“Todos los géneros de atrocísimos y exquisitos suplicios:” Sobre la recreación monstruosa del dolor en el Barroco

Elena del Río Parra, Georgia State University

 

El dolor cruel, grave, triste, ligero, intolerable, querelloso, undoso, a manera de ondas, desdichado, solícito, enfermo, insanable, crudo, rabioso, acordado, mísero, lloroso, acerbo, áspero, inconsolable, malo, codicioso, ardiente, ingrato, loco, indómito, agudo, lacrimoso, amargo, atroz, inquieto, arrebatado, violento, aflicto, gemebundo.
Selva de epíctetos (ca. 1500)

 

 

 

 

 

 

La ecuación del dolor

El dolor, como el miedo, tiene a gala el ser uno de los temas más escurridizos dentro de la historia de las representaciones. La tipología que ofrece la Selva de epíctetos (429) no es sino una rudimentaria tentativa que el Renacimiento ensayará en el camino hacia definiciones más exactas,(1) mientras que los padecimientos mentales, complejamente reconstruidos como motivos retóricos en la lírica cortesana y los libros de amor cortés como premio en que regodearse, evitan complicarse con síntomas físicos. Sí lo hacen, por descontado, los tratados de medicina, aunque, a diferencia de los textos literarios de ficción, eviten escarbar excesivamente en los recovecos del dolor. Así, ni las biópticas de Hans von Gerssdorf (Imag. 1. Laceraciones por arma blanca y de fuego, 1528), ni los diseccionados de Juan Valverde de Amusco (1560) o los destilados de Hieronymus Brunschwig (Imag. 2, Anatomía Brunschwig -306r-) dan cuenta del sufrimiento de sus participativos cadáveres puesto que los ya difuntos, aunque animados, son incapaces de comunicar con eficacia el dolor pasado.(2)
     La taxonomía de las causas del dolor es relativamente simple y se limita a la enfermedad, la tortura, la penitencia, el accidente o catástrofe, la acción bélica, la terapia, el parto y el castigo. Este último suele subdividirse en la Europa del XVII en ahorcamiento –como pena por crímenes comunes-; decapitación –como pena por delitos “nobles” como la traición-; descuartizamiento –como pena para delincuentes del orden público como bandidos u homicidas-; y cremación, bien de cuerpos previamente ahorcados, bien seres vivos –como pena para crímenes contra Dios, de sodomitas e incestuosos-.

Los tratados médicos consideran el dolor como síntoma y apenas atienden a su calidad, prefiriendo centrarse en su intensidad y localización, de forma que éste suele describirse en términos muy generales. Constituyen una excepción las Observationes de Felix Platter, cuyo segundo libro, “in Doloribus”, describe todos los padecimientos posibles de la cabeza a los pies.(3) Son escasos los textos que atienden al dolor en sí mismo, que hemos de buscar fuera del ámbito médico: tras más de veinte siglos enfrentados a un problema, el triángulo Epicuro-Séneca-Quevedo gira excepcionalmente en torno al manejo de éste, no al tratamiento de sus causas. Siguiendo fragmentos atribuidos a Epicuro, Séneca (epístola LXXVIII) explica que la mente puede engañarse a sí misma para aminorar el sufrimiento, y recomienda recordar los dolores pasados, no temer los futuros y pensar en dolores peores que el de uno, como el instrumento que reabre heridas todavía no curadas o los torturados quienes, con una sonrisa, piden más y más. Recogiendo el testigo de los anteriores y parafraseando sus escritos, Quevedo reflexiona sobre cómo nadie puede padecer mucho dolor mucho tiempo, ya que éste es, bien tolerable, bien breve, creyendo, como Séneca, que el dolor agudo se produce en partes pequeñas de cuerpo por concentración de la podre, y cuando es insoportable se atenúa: “el fin del dolor es la insensibilidad que el mismo dolor causa” (160), esto es, el mismo mal es su propio remedio.
     Para el neófito no versado en medicina ni filosofía, en cambio, el mayor reto reside en adivinar la causa del padecimiento, como si de un juego se tratase:

A todos oigo hablar con igual satisfacción en la presente materia: y en la averiguación del origen de las dolencias de que se quejan, hasta los Rústicos hablan en tono de Filósofos […] Todos saben de dónde les vino el menoscabo de la salud […] Este atribuye su dolor de cabeza a haber dormido más de lo ordinario; aquél a haber dormido menos; éste a la falta, aquél a la sobra de ejercicio; éste al calor, aquél al frío; éste al viento Norte, aquél al Sur; éste a que comió aceitunas, aquél a que se hartó de espárragos. Sólo yo, triste de mí, apenas sé jamás de dónde me vino el daño. Lo más es, que ignorándolo yo, suelen saberlo otros (Feijoo, “Sobre la ignorancia” 304-5).

