El cielo por asalto: Reinaldo Arenas y la Revolución como literatura*

Laura Maccioni, University of Maryland at College Park

     Fascinada por las peripecias de una vida que desafía con creces toda imaginación literaria, la crítica de la obra de Reinaldo Arenas ha quedado imantada por su último libro de memorias Antes que anochezca y por la terrible carta de despedida en la que Fidel Castro es acusado como el único culpable de su decisión de suicidarse.
     Así, la propia vida del autor – duplicada en sus textos por la presencia constante de seres marginales, sometidos a alguna forma de dominio debido a su condición de niño, pobre, homosexual o mujer – ha sido el punto de partida obligado al analizar la concepción de literatura que queda construida en sus novelas y cuentos. La opresión que padecen sus personajes, los frustrados intentos de escape que estos emprenden a través de la escritura, su compulsión a la lectura de “novelitas” rosas, o su producción de un mundo imaginario en donde la vida es bella, buena y justa suelen interpretarse como reivindicación de la ficción en tanto actividad que permite soportar lo insoportable. En consecuencia, para Arenas la literatura sería – suelen afirmar sus críticos – la  zona en la que se puede consumar el deseo de libertad que la realidad niega, en donde puede pensarse lo que el poder político ha prohibido. El trágico final de quien dejara, casi como epitafio, la frase “Cuba será libre. Yo ya lo soy” ha terminado por teñir retrospectivamente la recepción de sus textos por parte de los más diversos lectores.
     Francisco Soto, por ejemplo, ha afirmado que “En Celestino antes del alba el niño-narrador sueña e idealiza refugios imaginarios para sobrevivir las privaciones y violencias de su medio ambiente.” (“Escritura subversiva” 348).(1) Elio Alba Bufill coincide con esta misma hipótesis al sostener que para el autor de Termina el desfile el lugar de la ficción literaria es el de ofrecer protección frente a un contexto político hostil: “Una de las constantes temáticas en esta colección de cuentos – nos dice – es la lucha angustiosa de los personajes al enfrentarse a la dureza de la realidad que los rodea y su intento de escapar de ésta mediante la imaginación, la cual les permite construir un espacio donde refugiarse” (38). Juan Goytisolo apunta también en la misma dirección. Casi como un acto reflejo que se realiza para no perecer, lo de Arenas, señala, es “escribir para salvarse: hallar en la literatura esa cuerda oportuna a la que aferrarse antes de ser absorbido por la vorágine; construir, palabra tras palabra, con paciencia de hormiga, un espacio mental habitable y ocultarlo a la mirada escrutadora de guardianes y míseros compañeros de desdicha” (179).
     Roberto Valero, por su parte, sostiene que “Otra vez el mar es una lucha exaltada porque prevalezca el triunfo de la imaginación (de la libertad). Una batalla incesante cuyas armas son las palabras: ya en los troncos de los árboles, ya en las resmas de papel del abuelo, aquí y ahora (Cuba 1959-1969) el canto se imagina, [en tanto] no se puede pronunciar. […] En esa batalla entre represión y expresión el poeta sale triunfante, pues su imaginación, su indignada memoria, su “canto”, pudo ser concluido, pudo ser imaginado” (362-63).
     Y, más recientemente Erica Miller Yozell ha ofrecido una lectura de El palacio de las blanquísimas mofetas que va también en la misma dirección. Para Miller Yozell la resistencia que el protagonista emprende a través de la literatura como propia del comportamiento melancólico:

Writing enables Fortunato to comprehend and interpret the complex dynamics of the others – a powerful statement on imagination and writing – yet at the same time, Fortunato proposes no solutions, only the insistently repeated gesture of negation. [...] Even the act of “giving voice”, through imagination, to the other characters is productive in terms of narrative creation, but does little to change the social situation or the other characters’ perspectives. [. . .] Fortunato’s narrative –mirroring the writing of the novel itself – attempts to evade participating in any teleological ordering of the universe, affirming any higher authority, or even believing in the transformative power of his own discourse (321-22).

