Lectura de "Oda a Julián del Casal"

José Prats Sariol

 

     Es un privilegio poco usual que al término de una lectura activa podamos conversar sobre nuestros juicios con el autor.  Esta curiosa relación entre la obra, el lector y el creador,  provoca nuevos textos, recrea la palabra, retorna al Verbo en  una espiral que la simpatía prolonga.  El poema es un abanico. Abre sus pétalos, invade los más secretos resortes de la comunicación, de la comunión. O como dice  el propio Lezama en su "Introducción a un sistema poético":

Semejante a la incesante y visible digestión de un caracol, el discurso poético va incorporando en una asombrosa reciprocidad de sentencia poética y de imagen, un mundo extensivo y un súbito, una marcha en  la que el polvo desplazado por cada uno de los corceles coincide con el extenso de la nube que los acoge como imago.

     A continuación lo invitaremos a releer el poema. Después el  comentario, las reflexiones y la conversación... El nuevo creador  ─ ¿usted? ─ proseguirá las búsquedas, consciente de que su placer  anda por esos vericuetos de la participación.

         

ODA A JULIÁN DEL CASAL

Déjenlo, verdeante, que se vuelva;
permitidle que salga de la fiesta
a la terraza donde están dormidos.
A los dormidos los cuidará quejoso,
fijándose como se agrupa la mañana helada.
La errante chispa de su verde errante,
trazará círculos frente a los dormidos
de la terraza, la seda de su solapa
escurre el agua repasada del tritón
y otro tritón sobre su espalda en polvo.
Dejadlo que se vuelva, mitad ciruelo
y mitad piña laqueada por la frente.

Déjenlo que acompañe sin hablar,
permitidle, blandamente, que se vuelva
hacia el frutero donde están los osos
con el plato de nieve, o el reno
de la escribanía, con su manilla de ámbar
por la espalda. Su tos alegre
espolvorea la máscara de combatientes japoneses.
Dentro de un dragón de hilos de oro,
camina ligero con los pedidos de la lluvia,
hasta la Concha de oro del Teatro Tacón,
donde rígida la corista colocará
sus flores en el pico del cisne,
como la mulata de los tres gritos en el vodevil
y los neoclásicos senos martillados por la pedantería de Clesinger. Todo pasó
cuando ya fue pasado, pero también pasó
la aurora con su punto de nieve.

Si lo tocan, chirrían sus arenas;
si lo mueven, el arco iris rompe sus cenizas.
Inmóvil en la brisa, sujetado
por el brillo de las arañas verdes.
Es un vaho que se dobla en las ventanas.
Trae la carta funeral del ópalo.
Trae el pañuelo de opopónax
y agua quejumbrosa a la visita
sin sentarse apenas, con muchos
quédese, quédese,
que se acercan para llorar en su sonido
como los sillones de mimbre de las ruinas del ingenio,
en cuyas ruinas se quedó para siempre el ancla
de su infantil chaqueta marinera.

Pregunta y no espera la respuesta,
lo tiran de la manga con trifoliás de ceniza.
Están frías las ornadas florecillas.
Frías están sus manos que no acaban,
aprieta las manos con sus manos frías.
Sus manos no están frías, frío es el sudor
que lo detiene en su visita a la corista.
Le entrega las flores y el maniquí
se rompe en las baldosas rotas del acantilado.
Sus manos frías avivan las arañas ebrias,
que van a deglutir el maniquí playero.

 

Haces después de muerto
las mismas iniciales, ahora
en el mojado escudo de cobre de la noche,
que comprobaban al tacto
la trigueñita de los doce años
y el padre enloquecido colgado de un árbol.
Sigues trazando círculos
en torno a los que se pasean por la terraza,
la chispa errante de tu errante verde.
Todos sabemos ya que no era tuyo
el falso terciopelo de la magia verde,
los pasos contados sobre alfombras,
la daga que divide las barajas,
para unirlas de nuevo con tizne de cisnes.
No era tampoco tuya la separación,
que la tribu de malvados te atribuye,
entre el espejo y el lago.
Eres el huevo de cristal,
donde el amarillo está reemplazado
por el verde errante de tus ojos verdes.
Invencionaste un color solemne,
guardamos ese verde entre dos hojas.
El verde de la muerte.

Ninguna estrofa de Baudelaire,
puede igualar el sonido de tu tos alegre.
Podemos retocar,
pero en definitiva lo que queda,
es la forma en que hemos sido retocados.