Considerado irrelevante en sí mismo, ni figura ni texto ofrecen datos para explorar el tema que nos ocupa, ya que los libros de medicina no lo codifican culturalmente. Incluso la definición proporcionada por Benito J. Feijoo, versado en el asunto e incluso conocedor del dolor imaginario de los amputados (“Causas del amor” 368),(4) resulta escueta y carente de matices:

El dolor, según la sentencia común, es causado por la disolución del continuo. Es cierto que en igualdad de sensibilidad, cuanto mayor cantidad de continuo se divide, tanto mayor es el dolor; y tanto menor este, cuanto menor cantidad de continuo se disuelve. Por esta razón causa poco dolor la picadura de una pulga; poquísimo, la levísima picadura de una aguja (“Demoníacos” 120-1).(5)

La ejecución de sentencias judiciales ha estado, desde sus orígenes, estrechamente ligada a la medicina y, por tanto, a los efectos de las penas sobre el cuerpo. A partir del siglo XVIII la pregunta por el dolor se vuelve frecuente objeto de experimento para tratar de dilucidar qué duele o no, aunque evitando medir cómo o cuánto duele algo:(6)

Bacon refiere de un caballero, que nimiamente curioso de saber qué sentían los ahorcados al padecer el suplicio, quiso experimentarlo en sí mismo. Para este efecto, habiéndose puesto sobre una mesita y ajustándose al cuello un lazo que había colgado del techo, se arrojó al aire con la intención de restituirse, cuando le pareciese, a la mesita […] Es el caso, que, como él después refirió, desde el momento mismo que el cuerpo quedó pendiente del lazo, perdió la advertencia y el sentido; ni memoria de mesita, ni conocimiento del peligro en que se hallaba, ni aun sensación de dolor, o sufocación.
     Esto mismo creo firmemente sucede a todos los que son ajusticiados, hora lo sean con horca, o con garrote, o con cuchillo, y generalmente a todos los que padecen muerte violenta tan prompta como la de aquellos, sólo pueden sentir un dolor instantáneo, porque, perdiendo el sentido desde el momento mismo que reciben el golpe fatal, todo el tiempo que resta hasta la separación del alma, son troncos, más que hombres. Ni obsta, que en ese tiempo intermedio se les vea tal vez hacer algunos movimientos, porque son puramente maquinales, y en ningún modo imperados por la voluntad, o dirigidos por la razón.
     De esta regla general no excluiremos ni aun a los que son quemados vivos. Este es un género de suplicio que horroriza extremamente a todo el mundo, concibiéndose, generalmente, que aquel miserable que es arrojado en una hoguera está sintiendo el atrocísimo tormento del fuego hasta que rinde el aliento último. Pero yo siento que nada siente, siendo imposible que no pierda enteramente el sentido desde el momento que es arrojado en medio de las llamas. Ni puedo concebir que dure en él la percepción de dolor más tiempo que el de un minuto segundo (Feijoo, “Paradoja XI” 63-4).(7)

     Aún a día de hoy la medicina no está en condiciones de refrendar esta afirmación, pero la elusión del dolor en casos extremos como los relatados por Feijoo no es exclusiva de la ciencia médica: si acudimos a otro tipo de textos, generalmente relacionados con la administración de justicia, es notable el rodeo sistemático llevado a cabo durante siglos: “It is not apparent, from descriptions of this sort, that hanging was an excruciatingly painful way to die: medieval chroniclers rarely attend to such details” (Mills 27). En general, los espectadores de vivisecciones y amputaciones suelen mostrarse meditabundos y hasta impasibles “to install an ideological message, provoking meditation on moral truths («look and learn») rather than engagement with abject bodies” (Mills 80).(8)
     Pinturas y grabados tampoco ofrecen claves sólidas sobre el dolor, cuando no lo ignoran de plano: en el despellejamiento de Sisamnes, tanto Gerard David (Groeningemuseum, Brujas, 1498) como Dirck Vellert (Rijksmuseum, Ámsterdam, 1542) rodean al ajusticiado de testigos inmutables. Lo mismo ocurre, por nombrar uno de tantos, en el caso de Zaleuco de Locros (Imag. 3, The Cloisters Collection, Nueva York, ca. 1510-20), a la extracción de cuyo ojo es ajena una pareja en amoroso locus amoenus.
      Los tratados de medicina, recetarios y herbolarios, centrados en sus remedios, no suelen aludir pormenorizadamente al tipo y cualidades del dolor, como tampoco lo hacen los textos jurídicos y crónicas referentes al ajusticiamiento sumario y la tortura con fines confesionales, que ofrecen creatividad en los métodos de tortura pero no medida ni intención de transmitir dolor al lector. La limitada descripción en dichos campos se ve, no obstante, ampliamente compensada en la literatura moral, especialmente en la de asunto judicial y religioso que, como pretendemos poner de manifiesto, ahonda y se recrea en los entresijos del sufrimiento, imponiendo descripciones artificiales (construidas) a las naturales (observadas). En el campo de la filosofía natural la ecuación correspondiente al dolor se reduce a cero.

