Simetrías Cine Aladino

Erick Blandón

Leónidas Tirso, legionario infatigable contra Roma y los magnates del Evangelio, también rompió sus lanzas para demostrar que desde la noche del 6 de Febrero de 1916 – muerte de Rubén Darío – no ha habido nada nuevo bajo el sol de las letras hispánicas. Compulsando religiones cayó en la cuenta de que no era falsa la doctrina del tránsito del alma por muchos cuerpos y a tal fe consagró sus días. Bajo ese influjo comenzó a visionar con perplejidad la marca del amado poeta en todas las literaturas a las que se aproximaba y hasta en las canciones y novelas de la radio, en el teatro y el cinematógrafo descubrió su imborrable presencia. Así, cerca de 1972, en la luneta del cine Aladino hoy en escombros, le vino al pensamiento la transposición de imágenes, en blanco y negro, que me relató en la confluencia de los tres ríos en Pittsburgh, la cual en memoria suya y sin asomo arrogante de fidelidad transcribo aquí.

Blanche DuBois titubea buscando ansiosa, en la estación de Nueva Orleáns, una voz gentil que le diga dónde abordar el tranvía para llegar a Champs Elisee, como el greñudo y flaco muchacho centroamericano, abandonado y sin norte en la estación de Santiago de Chile, allá por los años ochenta del siglo diecinueve,  los pantalones estrechos, la valija indescriptible con dos o tres camisas y los zapatos problemáticos. Blanche DuBois, por el contrario, lleva un ajuar que le dará la apariencia de joven de bien, aunque su rostro demacrado no la favorezca. Tiene la suerte de que un apuesto marine le indique que su tranvía es justo el que se aproxima en ese preciso instante, y le ayude a abordarlo. Pero el viajero que se apeara en Santiago anduvo de arriba abajo perdido en el trasiego de extraños entre empujones y bultos de carga y descarga. Trataba, sin suerte, de encontrar al desconocido que llegaría a esperarlo. Desespera y maldice su desamparo mientras el tiempo pasa. Persiste en la espera, porque no tiene adonde ir. Masculla una palabrota. Golpea el piso con la suela de su zapato. Pero al fin –cuando la estación queda vacía – se le acerca un caballero, a quien aguarda un lujoso carruaje. Quería saber si por casualidad el solitario de indigente apariencia era la figura de renombre de quien tenía magníficas referencias. El hombre, un político de prestigio, al verlo de cuerpo entero en la desolación de los andenes sin gente, quedó estupefacto. Aquel mozalbete insignificante no podía ser el ilustre personaje que tanto le habían recomendado. Sí, yo soy Rubén Darío, le respondió el otro con alivio. En el acto se cambian los planes de alojamiento. Va para una pensión acorde con su apariencia, no al hotel de cinco estrellas que le tenía reservado. ¿De dónde si no de Los raros había salido la alusión que hace Blanche de Edgar Allan Poe, cuando recorre por primera vez el cuchitril en el que vive Stella con Stanley Kowalski? Una pista que nos indica que hasta en el más allá la maligna Emelina los persigue, y con despecho le dice a Stella que sólo Edgar Allan Poe, "el cisne desdichado", podría apreciar un lugar como ése donde viven ella y el asqueroso plebeyo de su marido. ¿Acaso no había sido en la semblanza que Darío hace de Poe en Nueva York, donde evoca en un flashback a Stella, como su "dulce reina, ida tan presto"? Que el lugar sea ahora Nueva Orleáns y no la Gran Manzana, es lo de menos. Lo que le  interesa a Emelina es interponerse entre los dos, aunque el dramaturgo la represente como Blanche DuBois, la hermana de Stella, y no como la terrible rival que ni después de muerta le perdonó que Darío la hubiera desposado primero, y que luego – mientras a ella la esquivaba – añorara a la difunta por quítame allá esas pajas. Emelina no había sido mujer que se diera fácilmente por vencida y allí estaba, en la realidad del celuloide, peleando por su esposo, aunque para eso hubiera tenido que