¿Por quién?
Respondan la chispa errante de tus ojos verdes
y el sonido de tu tos alegre.
Los frascos de perfume que entreabriste,
ahora te hacen salir de ellos como un homúnculo,
ente de imagen creado por la evaporación,
corteza del árbol donde Adonai
huyó del jabalí para alcanzar
la resurrección de las estaciones.
El frío de tus manos,
es nuestra franja de la muerte,
tiene la misma hilacha de la manga
verde oro del disfraz para morir,
es el frío de todas nuestras manos.
A pesar del frío de nuestra inicial timidez
y del sorprendido en nuestro miedo final,
llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina.

La misión que te fue encomendada,
descender a las profundidades con nuestra chispa verde,
la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste: ansias de aniquilarme sólo siento.
Pues todo poeta se apresura sin saberlo
para cumplir las órdenes indescifrables de Adonai.
Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya,
quisiste llevar el verde de tus ojos verdes
a la terraza de los dormidos invisibles.
Por eso aquí y allí, con los excavadores de la identidad,
entre los reseñadores y los sombrosos,
abres el quitasol de un inmenso, Eros.
Nuestro escandaloso cariño te persigue
y por eso sonríes entre los muertos.

La muerte de Baudelaire, balbuceando
incesantemente: Sagrado nombre, Sagrado nombre, tiene la misma calidad de tu                                                                                                                          muerte,
pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueño,
alcanzaste a morir muerto de risa.
Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire.
Aquel que entre nosotros dijo:
ansias de aniquilarme sólo siento,
fue tapado por la risa como una lava.
Cuidado, sus manos pueden avivar
la araña fría y el maniquí de las coristas.
Cuidado, él sigue oyendo como evapora
la propia tierra maternal,
compás para el espacio coralino.
Su tos alegre sigue ordenando el ritmo
de nuestra crecida vegetal,
al extenderse dormido.

Las formas en que utilizaste tus disfraces,
hubieran logrado influenciar a Baudelaire.
El espejo que unió a la condesa de Fernandina
con Napoleón Tercero, no te arrancó
las mismas flores que le llevaste a la corista,
pues allí viste el aleph negro en lo alto del surtidor.
Cronista de la boda de Luna de Copas
con la Sota de Bastos, tuviste que brindar
con cbampagne gelé por los sudores fríos
de tu medianoche de agonizante.
Los dormidos en la terraza,
que tú tan sólo los tocabas quejumbrosamente,
escupían sobre el tazón que tú le llevabas a los cisnes.

No respetaban que tú le habías encristalado la terraza
y llevado el menguante de la liebre al espejo.
Tus disfraces, como el almirante samurai,
que tapó la escuadra enemiga con un abanico,
o el monje que no sabe qué espera en El Escorial,
hubieran producido otro escalofrío en Baudelaire.
Sus sombríos rasguños, exagramas chinos en tu sangre,
se igualaban con la influencia que tu vida
hubiera dejado en Baudelaire,
como lograste alucinar al Sileno
con ojos de sapo y diamante frontal.

Los fantasmas resinosos, los gatos
que dormían en el bolsillo de tu chaleco estrellado,
se embriagaban con tus ojos verdes.
Desde entonces, el mayor gato, el peligroso genuflexo,
no ha vuelto a ser acariciado.
Cuando el gato termine la madeja,
le gustará jugar con tu cerquillo,
como las estrías de la tortuga
nos dan la hoja precisa de nuestro fin.
Tu calidad cariciosa,
que colocaba un sofá de mimbre en una estampa japonesa,
el sofá volante, como los paños de fondo
de los relatos hagiográficos,
que vino para ayudarte a morir.
El mail coach con trompetas,
acudido para despertar a los dormidos de la terraza,
rompía tu escaso sueño en la madrugada,
pues entre la medianoche y el despertar
hacías tus injertos de azalea con araña fría,
que engendraban los sollozos de la Venus Anadyomena
y el brazalete robado por el pico del alción.

Sea maldito el que se equivoque y te quiera
ofender, riéndose de tus disfraces
o de lo que escribiste en La Caricatura,
con tan buena suerte que nadie ha podido
encontrar lo que escribiste para burlarte
y poder comprar la máscara japonesa.
Cómo se deben haber reído los ángeles,
cuando saludabas estupefacto
a la marquesa Polavieja, que avanzaba
hacia ti para palmearte frente al espejo.
Qué horror, debes haber soltado un lagarto
sobre la trifolia de una taza de té.

