Literatura americana: Tulio M. Cestero

Andrés González-Blanco*

     «Tout est dit, et l’on vient trop tard depuis plus de sept mille ans qu’il y a des hommes et qu’ils pensent.» Así decía La Bruyère en el primer párrafo de su obra inmortal Les caractéres ou les mœurs de ce siécle.  Nada hay nuevo bajo el sol, bien lo sabemos y bien lo repetimos. ¡Hasta el mismo sol es, como ha dicho el maligno Heine, una vieja chocarrería recalentada, una repetición brillante que, con unos cuantos nuevos rayos por remiendos fulge allá arriba de una manera tan deslumbradora! Para los hijos del siglo XX, esa es la interpretación del dicho de aquel rey blasé de Juda e Israel: nihil novum sub sole...
     Sin embargo, yo me inclino a pensar con Alfredo de Musset, que esto es una necedad – y que perdone Salomón – y que perdone Enrique Heine, descendiente de judíos, quizá del mismo autor del Cantar de los Cantares (tenía un tío llamado Salomón Heine, banquero en Hamburgo, y que no le daba dinero para sus necesidades... y sus vicios de dios hegeliano).– Yo creo, con el poeta de las Noches, que los trances de la familia humana rejuvenecen siempre. Y hasta me permito traducir sus cuatro estrofas significativas al lenguaje castellano:

     La lâcheté nous bride et les sots vont disant
que, sous ce vieux soleil, tout est fait á présent;
comme si les travers de la famille humaine
ne rajeunissaient pas à chaque semaine.

                                      (Poesies nouvelles; Une soirèe perdue.)

     La cobardía impera. Dice la necia gente
que bajo el viejo sol todo está hecho al presente.
Como si los dolores de la familia humana
no rejuveneciesen siempre cada semana.

