saludaste vagamente y seguiste de largo? Tenías la seguridad de que en algún otro lugar verías a un amigo con quien querías conversar.

     Después de los cafés al aire libre, la lógica progresión es ir a las barras o a los clubes nocturnos. En La Habana son instituciones muy diferentes unas de otros. Las primeras no ofrecen entretenimiento teatral, pero son frecuentadas por muchachas que juegan el papel de anfitrionas, y cuyas serviciales maneras son más francas que las de su tipo en los Estados Unidos. Los clubes nocturnos tienen elaborados programas, comenzando usualmente tarde en la noche, mientras que las barras nocturnas funcionan a partir de la hora del cóctel. Por lo tanto concédeles a estos últimos una mirada inicial. Se admiten damas escoltadas, aunque su presencia es considerada sórdida y causa cierto malestar. Mi sugestión se dirige a los hombres.

     Las cuadras de Virtudes más cercanas al Prado, de cualquier lado, son lugares centrales para este tipo de bar. No hay que mencionar nombres. A nadie se le escaparía los lugares con sus estridentes anuncios lumínicos, el racimo de taxis esperanzados, y los policías sentados en los portales, dando consejos a los turistas que los pidan, y resolviendo las disputas amigablemente. El bar típico tiene aire acondicionado, bien amueblado, y tiene un pequeño cuarto trasero para bailar con la música de la victrola. Las bebidas tienen precios moderados. Las muchachas constituyen la principal atracción. Están bajo el control de la policía, se sentarán junto a un hombre que no esté acompañado y le pedirán que les compre una ronda, pero se excusarán cortésmente si él dice que no. Cualquiera de ellas puede ser tomada y llevada fuera del local. Eso es lo que buscan. La casa protege escrupulosamente el derecho del cliente a ser un mero mirón, y no lo apura para que compre bebidas.

     Los clubes nocturnos habaneros siguen el modelo internacional, pero son decididamente más coloridos que en la mayoría de otros países. El baile español, que es una forma artística de elevada clase, es responsable de esto, por la potente ayuda de las variaciones que se han desarrollado en Cuba a través de los años.

     Los hoteles principales y el Casino Nacional, que es el Monte Carlo del Caribe, tienen atracciones de clubes nocturnos. En efecto, hay ocasiones cuando el Casino captura tantas buenas actuaciones que reclama su predominio. Entre otros notables lugares se encuentran los siguientes:

     Tropicana, que ocupa una antigua mansión en la Avenida Truffin del suburbio Buena Vista en dirección a Marianao. Los jardines aquí son encantadores, excelente la comida, y los artistas profesionales casi no tienen par. El lugar disfruta de permiso para el juego – que no tienen muchos otros – porque el Estado prefiere que los intereses fluyan a través del Casino Nacional. Como en cualquier otro lugar, la ruleta parece ser el juego favorito.

     Sans Souci, el Jockey Club, Mulgoba y la mayoría de sus rivales más populares son también suburbanos. La última moda es la de construir otros sitios como estos en la carretera que va hacia el aeropuerto de Rancho Boyeros, lo cual es natural. El viejo Montmartre, Calle P esquina a la Calle 23, en el Vedado, es considerado céntrico para ser un club nocturno, y excepto unos pocos lugares en hoteles famosos, los clubes del centro, en y cerca de Prado, han perdido su antigua posición. No hay otro tipo de negocio que cambie más rápidamente. Dudé sobre si dar los nombres de algunos establecimientos, porque pueden haber cerrado antes de que este libro fuera impreso. Pero siento que los mencionados sobrevivirán.

     En cuanto a los centros de esparcimiento en pequeños barrios y otros sitios para efímeros “chapuzones,” no hay para qué contar. Una hilera de casuchas en la calle principal que conduce a Miramar cautivó a los bohemios hace ya varios años y vino a ser conocida como Las Fritas por las cosas fritas que se vendían allá. El improvisado entretenimiento – rumbas y otros bailes del país, baladas populares, música de guitarras – era genuinamente cubano. Aunque en estos días el lugar es más pretencioso, no lo es tan desafortunadamente, y las barras de Las Fritas bien que merecen una visita. Uno de los lugares que ya goza de larga vida es llamado el Pennsylvania; otro es el Panchín.
     Considerando que el juego está legalizado en cada esquina de La Habana, notablemente en el Casino y en el Jockey Club, es extraño que alguien desee practicar el ilegal. No obstante, muchos visitantes lo practican. Encuentran fácilmente los lugares prohibidos, cerca del Prado o en el Barrio Chino. El último es una zona relativamente grande, situada al oeste de Galiano y al sur de Zanja. Como en otros países, los chinos de Cuba no pueden ser inducidos a privarse de sus especiales juegos de azar, que están dispuestos a compartir – bajo ciertas condiciones – con los extranjeros ávidos de emociones.