     Los tritones anuncian el carro de Neptuno arrancándole extrañas sonoridades a la concha. El hijo de Poseidón y Anfitrite, el tritón hecho por Kandler en porceana de Meissen, deja oír una sorprendente melodía; la concha, el caracol y las asociaciones que Lezama establece entre este y el quehacer poético, van hacia el poeta modernista para encantarlo trágicamente en su valentía: en el latón de zinc que Casal oculta debajo de su cama, en el  cuarto que le habían cedido al fondo de la Redacción de La Habana  Elegante, y que él llamaba "mi tina de mármol rosa".

     Sin embargo, junto al tritón de lo inefable, de lo estelar, se encuentra el de la angustia, el del sacrificio. Por eso la "Oda" nos pide que lo valoremos en toda su dimensión, que  vibremos ante los detalles de quien continua siendo uno de los  poetas de vida y obra más conmovedoras en Hispanoamérica. Pero es el símbolo impresionista, el color verde, quien encarna a Casal. Los dormidos no podrán percibir esa "chispa" ─ literal y  traslaticia ─, de ahí que el recorrido "de su verde errante" sea un "déjenlo", con su intensificación expresiva en el "dejadlo", y  hacia la imagen ─ polisema ─ que ofrece la intuición esencial: "mitad ciruelo / y mitad piña laqueada por la frente". La contextualidad orgánica es de una asombrosa perfección, en ella se encierra la local, el afrancesamiento, el gusto por lo  exótico: el modo en que Casal ─ como certeramente apuntara Cintio Vitier ─ asume hasta sus últimas consecuencias la "irrealidad".

    "La aurora con su punto de nieve" (y no olvidar que para Casal la nieve representa lo imposible) es entonces la que nos hace volver al amor del poeta por la irisada de pedrerías, por María Cay ─ la cubana-japonesa cantada por Rubén Darío ─, por poemas como "Camafeo" y "Kakemono"... "La Concha de oro del teatro Tacón", "la máscara de combatientes japoneses", "el reno de la escribanía", se abrazan para entregarnos las "visiones" de Lezama ante Casal: su modo de conocer al poeta.

     Lezama retoma magistralmente, en estos versos, aquellas palabras de José Martí sobre Casal, escritas al día siguiente de conocer la noticia de su muerte: “De la beldad vivía prendida su alma: del cristal tallado y  de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter”.

     Pero entre el texto martiano y el de Lezama hay más de medio siglo. El poeta ahora puede extrañarse ante "los neoclásicos senos martillados por la pedantería de Clesinger". La óptica, en sus trasmutaciones temporales, desmitifica (remitifica) el decorado: un esplendoroso telón, artificio inédito, corre ante el pasmo del lector. Las sustancias desconocidas han logrado conmutar el contenido original.

     Después el ópalo, la piedra tornasolada a la que los supersticiosos atribuyen influencia nefasta, se junta con la planta umbelífera (opopónax) para establecer un laberinto de  asociaciones ─ centro iridiscente en la imagen de Lezama ─ donde las distancias entre los términos objetos del casamiento sirven para intensificar el placer estético. Esa enorme capacidad para la analogía es la que se desliza cuando se toca o se mueve la chispa de verde errante, la que provoca que chirríen sus arenas, que el arco iris rompa sus cenizas. Al recordarnos que la "infantil chaqueta marinera" ha dejado su ancla en las ruinas del  pequeño ingenio que poseía el padre, nos evoca Lezama ─ a toque de metáfora ─ la ruina económica de los Casal... Igual que "el  vaho que se dobla en las ventanas" nos trae el brillo de su riqueza pobre, de su paulatino extrañamiento ante La Habana finisecular, sólo aletargado por los libros franceses que Aniceto Valdivia le prestaba; o por las tardes en la biblioteca espléndida de los abuelos de Ramón Mesa, o por algunas veladas en la casa de los Borrero...

     Julián del Casal y de la Lastra revive en la palabra: el poema anima el reverso de su obra y de su vida. Un destino "armonioso" en las pugnas y en las frustraciones vuelve a  estremecerse en los versos de la "Oda". Lo mismo que "sus manos  pueden avivar/ la araña fría y el maniquí de las coristas", el verbo puede resucitar fabulosamente los compases coralinos de "su  tos alegre".