     El resultado, para la autora, sería una suerte de parálisis, de negación de cualquier posibilidad de progreso, de repetición cíclica de la historia al no poder completarse el duelo por el objeto deseado, perdido o que debería estar y no está. Ese objeto, afirma ella, es la promesa que trajo consigo la revolución, las esperanzas, los sueños de progreso y de una vida mejor. Tal productividad excesiva que no culmina en algún resultado final, sino que es circular y repetitiva, es un modo de resistencia a la pretensión, por parte del discurso revolucionario, de incorporación total del yo areniano a su propio texto. Sin embargo, apunta Miller Yozell, “[t]his gesture is particularly devastating precisely because it does not represent a liberation through imagination – the  positing of another utopia, a solution, a new revolution that in a way might validate or participate in the logic of the Revolution –” (328).
     En síntesis, para todas estas interpretaciones, la relación entre literatura y realidad que queda definida en el corpus areniano es una relación negativa, en la que la literatura desempeñaría una función de compensación simbólica o de realización del deseo en un plano imaginario. Así, el libro que escribe Arturo en Arturo, la estrella más brillante, las memorias que Fray Servando vuelve a escribir en El mundo alucinante, o los poemas que Celestino escribe en la corteza de los árboles en Celestino antes del alba prestarían sus páginas para que persista en la escritura el sueño revolucionario verdadero, el de la justicia y la emancipación, frente a la pesadilla en la que se convirtió la revolución cubana en la realidad de lo cotidiano.
     Pero si esto es así, entonces este recurso a la literatura como asilo y como posibilidad de desobediencia y denuncia terminaría siendo un gesto intransitivo, no conducente a ninguna instancia capaz de transformar esa realidad contra la que se rebela. Más aún, la búsqueda de un nuevo orden radicalmente distinto del orden dado que los protagonistas persiguen en la literatura aparece como una empresa imposible, infructuosa, y, sobre todo, como intento que se paga con la muerte.(2)
Sin embargo, leída desde la rabia y el desengaño que supuran esos últimos textos previos al suicidio, la singularidad con que Arenas imagina lo revolucionario y su vínculo con la literatura en sus trabajos inmediatamente posteriores al triunfo del Ejército Rebelde se pierde de vista, se esfuma ante la contundencia con que, en los textos posteriores a los años setenta, la crítica al régimen de Castro se va haciendo cada vez más implacable.
     Por eso creo necesario volver a leer esos relatos tempranos, en los que la ficción no tiene por objeto la custodia de un sueño revolucionario entendido como superación de los males de la sociedad actual, a la que se busca reconstruir según un modelo perfeccionado y ya definido por la razón utópica, sino la exploración de la revolución entendida como nuevo modo de soñar que desafía y excede cualquier modelo previo. Hay en esos cuentos una proposición de lo revolucionario entendido no como el cumplimiento de los ideales vaticinados por las narrativas finalistas de la historia, sino como momento de suspensión absoluta de las certezas anteriores, suspensión que abriría la posibilidad de crear otro modo de conocer y de experimentar. Dicho así, la idea de la revolución en el joven Arenas se parece a su idea de la literatura: ambas son un dispositivo de producción de nuevas metáforas que permitirían escapar de aquéllas que se han vuelto ya verdades trascendentes, creando así las condiciones para repensar otra manera de estar en el mundo.
     Desde esta línea de razonamiento es que considero que pueden arribarse a otras lecturas muy distintas de aquéllas que vimos al principio de este ensayo. Y así, en muchos de sus trabajos de principios de los años sesenta podría verse cómo para Arenas la creación literaria no es un espacio de preservación y realización de los “verdaderos” valores revolucionarios que han sido traicionados, sino una posibilidad de abrir lo que Gilles Deleuze llama una “línea de fuga,” una vía por la cual la potencia de la vida queda liberada de las formas que detienen su devenir, y la aprisionan bajo distintos modos de organización del ser – humano, animal, social, etc. –. Para este Arenas hay realmente creación cuando, al no verse forzadas a someterse a ningún fin superior ni idea trascendente, nuevas formas de vida, que no obedecen más que a sí mismas, pueden aparecer. Y, al igual que el acontecimiento revolucionario, producen la apertura de un campo de posible.(3)