El arte del dolor

Si desde el punto de vista médico el sufrimiento ha sido descartado e incluso negado históricamente, en el terreno jurídico la figura del ejecutor, verdadero artista del dolor, es clave para analizar su representación: mientras que el verdugo que ejecuta una sentencia justa se esfuerza por infligir más o menos sufrimiento según le sea demandado(9), el de una injusta (aunque a veces anhelada, como en el caso de los mártires), debe hacer lo posible por alargar el tiempo y la intensidad de un tormento que suele estar estructurado y simbólicamente codificado.
     Aunque el cometido del verdugo se legisla y presupuesta desde antiguo, a partir de la primera mitad del siglo XIX un buen ejecutor, siempre abierto al soborno, debía esforzarse por no infligir dolor innecesariamente, de forma que se mejoran algunas técnicas de justicia sumaria.(10) En ocasiones, como narra el Duque de Estrada, el verdugo podía incluso llegar a hacer las veces de médico y prescribir remedios contra las laceraciones que él mismo había causado:

Por la mañana vino el señor verdugo a curarme […], y empezando el nuevo y más doloroso tormento que imaginación puede formar, empezó a tirarme de todos los miembros del cuerpo, que ya, encogidos los nervios de los dolores, tenía contrahechos y encogidos e hinchados. Aseguro que me tiembla la pluma y aun el corazón de escribirlo y memorarlo, porque fue un dolor sobre todos los dolores, pues los pasados se sufrían con el temor de la muerte, mas éste era limpio, sin más consuelo que la esperanza de no quedar estropeado. Prometióme el verdugo que si no me ponía en manos de cirujanos me daría sano, sin lesión alguna; y yo le prometí, si lo hacía, doscientos escudos de oro. Salió con su empresa, yo le cumplí lo prometido, y por si acaso (lo que Dios no permita sucediere a alguno) pongo aquí su receta para poder curarse: grasa de hombre, unto de culebra, de oso, de león, de víbora, de ranas, igualmente deshecho a fuego lento […] (131).

Entre los castigos considerados más dolorosos en la España del siglo XVII se encuentran los azotes, el trabajo en las minas de azogue y las galeras, pero para las mujeres delincuentes no hay “muerte civil que supla la verdadera, violenta y ejecutada, ni medio entre azotarlas o quitarlas la vida, como lo hay para los hombres malos y perversos, con ser, como son, más feroces e indómitos” (Pérez de Herrera 65v). El espacio penal ideado por Magdalena de San Jerónimo unos años más tarde pretendía resolver esa lacra incorporando una cárcel secreta dotada de cadenas, esposas, grilletes, mordazas, cepos y disciplinas, concluyendo, cual médico moral que “Yo, absolutamente no quiero el rigor; pero, supuesta la herida, es menester cura que duela” (94).
     En el terreno artístico, una rápida revisión al catálogo de Lionello Puppi arroja análogo resultado en lo tocante a lo espectadores y ejecutores: es frecuente que una misma pintura aúne figuras empáticas con el sufrimiento del doliente –cuyo castigo creen inmerecido-, mientras que aquellos que creen en la justa imposición de la pena, al igual que el verdugo, se mantienen impasibles. Claire Sponsler avanza un paso más al notar que, para hacer más tolerable el sufrimiento de Jesucristo al público, su tortura solía ser presentada como juego, creando un distanciamiento y centrándose en el regocijo de los torturadores (136).(11)
     Las escenas de pasión y martirologio son oportunidades únicas para recrear las técnicas de infligir y padecer dolor, residiendo el verdadero reto pictórico en transmitírselo al espectador, bien como lección,(12) bien para mover a compasión. Obras como el martirio de San Quirce, por otro nombre San Quirico, provenientes del frontal de la ermita de homólogo nombre en Durro (Museo de Arte de Cataluña, s. XII) o los pies de Cristo representados respectivamente por Lucas Cranach “el viejo” (Lamentación al pie de la cruz, Alte Pinakothek, Munich, 1503) y Matthias Grünewald (Tríptico de Isenheim, Musée d'Unterlinden, Colmar, ca. 1515) tienen como objeto recrear pormenorizadamente el sufrimiento aplicando las técnicas de la miniatura a los miembros hinchados y chorreantes de sangre de un cuerpo vivo.(13) Son ejemplos elocuentes que captan el instante crítico del dolor, tanto en intensidad como en duración, mostrando amputaciones, disecciones, laceraciones y hervores. No obstante, estas escenas no logran comunicarlo como proceso. El dolor, como veremos, requiere de otros recursos y de otras artes.