     Tulio Cestero, que es an espíritu altamente moderno, que ha viajado, que ha vivido mucho, que ha residido en países de diversos climas, que tiene esa cultura de asimilación que da el cambio de ideas en idiomas distintos, ha podido alcanzar una nota nueva en la baraunda de esta literatura moderna, sensual, confusa, caótica, enfermiza, que a cada momento nos reserva sorpresas y que representa un esfuerzo supremo, acaso el más considerable del siglo.
     El escritor dominicano es un cantor del espíritu de hoy, un cantor de las impurezas mezcladas con espiritualismos, que brotan, como de un surtidor, de las populosas ciudades modernas. Como Lorrain, a quien admira(1), es, en el fondo, un decadente, pero un decadente nostálgico de fortaleza y de alegría corporal y que de buen grado diría con Goethe: «¡Valor! ¡Valor! ¡Baña tu ceno infatigablemante en los rayos de la Aurora!»
     Se acusa a los decadentes de infringir los primeros principios de la moral y del orden, establecidos para la vida en sociedad. ¡Los primeros principios! ¿Cómo se van a conculcar los primeros principios?, claman algunos. Estos pobres hombres, lo más infilósofos  posible, y por lo tanlo ignorantes – porque el que no es amante de la sabiduría mal puede poseerla,– incurren en el mismo círculo vicioso de aquellos cuya cerrazón de entendimiento (disfrazada de entusiasmo) censuraba Locke, parodiando irónicamente su lenguaje: «Eeta es una revelación, porque lo creo firmemente, y lo creo firmemente, porque es una revelación.» (Essay on Human Understanding, libro 4.0 y XIX, 51). Bueno sería, pues, que con objeto de evitar confusiones y subterfugios en asuntos de tan capital interés  para la historia de la humanidad, se tuviera en cuenta siempre la regla que para los axiomas daba Pascal: «No valerme de los principios necesarios, por muy claros y evidentes que puedan parecer, sin investigar antes si están reconocidos por todos».
     Lorrain fue el Cristo reclamado por la multitud para descargar sobre él los martillazos del odio y transfixar su cuerpo con los clavos del desdén. Le escogieron como símbolo de irrisión, y le vistieron con la túnica blanca de la Locura, como si Maudsley no hubiese dicho ya que «hay una zona intermediaria entre la sanidad y la insania», y Esquirol no proclamase ante el mundo científico la dificultad de distinguir el Vicio de la Neurosis. (Des Maladies Mentales, I, 1.) Prodigaron sobre Lorrain y compañeros mártires todos los calificativos deprimentes que les facilitaban ciertos mediquillos psiquiátricos de oropel, antecesores de Max Nordau: los Laccassagne, los Moreau de Tours, los Azam, los Ball, los Legrand de Saule, los Luys, los Lelut, los Max Simon y, sobre todo, el documentado Dr. Cullére, en sus obras Las fronteras de la locura y Psicología mórbida en la literatura y el arte.
     Lorrain pudo decir, como Cristo, que sus enemigos y sayones se repartieron sus vestiduras y echaron suertes sobre su túnica. Diviserunt vestimenta mea et super vestem meam miserunt sortem. Y todo, ¿por qué? Porque escrutaba el espíritu moderno; porque sus obras eran un espejo que devolvían refractada la imagen del hombre de nuestra civilización; porque removían los pozos negros, las simas abyectas, los bajos fondos de las urbes populosas, como París. Porque sentían la vida correr bajo las venas de las grandes ciudades. Porque canalizaban las corrientes mentales en la dirección que exigían los tiampos presentes... Porque eran hombres de su tiempo, finalmente.
     Tulio Cestero es un alma modern; y de él se puede decir lo que de Lorrain se dijo en son de elogio (2): «Curioso y débil; he aquí dos palabras que le convienen bien. Ha estado, está aún, a merced de su curiosidad. Por sentir una emoción nueva, no hay nada que no sacrifique. Desde las imágenes del cielo a las visiones siniestras de Pantin, ha paseado su deseo de conocer durante el curso de su vida». Tulio Cestero es, sobre todo, curioso; curioso de husmearlo todo, de investigarlo todo. Primero está al acecho, olfatea, simplemente; este es el primer grado de la iniciación en la Orden de los Rosacruzes del Ensueño. Cuando esto ocurre, surge el artista; el artista, incansable sportman del espíritu, que va siempre a caza de emociones nuevas. Luego viene la caza organizada, metódica, la empiria científica. Todo artista moderno tiene algo de este espíritu científico, porque se ha amamantado en el análisis.
     Los artistas antiguos eran todos enamorados de la síntesis. Hoy tendemos al último análisis. El análisis da al alma un goce dionisíaco. Le da la ilusión de haber alcanzado por sí misma y de un golpe la verdad, y de no haber necesitado auxilio alguno. Por eso se puede llamar a los poetas creadores (al modo en que entendían los griegos la palabra poeta); pues, aunque no saquen nada ex nihilo (lo cual constituye la legítima y verdadara creación), proceden de lo particular a lo general, si son sintéticos, o resuelven y desmenuzan los particulares en generales, si son analíticos. Claro es que esto de la creación no pasa de ser un fraude para atontolinarnos y demulirnos, pero tiene la virtud de ser una pía fraus, como toda mentira de arte.
     El Sr. Cestero es, como hemos dicho, un gran conocedor y adorador del espíritu moderno. Es de los que aman la vida como se ama a una mujer enloquecedora, aunque sepamos que nos engaña, según la interpretación del pesimismo moderno dada por Federico Nietzsche en el Prefacio de La Gaya Scienza. Al hombre que está loco por una mujer podrán decirle sus amigos: ¡Si estás siendo una víctima! ¡Si serás muy desgraciado con ella! Él siempre replicará: ¡Pero es tan bonita! ... Mas un día llegará en que se convenza de su error. Entonces dirá ya, hablando en lenguaje vulgar: – ¡Es tan bonita la condenada! Aquí se encierra la idea de fatalismo; ya el hombre está atado a la mujer de quien reniega. Con la cabeza la maldice; pero el corazón sigue sintiéndola... Y acabará por adorarla, execrándola. Así la vida en nuestros tiempos. ¡Maravillosa antinomia del espíritu moderno! Y he aquí cómo he comentado y completado a Nietzsche...
     El Sr. Cestero ha sentido el cansancio, la hipocondría, casi diré la impotencia de eu época. El intelectualismo nos ha matado; luego el sentimentalismo no remedia nada, porque ya es postizo y falso en nosotros. Cuando creemos que nuestros nervios vibran es que nuestras células cerebrales se estremecen. Ya no hay voluptuosidad, ya no hay pasión; murieron con los viejos cultos. La pasión murió el día en que Espronceda y Alfredo de Musset degradaron sus ideales – su Teresa, su Aurora,– embriagándose para empocilgarse en la abyección más rufianesca. La voluptuosidad murió el día en que se proclamó la guerra al pecado. Ved como la decadencia de las religiones ha venido a acelerar la decadencia de los espíritus. El día en que se dijo que nada es verdad, todo hombre inteligente pensó razonablemente que la menor verdad sería, pues, la que siempre se llamó mentira del amor. Como se dijo a la vez que todo está permitido,la dulce ilusión de coger y morder el fruto prohibido cesó para siempre. El tronco del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal ha sido derribado por el hacha del análisis. Lo sabemos todo; luego ¿para qué probar algo nuevo si nada hay nuevo bajo el sol? Volvemos a lo de antes. Siempre se vuelve al punto inicial en este laberinto de ideas y de sentimientos que atormentan al hombre moderno. En efecto; tan cierto es que nada hay nuevo debajo del sol, que ni siquiera es nuevo decir esta frase. Mil poetas y sabios y pensadores y artistas la han glosado de las cuatrocientas mil maneras que puede glosarse toda cosa. Racordemos, verbigracia, por no recordar más, a Espronceda, que canta en El Diablo Mundo (Canto I):