     Voy a tomar como ejemplo de lo que digo un cuento de 1968 titulado “El reino de Alipio,” y cuyo tema precisamente es el derrocamiento de un rey.(4)  En este breve y poético relato, la ficción es entendida como flujo desestructurador de esa ficción original, primera, a la que llamamos “realidad,” y es a causa de esa potencia desterritorializante que Arenas le atribuye un valor político revolucionario.
     Alipio, nos dice el narrador, es un simple mandadero que pasa el día haciendo encargos para otros, pero cuando llega la noche se instala en su única posesión terrestre, un pequeño balcón, y desde este puesto de observación contempla el cielo estrellado. Todas las noches, desde hace años, cumple el mismo ritual. Éste consiste en identificar las estrellas, nombrar una a una las constelaciones que van apareciendo en el cielo, aplicando un saber que parece corresponderse naturalmente con aquello que ve: las Pléyades, la Osa Mayor, Alfa, Zeta.
     La voz narrativa nos informa acerca de la epistemología que rige el acto de observación de Alipio: “No pudo estudiar Alipio (la única carrera que le hubiese interesado era la Uranografía, pero entonces habría tenido que abandonar las estrellas verdaderas para mirar sus fotografías en los libros)” (101). Para el protagonista, el nombre que pronuncia cada vez que aparece una constelación, es el de la cosa en sí, puesto que no está contemplando la reproducción de su luz mediante la técnica fotográfica, sino la luz “real.” El nombre se aplica directamente a la cosa, y no a otro signo de ella. Sin embargo, Alipio está inmerso en una ficción que experimenta como la realidad misma. Después de todo, Alipio no está leyendo el cielo conforme a los signos que “naturalmente” le corresponden, sino que, en verdad, antes lo ha producido como texto. Sólo aparentemente Alipio es un lector pasivo, sumido en la aplicación de los nombres correspondientes a cada porción de brillo. Su verdadera condición es la de hacedor, y su majestad reside en el dominio de la palabra. “El reino de Alipio se abre ante sus ojos” (101), dice el narrador, y allí, en esa página negra que es el cielo de noviembre Alipio inscribe los signos que lo instituyen a él como fuente de todo sentido. Dicho de otra manera: Alipio inventa una ficción según la cual el cielo desempeña el papel de “lo real,” y, al hacer esto, se pone a sí mismo en el lugar del descifrador de su sentido a través de la aplicación de las palabras apropiadas. Sin embargo, debe advertirse que no es que haya un descifrador porque exista algo ya dado que descifrar, sino que lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario: primero se ha postulado la existencia de un universo preñado de significación, sólo con respecto al cual Alipio puede, luego, erigirse como el único ser capaz de descifrarlo. Por medio de esta operación Alipio ha conjurado el caos y el azar, y al hacerlo ha dotado de sentido a su existencia humana, que de otro modo sería insignificante. De manera tal que el ritual de observación y control del cielo que lleva a cabo noche a noche, no es más que un modo de desplegar su deseo de poder, de dominio sobre esas manchas de luz que, al ser organizadas como estrellas o constelaciones, sostienen la ilusión de su condición de soberano. Es por esta operación antropocéntrica que se produce la maniobra más importante de todas: Alipio, apenas un “mandadero” – esto es, alguien sometido a fuerzas que lo mandan, que dirigen su existencia –, se inviste como mandante, se consagra como rey de ese reino estelar, y cuyo orden inspecciona cada vez que anochece.
     Sin embargo, esta vez algo ocurre. Como siempre, Alipio se asoma a su balcón y comienza su rutina de nombrar las luces que se encienden una tras otra “como breves estallidos fosforescentes” (99). Pero esa noche todo será diferente: el cielo está particularmente brillante, desborda de luz, exhibe su “máxima opulencia.” En vano Alipio trata de mirar como siempre. “Por un momento queda en éxtasis” (99) se nos dice; “[…] ya el cielo es un chisporroteo luminoso y él no sabe dónde fijar los ojos” (100, subrayado mío). El saber con el que Alipio ha construido su reino esa noche entra en crisis: puesto que el cielo es una explosión imponente de chispas, no puede distinguir entre ellas