“Toda la fábrica del cuerpo se desordenaba”

El dolor no es un motivo artístico elegante pero recorre la espina dorsal de Occidente, con mayor o menor intensidad, desde la Edad Media hasta el presente siglo, cuando el cine se incorpora al reto de representarlo y recrearlo. Encontramos uno de esos momentos de auge en el Barroco cuando, a diferencia de épocas anteriores, se busca el sufrimiento físico como tal y se cultiva el dolor por el dolor, renunciando al gozo del sufriente en sus derivaciones místicas y cortesanas.(14) En otro lugar, al hilo de las recientes observaciones de Ángel Gómez Moreno en torno a lo que de enfermizo tiene la hagiografía, nos referimos a la estética de la vivisección y la extracción de órganos en textos eclesiales como un género “pre-gore” (59), fenómeno que se incrementa en proporción a la insensibilización de un espectador saturado. Si desde el siglo XIII se cultivaba el interés por el dolor asociado al sufrimiento por motivos religiosos, el relato hagiográfico y moral del siglo XVII lo reaviva tétricamente, presentándolo como un monstruo ajeno a la naturaleza humana, prácticamente desprovisto de lección moral.
     Elaine Scarry ha planteado por extenso los problemas que acarrea la representación del dolor en la cultura judeocristiana:

physical pain is exceptional in the whole fabric of psychic, somatic, and perceptual states for being the only one that has no object. Though the capacity to experience physical pain is as primal a fact about the human being as the capacity to hear, to touch, to desire, to fear, to hunger, it differs from these events […] by not having an object in the external world. […] pain is not “of” or “for” anything-it is itself alone” (162).

La complejidad radica en la intransferibilidad característica de un dolor que se contiene en sí mismo lo que imposibilita, ya no sólo la condolencia (no “sentirse como X” sino “sentirse X”), sino cualquier intento de recreación. Este fenómeno no puede sino forzar una crisis de representación, ya que el lenguaje, lógico y sucesivo, es incompatible con el dolor, que por definición quiebra lo secuencial transformándolo en grito, vómito o rictus de grima no reproducibles en el espectador. El lenguaje posee herramientas limitadas para dar cuenta del padecimiento y construirlo artificialmente y en la gama de opciones, muy al contrario de lo que ocurre con otras manifestaciones de lo monstruoso, la letra se impone sobre la imagen barroca. La mirada, aunque instantánea como el dolor, siempre transmite el sufrimiento de otro, imposibilitando al espectador ser protagonista y reduciéndolo a testigo o incluso a testigo de otros testigos. Por el contrario la lectura, aunque secuencial y progresiva, cede al lector la ilusión de imaginar su propio dolor, transformándolo en paciente del texto que lee. El nivel de transferencia, tantas veces perseguido por los novelistas decimonónicos, se explota de manera eficaz en el XVII para infligir sufrimiento a través de una escritura que permite, además, sobrepasar el dolor mecánico expresado en la imagen e incorporar el padecimiento infeccioso y bacteriológico, así como apelar a los cinco sentidos alternativa o simultáneamente.
     El arte de mal morir tiene en la letra, no en la imagen, su mejor aliado. La scopofilia barroca, con sus innumerables imágenes del Purgatorio contrarreformista, encuentra un perfecto complemento en la reconstrucción arqueológica de dolores pasados y presentes:(15)

early Christian writers such as Cyprian also enjoined their readers to look upon or envisage, to dwell on “the lance and the sword, the executioner ready to apply torture, the claws of iron, the rack of torture, the burning irons, and other tools to break and to pull apart, more instruments of torture, in a word, than the human body has limbs”. As Brent D. Shaw has pointed out, it was the Romans who developed the visual spectacle of punishment (and judicial trials) in an act of “judicial ekphrasis”, as they displayed the equipment of torture and presented the grim torturers themselves during the prosecutions and executions of Christians (Covington 101).

