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La más verbosa


Literatura y totalitarismo

(Notas sobre la experiencia Diásporas)

Pedro Marqués de Armas

A finales de 1993, en el momento más álgido del llamado “Período Especial en tiempo de paz” (eufemismo con que el gobierno cubano intentó, tras la caída del Muro de Berlín, ocultar tanto la violenta crisis que asolaba al país como su criminal perseveración en el poder), algunos escritores cubanos decidimos organizar en La Habana el Proyecto de Escritura Alternativa Diáspora(s), el cual devino más tarde, cuando los espacios públicos le fueron negados, en la revista literaria del mismo nombre.
     Si otros proyectos de autonomía creadora (y críticos) habían abortado a finales de la década precedente (PAIDEIA, Naranja Dulce, Memorias de la Postguerra, etc.,), ya como resultado de presiones institucionales o policiales, ya por el temprano exilio de sus miembros, a Diásporas en cambio le iba a tocar en “suerte” -si bien con enormes dificultades y sin que faltaran presiones de ambos tipos- sobrevivir hasta marzo de 2002, que es cuando aparece el octavo número de este samizdat.
     ¿Por qué un proyecto de esta naturaleza, desde el que se ejercen derechos elementales como el de opinión, divulgación y agrupación - derechos que en Cuba implican, sin embargo, delitos sancionados con años de cárcel - y donde se publica a escritores prohibidos - desde Heberto Padilla hasta Joseph Brodsky, desde Cabrera Infante hasta Milan Kundera y desde García Vega hasta Hans Magnus Enzensberger -, logra sobrevivir durante casi una década?
     Creo que, a fin de aprehender el fenómeno, es importante responder así: debido - por una parte - a la temeridad de quienes participaron o colaboraron con él dentro de la isla, perdiendo en ocasiones sus empleos y viendo limitadas sus aspiraciones profesionales y libertades migratorias, etc., al tiempo que el mismo era reconocido y apoyado fuera de Cuba por no pocos escritores de relieve; y, debido - por otra parte - al tipo de estrategia que el poder político - léase Seguridad del Estado - creyó oportuno aplicar en momentos en que, por el alto coste político en juego, se debía “priorizar” el control y la represión de opositores y de periodistas independientes.
     Se nos calificaba - en definitiva - de “escritores nihilistas” o “anarcas” y no de “agentes a sueldo del Imperio”, aunque claro, según fórmula que podía invertirse de improviso, como ocurrió tantas veces en la saga totalitaria.    
     A ello habría que añadir lo que podría definirse como censura de antemano: y es que al estar todas las imprentas bajo el domino del Gobierno, cualquier revista independiente sólo alcazaría a operar a través de tiradas mínimas y esporádicas - es decir unas 50 fotocopias como máximo -, lo que haría de nuestro señuelo - también según cálculo de las autoridades, sospecho - una empresa “limitada y condenada al fracaso”.
     Sin embargo un evento de estas características poco tiene que ver con su alcance físico o económico. Antes bien, se trata de un gesto que informa sobre las condiciones en que se hace literatura en un sistema totalitario, sobre todo cuando ésta asume una dimención civil; y, al mismo tiempo, sobre las condiciones - éstas sí incalculables y tanto más azarosas - en que se lee, ya que, además de circular de mano en mano, la revista era a su vez reproducida por otros interesados, con frecuencia estudiantes, derivando en una suerte de documento-metástasis.  
     Si tuviera entonces que definir el verdadero alcance de Diáspora(s) apelaría, por cuanto fueron cumplidos, a estos versos de Pasolini que encabezan el editorial del primer número: “Pero volvamos al uso de la libertad, en poesía/ esta libertad tiene las mismas características que la lucha política/ se impone inspirando terror; redescubriendo el deber….” Pero apelaría, de igual modo - y ahora del lado de la barthesiana “multiplicación de las escrituras” que también se auguró en aquella primera presentación -, al hecho de que el Proyecto se dejara llevar siempre por una política de las diferencias, esto es: por la co-existencia de referentes culturales diversos - conceptuales, neobarrocos, experimentales, etc.- que comportaban a la par una metáfora de ciudadanía.
     “El vigor de una literatura desplazada, si no se produce una hecatombe que la borre - acotó años más tarde uno de los inspiradores de Diásporas, el poeta y narrador Rolándo Sánchez Mejías -, puede ser directamente proporcional a la violencia que se ejerce sobre ella. Puede decirse más: ningún abrazo se ha vuelto más prometedor que la estrecha acometida, que el empujón seductor entre la violencia del poder y la violencia con que la literatura intenta desplazar al poder”.  
     En un país donde los escritores califican como artesanos al servicio de la Cultura Nacional, o donde se comportan como atletas del Mercado, aceptado que sus libros - publicados en editoriales europeas - no se publiquen ni circulen en el propio país; es obvio entonces señalar que es la propia literatura quién, en cada caso, responde; y responde desde ese “terror” que Pasolini menciona y que no apunta sólo contra “razones de Estado”.
     Al forjar su propio estilo - menor, extrañamente político y resueltamente post-nacional -, una literatura deplazada apunta también contra aquellos que, por cobardía o por estar tozuda o cínicamente arrimados a la maquinaria del Poder, sostienen dichas mismas razones disfrazadas de folklorismos, arcadismos y neomarxismos.
     En la Cuba de los noventa Diásporas constituyó, pues, una serie de actos de resistencia cívico-literaria. Esto es, a la vez que daba salida a la escritura de creación - poemas, relatos, ensayos, etc. - de sus integrantes y colaboradores, ponía en debate zonas vedadas cuya confictividad sólo podía mostrarse desde los márgenes. Así, la crítica al nacionalismo, reflexiones sobre literatura y poder, exilio y ficciones de Estado, y la recuperación (no en sentido arqueológico sino en tanto escrituras vivas y por elemental justicia literaria) de escritores prohibidos o jamás publicados - además de cartas abiertas y de pronunciamientos sobre la censura - fueron sus móviles principales.
     Es por ello que el Proyecto implicó siempre un fuera-de-juego, en el mismo sentido en que Heberto Padilla, no menos por destino que como provocación, pensó un libro de poemas por el que fuera encarcelado y sometido a un grotesco preceso de autoinculpación en 1970.
     Quienes éramos niños en aquel momento - y que de hecho fuimos programados para convertirnos en el Hombre Nuevo soñado por la eugenesia socialista de Che Guevara - quizá podamos reconocernos en estos irónicos versos:

A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Le piedieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.
(…………)
le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)
(…………)
Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esta donación sería inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempo difíciles
nada es tan inútil para atajar el odio o la mentira.
Y, finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempo difíciles
ésta es, sin duda, la prueba decisiva.

     Y es que el lenguaje suele ripostar creando sus propias ficciones, privadas e irreductibles, allí donde en cambio los totalitarios prefieren siempre confundir ficción y realidad a fin de secuestrar las palabras y de convertir en crimen el más mínimo amago de diversidad.
     A Padilla le bastó con mostrar al hombrecito-de-ley del socialismo -al homúnculo sin lengua- en sus más decantados atributos, para insinuar de paso en qué consiste la terrible diferencia: en que las ideologías de Estado son en cualquier caso relatos aplicados, creencias ciegas que por desgracia involucran quirúrgicamente a la realidad.
     En cierta ocasión el poeta ruso Joseph Brodsky escribió que una tiranía es un sistema de poder que dura a lo más entre quince o veinte años, pero que si logra sobrepasar este período de tiempo ya no es tiranía sino simplemente una monstruosidad.

     Cuba es hoy esa monstruosidad.

     El horror de un sistema totalitario debería medirse no sólo en virtud del espacio que ocupa, es decir de acuerdo a la sombra que proyecta (se habla siempre de una pirámide perfecta), sino también por su extensión en tiempo, o sea por el número de generaciones que fueron implicadas en dicha pesadilla. 
     Sin obviar, claro está, las cifras concretas del desastre - de fusilados (cerca de 10 000), encarcelados (ahora mismo 330 presos políticos y más de 100 000 comunes), exiliados (casi 2 millones y medio), etc.-, en el caso cubano estamos ante un sistema que podría alcanzar el medio siglo y cuyo mayor horror - así lo creo - ha sido someter a cientos de miles de personas al sufrimiento y la humillación cotidianas, a la muerte-en-vida que supone vivir sin pan y sin libertad y repitiendo - de puro miedo y por pura inercia - la sórdida mentira del Estado.
     Pero esta muerte lenta es, por fortuna, también la del Poder…. Y así se anuncia en estos versos de Enzensberger que parecen captar - ahora por un retrovisor - el reverso de la Historia:

“Añorante, el anciano combatiente
busca en el horizonte un agresor,
pero el confín está vacío. También el enemigo
lo ha olvidado”.


Violencia y literatura (*)