     Cuando Lezama nos advierte con su "cuidado" del peligro que corremos si nos extraviamos en la crítica "absurda y municipal", está precisamente penetrando en la realidad casaliana, en sus enfermizas respuestas. El modo en que muere, en la sobremesa de la casa del doctor Lucas de los  Santos Lamadrid, aquel 21 de octubre de 1893, es el signo de su vida. Se cuenta que cuando uno de los presentes hizo un chiste, Casal lanzó una carcajada, le sobrevino una hemorragia por la rotura de un aneurisma y murió minutos después. Pero Rubén Darío, en carta a Enrique Hernández Miyares, recuerda cómo el poeta ya  le había advertido sobre su pronta desaparición. La curiosa alegría de su risa, las premoniciones tanáticas y las connotaciones simbólicas del modo en que Casal ─ por significativa casualidad ─ entrega su vida, ascienden en la  palabra de Lezama, son la causa de que siga "ordenando el ritmo/ de nuestra crecida vegetal/ al extenderse dormido".

     La vida de Casal, sin embargo, no pudo asumir por entero su angustioso destino. A diferencia del personaje de A rebours, la ingenuamente escalofriante novela de Joris Karl Huysmans, Casal no poseía una cómoda fortuna. El artista no tenía otro remedio que  disfrazarse de cronista social. "La boda de Luna de Copas con la Sota de Bastos" le dará el miserable sustento. El verso de Lezama  afila su mordacidad ante la fatuería: aquellos que Casal tenía que tocar "quejumbrosamente" sólo eran capaces de escupir "sobre el  tazón que tú le llevabas a los cisnes". La tragedia desenmascara  a los deicidas. "Los dormidos en la terraza (...) no respetaban que tú le habías encristalado la terraza / y llevado el menguante de la liebre al espejo", la imagen poética es vía para el conocimiento de la idiosincrasia típica de las clases "pudientes" de la Cuba que todavía luchaba contra el agonizante colonialismo español. Y ese Casal obligado por la miseria a redactar loas, a  colmar de risueños adjetivos las festividades burguesas, es el que ─ en un plano general ─ tipifica la suerte macilenta de muchos intelectuales latinoamericanos. ¿Cómo explicarían esta aguda denuncia que hace Lezama, los que tan falsa, envidiosa y  malintencionadamente lo acusan de amarfilado? ¿Qué razones, salvo la insondable ignorancia, la burda mediocridad y del desconocimiento integral, explican ciertos encasillamientos de Lezama en "poéticas escapistas"? Entonces es la comparación con  Baudelaire la que, invirtiendo el río de las influencias, trasmutándolas sabiamente en eco, moldeándolas como confluencia, nos muestra un rasgo de autonomía cultural ante las antiguas metrópolis europeas. El subdesarrollo que en nuestra América comienza a ser vencido; se aleja también por la imagen poética. El paralelo Baudelaire-Casal, más allá del gato como símbolo del Ka egipcio, del doble del "yo", del análogo (ese "peligroso  genuflexo" que "no ha vuelto a ser acariciado") se pliega amorosamente al cerquillo de Casal, deja "otro escalofrío", una distancia inconfundible, parte de ese "nacimiento de la expresión criolla" que Lezama aprehende con sin par lucidez en La  expresión americana (La Habana, 1957).

     Si es evidente la presencia del poeta de Les Fleurs du mal en algunos poemas de Casal, como "Post umbra"; en la preferencia por lo urbano y artificioso: en el acento puesto en la amargura humana frente a la idílica imagen de la vida "natural" a lo  Rousseau; también es transparente, como señala Lezama en su ensayo sobre Casal (Analecta del reloj, La Habana, 1953) que "tenía  todos los antecedentes de sangre y de gusto para receptar a Baudelaire". Es por ello que aunque Casal distó mucho de alcanzar esa “cumplida distancia donde los sentidos sobrenadan sin ninguna exigencia del tiempo [...] vino a cumplir en nuestra literatura lo entrevisto de los sentidos, que permiten ver la noche acurrucada en una hoja y a esa misma hoja trocarse en oído o en concha marina”.