     «Nihil novun sub sole, dijo el sabio,
nada hay nuevo en el mundo; harto lo siento.
Que, como dicen vulgarmente, rabio
yo por probar un nuevo sentimiento;
palabras nuevas pronunciar mi labio,
renovado sentir mi pensamiento,
ansío, y girando en dulce desvarío,
ver nuevo siempre el mundo en torno mío.
Uniforme, monótono y cansado
es sin duda este mundo en que vivimos;
en Oriente, de rayos coronado,
el sol que vemos hoy ayer le vimos;
de flores vuelve a engalanarse el prado,
vuelve el otoño pródigo en racimos,
y tras los hielos del invierno frío,
coronado de espigas el estío.

     Todas estas ideas que yo he revuelto, el Sr. Cestero las ha expresado muy artísticamente en su diálogo La Medusa, donde Romeo – un Romeo modernizado – habla así a Julieta – una Julieta algo cocotte: ««Cada día repito lo mismo, porque todos los días son iguales, y es esa monotonía cruel la que hace imposible nuestra vida, y extendiéndose entre los dos nos separa. ¡Oh! sí, es el pasado, tan conocido, y pesado yugo; es el porvenir, del cual nada se descubre (3), que arrancan la esperanza y plantan en nuestras almas la duda. Nunca olvidaré lo que hemos realizado; ni menos poder saber qué acción engendrarán nuestros pesoamientos en un minuto próximo. Nuestra existencia está suspendida entre esos dos abismos. Si fuera posible olvidar, la vida sería grata. ¡Si el alma, como el cristal, no conservara las imágenes que copia! ¡Ay! los modernos han olvidado el camino de aquella fuente antigua que producía el olvido, y son incapaces de crear lo nuevo. Un día, la lectura de la historia de una cortesana antigua que no se convierte, puso en tu lengua este grito: quiero cosas extraordinarias, y ofreciste en vano al cuerpo vibrante al abrazo del dios fecundador. ¡Ah, sí, lo extraordinario! No hay ya fuerzas para engendrar el prodigio. Los dioses del Olimpo están bien muertos; Afrodita no aparece a los mortales por los senderos de las montañas; y en cuanto al taumaturgo galileo, jamás en la aombra de los olivos encendió con un beso humano los labios de la Magdala. – Julieta. – Es muy cruel lo que dices, cállate. Ven; hay nuevas mieles en mi boca. – Romeo.– Es inútil, en los libros aprendí la tristeza del espíritu, y en los labios la tristeza de la carne. El hombre es un animal incurablemente triste. Todos los senderos floridos conducen a idénticos jardines de suplicios, y todas las noches, las nupciales y las orgiásticas, son iguales: caricias, suspiros, crugir de dientes, espasmos; luego, fatiga, asco. No; sería imperdonable repetir una vez más la comedia que representamos hace largos días, sin placer y sin dolor. ¿Dónde existe la voloptuosidad que los antiguos conocieron? ¿Murió acaso con Adonis en los brazos de Venus, o sepultada fue con Astartea bajo las arenas moabitas? (4)
     Quien así se expresa, quien afirma con gallarda frase, resumiendo las meditaciones del siglo que acaba, que el hombre es un animal incurablemente triste, ese es un espíritu moderno. El Sr. Cestero cree firmemente, con el gran poeta Vielè-Griffin, cuyas estrofas una vez he citado:

… que toute chose est triste
et triste aussi l’amour.

     Cuando se publicó ea 1866 una nueva edición de Las flores del mal, Verlaine, que entonces trabajaba y no era aún el vagabundo beodo y el residente de hospitales y presidios de sus últimos años, hizo una crítica da la obra en L’Art,revista fundada por Lemerre, el editor de los parnasianos. Allí el autor de Sagesse citaba poesías tan acabadas de Baudelaire como L'Aube spirituelle, La Charogne, Semper sadem; y después de admirar su satanismo ultramaturinesco, le felicitaba por haber representado en su obra, poderosa y esencialmente, al hombre moderno, al bilioso-nervioso.
     Por lo que se desprende de su obra, este es el temperamento (fisiológico y artístico) del Sr. Cestero. Es el bilioso-nervioso de último cuño, a quien todo excita, esquinoso, irritable. Cerebro erizado, nervios en tensión, sensibilidad siempre erecta: estos son los caracteres distintivos del artista moderno. Asimila el espiritualismo más alto al sensualismo más rudimentario. Puede decir, como en los bellos versos de Rubén Darío:

Como la Galatea gongorina
me encantó la marquesa verleniana.
Y así juntaba a mi pasión divina
una sensual hiperestesia humana.

     Citérea es la obra de un espíritu inquieto y de un temperamento artístico de muchos quilates. El título está explicado en la bella dedicatoria a Enrique Henríquez; dedicatoria perfumada de cariño fraterno y de nostalgia de ultratumba: «Un romero, al retornar del templo de Citérea, se prosterna ante la tumba regada y florecida por tus lágrimas; el recuerdo de la muerte, suave, excelsa, cuya vida fue el bello decir del místico: Mucha hace el que mucho ama, transforma las espinas en rosas; y el peregrino las ofrece al poeta fraterno, que acendrará en los zumos acerbos del dolor, fragantes mieles para sus canciones.»
     Componen el libro cuatro cuadros dramáticos dialogados. El primero titulado La Enemiga, que hace recordar algo La Gioconda [de] D’Annunzio, pero sin reminiscencia directa que pueda registrarse, es una historia emocionante y muy humana. Alfredo Capus ha presentado, en su comedia El Adversario, el matrimonio como una coalición donde un miembro es siempre hostil al otro. Esta es una idea favorita al espíritu moderno. Campoamor, con su prodigiosa intuición, que suplía muchas veces a su deficiente cultura, hablaba de

la soledad de dos en compañía…

     Flaubert escribíaa una frase lapidaria sobre el mutuo  desconocimiento: Personne ne comprend personne
El caso que expone el Sr. Cestero es más pungente. Se trata de la esposa de un gran pianista, mimado por los públicos europeos, adorado de las mujeres a la moda. La esposa observa un día que, mientras su marido arranca melodías