     Es probable que el búho nocturno masculino quiera rematar su revoloteo con una mirada a las casas de prostitución, quizá un ápero término genérico, porque algunas de ellas son extremadamente elegantes. En ningún momento la fille de joie ha sido expulsada de La Habana, ni siquiera obstaculizado su llamado, y ha habido períodos (ver capítulos 10 y 15) cuando alcanzó fantásticas alturas de favor y prosperidad. Se sostiene que bajo la república la licencia sexual llegó a su extremo durante las presidencias de Gómez, Zayas, y Machado, aunque sería difícil probar que hubiera habido menos cuando Grau estaba en el poder. Aproximadamente a mediados de la administración de Prío un súbito ataque de reforma (solo en este asunto, porque la corrupción era rampante) condujo al cierre de todas las casas conocidas y al emprisionamiento de los cuentapropistas. Se suponía que el tráfico acabara, pero no pasó nada de esto. Las muchachas de los bares nocturnos no fueron molestadas, y las rameras pulularon en las calles antes de que pasara mucho tiempo, así mismo como el sistema anterior se lo había prohibido.

     Lo que se logró fue desocupar cientos de viviendas que alguna vez estuvieron ocupadas por respetables inquilinos, y quienes no habían sido capaces de encontrar un lugar donde vivir por la escasez de hospedaje. La mayor limpieza ocurrió en el barrio de Colón, situado justo al oeste del bajo Prado. Satisfacía una vieja queja de que el distrito era demasiado valioso para que se lo abandonara a las actividades de “luz roja.” El ministro a cargo de la reforma, sin embargo, tenía un toque de fanatismo que resultó ser impopular. Fue expulsado de su puesto seis meses antes de la caída de Prío. Gradualmente se recuperó el tráfico, pero en nuevas locaciones y a mayor distancia del centro.

     De una de las casas en la calle Colón pudiera decirse que ha tenido una celebridad mundial. Era una engalanada mansión del pasado, de tres plantas y un patio adornado con macetas de arbustos y palmas. En el segundo piso se había construido un pequeño bar, equipado con gusto; tenía espacio para que unas pocas parejas pudieran bailar. Contra este telón de fondo pasaban muchachas en camisones, bonitas; muchachas de buenos modales que si algo parecían ser, era un poco anticuadas. No hubo nunca borracheras ni griterías. A los hombres que llamaban a la puerta no se los admitía si no eran conocidos, u obviamente deseables. Los connoisseurs iban como si se tratara de un club cuyos precios justificaba la atmósfera. Aunque ya no existe en la misma dirección, hay que mencionar la casa en cualquier relato de la vida nocturna en La Habana moderna. La propietaria la reabrió en los suburbios.

     Por otra parte, en esa zona reprimida existieron establecimientos muy sórdidos y escandalosos. Han sido desyerbados, y desyerbados deberían quedarse. Harían falta un fresco humor de indiferencia y años de degeneración para producir algo igual a la calle Bernal a como estaba hace tres años.

 

Capítulo 39

No autorizado por la censura

     A un jefe de policía en tiempos de Menocal, crítico arrogante de su predecesor bajo José Miguel Gómez, se le ha acreditado el haber suprimido la exhibición pública de películas pornográficas con el criterio de que los hombres que pagaban dinero para excitarse sexualmente debían gastar ese dinero en las cubanas vivas. Otro oficial prohibió las prostitutas extranjeras, subrayando que las nativas tenían derecho a ser protegidas de la competición. Sea o no verdad que se dijeran esas palabras, el espíritu de ellas prevalece. Mucho risqué entretenimiento se ofrece en La Habana, de origen local y en la carne. A la impropiedad importada se le frunce el ceño.

     Permítasenos ignorar las escandalosas exhibiciones que se escenifican en los burdeles. Carecen de imaginación, y en muchos países se ven lugares como estos. Cualquiera que pague el dineral que en ellos se exige no es más que un imbécil. Pero aquí y allí, por toda la ciudad, te tropiezas con una variedad de shows que tienen cierto mérito. Todos tienen su fundación en la revista de variedades que se popularizó en Nueva York antes de la Primera Guerra Mundial, con toques latinos, y con el strip tease llevado a sus últimas conclusiones. No hay dudas de que van más allá de la palabra de la ley, pero la policía se hace de la vista gorda en la medida en que las audiencias estén compuestas casi enteramente de hombres hispano-hablantes. Las mujeres cubanas, por supuesto, no soñarían con asistir a esos lugares. Un puñado de turistas, incluso una turista femenina ocasional, es ignorado. Pero si los extranjeros empiezan a venir en gran número, el lugar es cerrado con la excusa de que le daría una mala reputación a La Habana en el extranjero. Es casi seguro de que abra en cualquier otro lugar.