Rolando Sánchez Mejías

     A veces, conversando con otros escritores cubanos, hemos dicho: ¿Pero qué vamos a enseñarles a estas personas acerca de la violencia, muchas de ellas perseguidas implacablemente, dirigida la violencia que les tocó en desgracia al propio centro de sus cuerpos?
     También ha habido otra precaución que atañe a cierto sentido del honor, y es la precaución de no andar por el mundo, como decía Bernard Shaw, exponiendo las propias miserias de uno, como si las propias miserias de uno pudieran explicar, o fueran equiparables, a las demás miserias del mundo.
     Sin embargo, con todo el respeto que le debemos a Bernard Shaw, hay momentos excepcionales en la vida de los pueblos donde mostrar las propias miserias atañe a un principio de humanidad, de experiencia compartible. Cada uno vive su propio infierno. Y las experiencias que podemos sacar de nuestros propios mundos estancos pueden ser, aunque sea, modestamente ejemplificantes para mundos donde el infierno se muestra como el lugar mismo del espanto.
     ¿Tenemos algo interesante que decirles a nuestros camaradas de ruta acerca de la violencia? ¿Podemos contarles algo nuevo acerca del sufrimiento o de la palabra ultrajada o violada o sencillamente desplazada? ¿Tengo algo nuevo que decirle a mi amigo Bashkin Shehu sobre el dolor acumulado en sus largos años de cárcel, sobre el dolor de sus familiares muertos en esa terrible perversión histórica que ha sido Albania?
     ¿Qué es lo que nos reúne aquí?
     Pues que escribimos: unos en versos, otros en prosa. Pero en resumen: escribir, escribir como tarea esencial.
     Y parece que muchas personas e instituciones de este mundo no ven en la literatura un simple acto de nostalgia o divertimento.
     Entonces señalan con el dedo, esas personas e instituciones: "Allí, mátenlos!". O: "Allí, expúlsenlos!"
     Y ciertamente que muchos son muertos o expulsados en tal empresa.
     Uno sabe que ha nacido y crecido en un sistema totalitario un poco tarde en la vida. Cuando se es pequeño, y aún cuando se es joven, nadie vincula los metros cuadrados de su casa con alguna realidad política. Si nuestra casa mide 20 metros cuadrados, eso está mal o está bien en términos absolutos de realidad, pero no inferimos de nuestra relación con el espacio valores de civilidad, cultura o espiritualidad.
     Por otra parte, no se puede negar que un sistema totalitario, si a algo se parece, es a la propia Naturaleza. Ahí están las abejas para explicarlo. Pero su mundo es tan perfecto, tan cerrado en sí mismo, que no necesitan explicar absolutamente nada acerca de la pertinencia ontológica de su mundo. Y ese mismo silencio se espera de las colmenas humanas.
     La sorpresa de que uno ha desperdiciado su vida en algún proyecto general y sin sentido aparece tarde en la vida.
     Es junto con las primeras arrugas que uno toma la extraña decisión de pensar que aquello que ha vivido no ha sido exactamente la vida. Y este tipo de metafísica, esta brecha que aparece entre uno y la realidad, concierne también a un proceso natural de envejecimiento inherente a un sistema totalitario. La idea de que la vida se te ha ido es medible directamente en la escala utópica. Por eso el sentimiento de decepción tan típico en dichos sistemas, por eso la gente en tales sistemas evalúa su vida en términos históricos, como si hubieran vivido contrastados en escalas suprahumanas.
     Cuba es un país muy joven, y sin embargo, como su gente, es como si hubiera envejecido mucho. Cuando se aprende muy rápido, cuando los acontecimientos de la Historia se sobreimponen con terrible velocidad a nuestras vidas singulares, el resultado general es el agotamiento. Suerte que los cubanos envejecen con cierta alegría, e incluso mueren con cierta alegría. Y esa ligereza vital, esa suerte de despropósito vital, creo que ha sido la única forma de aminorar el embate veloz de los acontecimientos de la Historia en un pueblo tan joven.
     Pero también hay mucha tristeza en mi pueblo. Hay mucho cansancio en mi pueblo. Y si durante el presente siglo hemos estado ubicados en los primeros lugares de suicidio en el mundo (primero nuestros indios, luego los negros traídos de Africa, los chinos de Canton que se suicidaban en masa y cómo dejar fuera a los emigrantes españoles) junto con los húngaros, los austríacos y otros pueblos, tal vez comencemos a sopesar al cubano en su verdadera dimensión, y dejemos de verlo como ese paraíso tropical al que tanto han contribuido la visión ingenua de la izquierda turística y la prosa y la poesía paradisíaca de muchos de nuestros contemporáneos.
     Ahora bien: un sistema totalitario le tiende al escritor una trampa de muerte. Porque le ofrece un status social. Le dice: tú a lo tuyo, nosotros a lo nuestro. Y la mayoría de los escritores aceptan el juego, pues, ¿qué le corresponde a un escritor sino escribir? Todos sabemos las ingratas condiciones en que un escritor realiza su tarea. Y la filiación de dinero y escritura, como ya se sabe, es bastante tormentosa. Si a esto se añade que por fin el escritor tiene al fin un lugar en la República, ¿qué más debemos pedir? ¿Acaso siempre no habíamos pedido una relación estrecha con el pueblo, acaso siempre los escritores cubanos no habían pedido ocupar un lugar en la Patria? ¡Pues al fin ya teníamos aquel lugar! Los versos de José Martí, poeta y patriota cubano del siglo XIX que murió de un balazo, son muy elocuentes respecto a ese pathos cívico:

Yo soy un hombre sincero
de donde crece la palma
y antes de morirme quiero
echar mis versos del alma.