Cicerón tachó la cruz crudelissimum taeterimumque supplicium, por ser un castigo público cuya duración lo hacía ejemplo ideal para crímenes políticos y religiosos cometidos por esclavos. Ésta y otras célebres descripciones como las de Séneca (diálogo VI) y Josefo (De Bello Judaico lib. 5) se tornan teatrales y transitan sin interrupción para incorporarse al acervo de un sufrimiento barroco que acoge con entusiasmo sus posibilidades lúdico-pedagógicas.(16) Si David B. Morris se ha referido por extenso a “la cultura del dolor”, en pleno siglo XVII se recupera el gusto por reconstruir la monstruosidad de sufrimientos pasados, no sólo como lección moral del presente sino para regodearse en ella. Tratados teóricos del siglo XVI sobre las técnicas de la tortura y encarcelamiento se reimprimen y reacondicionan en el XVII con una excusa moral y un verdadero valor recreativo. La sobreabundancia de relatos innecesariamente truculentos en obras morales, hagiografías y crónicas históricas aúna torturas vigentes en la España del XVII como el tormento de toca, la mancuerda, las cuerdas y las vueltas con otras largamente desterradas como el desmembramiento con caballos o rueda, mezclando castigo con condena, Purgatorio con Infierno y penitencia con justicia.
     El apartado que Pedro de Ribadeneyra dedicó a describir los tormentos de los mártires bebe de la obra de Antonio Gallonio Romano, que en ciento treinta y seis años y pese a su supresión por orden papal conoce varias ediciones y ampliaciones. Los cuarenta y siete asépticos grabados de Antonio Tempesta se limitan a mostrar las técnicas de cortes y contrapesos pero el recuento narrativo, por el contrario, se deleita en su fantástico resumen acumulativo, en un festín verbal tan dinámico como variado: colgar, cargar, prensar, estrujar, estirar, extender, sembrar, revolver, atormentar, azotar, moler, quebrantar, despedazar, rasgar, asir, surcar, peinar, raer, sacar, arrastrar, encerrar, consumir, freír, asar, abrasar, traspasar, empapar, arrojar, arrancar, sacar, destroncar, desollar, despeñar, quebrantar, desmembrar, enterrar, ahogar, abrir, untar. La abundancia de verbos combina trabajo en equipo con herramientas sólidas (puntas de hierro, ruedas, pesas, etc.), líquidas (aceite hirviendo, cal viva, etc.), gaseosas (humo maloliente, el olor de la propia carne quemada, etc.) e incluso animales (leones, ratones, moscas, tábanos y caballos que devoran cuerpos vivos). Con una mezcla de horror y admiración, el autor termina por rendirse a la apertura del texto cuando reconoce que los romanos “inventaron tan exquisitos géneros de tormentos para cada miembro, y tantas maneras de muertes afrentosísimas y penosísimas que no se pueden contar ni aun pensar con atención”.
     Ribadeneyra, destilando la obra de Gollonio a su esencia, nos recuerda lo creativo del arte de torturar. Juan E. Nieremberg, por su parte, acude a edades pasadas y presentes para seleccionar padecimientos naturales pero efectivos, bien por penitencia, bien por enfermedad, tortura o castigo:

¿Quién pudiera sufrir que estuviesen quemándole medio lado por un año entero? Pero ¿qué digo estarse quemando de un lado? No, sino sólo el estar descansando recostado de un lado, sin levantase ni mudarse al otro por espacio de un año. Lo cual fue una rigurosa penitencia que hizo el profeta Ezequiel por mandato de Dios, que le ordenó que estuviese echado, sin levantarse de un lado por espacio de trescientos noventa días (25).

En el panteón de hombres ilustres e infames construido por el jesuita resuena un ubi sunt? que se anticipa a la descomposición tras la muerte, poniendo en clara relación maldad y dolor en el eterno mecanismo de la justicia divina:

¿En qué vino a parar el rey Antíoco […]? Aquél que […] traía sus vestidos más olorosos que los más preciosos aromas, echaba de sí tal olor, que nadie podía parar en su presencia de hediondez y asco; y estando aún vivo le hervían por todo el cuerpo asquerosos gusanos, y las carnes se le caían […] y después, cuando estaba en su lecho, exhausto, pálido, sin fuerzas, hediondo, manando podre y gusanos y huyendo de él las gentes, porque el pestilencial hedor que echaba de sí contaminaba a todos los reales de su ejército […] Mira en qué cieno y suciedad pararon los dos Herodes, Ascalonita y Agripa, reyes tan poderosos. Este, que vestía brocado […], vino a parar a poder de los gusanos, que vivo se le comían las carnes, todas corrompidas y apostemadas, manando horrible podre y materia. Pues la majestad de Ascalonita, ¿a qué llegó? A ser consumido de piojos, acabándole a bocados estas sabandijas asquerosas (53-54).