al monstruo melodioso y taciturno
que se llama piano,

como ha dicho Amado Nervo en un hermoso madrigal, los ojos de las mujeres se enredan en los rizos de su cabellera y las almas frágiles quedan allí presas… Para impedir este éxtasis de adoración, le corta los rizos. Mas no se contenta con esto, y viendo que la admiración femenina se tralada al lis taumaturgo de la mano del artista, en un rapto de celos absurdos, quema con vitriolo esas manos divinas, manos pálidas de artista, manos como aquellas inolvidables manos de mujer que cantó el gran Moreas en divinos versos:

les mains qu'elle tend comme pour des théurgies,
ses deux mains pâles, ses mains aux bagues barbares…

     Este boceto dramático – que así pueden llamarse los cuatro capítulos de Citérea – es el más intenso de todos y deja un rastro de emoción que perdura.
     El torrente da la sensación de la vida cosmopolita y abigarrada le París; las ridiculeces a infatuaciones de los rastas, cuyos flacos conoce y baldona como nadie el Sr. Cestero. Miguel es un tipo de nababo contiaental, de hombre tesaurizado que toma a París como vertedero de sus millones. Ninon es la coqueta espiritual y culta, fin de siglo. Marcelo es el artista anhelante de gloria que se siente arrastrado por el torrente de la vida agitada y febril, aniquiladora de energías morales y físicas. Son animadísimas y dan casi la ilusión del pincel (por algo el Sr. Cestero es gran aficionado al arte de Velázquez y conoce todas las joyas que guardan los museos de Europa, que ha recorrido en artística peregrinación) las descripciones del Molin Rouge, del Café La Paix, de Chez Maxim y del Americano. Los tipos episódicos, como Carmen, la bailadora andaluza, tienen un relieve muy notable. Marcelo condensa la idea de este cuadro cdramático en sus últimas palabras: «Está solo, abandonado, el boulevar; es ahora un cauce seco; el bagazo de un fruto exprimido. Me envuelve la ola, me desarraiga, me arrastra; es el torrente, voy aguas abajo. Este cielo es un trapo sucio, y no hay sol, no hay sol… el sol.» (Citérea, p. 82). Este apóstrofe final tiene un noble tono ibseniano, muy grato a todo paladar moderno.
     La Medusa es, como hemos visto ya, una conversación entre dos amantes hastiados, Romeo y Julieta modernos. Podría preguntarse uno aquí, como en las hermosas estrofas de Villaespesa:

La escala del ensueño y del deseo
aún rota, pende del balcón sujeta…
Dime, Julieta, ¿dónde está Romeo?...
Dime, Romeo, ¿dónde está Julieta?...

(Tristitia rerum; pág. 157).

     Los amantes, no encontrando término a su hastío, acaban por buscar el fondo del mieterio, la respuesta de la esfinge, en el seno del mar. «El mar… -- le dice Romeo a Julieta. – Sus aguas amargas nos harán libres; las flores de sus espumas cubrirán de suaves pétalos nuestros cuerpos; iremos de ola en ola hasta encontrar un placer de perlas, un verde lecho de algas o un rojo banco de coral, donde reposaremos y sus canciones serán nuestros himnos nupciales.» (Citérea, 41 y 42). Las páginas de este trabajo expresan en su prosa rítmica y torturada toda la desesperación que abate al espíritu moderno, que solo en el ancho y verde Océano apagaría su ardiente sed de amar y de saber. Y al Océano va, como al fondo del abismo.
     La sangre es una alada, risueña, grácil pantomima siglo XVIII.  Watteau y Boucher reinan sobre ella. Un viaje a una Citérea ideal. Pastorelas galantes. Risas desgranadas.

Do... mi... sol… la... sí.