     Lo que ha pasado en Cuba es tan complejo que no basta con ajdudicar a la miseria de sus intelectuales todo lo que ha sucedido. Sencillamente pasó que los políticos cubanos – en este caso léase los militares cubanos – supieron explotar hábilmente la ambigüedad esencial que subyace a la q literatura y al intelectual en un país en proceso de formación. Recuerden que Cuba había tenido que formar a sus intelectuales en un tiempo muy apretado. Como en otras culturas más asentadas en miles de años, no puede hablarse, en el caso cubano, de una tradición de la intelligentzia, o de un orden cultural ligado a las aspiraciones de gremios culturales específicos. El intelectual cubano siempre ha sido muchas cosas a la vez, y a duras penas la vida agitada del país le dejó lugar para ser completamente un “hombre de letras”, como es el propio caso de Martí.
     No obstante, lo primero que hizo el estado cubano en los años 60 fue explotar la cuota de culpa burguesa de sus escritores y artistas. A la manera soviética, se les echó en cara la ausencia de un papel social redentor o su pusilanimidad habitual ante los problemas concretos de la Historia. Se les fijó los límites dentro de los cuales había que hacer arte y literatura. Se les dijo: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. Y como podemos suponer, los límites ontológicos de esa frase son tan borrosos que ya podemos inferir el resto de la historia.
     Ya en la década de 1970 la sociedad cubana comenzó a institucionalizarse. Se instauró una “política cultural” con instituciones y normativas que fiscalizaban su cumplimiento. Respecto a la literatura y a las formas del arte, tales normativas ofrecían modelos a seguir por la “nueva sociedad”. Para poner un ejemplo de cómo las instituciones influyeron en la literatura cubana, tomemos el caso de los Talleres Literarios. En Cuba se creó un sistema nacional de dichos talleres, espacios donde los escritores aficionados reflexionaban y discutían acerca de sus propios cuentos y poemas. El sistema abarcaba a la totalidad del país, desde los municipios más alejados hasta una estructura competitiva provincial y nacional. Ahora bien: dichos talleres estaban directamente influidos por escritores cubanos designados por las instituciones. Era difícil que un escritor como Virgilio Piñera – homosexual, burlón y de escritura rebelde – fuera aceptado para influir en algún taller del país. Se fue creando a todo lo largo de la isla una manera de contar relatos modélica, donde un supuesto “realismo duro” se instauró como canon, dejando fuera cualquier otra narrativa, como la de Lezama Lima, Eliseo Diego, Calvert Casey, Labrador Ruiz, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas – por otra parte muy difícil de enseñar, además de haber sido borrados por el Estado, estos tres últimos, de la literatura nacional –.
     Esta manera de diferir la implantación del Realismo Socialista por una forma de control y de influencia más solapada, más acondicionada a un presunto “carácter nacional”, fue la clave de la “política cultural” cubana.
     Se dice que en Cuba nunca pudo triunfar el Realismo Socialista. Que de eso nos habíamos salvado. Esto es una verdad a medias. Pero como toda verdad a medias, generó un embrollo mayor: se creó una literatura cuyo peor inconveniente era que se parecía a la literatura.
     Los soviéticos en esto fueron un poco más honestos. Muchos de sus escritores mediocres sabían que estaban embarcados en una empresa muy poco literaria pero estimable en términos sociales. Pero en Cuba pasó que los escritores querían escribir como Hemingway o Isaac Babel, como Camus o William Faulkner. Y no hay peor cosa que ver un estilo seco, duro, realista – postulándose como representante de la Literatura Nacional – al servicio de conflictos morales y sociales y erigiéndose como heredero del realismo de Tolstoy, Flaubert, Chejov. Más que una simple confusión estética, esta página de la cultura cubana debe ser explicada como una abyección.
     La literatura fue institucionalizada. Un sistema totalitario es aquel que logra que todo – incluso las palabras – se imbriquen en la realidad como una institución más. El sistema totalitario odia los huecos negros. No soporta las líneas de fuga. Todo debe adquirir la fijeza mortal de una realidad ordenable en términos de control.
     Muchos poetas de talento escribieron versos donde sus manos salían mal paradas ante las manos de los obreros y campesinos. El poema En tiempos difíciles, del libro Fuera del juego de Heberto Padilla, refiere la situación:

A aquel hombre le pidieron su tiempo
para que lo juntara al tiempo de la Historia.
Le pidieron las manos,
porque para una época difícil
nada hay mejor que un par de buenas manos.

le pidieron las piernas,
duras y nudosas,
(sus viejas piernas andariegas)

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron que eso era estrictamente necesario.
Le explicaron después
que toda esta donación resultaría inútil
sin entregar la lengua,
porque en tiempos difíciles
 
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.
Y finalmente le rogaron
que, por favor, echase a andar,
porque en tiempos difíciles
ésta es, sin duda, la prueba decisiva.

     El orden institucional cubano, a partir de 1961, había ido dando pasos cada vez más serios hasta agrupar a la totalidad de la sociedad cubana en un sistema burocrático donde el control de sus miembros era la piedra angular. Desaparecieron las últimas revistas y periódicos libres.
     El control de la literatura en la enseñanza, durante estos 40 años de revolución, ha sido sistemático. Si uno examina los libros de textos para las escuelas en diferentes períodos puede percatarse de lo que puede producir una “política cultural” regida por un Estado totalitario: la idea de la literatura que va creando es sencillamente limítrofe con la patología. Se escoge a un cierto número de asesores literarios – profesores, investigadores y escritores oficiales – y se les encarga la tarea de estampar sus propios poemas y relatos en dichos libros de textos. No voy a hacer un inventario de las metáforas y prosas que podemos encontrar en esos catálogos: sería un ejemplo de lo que no se debe hacer en literatura, algo así como un Catálogo de Malas Intenciones Literarias, para no ser más crueles. No me atrevería a juzgar a esos miles y miles de niños y jóvenes cubanos que odian la literatura: lo que conocieron como literatura fue eso.
     En las bibliotecas del país existen regulaciones y controles sobre el material y la bibliografía. Estantes enteros son dedicados a esos autores y libros que no todos pueden consultar. Uno de los medios con que la seguridad del Estado controla las inclinaciones de sus intelectuales es precisa-mente llevar una constancia de sus lecturas habituales: si te leías a Benjamín, Adorno, y posteriormente incurrías en Derrida y Deleuze, sabe Dios el vector de librepensamiento que los “asesores” de filosofía de la Seguridad del Estado te adjudicaban en términos políticos. La cuestión se complicaba cuando se leían con igual fervor a los poetas chinos y otras literaturas menos ostensibles. Pero cómo la tarea era extraer un vector, te podían endilgar sin vacilación la condición de frankfurtiano o de postmoderno, o para colmo de las clasificaciones, ambas cosas inclusive, como ocurrió con el movimiento PAIDEIA y con el grupo y la revista DIASPORA(S).
     También apareció la traición como estilo de vida estimulado por el Estado. Como citaba Orwell en 1984:

Bajo el nogal de ramas extendidas
Tú me traicionaste, yo te traicioné.