lo que convenientemente había llamado “constelaciones.” Ahora Alipio no sabe dónde poner los ojos para seguir nombrando, y su mirada se ha desorganizado. Ya no es la del observador objetivo y racional, porque su percepción se enrarece, sus sentidos se confunden. Ahora ve con sonidos, escucha la oscuridad del cielo nocturno: “Alipio parece esta noche más feliz que nunca: es noviembre, transparente y sonoro. Noviembre, sonando todas las fanfarrias de la oscuridad; haciendo perceptible hasta el cometa más lejano, aún en gestación” (100). Alipio “se siente completamente feliz,” repite otra vez el narrador unas líneas más adelante. Pero he aquí que esta multiplicidad de sensaciones, este éxtasis desata un proceso de corrosión que afecta simultáneamente el saber de Alipio, su anterior lugar de soberano, y su propia corporalidad. Dicho proceso de corrosión, para decirlo más apropiadamente con palabras de Gilles Deleuze y Félix Guattari, afecta “los tres grandes estratos que se relacionan con nosotros, es decir aquellos que nos atan más directamente: el organismo, la significación y la subjetivación” (164).
     Hablamos de una desestratificación del organismo, puesto que en Alipio se inicia una des-organización del propio cuerpo en tanto codificación jerarquizada de órganos que prescribiría una cierta experiencia de lo corporal: a la alteración en la mirada y en las facultades auditivas, se suman las conexiones que el cuerpo de Alipio comienza a establecer con lo vegetal, con lo animal. Su éxtasis ante las estrellas lo lleva – se nos dice – a confundirse con las hojas del almendro, a sonreír “como conejo,” a estirar aún más su “cuello de lagarto,” a comportarse de un modo extraño. Un estado de frenesí lo invade, su cuerpo se mueve sin obedecer ya a ninguna finalidad: “Por último comienza a saltar sobre el balcón, como si quisiera escaparse hacia lo alto, levanta las manos, corre de un lado a otro, suelta chillidos de júbilo, ríe a carcajadas…” (100). Es el momento de abandonar las palabras: “Luego sale de su cuerpo un pequeño ruido” (100). Comprobamos, por tanto, un segundo movimiento: se trata de la desestratificación de la significación, de descomposición de la lengua. Lo que empezó siendo una actividad de observación meticulosa, de identificación a través de los actos de nombrar y de clasificar las estrellas como entidades individuales y definidas, se vuelve ahora chillido, ruido, sonido sin forma, más apto sin embargo para captar la luz como acontecimiento intempestivo, como multiplicidad de formas que se suceden y varían, que para fijarla a una lógica de la identidad.
     Por último, asistimos a una desestratificación de la subjetivación entendida como conciencia de un yo experimentado en tanto que unidad, puesto que ahora se trata de una subjetividad que se acopla con otra cosa, que incorpora otra cosa. Pues ese fuego que hasta entonces Alipio creía contemplar desde una posición exterior ahora se aloja en él, descendiendo primero por la garganta, luego por el pecho, hasta llenar su propio vientre: “Alipio siente que un goce renovado le estremece la garganta, le llega al pecho y estalla en el estómago en innumerables cosquilleos” (101). Si hasta hace un momento eran las estrellas las que aparecían “como breves estallidos fosforescentes” (99), ahora son sus entrañas las que estallan. Se trata de un cosquilleo. Cosquilleo, vale la pena recordarlo, etimológicamente proviene de cosca: picazón. Está además relacionado con coscarse – concomerse, (y aquí comer conserva su uso metafórico en el sentido de picar, consumirse por la comezón interior) – y escocer: causar escozor, ardor, quemazón. La luz que Alipio siente bajar por su garganta y su estómago lo come a su vez por dentro: las estrellas titilan ahora en su interior (resulta pertinente recordar aquí que en latín cosquilleo es titillatio).
     Alipio queda así descolocado de su lugar de soberano: ahora ya no hay rey que detente el derecho de representar – en el doble sentido, político y semiótico del término representar –, puesto que no existe ya brecha entre el soberano y el súbdito, entre el signo y el referente. Esa brecha queda suturada por un acoplamiento con el cielo, puesto que no sólo Alipio ha devenido estrella, sino que además es devorado por el cielo mismo. Sólo así se entiende el extraño suceso que ocurre inmediatamente después de que se nos describe “el goce renovado” de Alipio, y que voy a citar extensamente:

En lo más alto del cielo el gravitar de todas las criaturas luminosas es avasallador. Pero de pronto, Alipio se queda muy quieto, mirando hacia lo alto; un punto luminoso gira alrededor de las estrellas, se desprende de las constelaciones, rueda sobre los astros y enciende la luna. La gran luminaria continúa descendiendo. [. . .] La luminaria parece una araña gigantesca y candente que hierve enfurecida; lanza chispazos que fulminan a los pájaros de la noche y precipitan las nubes, provocando torrentes de granizo y truenos insospechables. Se detiene de nuevo como buscando orientación. Alipio sigue corriendo. La luminaria ya lo persigue de cerca. Los penachos de las palmas quedan achicharrados [. . .] Alipio corre hacia el mar -piensa zambullirse entre las olas-; sus manos ya tocan el agua. Da un maullido: el agua está hirviendo; los peces, saltando inútilmente, caen de nuevo sobre el mar. La luz sigue descendiendo. Alipio, tembloroso, suelta chillidos incontrolables; se aleja de la playa y se refugia bajo un puente, escarba en el suelo tratando de desaparecer. [. . .] Alipio mira al enorme fuego que se le acerca: es como el infierno, como algo lujurioso que nunca pudo imaginar con tales dimensiones y formas. No es sólo una estrella, son millones de estrellas devorándose unas a otras, reduciéndose a partículas mínimas, poseyéndose. [. . .] Alipio se tira sobre la tierra despoblada y se aferra al suelo. La gran luminaria lo descubre, indefenso. Ahora su escándalo es como la respiración de un toro en celo, o la de una fiera hambrienta que de pronto descubre un almacén lleno de alimentos frescos. Alipio comienza a desprenderse de la tierra. Flota. Todo el estruendo de la luz parece llegar a su culminación. Alipio se ha desmayado. Los primeros resplandores del día van instalándose en los árboles. [. . .] Poco a poco, Alipio va despertándose, se agita aún inconsciente. Abre los ojos. Se encuentra en medio del campo, acostado en un charco viscoso que le baña los brazos, las piernas y le salpica los ojos. Trata de incorporarse. Un extraño dolor le invade todo el cuerpo. Mira a su alrededor, y es ahora cuando descubre el lodazal pegajoso en el que se encuentra. Pasa los dedos por el líquido espeso y se los lleva a la nariz. Al momento se sacude las manos, se pone de pie, y echa a andar. Es semen, dice. Enfurecido y triste continúa avanzando por el campo despoblado. A su paso va quedando un reguero húmedo. (103)