Si hombres poderosos asistieron a su propia putrefacción en relatos que habrían hecho las delicias de los mejores autores del Romanticismo, Nieremberg se complace en salpicar su lección moral con sucesos más recientes aderezados con antiguas leyendas de comeniños y revientacerebros. Sin escatimar ningún detalle, la guerra en Alemania da pie para reavivar sucesos asociados a acciones bélicas intemporales en las que los soldados, teutones en este caso, no conocían límite(17), enlazando con material más propio del pliego sensacionalista que de una disquisición filosófico-teológica:

con un cordel o cuerda de arcabuz les ceñían la frente, y luego, torciéndole con un palo, iban apretándoles las sienes hasta que brotaba la sangre, se quebraba el casco y saltaban los sesos. A otros echábanlos en el suelo o sobre una mesa atados de pies y manos, y luego les ponían encima gatos o perros hambrientos para que les comiesen las entrañas […] A otros colgaban de las manos en alto, quedando todo el peso del cuerpo pendiendo de ellas, y luego, debajo de los pies, les pegaban fuego. A otros con una escoda o martillo les quitaban las narices y orejas, y después hacían de ellas cintillos para los sombreros […] A otros con cierta manera de embudo les echaban agua por la boca hasta que los llenaban como a una bota; y luego con violencia les pisaban el vientre y el estómago, haciéndoles salir el agua, reventando por la boca y narices […]. Algunos soldados […] se comían a los niños, y cogiendo a un chiquito de los pies, le arrancaban una pierna, y con la mano derecha se le estaban comiendo y chupando la sangre, y con la izquierda tenían colgado del otro pie al muchacho llorando. A los cautivos y presos no les ataban las manos solamente, sino horadábanles los brazos, y por las mismas carnes les metían las sogas y arrastrábanlos detrás de los caballos, a los cuales daban de comer en el vientre de los hombres, que, sacadas las entrañas, servían a los caballos de pesebre […] Unas mujeres toparon un lobo muerto, podrido y lleno de gusanos, y dieron en él como en una torta regalada (144-5).

Tan inverosímil como espectacular es también la hagiografía, el género del dolor por excelencia. De entre la infinitud de leyendas podemos traer a colación, por su extensión y estructuración del padecimiento, la de Santa Anastasia, recogido en la mejor tradición de Simeón Metafraste:

mandó dar de bofetadas […] la hizo desnudar […] atar los pies y brazos […] hizo que debajo pusiesen fuego de sarmientos […] aceite y pez y piedra azufre […] y las entrañas […] se abrasasen con fuego, y las venas se convirtiesen en ceniza, y la sangre se consumiese […] mandó que la pusiesen sobre una rueda […] y los nervios se extendían, y toda la fábrica del cuerpo se desordenaba […] mandó […] que rasgasen y arasen sus carnes con garfios de hierro […] mandase cortar a cercén ambos los pechos […] mandó que le arrancasen las uñas de los dedos. […] mandó que, estirándole la lengua de la garganta, se la cortasen, y con ella le arrancasen los dientes. […] la cual fue luego cortada, y los dientes arrancados, y la boca quedó hecha una fuente de sangre […] y con esto dio sentencia definitiva que la virgen fuese degollada, y así le fue cortada la cabeza fuera de la ciudad, y su cuerpo estuvo por algunos días en el suelo (Granada 179-81).