     El mundillo de los intelectuales es tan veleidoso, tan lleno de agitaciones neuróticas no sólo del orden de la nerviosidad artística, que sólo basta un pequeño impulso regulador por parte del Estado o de determinadas fuerzas políticas, para que la guerra – eso que llaman “batalla ideológica” en los sistemas totalitarios – asuma un carácter verdaderamente taimado, profundamente abyecto y mezquino. Nuestros escritores y artistas comenzaron a recibir sueldos, casas y facilidades de vida. A primera vista, esto no está mal. ¿Acaso un escritor debe de vivir de otra soberbia que no sea la de su propia escritura? ¿Acaso ya la propia labor de uno, la de pergeñar palabras a veces sin un sentido muy claro, no es una labor de un paría? Me atrevería a decir que nada de esto está mal si lo que quedara a buen recaudo es la propia literatura. Pero no hemos contado en las filas de nuestros escritores oficiales con cínicos como Ferdinand Céline. Desdichadamente ninguno de nuestros escritores oficiales pudo farfullar con su prosa o su poesía el desagrado general – digamos metafísica – con que la realidad se abría ante sus ojos, aunque se hubieran equivocado en su apreciación de política y realidad.
     La idea del “intelectual comprometido” fue reducida a la fórmula del “intelectual orgánico”, en la peor y más servil acepción de esta última. El intelectual fue reducido al silencio, a una participación z0073fugaz y dirigida por parte del poder político. Más adelante, hasta el propio Gramsci – creador del término “intelectual orgánico”, junto con toda la dinámica de fuerzas que suponía el concepto – fue postergado por la teoría política oficial cubana.
     La estructura psicológica de un intelectual cubano a partir de 1970 fue más o menos la siguiente: como escritor, dependía de una tradición, mundial y nacional; es decir, podía emplear todas las palabras de la literatura, tanto las del monólogo interior de Joyce como las del barroco castellano de Lezama; pero no empleaba estas palabras a fondo, pues su lazo umbilical con la literatura había sido roto: un “intelectual orgánico” debía de ajustarse a una dinámica de la realidad prefijada por un consenso político y por un consenso demasiado estrecho de los géneros literarios. Por otra parte, la tradición cubana siempre fue bastante reacia a la tradición del “hombre de letras”. Quizás los franceses sientan alguna satisfacción al oír que en un país pequeño siempre se ha puesto en cuestión al “hombre de letras”, que lo han odiado o exigido morir por la Patria. Pero lo que para los franceses tal vez sea un alivio – pues han estado saturados de “hommes de lettres” – para nosotros ha sido un problema, un problema del que aún estamos pagando las consecuencias, y es la debilidad de un gremio que apenas tuvo conciencia de su rol en la cultura y la política, a no ser en casos aislados.
     Aunque contemos desde hace unos siglos con escritores de genio, estos han sido aceptados a duras penas por el orden social.
     Considerando muy de cerca las cosas, ¿qué es un “hombre de letras” sino aquel que se cree
heredero de todas las palabras de la literatura, incluso, en un exceso necesario, de todas las palabras del mundo? Esto puede parecer un acto de soberbia. Pero sólo se puede escribir bajo este tipo de dislocación, bajo este tipo de sinrazón elemental que hace del “hombre de letras” un paría y no un dómine del espíritu.
     Si yo fuera a definir a mi generación literaria, la definiría con el siguiente lema: “hijos de la
palabra”. Para bien o para mal, “herederos de la palabra”. Modestos herederos de Joyce, de
Mallarmé, de Musil, de los griegos, de Pound, de Blanchot, de Martí, de Casal, de Ramón Meza, de Mandelstam, de Lezama, de Proust, de Vallejo, de Macedonio Fernández, de Juan Carlos Onetti, de Piñera, de Michaux, de Platonov, de Borges, de Bernhard, de Cortázar... Es una generación que supo resistir los sarcasmos embozados de la crítica oficial, que en ningún momento dejó de utilizar todas las palabras del mundo aunque sus poemas y relatos se volvieran ilegibles para el bien público y para la tradición literaria cubana.
     ¿Qué se le puede oponer al poder?
     Esta pregunta se volvió un acto de respiración habitual.
     Lezama y el grupo Orígenes habían opuesto a la República su don de “hombres de letras”. No
podían oponerle otra cosa. Se habla a menudo que la piedra angular de tal oposición fue su
catolicismo, abierto o larvado. Tal vez el catolicismo les dotó de un plan de vida necesario para la cohesión. Pero lo que resplandece sin lugar a dudas es la idea de la literatura: de una escritura
vinculada a la respiración de sus cuerpos, de un jadeo perpetuo en medio de tanta oscuridad nacional.
     Y esta enseñanza, para nuestra generación, fue crucial.
     No quisiera, en ningún momento, que se pensara que estoy tratando de vindicar para nuestra
generación el papel de “generación perdida” en manos del socialismo. Si anteriormente hablé del
envejecimiento natural con el cual uno obtiene determinadas evidencias vitales, fue para dejar claro que nuestro “vacío”, según Lezama, también alcanzó el carácter de una experiencia, pues nuestra idea del “desastre” – en el sentido de Blanchot – estaba situada en el corazón mismo de la realidad. En su relato Mediodía del bufón, el joven escritor cubano Rogelio Saunders hace constar su “experiencia” del desastre, noción imposible de llegar sólo a través de un énfasis metafísica:

     Hay quienes suponen que los que son como yo dirigen más secretamente la política del Estado. No lo creo. Somos más bien los infaltables infusorios, el toque final que hace caer con estrépito el ruinoso edificio. Porque el edificio es ruinoso y seguirá siéndolo, al menos durante un tiempo. Nació como una ruina y como tal ha ido desarrollándose, creciendo monstruosamente entre las lianas de la destrucción dejadas por el antiguo Imperio. Pero yo hablaba de esa insatisfacción que hunde en el fango a tantas vidas admirables.