hacerse pasar por loca, y que Stanley, ese irresistible barbaján sudoriento que ahora albergaba el alma de Darío, hubiera descubierto la mentira de que ella antes había sido una mujer honrada, y que por el contrario había salido de su pueblo expulsada, por molestar sexualmente a un adolescente de la escuela donde enseñaba inglés, además de otros descarríos en Laurel. ¡Era Darío reclamando a Emelina que hubiera sido de otro antes que de él, y a lo cual atribuyó el haber sentido el mayor desengaño que puede sufrir un hombre enamorado! Había cambios en los matices, se atribuía a Emelina lo que en realidad le había ocurrido a Darío y viceversa; pero era obvio  que Tennessee Williams se había basado en parte de la autobiografía de Rubén Darío para escribir su celebrada pieza Un tranvía llamado deseo. En esa metempsicosis, Darío había ido en busca del alma de Stella y no de la de Francisca Sánchez, la concubina de España; y en su otra vida, al fin se había deshecho de Emelina, mandándola a encerrar en un manicomio. No importaba que el alma del poeta sublime hubiera transmigrado al cuerpo bestial de Stanley Kowalski, el jayán de ancestros polacos. Quedaba demostrado que el poeta, por universal, era mundialmente leído, imitado y plagiado en todas las lenguas. La vigencia del gran nicaragüense era siempre de actualidad, aunque muchos dijeran que Prosas Profanas había envejecido, y que hoy Azul... no era más que una reliquia. Ya habría tiempo de demostrarles a los detractores que el Modernismo era mérito indisputable de Darío, por mucho que se empeñaran en probar lo contrario Manuel Pedro González o Ivan Schulman, entre otros dizque eruditos. No, si los plagios no sólo se habían dado en la literatura del Boom latinoamericano, como en la novela Cien años de soledad, en la que el autor sin sonrojarse arranca la historia con el coronel Aureliano Buendía evocando la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, un dato que incontestablemente toma del segundo capítulo de La vida donde Rubén Darío cuenta que gracias al coronel Ramírez Madregil, su padre adoptivo, conoció las manzanas californianas, el champán francés y el hielo.  Es que hasta en el mismo teatro de Broadway lo desvalijaron; y para probarlo allí está, como cuerpo del delito, la versión cinematográfica dirigida por Elia Kazan, y protagonizada por Vivian Leigh y Marlon Brando, quien, por cierto, se daba un aire a Rubén cuando andaba en los treinta.  Otro asunto,  Tennessee Williams no ignoraba la situación casi menesterosa del moribundo Darío cuando el gobierno de Managua se negó a pagarle los salarios que le adeudaba y que, al agravarse su salud en 1915, cayó en las garras de Emelina y de los cirujanos que lo destazaron. Por eso, las palabras de Blanche DuBois en su último mutis aferrada al brazo del doctor de la institución estatal adonde van a encerrarla: "Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos," bien pudo pronunciarlas el pobre Darío. Faltan pormenores, rectificaciones y ajustes, como ocurre cuando se trata el tema del traidor y el héroe. Williams pensaba que fue una gran película levemente perjudicada por un final a lo Hollywood. Podría ser. Lo cierto es que uno sale del cine oyendo el nombre de Stella repetido lujuriosamente por su hombre, y hasta parece que es el poeta quien en sueños pregunta por ella diciendo "¿has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella, la hermana de Ligeia, por quien mi canto a veces es tan triste?"

Leonidas Tirso estaba agitado, y con un ademán chambón se levantó de su asiento y abandonó la terraza, no sin antes advertirme: No creas que se trata de  eso que Borges define como el contacto momentáneo de dos imágenes. ¿Metáfora? Le pregunté sin convicción, pero no me oyó, porque salió corriendo hacia la parada donde subió al 54C que lo llevaba siempre a los bares de blues en el bullicioso Southside.