Ofrecemos a los lectores la primera parte de Ciudad romántica (relato largo o noveleta), de Tulio M. Cestero. Esta primera sección recrea el asesinato del poeta venezolano Eduardo Scanlan en 1887 en Santo Domingo. El suceso, quién fue (o no) Scanlan es todavía objeto de debate como puede apreciarse en los dos artículos, publicados recientemente por medios dominicanos, y que incluimos a fin de proporcionar, dentro de lo posible, información sobre el mismo. Curiosamente, no pudimos localizar ni una sola imagen de Scanlan a pesar de que incluso — más allá de las circunstancias de su muerte — se le considera como iniciador del bolero dominicano.
Por nuestra parte, solo queremos llamar la atención sobre el estilo ágil, el pulso de narrador que muestra Cestero en este relato. Como sucede con no pocos escritores modernistas — siendo Julián del Casal un caso ejemplar en este sentido — véase como las imágenes del más puro esteticismo modernista se forman en concupiscencia con lo sucio y lo pútrido y/o en lo grotesco.
Ciudad romántica*
Tulio M. Cestero
(Primera parte)
La una.
Con voz agria el viejo reloj público proclama, y la campanada cae perpendicular en el espacio, tal en un pozo airón.
El sol estival derrama sobre Santo Domingo de Guzmán torrente de fuego, que ondula en las bóvedas de la gótica Catedral, corre por los techos romanos de las casas, surtiendo en chorros por las gárgolas, en algunas, de piedra labrada en figura de canes con la lengua fuera, — la tortura de la sed tiene cruel realidad, tan intensa es la sensación de calor; — y se precipita sobre las aceras irregulares, formando cascadas y pozas hirvientes, y transforma en esmeraldas las briznas de la hierba que medra entre los cantos, en granates los ladrillos, y en el polvo del arroyo extiende tapiz áureo.
Las llamas abrasan las ruinas de la Casa de los Colón, y contra el cielo deslumbrador — azul eléctrico, se yerguen, piras enormes, las torres cuadrangulares de las iglesias y la del Homenaje que atalaya el mar. Mil antorchas iluminan los cocoteros, en cuyos troncos rugosos se deslíe la luz. El follaje de los árboles esplende con brillos metálicos, y sustentado por el muro más alto del caduco convento de San Francisco, soberbio, sin que la brisa rompa la gracia harmoniosa de su copa, un laurel entona por las lenguas flamígeras de sus hojas, un himno al fuego.
Es la hora de la siesta. Las calles desiertas, si alguno las transita, es al abrigo del quitasol o a la sombra de aleros y balcones. De un portal, sale con rapidez de proyectil una gallina, el pico abierto, las alas caídas, y detrás, erguida la cresta sangrienta, un gallo. La alcanza, muerde las plumas suaves del moño, la cubre con las alas, abate la cola airosa, y el espasmo de la cópula estremece su rutilante clámide de gemas. Es la hora del bochorno; los animales se guarecen bajo las frondas; las hombres, en las habitaciones amplias, enjabelgadas de cal, que abren anchas puertas a los patios, dormitan balanceándose en las hamacas, ligeramente vestidos. Brillan encendidos los ojos de las vírgenes, y palpitan ansiosos los senos de las hembras que desfallecieran ya entre brazos varoniles. Respiración de bestia jadeante sacude la ciudad; las piedras vibran cual las de un horno. El aire enrarecido, inmóvil, gravita sobre seres y cosas. De luego en luego, ráfagas de brisa marina refrescan el ambiente inflamado, levantando el polvo, que vela las calles con fino cendal de oro. De la tierra emergen vapores que excitan las lujurias, debilitan los músculos y maceran en los cerebros las ideas, enervando las fuerzas de los gérmenes. Es la hora enemiga de la Civilización.
En la Plaza Mayor, donde algunos rosales mustios claman inútilmente por una gota de agua, una mano de chiquillos, sin temor a los agentes de policía que cabecean bajo los arcos de la casa municipal, triscan, corretean en torno de la estatua de bronce de Colón; jinetean en las cadenas que la circuyen y se echan con placer de salamandras en el césped que crece entre el zócalo y el pedestal de granito, para mirar los pezones erectos de la india desnuda que á las plantas del Descubridor, por la voluntad del estatuario, rinde el homenaje de su raza exterminada.