     El poema La Nueva Estirpe, de Pedro Marqués de Armas levanta en el horizonte una nueva
sublimidad poética, ajena a la lírica insularizante, más preocupada por hacer de Cuba una Arcadia poética que el lugar de una complejidad inagotable:

Ya viste los monos en la barcaza
así el delirium de percepción
animales brotan de las celdillas
del cerebro, en ininterrumpida población

y viste alguna roca peduncular
con la vara de cedro ruso que golpea
la puerta: mono, rata, lo mismo hombre
oscuros tejemanejes del anti-Dios.

     Cuando nuestra generación organizó algunas tácticas de “política literaria” (revistas marginales como DIASPORA(S), AZOTEAS; “cartas abiertas” en contra de la censura y la restricción del libre movimiento, movimientos político-culturales como PAIDEIA; presentaciones públicas con cierta animosidad política), no lo hizo tanto en relación con el poder – en el sentido de lidiar, de sumarse a una dinámica de juego de poderes – como para preservar tozudamente el nervio de la literatura. Pudiera suponerse que esto es un dislate psicológico que aseguró sin dudas la derrota de una generación. Siempre me ha parecido muy curioso que la revolución intente preservar a sus generacio-nes literarias y artísticas como capital simbólico. No creo que se dedique tanto dinero ni esfuerzos a una tarea tan colosal sencillamente en nombre del Mal. La paradoja es que la revolución siempre termina produciendo en tales generaciones una dislocación tremenda, escamoteándolas de la historia o de la realidad. Más que una idea del Mal, me gustaría ver en todo ese fenómeno de descomposición inconsciente una incapacidad congénita de producir auténticamente una revolución, o lo que es lo mismo, un estado de realidad estable y que a su vez proporcione a sus ciudadanos una idea del futuro.
     Resultado: la locura, el suicidio, la abulia, la afasia y el exilio de muchos de los miembros de dichas generaciones. Uno de nuestros “locos”, que terminó suicidándose antes de los 40 años, el poeta Angel Escobar, murió como uno de esos personajes de Platonov, la cabeza soportando la idea fija – pero vaga – de una intocada noción del socialismo ligada a su raza negra, esa su ingenuidad necesaria, esa su experiencia singular para él, mientras la realidad le ajustaba las clavijas. Buscando la Patria encontró esa otra Patria: la Patria del Psicótico. En su poema La Edad los límites se tuercen. Veamos un fragmento:

“Toma tu píldora” – húyete
me dicen.
– Di el paso al frente y ahora
ya está
dado
           al frente al frente al frente
           al lado al lado al lado
           al frente al frente al frente
           al lado al lado al lado

     El vigor de una “literatura desplazada”, si no se produce una hecatombe que la borre, puede ser directamente proporcional a la violencia que se ejerce sobre ella. Puede decirse más: ningún abrazo se ha vuelto más prometedor que la estrecha acometida, que el empujón seductor entre la violencia del poder y la violencia con que la literatura intenta desplazar al poder.
     El poder es ciego ante las implicaciones de un abrazo tan familiar. Pero ningún poder renuncia a dar cobijo a la literatura. ¿Por qué? Porque el poder sueña con convertirse en Naturaleza. Finalmente el poder también sueña como un niño: aunque sueñe con la cabeza vacía. Su sueño es tan monstruoso como el de la literatura.
     Ahora se sueña con una Cuba donde todos sus intelectuales serán como sus hijos soñados. Se habla del “encuentro”, de la “confluencia”, del estado de gracia final donde todos – incluso los que nunca han tenido voz en Cuba – serán redimidos por la Nación. Los “cubanólogos” (esa nueva raza del intelectual cubano) inventan nuevas averiguaciones: construyen, producen, se adelantan a la futura máquina de producción de realidad. Se parecen al socialismo por su energía de organizar nuevos simulacros de vida, nuevos constructos de saber y de utopía nacionales en nombre de una epopeya insular.
     Creo que los intelectuales cubanos no deben redefinir el “encuentro” sobre el espacio de la Nación, de la Literatura Cubana o de cualquier otro constructo semejante. La política, el desencuentro, la diferencia son las únicas armas que posee un intelectual. Coyunturalmente podrán existir determinadas tácticas de unión frente a la Máquina Totalitaria. Pero apelar otra vez a la Isla como el sustituto de dicha máquina es una trampa que se teje despaciosa y que tiene como campo de cultivo a un país desvastado y ansioso de un imaginario nacional redentor. Muchos intelectuales cubanos comienzan a sacarle fruto a este entramado afectivo.
     El nuevo poder también configura su artimaña. ¿Acaso él también no ama a la literatura? La ama secretamente, como el lugar de la Nación. Ama a su Prostituta Nacional. Tan necesaria para no detener el proceso. ¿Acaso no hay que desplazar lo que ya una vez fue desplazado, siempre en nombre de la libertad?
     Hospitalario Capital que organizará otras leyes de desplazamiento, de violencia, de besos mortales en otras tantas mejillas de un país siempre besado alegremente por la muerte.
     El mercado editorial mundial ha encontrado en la actual literatura cubana un magnífico aliado: en Europa se vende obscenamente una idea más o menos estable de la literatura cubana, marcando su nuevo deterioro. El escritor cubano, ahora confrontado directamente por el dinero, cree redimirse – y redimir a sus lectores – a través de una literatura presuntamente libre: ya sea en nombre de “la verdad del documento”, o en nombre “de una palabra por fin en libertad”, la literatura cubana – tanto en la isla como en el exilio – elabora una nueva modalidad del floklor.
     Los nuevos “representantes de la Cultura Nacional” serán la nueva trampa mortal, trampa que no vendrá tanto en nombre de la “producción” y la “tecnocracia” como de la Forma Nacional con que la Cultura, hipócritamente, espera resistir los embates del capital.