     Un teatro de este tipo ha existido por mucho tiempo en la orilla del Barrio Chino. No diré su nombre, pero el visitante no tendrá dificultad en identificarlo, puesto que se anuncia discretamente y cada cantinero y cada taxista lo conocen. Un programa típico comienza con un sketch moderadamente largo que una persona de afuera probablemente encontrará aburrido, apoyándose como se apoya en dialecto y alusiones locales. A continuación vienen las piezas breves: algunas de ellas chistes dramatizados, algunas de canción y baile, y otras una especie de pantomima subida de tono. Los vendedores perfeccionan la ocasión con la venta de folletos indecentes en los pasillos.

     Escuchas una atractiva canción alguna que otra vez, o ves un buen número de baile. Por lo general, estas fases del entretenimiento son crudas, con énfasis en el ruido y en la gimnástica. La muchacha que hace señas desde el retablo puede ser desvergonzada, pero a menudo tienen originalidad y, por lo menos, no hablan; constituyen la atracción más popular. He aquí una que se ganó mi sonrisa burlona:

     La escena tuvo lugar por la noche, en una desierta plaza de la ciudad, señalada por telones de fondo pintados con lámparas de calle y las siluetas de las casas. Por el escenario paseaba despreocupadamente una mujer completamente desnuda, excepto por su sombrero y sus zapatos, que balanceaba una bolsa. La insinuación de su llamada era inconfundible. Extrajo un espejo de su bolsa y empezó a maquillarse bajo una lámpara. En ese momento se le unió una media docena de hermanas del pavimento, todas en un estado de desnudez similar. Hablaron por medio de muecas y encogidas de hombros, lo que demostraba que el negocio no marchaba bien. Apareció entonces una hembra robusta, también desnuda, excepto por la gorra de policía, los zapatos de cuero y el bastón que llevaba. La recién llegada le frunció el ceño a las rameras, las amenazó con la porra, las puso en fila y empezó a registrarlas para ver si tenían armas escondidas. La comedia de esta última operación se extendió. No tengo que decir más. Disgustada por no haber descubierto nada, el “policía” ahuyentó a sus víctimas hacia las alas [del escenario], y ella misma se retiró a grandes zancadas, mientras la orquesta tocaba un pasodoble.

     El Teatro X, sin embargo, no es el lugar para ver arte desvestido – y tal arte existe. Si no sabes donde mirar, puedes encontrar en alguna calle pobre un pequeño show que gira alrededor de una muchacha que anhela vehementemente el éxito y baila desnuda como la única manera de hacerse notar por los gerentes. Ocasionalmente, solo ocasionalmente, una muchacha de este tipo pone el dinero en segundo lugar. Está tocada de un genio que debe encontrar su salida, y a través de ella emerge entonces la fascinante verdad de que la danza se inventó primero, y después el traje. Ciertas líneas fluidas pertenecen al cuerpo y a nada más. Consecuentemente, hay ciertas danzas que deberían bailarse con el cuerpo desnudo. 

     Una habitación en la planta baja con un escenario toscamente construido pudiera servir como teatro, o pudiera ser incluso un patio con asientos al aire libre y una plataforma baldoquinada subdividida por cortinas. La entrada costaría apenas más de veinticinco centavos. Recuerdo un show en un escenario de esta naturaleza. Una muchacha morena, ágil e intensa, permaneció delante de la audiencia casi toda la hora que duró la actuación; el comediante que la acompañaba era solo un complemento, aunque él era quien guiaba el acto. Los espectadores aplaudieron más fuertemente cuando ella se desnudó, y no por razones estéticas. Pero a ella no parecía importarle una cosa o la otra. Sus ojos negros estaban concentrados en la luna.

     Como la mayor parte de los Barrios Chinos del Nuevo Mundo, el de La Habana tiene su lado mórbidamente secreto, sus antros donde se fuma el opio y se practican otros vicios. El visitante haría bien en mantenerse alejado de ellos. De todos modos, pocos guías se arriesgarían en mostrarle el camino, y él nunca lo encontraría por sí mismo. Si no puede satisfacerse a menos que haya entrevisto la degradación, no tiene que ir más lejos de algunos de los bares abiertos en Zanja cerca de San Nicolás, y bajar por los callejones de los lados. Verá a los adictos a la marihuana y a los borrachos. Generalmente hablando, los cubanos no se inclinan al alcoholismo, pero los miserables que tragan licor crudo a cinco centavos el vaso en el Barrio Chino, simplemente están usando los medios más fáciles y baratos de aturdirse los nervios.