En el Café “La Diana”, vecino al parque, entran y salen los que creen apagar la sed de las bocas ávidas con bebidas refrescantes o alcohólicas. Pasa una perra, disparada, calle abajo, seguida de una trahilla, las carnes desgarradas por los dientes rivales. Helios impera. Al paso del burro — que marcha la cabeza baja, las orejas gachas y sudosas, bajo dos barriles con tapas de latón, — a horcajadas, va un hombre, las piernas péndulas por delante del animal, los piés calzados de chanclos que oscilan y se mantienen en la punta de los dedos por un prodigio de equilibrio. En cada puerta se detiene, golpea en el latón y grita: “¡el pan, el pan! ” La puerta se abre, y sucia, el pelo en greñas, sale una negra con un cesto en el cual cuenta dos a dos los molletes, tiernos, dorados, calientes aún, o bien, por entre las rejas de la ventana, surje pálido brazo de marfil, sosteniendo canasta de mimbres. El asno y su jinete siguen, bajo el flagelo implacable del sol, por la calle del Conde, que entre doble ringla de casonas uniformes, amarillas, rojas y azules, desde el río hasta el Baluarte cuna de la independencia, desenrosca sus fúlgidos anillos.
La habitación es a la vez comedor y sala. Dos puertas de alto dintel comunican con el balcón suspendido sobre el Río Ozama. A la vera de la mesa cubierta de migajas, cortezas de frutas y platos usados, dos hombres toman el café, que perfuma haciendo palpitar las narices voluptuosas. En botella mediada ya, cintilan los topacios del añejo ron de Jamaica. Las moscas zumban atraídas por el aroma del azúcar moscabado contenido en jarro de hoja de lata. Se advierte pobreza limpia y a la par desorden. En mesita de caoba, de estilo colonial, se entreveran cuartillas escritas y en blanco, plumas, lápices, periódicos, un potecito de tinta y un frasco, sobre el cual ha lagrimeado la vela que a guisa de candelabro soporta. En una silla comadrean libros y un corpiño de mujer. Los dos hombres, favorecidos por la frescura del agua vecina, prolongan la sobremesa.
En el uno, adolescente, se nota la curiosidad de quien escucha con admiración y afecto. Es el otro fuerte, de pecho atlético, del cual arranca con viril empuje el cuello blanco, pedestal de mármol de una cabeza enérgica, cuyo toisón de oro han empolvado los años; ojos vivos y claros; en nariz y pómulos, las rojas llamas alcohólicas; el mentón temerario y el sedoso bigote, bargoñón. Con ademán amplio, denunciador de palabra pomposa y fácil, habla:
— Ese viaje que has hecho no tiene el interés que tu imaginación de primerizo descubre. He recorrido ese camino, también con el General; tiene penalidades, no encantos, pues, a la verdad, no es campo propicio a proezas ni siquiera a vulgares aventuras: lodo, lomas empinadas, y ríos que cuando crecen, es imprudente vadear; pero solitario, miserable, a pesar de la fecundidad de la tierra, y monótono, sin que realmente sea tan difícil para caballos de raza o mula de firmes cascos y ojos soñadores. Yo he transitado peores caminos, el de Cumaná á Maturín, en Venezuela, por ejemplo: ¡Qué palo de ruta!....
Y después de deleitarse con el último sorbo de café, continúa:
— Cumaná, tiene en la tierra, en el cielo y en el mar que la arrulla, mucho de helénico; y es griega por el sol que cuaja mieles en las uvas, en las piñas, en la púrpura de las granadas y de las bocas femeninas, ¡legítima miel hiblea! Partimos al atardecer. Y aunque Secretario del Presidente del Estado, militar cordial y valeroso, excelente persona, me despedí mal mi grado de la simpática villa que han castigado los terremotos y cantado los poetas con igual exageración. Iba regularmente montado, pero bien provisto contra el agua y para el sueño; pues un amigo poeta, habíame conseguido, a título de préstamo, la cobija famosa de un prócer del partido godo, general cuando la guerra de la Federación. Hay que haber sufrido las inclemencias del tiempo y las durezas del suelo, para apreciar lo que vale una cobija, hecha de dos paños dobles, uno azul, y grana el otro, con una abertura al centro, por la que entra la cabeza, cuando sirve contra los aguaceros torrenciales. En las horas de fatiga es lecho mullido, y en las noches frías conforta. El favor fue, pues, señaladisimo, y como la prenda era de las buenas y, además del valor de su procedencia, tenía uno permanente para mí, no la devolví jamás al caudillo cumanés. Pero nada era bastante a mitigar la pena que me causaba el recuerdo de dos ojos negros y una boca, flor de fuego, que horas antes habíanme hecho promesas tentadoras, y, más aún, cuando tenía por delante serranías y sabanas, y mucho papel que entintar para engañar a los marrulleros políticos rurales. De noche y al amparo de unos bohíos, hicimos alto, cenamos sobriamente y a dormir. Un perro que ladra, porque alguien se ha levantado a robar el maíz del caballo ajeno para aumentar el del suyo, y es sorprendido por el perjudicado que anda en lo mismo; disputas y risas, más ladridos, y toda la comitiva que despierta, y ya con el pie en el estribo, se nota que son las dos de la mañana. Pues, aprovechemos la fresca — opina el jefe, — y rompemos marcha por las tinieblas del camino. ¡Hazaña de ciegos! Cuando el sol salió, mi caballo vacilaba forcejeando al borde de un abismo, barranca profunda, por donde nos habríamos despeñado. ¿Qué tal?