     Como en las Fiestas galantes de Verlaine, Rosalinda, Lovelace y Pierrot son los héroes un poco tristes y muy humanos. Pero en este paíe de abanico una puñalada macula de sangre la suavidad de la seda y las empolvadas pelucas. Es Pierrot el impetuoso que «en un grito salvaje promulga su derecho al amor.»
     El Sr. Cestero pertenece a la brillante juventud sudamericana que busca en París anchos horizontes. Entre esta juventud florecen dos formas de arte: la cosmopolita y la local, la aborigen, la americana. Tal como las ha demarcado Valeny Larbaud en su bello estudio sobre La influencia francesa en las literaturas de lengua castellana (5).
Yo quisiera que esta juventud explotase las bellezas naturales de la tierra donde una mañana memorable desembarcaron los hombres blancos, haciendo arte para todos los tiempos. En Santo Domingo, de donde es el Sr. Cestero, hay jóvenes que como los hermanos Henríquez Ureña luchan y trabajan. ¡Así sus esfuerzos se vean coronados por la vida perdurable de sus obras! Dennos a conocer las Antillas, porque de ese conocimiento siempre le seremos deudores.
     ¡Las Antillas! El Sr. Cestero es, sin duda, de una ciudad que tiene dulcee encanto criollo, tendida junta al mar y por el mar brezada – olas como hamacas, dice por alguna parte el poeta Chocano.– Habrá en ella mujeres de ojos profundos como tumbas y un perfume capitoso de frutas azucaradas. Santo Domingo ha de ser una población admirable. Si yo viviese allí, casado con una morena criolla, a las tardes doradas de primavera, saldría a pasear en un tilburí….– Recuerdo ahora un episodio conmovedor de la rebelión de los negros contra la esclavitud: uno de los caudillos iba al frente de un grupo, con el crucifijo en la mano predicando el exterminio de los blancos porque habían matado a Jesús. Y muchas tardes, pienso con Francis Jammes, nostálgico de islas tropicales:

…………... á des lointains parages,
aux colons de Saint-Dominique, á de la mélasse…

*En Nuestro Tiempo 120. Año VIII. Madrid, Diciembre, 1908. pp. 381-388.

Notas

1. En el bello diálogo El Torrente pone en boca de sus personajes estas palabras, que pueden considerarse como significativas de su hondo sentir: «Marcelo (rompiendo el silencio). El zafiro es la mirada de Narciso, ha dicho Jean Lorrain. -- Ninon (sonriendo). -- ¡Ah, sí! ¿Lee usted a Lorrain? -- Es mi poeta favorito. -- Marcelo. -- Era un poeta de talento que aprisionó en la prosa y en la rima el alma compleja y sencilla, femenil, exquisita. Su pluma usa colorete, maquillaje; La Rivera no ha tenido un cronista que haya copiado como él la belleza de sus paisajes y la realidad de su vida cosmopolita y mundana. -- Ninon. -- ¿Por qué ha dicho usted «era?»-- Marcelo. -- Porque ha muerto cuando los fuertes aromas estivales vencían las fragancias de la primavera. -- Ninon. -- ¿Ha muerto? Sabe usted; no amaba de amor a las mujeres. -- Eso cuentan, y se lee entre líneas. -- Ninon.-- Era amigo de Liane de Pougy; pero solamente como camarada y nada más.» (Citérea, 67 y 68). Se advierte aquí que el Sr. Cestero hace mucha vida de París y conoce anácdotas mundanas del bulevar. Es un enterado de toda la literatura del día.

2. Aunque en el caso de Paul Alexandre-Martin (que este era el complicado nombre del autor de Buveurs d'ámes), este elogio fue a la vez un justificante de ciertos extravíos mortales (estrabismos se pudiera decir, tomando un término a la óptica), que en el caso del Sr. Cestero ni remotamente existen.

3. Me permitiré advertirle al Sr. Cestero que este es un grave galicismo de que convendría purgar su obra, ya que en todo lo demás no he registrado graves faltas sintácticas.

4. Citérea, 34, 35 y 36.

5. El Nuevo Mercurio; Abril de 1907, 4to número, año I.