     La luz baja del cielo, urgida por una excitación que el narrador atribuye al mismo tiempo a la lujuria y al hambre: la luz – “toro en celo” y “fiera hambrienta” – posee a Alipio, quien a su vez se la ha tragado. Ingestión mutua, cópula, experiencia de goce y también de terror, porque ahora “Alipio” desaparece. Ha devenido flujo de partículas luminosas, se ha vuelto pura intensidad. Es transportado a una zona de pérdida, podríamos decir también de erotismo en el sentido batailleano, zona de suspenso, flotación en la que se disuelve todo: su subjetividad, su posición de observador, incluso aquello que parecía transmisible como saber, como signo: el nombre de las constelaciones, su ubicación en la grilla celeste. Se trata de una disolución de la dicotomía sujeto/objeto, adentro/afuera. Esa fuerza lumínica no representable, que irrumpe en su violenta extrañeza, está ya dentro de Alipio: el titilar de las estrellas es ahora el cosquilleo de su cuerpo.
     Tal vez Alipio nunca más vuelva a experimentar ese momento de éxtasis. El narrador apenas lo presenta regresando a su balcón “enfurecido y triste.” Nos dice también que otro anochecer de noviembre – que suponemos el siguiente a la noche del asalto de la luz – “[e]n el preciso instante en que el sol desaparece, Alipio, de un salto, entra en el cuarto y se acuesta, cubriéndose todo el cuerpo” (104). Desde ese escondite inútil, sudando a chorros, llorando, “no se decide a abrir la ventana.” El narrador no nos deja saber si Alipio finalmente se atreve o no a enfrentar el cielo. Pero sí podemos inferir que este devenir-luz ha producido un cambio de estado, un descarrilamiento, una fractura en el orden de las metáforas que hasta entonces había manipulado Alipio como un soberano. No sabemos, entonces, si Alipio volverá o no a asomarse a su observatorio, pero sí que ya no podrá decir otra vez que los astros del cielo sonsu reino; más aún, ni siquiera podrá afirmar de ellos que son algo, puesto que el antiguo lenguaje del ser y de la representación ha estallado dando lugar a otro modo de conocer el cielo. Se ha producido un derrocamiento del gobernante y se ha desplazado el sujeto del conocimiento. Pero también se ha producido una corrosión absoluta de los fundamentos del orden astronómico hasta entonces aceptado, por lo que, más que de derrocamiento, cabría hablar de una revolución.
     Pues es sabido que, desde la antigüedad, todo modelo astronómico implicó también la postulación de un orden político. Por muchos siglos, el modelo aristotélico-ptolomeico asignó a la Tierra un lugar fijo en el centro del universo, alrededor del cual giraban incansablemente los planetas. Se trataba de un orden eterno, estático, cuya temporalidad era la de los ciclos, orden en el que el hombre poco podía hacer más que admirar la perfección de la obra divina. No importaba la complicada maraña de esferas en las que resultaba este modelo geocéntrico, si las “aparentes” irregularidades de la naturaleza que constataba el hombre a través de los sentidos quedaban finalmente ajustadas a las regularidades que imponían las formas matemáticas. Además de favorecer una concepción del hombre como un ser inactivo frente a un universo que no podía ni conocer ni controlar, este modelo, afín a la concepción del monarca como representante de Dios, daba prueba de sus ventajas a la hora de inculcar la aceptación de los infortunios terrenales. Es entonces Nicolás Copérnico quien, con la recuperación del modelo heliocéntrico, pone fin a esta condición pasiva del hombre. Su libro De revolutionibus orbium caelestium (Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes) marca el inicio de la modernidad, y con ella, la confianza en la capacidad de la sola razón humana para explicar la maquinaria cósmica sin recurrir a dogmas religiosos. A partir de entonces el hombre queda libre de las fuerzas externas que lo sometían fatalmente, y se erige en sujeto activo, capaz de conocer a los objetos que lo rodean de acuerdo a la experiencia de sus sentidos y las facultades de su razón. Es también el comienzo del proceso de secularización de la política y de resquebrajamiento del poder del rey.
     En su libro Utopía y revolución (1975) Melvin Lasky dedica numerosas páginas a describir la simultaneidad de dos pasajes: el que conduce de la astrología a la astronomía, y el que va de la teología a la política (39). Ambos pasajes son fundadores de la racionalidad moderna, y para Lasky la prueba de éste carácter fundacional compartido por ambos estará dado por la migración de la noción de “revolución” desde el campo de la astronomía al campo de la política. La palabra usada para describir un proceso astronómico que transformaba radicalmente las ideas acerca del universo hasta entonces dadas por ciertas, se convertirá, progresivamente, en una metáfora que permitirá dar cuenta de la profundidad de las conmociones políticas que sacudieron el antiguo orden (323-29). Podríamos, entonces, proponer una lectura de “El reino de Alipio” como texto que dialoga con esta narrativa en la que se acoplan astronomía y política. Y en este punto no sería arriesgado afirmar que si la visión del universo según Copérnico revolucionaba el modelo astronómico-político consagrado por Ptolomeo, la visión del universo que experimenta Alipio revoluciona la de Copérnico, conmocionando sus presupuestos tanto en el modo de entender el acto de conocer como en el modo de entender la política. Pues aunque Alipio esté convencido de que el ritual de nombrar las estrellas conforme a las leyes de la razón moderna lo hace merecedor del título de rey e intérprete absoluto de los signos del universo, en verdad todo lo que ha hecho es proyectarse sobre el espacio celestial para luego retirarse hipócritamente y “descubrir,” sorprendido, que puede leer esos signos que él mismo había puesto antes. Es esa confianza copernicana en la razón, y la idea de revolución que esa razón ensalzó, lo que se estrella esa noche de noviembre. En consecuencia, esa noche Arenas acuña una nueva significación política para la antigua metáfora astronómica de la “revolución.” Revolución como producción de otro texto del cielo, uno que es escrito fuera de toda referencia a un fundamento trascendente, uno que no puede ser apresado con los signos que detienen el devenir de la vida y la encierran en las formas hasta entonces conocidas. Revolución, en fin, en un sentido nietzscheano, esto es, como gozosa creación de nuevas metáforas que echan por tierra un lenguaje que ya se ha vuelto inerte, instrumental, policial, y lo reemplazan por otro que permite nombrar de nuevo, que hace ver de nuevo.
     Esa noche es, digo, un punto luminoso en la constelación areniana, un destello que de alguna manera contrarresta la oscuridad que tiñe las páginas de Antes que anochezca, si pensamos su autobiografía como compendio de todos los padecimientos anteriormente narrados en sus textos. Encontrar en “El reino de Alipio” – pero también en otros cuentos – la idea de una revolución entendida no como realización de la historia, sino como devenir, como posibilidad de ficcionalizar, de inventar, libera a Reinaldo Arenas de desempeñar el papel de escritor disidente que la crítica ha preferido resaltar y que lo aprisiona en una escena en la que la revolución institucionalizada aparece como su razón de ser, como la verdadera soberana y como el origen de su escritura,  privándolo así para siempre de ese goce que buscó porfiadamente poner en palabras: el de asomarse al balcón y de tomar, a su manera, el cielo por asalto.