Otra pausa: la diestra alcanza la botella de ron, sirve dos dedos en un vaso, lo husmea con delicia y lo cata apretando la lengua contra el paladar.
El sol coronó de rayos la más altiva cumbre de la sierra. Un crepúsculo grandioso se ofrecía a nuestra vista. Al frente, gigantesca escalera; cada peldaño una montaña, por la que bajaría el sol. Al Norte, la extensión azul del mar, que acordaba su rumor lejano al concierto de las melodías matinales;al Sur, el plano horizontal de los llanos, océanos verde, sereno, que recorre, ardido por el sol, leguas y leguas hasta calmar la sed en el raudal del Orinoco, y donde el hombre recio y mañero explota la fuerza del toro y lucha contra estos dos enemigos: la garra del tigre y el veneno de las culebras. Ante ese paisaje majestuoso, el espíritu, encantado y sobrecogido, habría caído de hinojos, si el temor a desriscarme no hubiera superado a la admiración, porque ese camino es malo de veras. Crestas empinadas, propias de cabras, por las que suben jadeando las pobres cabalgaduras o bajan despeadas, casi rodando, pues las piedras tocadas por los cascos vuelan ladera abajo. La vida del viajero es fiada al instinto de las bestias, y gracias á estas no se dejan brazos, piernas o la misma cabeza en el fondo de los barrancos. Pero, entonces, joven y fuerte, poco me importaban peligros y sufrimientos físicos. Mis compañeros, aprovechando mi aspecto de seminarista, por el rostro afeitado, adelantándose anunciaban a los matadores del camino o de los caseríos por donde cruzábamos, que en la comitiva venía un cura, y así, eran primicias mías la taza de café más puro y aromático y la totuma de leche recién ordeñada, o el asado suculento, regalo del cual participaban el Jefe de Policía y el Edecán del Presidente, autores del fructuoso infundio. Mas todo tiene término, hasta las ingentes cordilleras venezolanas, y cuando el caballo, transpuesta la última loma, respirando con fuerza, saludó con un relincho vibrante al llano, propicio a la agilidad de sus remos y a las necesidades de su estómago, también yo compartl su júbilo.