* Intervención leída en el Encuentro “La resistencia del lenguaje”, organizado en Caen por el Parlamento Internacional de Escritores y el Centro Regional de Letras de Baja-Normandía, 14-18 de junio de 1999. En este evento participaron escritores de Argelia, Kosovo, Francia, Albania, Irán, Afganistán, Cuba, Nigeria, Viet-Nam: N Guyen Chi Thien, Sabri Hamiti, Latif Pedram, Rogelio Saunders Chile, Bashkim Shehu, Vu Thu Hien, Christian Salmon, Jacques Derrida, Wole Soyinka, Zahra Sari, Darioush Ashouri.

Este trabajo apareció en Diáspora(s) Documentos 4/5, pp. 1 - 7.  Noviembre 1999. La Habana



Acerca del lenguaje y el poder (1)

La palabra en el horizonte totalitario

Rogelio Saunders

      Fue Robert Musil quien dijo que los seres humanos siempre creemos saber lo que decimos, cuando en realidad no sólo no lo sabemos, sino que decimos siempre algo completamente distinto de lo que creemos decir. Nuestros equívocos, sin duda, no comienzan aquí, pero es una buena base para observarlos, por así decirlo, in medias res. Sabemos, eso sí, que el lenguaje es poderoso: una sola palabra puede salvarnos o hundirnos. Y sabemos también — o intuimos — que hay algo oscuro en él — o quizá demasiado evidente — que nos hace recurrir una y otra vez al sobreentendido (y vivir infinitamente en el malentendido). Como sabemos que no podemos escapar de nuestra lengua materna, porque no hay hogar al que regresar más allá de la lengua. De pronto (veinte años después de vivir en otro país y mantener largo trato con sus gentes), todos nuestros automatismos regresan. Somos una vez más el paisano adolorido, el exiliado que farfulla un soliloquio de extraños sonidos en una esquina del cuarto (nuestra patria, nuestro último refugio), y nada puede convencernos ya de que la salvación se encuentra en otra parte, más allá de los símbolos y las palabras. Y finalmente, es este mismo instrumento o utensilio más que corriente —al que estamos ligados como a nuestra propia piel y con el que mantenemos equívocas relaciones— el que sirve como material para construir la obra de arte, aunque ésta no está nunca en la lengua en tanto pragma, lo que lo hace todo más ambiguo, y pone al escritor en relaciones equívocas con sus semejantes, y hace que las personas se equivoquen con respecto a sus propias capacidades creativas (todo un juego de espejos o de espejeos que convierte a la escritura en un arte arriesgado en muchos sentidos de la palabra) (2).
     ¿Podrá sonar extraño que en un país como Cuba la más castigada de las artes haya sido la Literatura? (En Cuba no puede hablarse de artes más o menos libres, sino de artes más o menos castigadas.) Porque la música es poderosa, pero al parecer la Literatura es todavía más poderosa. Este dudoso mérito, creo, tiene que ver únicamente con el lenguaje. Es el lenguaje el que es poderoso, e inmediato, y ambiguo. Es él quien nos pierde (entre otras cosas porque es lo que está perdido “desde el origen”), y se supone que sea también él quien nos salva (la palabra redentora; los grandes libros canónicos de las religiones son precisamente eso: libros). La Literatura, pues, es la más inmediata de las artes. Y es claro que su “peligrosidad” no tiene que ver únicamente con el lenguaje, sino con algo más cercano y profundo (que nos toca más, que no podemos eludir de ninguna manera): el pensamiento. La Literatura es el arte que tiene que ver con ese instrumentum-fenomenon característico de los seres humanos: el pensamiento-lenguaje. Y ahí es donde el poder se ve obligado a intervenir directamente, pues el poder se considera a sí mismo el usufructuario por excelencia del lenguaje, el poseedor autorizado de la Palabra (sea que reine un Sacerdote o un Laico). En un Estado Totalitario, el asunto es más serio: el Poder se siente amenazado en su misma base por la existencia de esa cosa espuria (y aparentemente mucho menos poderosa que el sentimiento religioso) que es la Literatura. (En un sentido más general, el poder se siente amenazado simplemente por la palabra — hablada o escrita.)
     Lo que se les permite a los pintores (hasta cierto punto, claro está), no se les permite a los escritores. ¿Por qué? ¿Qué hace que el Dictador en su covacha negra no pueda resistir el dicterio de un hombrecillo irrisorio llamado Ossip Mandelstam? (3)  Hay algo ahí que el poder siente, se diría, como su propia carne traicionada. Es que el poder sólo tiene que ver con el Significado (o con la relación entre el signo y el significado; o con la ambigüedad de la relación entre el signo y el significado). En particular, el Poder querría (el poder totalitario, eminentemente) que las cosas significaran una sola cosa (aun cuando la misma significación del poder se bifurque indefinidamente: lo que el poder significa para sí mismo; lo que el poder quiere significar, señalar o decir; lo que estas dos cosas, a su vez, significan, etcétera). El poder querría que el significado tuviera un solo sentido. Que los signos señalaran hacia un solo lugar (por ejemplo, hacia el ersatz del cielo adorable, el radiante sol y las columnas de hombres que marchan hacia el futuro 4). Se va a hablar aquí, pues, de la experiencia de la palabra (del destino de la palabra, el escritor y el sentido) dentro de los límites del Estado Totalitario. Poder por excelencia, porque se estructura y se representa (y se ve representado y estructurado) a través de la Palabra, del Lenguaje, del Nombre (en una palabra: de la nomenclatura).