     El puente Baudelaire-Casal, explicado en el ensayo a través  de la oposición entre dandysmo y esteticismo, se entrega en el  poema ─ complejo intuitivo-lógico ─ en símiles "como el almirante Samurai, que tapó la escuadra enemiga con un abanico", en el  kimono o el sayal blanco con que Casal, en etapas sucesivas (orientalista antes de 1888 y ascética a su regreso de España), solía recibir a sus visitas. El inusitado paralelo asume un modo narrativo que se va singularizando progresivamente mediante veraces referencias históricas al mobiliario del estrecho cuarto donde tuvo que sobrevivir el autor de Hojas al viento. A ello se une la alusión a poemas de Casal ("los sollozos de la Venus  Anadyomena"), así como ─ en determinados momentos ─ un acercamiento a las monótonas cadencias del verso casaliano, solo perceptibles, por su extrema sutileza, tras una relectura de los principales poemas de Casal. Esta maravillosa integración de planos que conforma la peculiar estructura de la "Oda", es la que exige un lector cuyo mayor placer radique en la indagación: en ir descubriendo las secretas correspondencias, el dato levemente sugerido, las analogías que en el encanto metafórico de la lectura resisten el paso de la vista.

     Lezama ha dicho que la crítica que le conviene a un poeta es "una potencia de razonamiento reminiscente". Sin duda la que  primero exige esa potencia es su poesía. Sin esa actitud es imposible vibrar ante la sabia fantasía del "chaleco  estrellado", de "las estrías de la tortuga". Allí donde vida y deseo de vida se funden, donde Casal asume su destino hasta las últimas energías, se sitúa la palabra de Lezama para entregarnos  su "Oda", para invitarnos a un placer inusitado en la poesía  contemporánea.

     Esa misma actitud hacia la creación poética es la que da  lugar a la crítica mordaz, al estigma severo y justo: "Sea  maldito el que se equivoque y te quiera ofender, riéndose de tus  disfraces..." El poeta sabe que ese mismo sujeto capaz de burlarse de Casal es también el lector abúlico que rechaza toda obra que le exija esfuerzos a los que su sopor no está acostumbrado. Esteban Borrero Echevarría, poco antes de caer en la locura y suicidarse, publica en El Figaro (octubre 22 de 1899) una emocionada nota, In memorian, sobre Julián del Casal. En ella recuerda las tardes con Casal en el portal de su casa, las lecturas de poemas inéditos, las amorosas conversaciones con su hija Juana... "En el mojado escudo de la noche" la casa del médico era un punto luminoso. "La tribu de malvados" no podía entrar en aquel lugar donde "la chispa errante" del "errante verde" de Casal se emocionaba hasta el llanto cuando un hijo de Esteban, de apenas seis años, le entregaba un lirio y le decía que era el de la Salomé de su poesía. Cuando Lezama nos evoca "la trigueñita de los doce años/ y el padre enloquecido colgado de un árbol", para  inmediatamente después decirnos, decirle a Casal: "Eres el huevo de cristal"; está relacionando antitéticamente la excepcionalidad de los escasos momentos que Casal disfrutó la comunicación, con  la habitual indiferencia y desprecio de que fue víctima.

     Tres versos, provocativos gracias a una sintaxis donde la elipsis sirve como catalizador de los significados, son los que  rinden la ofrenda merecida, la del que también retoma, desde Muerte de Narciso y de la revista Verbum, desde Dador y de la  revista Orígenes, la valentía con que Casal se enfrentó a su modo  a "aquel país de sus entrañas" ─ como dijera José Martí. Son tres sentidos superpuestos, tres oraciones que vertiginosamente nos entregan el signo de un Casal contemporáneo: "Invencionaste un  color solemne/ Guardamos ese verde entre dos hojas. / El verde de  la muerte."

     Prosigue entonces la labor por borrar una falsa imagen del poeta creada por críticos "municipales" (esa que lo tilda de afrancesado, debilucho y decadente). La "corteza del árbol donde Adonai/ huyó del jabalí para alcanzar la resurrección de las  estaciones", se encarga de darnos la imagen trascendente del poeta. Porque para Lezama, Casal llevó "nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina". Y en efecto, su vida y su poesía  muestran una trágica entrega al polvo, a la muerte. En tajante oposición a Martí, cuya entrega fue a la vida, Casal se da a Proserpina... Aunque su acto no sea ni remotamente comparable con la grandeza de Martí, no sería justo ─ por un paralelo que Martí  mismo rechazaría ─ restarle valor a su agónico existir. Por eso la "Oda" dice que la respuesta, ante la obvia irreversibilidad de los hechos, sólo puede darla "La chispa errante de tus ojos  verdes / y el sonido de tu tos alegre". Los "debió", los "pudo", tan frecuentes en la crítica literaria preceptivesca, son conducidos al ridículo por Lezama. La demoledora ironía de sus versos da cuenta en un instante de todas las flechas ponzoñosas. Adonai, metamorfoseado en anémona por Afrodita, reclama entonces  el sacrificio del poeta. La belleza lo exige como  alimento... Casal exclama: "Ansias de aniquilarme sólo siento", en uno de sus más sobrecogedores poemas. Casal le responde a Adonai: la misión está cumplida... Pero la exégesis estaría pegada al suelo si olvidara que Casal abre "el quitasol de un inmenso Eros". Es este elemento erótico, tan alejado de Baudelaire y de su cristianismo-jansenista, el que más contribuye a exterminar  "excavadores", "reseñadores" y "sombrosos".