Otra pausa. La mirada del narrador se convierte hacia la margen oriental del Ozama, donde la chimenea de un ingenio azucarero, impone su línea obscura y rígida en el claro espacio que rodea las lanzas y penachos de los cañaverales. Nueva libación de ron de Jamaica, y prosigue:
— En el último pliegue de la sierra, en la casa de un hermano del famoso General Cabrera, se nos obsequió con una ternera asada, rociada con falso Burdeos, que en tal paraje, me supo a divino. ¡Hay que comer carne llanera amigo, para saber de cosa rica! ¡Guá! Cuando caí, como un tronco, sobre mi cobija, el Presidente me recomendó: — “Silva, usted debe precederme, a fin de que cuando yo llegue, esté impresa la alocución que dirijo al pueblo”. – Dormí como un bendito. A las tres de la madrugada, me despertaron el Jefe de Policía y el Edecán, quienes deseaban explotar hasta el fin su invento. Durante la mañanita mi rocinante se condujo bien; pero cuando el sol comenzó a picar, sentía cómo entre mis piernas mermaban, cada vez más, sus bríos. Un compañero me dijo: “ese animal no comió anoche.” — Y a la verdad, ocupado en satisfacer mi apetito, me olvidé de él. Pronto me dió alcance el Presidente: “Silva, su caballo va cansado, no lo apure mucho, que más adelante le remontaremos”. Y fui rezagándome, en la unión de un jovencito escribiente de la Secretaría, a quien sucedía igual percance, hasta ser los últimos. Teníamos por delante unas diez leguas de sabana. En cada bohío, de los que alzan entre el peón su pobreza, requerí una montura a alquilar; en todos la misma respuesta; había una, pero el dueño, se había incorporado al séquito del Presidente.... ¡Malditos noveleros, pasadores de rabo! Aquello era para desesperar. Y no quedaba ni siquiera un burro, un asno filósofo. En uno de los bohíos, me recibió un hombrecito enteco, cetrino, presa del paludismo; acudí al infundio, le dije que era cura y que debía cantar el Te Deum en la recepción del Presidente. No hay más que eso, — me respondió, señalándome una yeguita que pacía realenga. — Pues tráigamela, ordené imperioso. Sin moverse, me clavó sus ojos fritos por la fiebre. Le amenacé con hacerle reclutar para soldado. ¡Nada!.... ¡Para lo que restaba de goces a su carne, tanto monta que alimentara a los zamuros o fuera blanco de fusiles! Y seguí mi peregrinación, que el sol del llano cada hora hacía más angustiosa. Un peón, que venía en dirección opuesta, me aconsejó: “amigo, métase en alguna parte, porque Dios lo libre del sol de las doce”. Nos guarecimos, a poco andar, en un rancho abandonado, al que lluvias y vientos sólo en una esquina habían dejado unresto de techumbre. Liberté el caballo del freno, atándolo largo para que se repusiera con la yerba de la sabana, y tendí la cobija sobre un rimero de secas pencas de coco. El escribiente hizo otro tanto, previniéndole yo: “amarra tu caballo más lejos, porque cuando le dé el sol, se meterá en el rancho buscando sombra y me puede pisar.” Y me dormí. El golpe de los cascos próximos a mi cabeza me despertó; había sucedido lo previsto. “Pérez, cambia ese animal”, grité airado a mi compañero. El escribiente despertó sorprendido. Y entonces ocurrió una escena inolvidable. Pérez, chiquito y delgado, presa de un pánico indescriptible, enloquecido, mirándose la mano izquierda en la cual había una gota de sangre, avanzó hacia mí gritando: “Me ha picado una culebra”. Yo tenía en la diestra el chaparro de arrear, y atemorizado á mivez, cuando se acerca, para que el terrible bicho no me atacara, le azoto á Pérez una, dos, tres veces el rostro. Si tengo un revolver o un cuchillo en ese instante le mato. Pérez cae al suelo, y se levanta sucesivamente. Al fin, el pobre muchacho logró apretar con la derecha el puño de la camisa contra la piel. Y yo, repuesto ya de la primera presión, le palpo el brazo: “no hay ningún bicho. En efecto, no lo había; la gota de sangre procedía del aguijón de un mosquito; también yo tenía algunas. Pérez, que se durmió pensando que entre las pencas secas que me servían de colchón podía haber culebras, soñó que yo había sido picado, y al despertar, el brazo, congestionado por la presión de la cabeza durante un largo rato, la gota de sangre, y el miedo, compusieron la escena, en la cual contemplé la más intensa expresión de terror en rostro humano, realmente meduseado; y en cuanto á mí, que me creía generoso y bravo nativo, sufrí el dominio imperioso del instinto de conservación, que es la última excusa de nuestra vanidad para justificar la cobardía.
En la habitación, zumba irritante una mosca que, al fin, se posa en la nariz de Silva. Un manotazo airado la espanta. La mirada de los ojos claros se adentra, removiendo recuerdos, mientras la siniestra juega distraída con el vaso, tallandando caprichosamente en una gota de ron un topacio.
— ¿Y después? — interroga el jóven rompiendo el silencio.