Tanto el martirologio como el repertorio de infames históricos y tropas enemigas encuentran en el Barroco un lugar ideal de continuidad. Las narraciones, basadas en la enumeración acumulativa, entienden como único criterio de verosimilitud la exhibición dinámica del destrozo corporal y la confusión de sus órganos. La indistinción de miembros, signo inequívoco de monstruosidad desde los orígenes de la humanidad, tiene su continuidad en el entusiasmo descriptivo que construye, a su placer, monstruos artificiales que van cambiando de forma según avanza el proceso y, de paso, cobran nuevos usos. En gesto pre-vanguardista que habría sido del agrado de Hans Bellmer, las orejas se convierten en adornos para sombreros y los estómagos abiertos en comederos de bestias. La lección moral es relegada e incluso anulada, para recrearse en las ilimitadas combinaciones y permutaciones del cuerpo cuyos usos ya no son los propios de la fisiología, la mecánica o la química, sino que amplían su espectro cuanto la imaginación lo permite.
     Podría parecer que la nueva literatura moral de la Ilustración daba tregua a estas construcciones, cerrando momentáneamente el cuerpo y restituyendo sus funciones naturales. Nada más lejos de la realidad: la hagiografía y las biografías de religiosas proliferan y continúan su exitoso camino paralelo al curso de la razón en el siglo XVIII, uniendo, ahora sí, dolor y deleite para hacer partícipe a un lector que forma ya parte del sufrimiento. El relato, que apela a los cinco sentidos y narra hechos monstruosos por inusuales en forma y medida, lo es doblemente porque condensa y compone partes de otros relatos y, al mismo tiempo, muestra el cuerpo metódicamente deformado al paso de la violencia, para después exhibirlo como entretenimiento y, secundariamente, lección. El lenguaje narrativo, sin el que no podría registrarse adecuadamente el dolor, se adapta precisamente a esa deformación. Como dijo César Vallejo: “Ha triunfado otro ay. La verdad está allí”.

Notas

1. Tradicionalmente determinados dolores estaban asociados a las estaciones del año o edades del hombre; en algunos pueblos precolombinos el dolor se identificaba con colores como el verde, el negro o el pardo, tal como registra fray Jacinto de la Serna hacia 1656. Fue Areteo de Capadocia (s. I) quien estableció la distinción entre dolor agudo (por paroxismo, tétanos, síncope, pleuresía, infección aguda, etc.) y crónico (por cefalea, vértigo, melancolía, locura, parálisis, etc.), mientras que Galeno lo asoció al sentido del tacto. El Canon de Avicena hereda y amplía la relación entre el tipo de dolor y la duración de la enfermedad. Modernizamos la ortografía y puntuación en todas las transcripciones.

2. Fray Cristóbal de Fonseca incide en la manifestación del dolor complementando la vieja alegoría del cuerpo como cocina o redoma: “San Basilio dice que las lágrimas son un vapor de las entrañas afligidas, que sube al celebro, y de allí, como por alquitara, se destila por los ojos” (t. II, cap. XXII).

3. A pesar de ello se desarrollan tratamientos paliativos como medicinas supresoras del dolor o “anodinas” (narcóticos y estupefacientes) que, junto con el anestésico éter o vitriolo (también conocido como “melancolía artificial”), se combinaban con ligaduras y compresiones para insensibilizar algún miembro, a veces antes de amputarlo.

4. Descartes (Principios de filosofía, 1637) ya había descrito los dolores fantasma de miembros amputados como percepciones del alma. Por su parte Ambroise Paré (1509-1590), por su cargo de cirujano militar documenta nuevos tipos de heridas de guerra que corresponden a nuevos dolores.

5. Tan solo cuatro años antes el Diccionario de la Real Academia había incorporado este vocablo: “Es una acción viciada y triste sensación, causada en las partes sensitivas por objetos que dañan y molestan al asiento u órgano de los sentidos externos: y por eso los humores, el celebro y los huesos se libran de dolores. Su causa es un material sensible dentro o fuera del cuerpo, que en llegando a dañar, molestar o alterar el órgano o asiento del sentido causa el dolor, que es lo que nos inquieta y desplace” (1732).

6. El ejercicio de etiquetar el peor dolor había sido practicado por Paré, quien reconoce el cólico nefrítico y el de muelas como los más violentos. Por contraste, Michel de Montaigne, quien sufría de dolor crónico y ataques agudos, se permitía expresarlo en sus ensayos. El dolor que aquejó a Carlos I durante buena parte de su vida también hizo acto de presencia constante en sus memorias y correspondencia con Felipe II.

7. Según esta misma lógica morir tampoco duele, como se demuestra metódicamente: “en aquel momento en que se separa el alma del cuerpo. Generalmente se juzga, que entonces se padece un dolor de muy superior intensión a cuantos pueden inducir los más crueles tormentos […]: Si al arrancar, dicen, una uña del dedo, o un dedo de la mano, se siente un dolor tan agudo que no hay tolerancia para él, ¿cuánto más atroz se sentirá al arrancarse el alma del cuerpo? […] Añádese que aquel dolor es general a todas las partes del cuerpo, […] porque de todas se arranca el alma. Universalidad que no tiene otro ningún dolor; pues aun el que es arrojado en una hoguera no siente el fuego en las entrañas, cuando empiezan a tostarse las partes externas. […] concluyen que es atrocísimo, sobre cuanto se puede imaginar, el dolor que se padece al momento de morir. Yo […] juzgo aquel dolor imaginario; y el discurso con que lo prueban, totalmente ilusivo (“Paradoja XI” 58-61).