NOTAS

*Agradezco a Juan Carlos Quintero-Herencia la lectura previa de este ensayo y sus comentarios, siempre esclarecedores.

1. En un estudio posterior Francisco Soto profundiza la misma hipótesis al decir que “[…] a careful analysis of these three novels reveals an argumentative center that persistently resurfaces: a staunch defense of man’s imaginative capabilites (self expression) in a world beset by brutality, persecution, and ignorance.” Este deseo de expresión que acosa irrefrenablemente a los personajes sería más fuerte que las fuerzas represivas, de manera que, “like the phoenix ensured its progeny,” el niño-narrador de Celestino, que en esta novela paga con su muerte la “fiebre de la escribidera,” renace en El palacio de las blanquísimas mofetas como el adolescente Fortunato, apareciendo luego como el adulto Héctor, en Otra vez el mar. En cada oportunidad, advierte Soto, el personaje reincidirá en su compulsión de escribir/leer como modo de alcanzar – al menos en la ficción – la libertad. Véase Francisco Soto, “Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas and Otra vez el mar: The Struggle for Self-Expression” 60.

2. Es por eso que, analizando el corpus areniano, Ottmar Ette termina afirmando que, pese a que es la apuesta por la escritura lo que ha dado origen a cada uno de los textos que lo componen, al mismo tiempo éstos “se dirige[n] violentamente contra sus propias condiciones.” Ottmar Ette, “La obra de Reinaldo Arenas: una visión de conjunto” 122.