— ¡Guá! Luego, a eso de las tres de la tarde, me alcanzó un propio, portador para mí de una fina yegua, una de las potrancas de Mahoma, y caballero en ella entré en Maturín, cuando ya había sido recibido el Presidente, aunque sin alocución. Y a la verdad, no me arrepentiré nunca de ese viaje; tan buenas memorias tengo de Maturía. Era allí el poeta, elogiado por los periódicos de Caracas, el bohemio de leyenda. Cuando paseaba por las calles, sentíame seguido por tenaces pupilas curiosas. Creo que en ninguna otra parte he sido tan querido; habiendo gustado la amistad sincera en hombres y mujeres. ¡Ah, Maturín! son inolvidables tus noches cálidas, las batallas de amor con una india en fresco chinchorro, que producíanme desolladuras en las rodillas; y las giras campestres los Domingos: terneras tiernas asadas en fogatas de leña verde y fragante, carne deliciosa, y el agua fresca, clara, abrevada en el mismo chortal, que brota al pie de los morichales, entre el coro de risas de muchachas que saben amar... Maturín, es el floripondio que marca la linde de la pampa y la montaña. Lástima que para llegar hasta la asoleada villa haya que trepar la sierra o navegar dos días por el Río Guarapiche, devorado el cuerpo por toda suerte de moscas y mosquitos, que en la noche os cubren literalmente las partes desnudas, y obligan a silencio estoico para librar de picaduras la lengua; y amenazado por los ofidios en racimos pendientes en las ramas de los árboles ribereños que se tienden asombrando la corriente. La sierra y el río, son los dragones que guardan avaros esa encantada princesa de los llanos.
Y Silva se yergue de un solo impulso, aspira con fuerza, el pecho se le hincha, inclina la cabeza byroniana hacia atrás, y con ademán de gallo que dardea su canto, dice:
— ¡Palo de calor! ¡Cómo es posible trabajar ni menos pensar en este horno! Carmen, dame el sombrero y el bastón.
De la pieza vecina, envuelto el cuerpo magro en ancha bata de prusiana, a flores violetas, fresca y pulcra, sale una mulata; en las manos, el sombrero de yarey alón, ceñida la copa por negra cinta, y el bastón, cañada india rematada por puño de cuerno tallado cn cabeza de perro, que sirve de vaina a estoque toledano. Y entregándoselos:
— No te descuides, acuérdate de lo que ese hombre dice.
Silva sonríe:
— No te preocupes, muchacha, que él no es varón para mí y nunca se atreverá á ponérseme en frente.
Los dos amigos ganan la galería, que se abre en arcos sobre el patio, suerte de calle, por donde trajinan los numerosos inquilinos de la casa. Por las puertas abiertas — bocas cariadas, — circula aire que oprime las gargantas, obligando á escupir con asco, aliento cálido en que se mezclan las emanaciones de los rincones húmedos, olores de comidas fermentadas, y de secreciones infantiles. Y del patio, espacioso cuadrilátero, suben gritos de chiquillos barrigones, anémicos, de sucios ombligos prominentes, gruñidos de cerdos, y cacareos de gallinas, que promiscuamente se solazan en el mismo lodo infecto. Los dos amigos se encaminan con rapidez a la escalera de piedra, que fina en el zaguán, cuya puerta señorial guardan dos cañones entenados con las bocas hacia arriba, testimonio, acaso, de que antaño albergó al poder colonial, y ogaño, una escala completa de la especie humana, que se inicia en la negra vieja vendedora callejera de frituras y de piñonate de coco, continúa por algún bravo general aplantillado con veinte pesos mensuales y culmina en el poeta bohemio Eugenio Silva.
Ya en la acera, al despedirse, Silva, apoyando con cariño la diestra en el hombro de su compañero:
—Amigo, la verdad es la siguiente: cada vez que el hombre mueve el pie, da un paso hacia la tumba.
Y en seguida, con sutono jovial y catante:
— Hoy es Sábado, yademás tendremos esta noche luna espléndida; le iremos, pues, a cantar a las muchachas de San Miguel. No dejes de encordar bien la guitarra, que quiero estrenar la última canción que he compuesto para ella.
Y el poeta, girando sobre el tacón izquierdo,recorre la media cuadra de la calle de las Damas hasta la del Conde, tomando por la acera occidental, con rumbo al Café “La Diana”.
Improviso, en el silencio, suena un tiro de fusil; el plomo desgarra silbando el aire. Eugenio Silva sacude el cuerpo arrogante y recostándose en la pared, tira del revolver y hace fuego una sola vez. De la alta ventana frontera, en la cual flota tenue el humo del primer disparo, salta un canto de ladrillo. El poeta se desploma... Del pecho robusto, con ímpetu de surtidor, mana la sangre a borbotones, extiende su púrpura en las baldosas y forma luego en el arroyo un coágulo que el sol cristaliza en rubí.
* Se publicó por primera vez en París: Imprenta-Librería de Paul Ollendorf, 1911.