8. En la misma línea, Rosenberg reitera la afirmación para finales del siglo XVII: “John Seller’s picture book on The Punishment of the Common Laws of England (c. 1678) supports this case for sacralization quite nicely. Seller’s bookplates described the various forms of punishment in ascending order of severity […] Most of these spectators are quiet, but a certain number of figures gesture towards the criminal […] By contrast, the justices and juries responsible for handing out sentences are nowhere to be seen (168).

9. En el siglo XVIII “Reynolds would also respond to Boswell’s mode of evaluating the best of the condemned men’s performances. Because of Boswell’s erratic feelings for the victims and his self-scrutinizing habits, his observations amount to a sketchy from of drama criticism that descends into excessive guilt or sympathy” (Levine 65).

10. “Jack Ketch”, ejecutor oficial de la ciudad de Londres desde 1874, se preciaba de haber perfeccionado la técnica de ahorcamiento para no tener que tirar hacia abajo del condenado (Smith). El orgullo profesional también parece inherente a los de Luis G.ª Berlanga, así como a los últimos verdugos españoles documentados diez años más tarde por Basilio Martín Patino. El estado de Delaware cuenta con un detallado “Execution by Hanging Operation and Instruction Manual” que prescribe la presencia de un verdugo y dos “Certified Hanging Technicians” para asegurar el éxito. Cada ejecución costaba a dicho estado unos 16.000 dólares estadounidenses en los años 90, más gravoso que los “ochoçientos e diez e ocho maravedis” que cobró un verdugo por azotar a una moza alrededor de 1508 (Libro de visitas 52v). La figura del verdugo es, asimismo, recurrente en el folklore: “Llevaban azotando a un ladrón, y rogaba al verdugo que no le diese tanto en una parte, sino que mudase el golpear. Respondió el verdugo: -Callad, hermano, que todo se andará” (Timoneda, cuento XXVI).

11. Merback nos recuerda que el uso religioso del dolor es significativo para la construcción de la comunidad, y que la crucifixión es el motivo donde se ha expresado pictóricamente el dolor de forma más fecunda (28). Obviamos, por razones de espacio, todas las escenas de tema pagano y bíblico que captan instantes dolorosos como la extracción del ojo de Polifemo, la decapitación de San Juan, y un largo etcétera.

12. El dolor físico era considerado un arma pedagógica, valiosa en el siglo de Quevedo, perjudicial en el de Goya y revalorizado en el XIX: “Nietzsche seems only to be stating a basic truth of the human condition when he claims that civilization is possible only through pedagogies of pain, that only through «torture, blood [and] sacrifice» was the individual finally taught to remember five or six «I won’ts» which entitled him to participate in the benefits of society” (Allard 47).

13.- Más llamativas todavía son las imágenes de Jesucristo como manantial de sangre que inunda el monte Calvario, si bien su lectura se atenúa al simbolizar la fuente de vida inagotable.

14.- En la “primera semana” de sus ejercicios, el mismo San Ignacio de Loyola describe la penitencia externa mediante disciplina: “Lo que parece más cómodo y más seguro de la penitencia es, que el dolor sea sensible en las carnes, y que no entre dentro en los huesos de manera que dé dolor y no enfermedad”.

15.- De su espectacularidad en el teatro áureo finisecular se ha ocupado pormenorizadamente Patricia A. Marshall.

16. Merback traza la competencia entre cuerdas y clavos en su representación pictórica, ganada por los segundos, más dolorosos (77), comenta la presencia de la herida y el cuerpo abierto como el horror que provoca la indistinción entre el interior y el exterior, y concluye que los mejores pintores de crucifixiones en el siglo XV eran los más avezados espectadores de ajusticiamientos públicos (113-116). Hoy día los técnicos de efectos especiales saben muy bien que el sonido, aunque inverosímil, es un recurso esencial para despertar el asco: el hueso fracturado y la pústula que revienta para dejar salir la infección deben sonar, para deleite horrorizado del espectador.

17.- No es casual que la fuente citada por Juan E. Nieremberg sea inglesa: las coincidencias entre estas atribuciones y la presunta crueldad española en Indias es llamativa.

Obras citadas

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