     El ingenio implícito en este último sustantivo con que culmina la enumeración de los detractores, identifica la causa con el efecto: resalta, con la agudeza verbal, la denuncia. Este salto tropológico es un típico rasgo estilístico de la obra poética de Lezama. Al derramarse con toda su eficacia conceptual nos entrega el efecto último, la consecuencia que retorna sobre los versos precedentes para inculcarles todo el "misterio" ─ los  matices ─ hacia aquella vida señalada por el extrañamiento y la angustia. "Y por eso sonríes entre los muertos" nos da, cuando entramos en su esencial significado, el ritmo de Casal, la trágica victoria de la imaginación.

     El final del poema no puede ser más revelador. En el hilo del propósito principal de Lezama: develar el desgarrador modo en que Casal trasciende su época, se muestra cómo la fantasía es capaz de superar la enajenación, aunque este triunfo, semejante al de la araña con sus hijos, implique la entrega, el sacrificio total. "La risa como una lava" nos ofrece la dimensión irónica de  la tragedia; "la chispa con la que descendiste/ al lento oscuro de la terraza helada" nos da la insensibilidad opaca de aquella  sociedad: su torpe indiferencia. Por eso es que hoy nos sentimos orgullosos de su compañía, de que "la chispa errante de su errante verde,/ mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente", esté con nosotros.

     El poema sale a encontrar al lector que reclama Lezama para Joyce, con "La presencia y esencia de todos los días". Pero aquí el lector sólo puede decir que se siente distinto. Ya en definitiva se ha convertido en admirador: cómplice de un discurso  manierista (en el preciso sentido que Curtius le otorga al término) que, parafraseando a Gracián, no se contenta con el ingenio sino que aspira a la hermosura.

     Los griegos atribuían al fenicio Cadmo la invención de la escritura. Los lectores de la "Oda a Julián del Casal" atribuimos a José Lezama Lima la invención de un placer verbal que nos transforma.

─ ¿Qué opina de nuestro comentario al poema?

J.L.L. ─ Su fervor por Casal le ha permitido sorprender lo que yo sorprendo en Casal: la multiplicidad de sentido y una región central que le permiten ser (tanto) influenciado como influenciador. La igualdad en él de vida y obra. Las posibles y reales influencias de Casal. La real de Baudelaire y la posible de Casal sobre Baudelaire, ambas se igualan.

─ Usted ha dicho que "definir es cenizar", que "toda definición es un conjuro negativo". ¿Es esto lo que motiva la multiplicidad de acercamiento a la vida y a la obra de Casal, presente en su  poema y en su ensayo?

J.L.L. ─ Desde luego, nunca he pretendido definir a Casal. Por eso sorprende que Casal, siendo un poeta de escasos recursos poéticos, haya llegado a ser, sin embargo, un notable poeta.

─ La indiferencia rodeó a Casal, Usted también la ha padecido  ¿Podría decirse que la "Oda" es, además, un acto contra ese  silencio?

J.L.L─ Es desde luego un homenaje al cumplirse el primer centenario de su nacimiento. Como su obra ha sido a veces interpretada de una manera sombría, quise subrayar que con el verde de sus ojos descendió a la tenebrosa Moiras.

─ En este poema, como en otras zonas de su obra, se manifiesta una voluntad americanista, un empeño por afirmar nuestra  individualidad cultural. ¿Podría explicitar este signo esencial de su quehacer literario?

J.L.L. ─ Tan pocas cosas podemos explicitar: además, no es  necesario. Sé que soy americano como quien sabe que en su centro hay un árbol.

     A los pocos días de recibir ─ de puño y letra ─ las  respuestas anteriores, el 9 de agosto de 1976, por la madrugada,  me llama un amigo común. Lezama acababa  de fallecer.

(La Habana, 10 de agosto y 1976)