3. Para Gilles Deleuze el acontecimiento revolucionario tiene que ver no con la realización de un plan previo, sino con la apertura de lo que llama un campo de posible. Por “posible” no se refiere a lo que puede llegar, efectiva o lógicamente, sino a la creación de nuevas posibilidades de vida, esto es, nuevas maneras de afectar y ser afectado que surgen por un cambio en nuestra manera de componernos con las cosas, entre las cosas y con el mundo.  Como afirma François Zourabichvili en su excelente lectura de Deleuze, “lo posible llega por el acontecimiento, y no a la inversa; el acontecimiento político por excelencia —la revolución— no es la realización de un posible, sino una apertura de posible” Véase François Zourabichvili, “Deleuze y lo posible (del involuntarismo en política)” 138. Así, el acontecimiento revolucionario no sólo es inmanente, como el acto creativo, sino que, como él, también es productivo. Sin embargo, aquéllo que es producido no puede percibirse con los sentidos de los que dispone nuestro cuerpo actual, ni tampoco puede reconocerse en ninguna inteligibilidad que la antecede. Es, en fin, una forma completamente otra de subjetividad la que emerge con la conmoción revolucionaria.

4. “El reino de Alipio” apareció por primera vez publicado en el volumen de cuentos Con los ojos cerrados (1972, Montevideo: Ed. Arca). Posteriormente fue reeditado en Termina el desfile (1981, Barcelona: Seix Barral). Ésta es la edición que hemos consultado para este ensayo.

 

OBRAS CITADAS

Alba Bufill, Elio. “Constantes temáticas en Termina el desfile”. Reinaldo Arenas: alucinaciones, fantasías y realidad, Julio E. Hernández Miyares y Perla Rozencvaig (Eds.) 38-44.

Arenas, Reinaldo. “El reino de Alipio”. Termina el desfile, 1981, 99-104.

- - -  Celestino antes del alba. La Habana: UNEAC, 1967.

- - - El palacio de las blanquísimas mofetas. Caracas: Monte Ávila, 1980.

- - - Termina el desfile. Barcelona: Editorial Seix Barral, 1981.

- - - El mundo alucinante. Barcelona: Montesinos, 1981.

- - - Otra vez el mar. Barcelona: Argos Vergara, 1982.

- - - Arturo, la estrella más brillante. Barcelona: Montesinos, 1984.

- - - Antes que anochezca (Autobiografía). Barcelona: Tusquets, 1992.

Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 1997.

Ette, Ottmar (ed.) La escritura de la memoria: Reinaldo Arenas, textos, estudios y documentación. Frankfurt am Main: Vervuert, 1992.

- - - “La obra de Reinaldo Arenas: una visión de conjunto”. Ottmar Ette (ed.) La escritura de la memoria: Reinaldo Arenas, textos, estudios y documentación 95-138.

Goytisolo, Juan. “Apuntes sobre Arturo, la estrella más brillante”. Reinaldo Arenas: alucinaciones, fantasías y realidad, Julio E. Hernández Miyares y Perla Rozencvaig (Eds.) 179-181.

Hernández Miyares, Julio y Perla Rozencvaig (Eds.). Reinaldo Arenas: alucinaciones, fantasía y realidad. Glenview, IL, E.U.A.: Scott, Foresman: Montesinos, 1990.

Lasky, Melvin. Utopía y revolución. México: F.C.E., 1985.

Soto, Francisco. “Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas and Otra vez el mar: The Struggle for Self-Expression”. Hispania, 75.1 (1992) 60-68.

- - - “Celestino antes del alba: escritura subversiva / sexualidad transgresiva.” Revista Iberoamericana 57.154 (1991): 345-354.

Valero, Roberto. “Otra vez el mar, de Reinaldo Arenas”. Revista Iberoamericana 57.154 (1991): 355-363.

Yozell, Erica Miller.Writing Resistance through Melancholy: Reinaldo Arenas's El palacio de las blanquísimas mofetas and Otra vez el mar MLN, 123.2 (2008): 308-330.

Zourabichvili, François. “Deleuze y lo posible (del involuntarismo en política)” Eric Alliez (comp.) Gilles Deleuze. Una vida filosófica. Medellín: Euphorion, 2002. 137-150.