     En un Estado Totalitario, todo tiene que ver con el lenguaje. El lenguaje es, por así decirlo, el aire que se respira en un Estado Totalitario. Todo está lleno de cifras, consignas y nombres. De exhortaciones a la tarea y/o de cantos de guerra y de victoria. En general, nunca se ha cantado tanto a la victoria (imaginaria o real) como en un Estado Totalitario. Siendo una verdad general del poder (el territorio del poder es el dominio frío de la cifra; y si ésta es secreta, mejor), se convierte en una verdadera fiebre bajo un régimen totalitario. Ya no hay descanso para los ojos ni para los oídos. La estética perversa del totalitarismo reedifica los géneros de la literatura para mejor adoctrinar, convencer e intimidar a la masa. (Recuérdese los relatos edificantes en la China comunista o los largos discursos de Fidel Castro.) ¿Cómo podría quedar, en este orden caótico de letras, algún espacio para la Literatura? Y si ésta tiene algún  derecho a existir, ha de ser bajo la consigna de reflejar con exactitud la Verdad totalitaria. Tengo la impresión de que, quienes hablan de ello, suelen suponer que en Cuba después de la década de los setentas (5)  las cosas mejoraron o incluso “cambiaron”. Cuando la verdad es que lo que vino después de 1971 fue la petrificación de un estilo (el conversacionalismo o coloquialismo) como estilo oficial de la poesía, expresión de la “transformación revolucionaria” y su esencia “popular”, “antiburguesa” y “antielitista” (la palabra del “hombre nuevo”). Algo que no cesó sino que continuó en los años ochentas y noventas, y que condujo a un matrimonio impropio entre trovadores y poetas (se extendió la idea de que un trovador era o podía ser un poeta eminente, como en una versión perversa del trovador provenzal), y en consecuencia a una vulgarización sistemática de la poesía y de la tarea del poeta, reducido a contabilizar zapatos, ventanas y descamisados amores que siempre tenían lugar en muros, parques, ómnibus o aulas de escuelas. Cantos y más cantos a la fragilidad del hombre y la “importancia de la lucha”, estimulándose e institucionalizándose el uso de una palabra “común” como materia necesaria de la poesía. De modo que parecía no solamente que un trovador podía ser un gran poeta, sino que cualquiera —o casi— podía ser poeta (en particular, si era joven y estaba lleno de esperanzas y oscuros anhelos). Todo lo cual sigue a la perfección la lógica del totalitarismo, que afirma que todos tienen derecho a la palabra y, dentro de este derecho y como resultado de este derecho, la condición de poetas. (Para que, en revancha — “noblesse oblige” —, ningún poeta pueda firmar su obra como poeta. La firma, sí, pero como “representante del pueblo”, no como individuo, no como “élite”.  Es lo que hace el escritor — lo sepa o no — cuando sigue el señuelo totalitario.)  Es la democracia absoluta que no deja ningún espacio para el hombre. “Nadie debe sobresalir por encima de la mayoría“ — reza el mandato tácito del Totalitarismo. Nadie, claro está, excepto nosotros mismos: los Amos. Y en última instancia, nadie sino yo mismo: el Amo.
     Por otra parte, puede afirmarse con toda propiedad que en Cuba sí existió (y existe) un realismo socialista. Fue ésa justamente la lección que aprendió un hombre como Eduardo Heras León durante su estancia en la Fundición “Antillana de Acero”. Su caso resulta ejemplar en tanto ilustración de los métodos “educativos” del Estado Totalitario. Eduardo Heras León es hoy un funcionario importante de la Nomenklatura cultural cubana, y han vuelto a reeditarse sus libros más polémicos, incluyendo el (no sé si expurgado) libro que causó su internamiento en ese centro de “reeducación mediante el trabajo” (astuta versión cubana de los campos de trabajo stalinistas, tras el escándalo de la UMAP en los años sesentas). Libros como A fuego limpio y Cuestión de principio (obsérvese la transparencia “revolucionaria” de los títulos), son ejemplos perfectos de realismo socialista, a los cuales nada les falta para ser considerados verdaderos clásicos de ese género.
     Lo peligroso (e inquietante) es que haya quienes crean que un Estado Totalitario puede cambiar fundamentalmente. Cuando lo cierto es que la tácticas del poder totalitario pueden cambiar de muchas maneras, pero su estrategia esencial no cambia nunca. El Poder Totalitario en Cuba sólo se ha hecho más sutil (y no siempre), como un astuto camaleón que elige el color apropiado según lo que va olfateando en el aire. Por ejemplo: el límite de tolerancia para la crítica cambia de cuando en cuando y según quiénes. Esto se debe, por supuesto, a que el poder necesita escritores que lo representen y que hablen por él (sobre todo si los hechos tienden cada vez más a desacreditarlo ante la opinión pública). De este modo, admite lo que he llamado “crítica suficiente”, que es aquella ante la cual siempre puede decir: «Está bien, no estamos de acuerdo en algunas cosas, lo sé. Pero todavía eres de los míos». Es decir: todavía coincidimos en los principios fundamentales. Todavía, en una palabra, crees en la Revolución, etc., etc. Nunca podré olvidar la conversación que tuve una vez con un coronel de la Seguridad del Estado (la cordial conversación tuvo lugar, precisamente, en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba), para el cual yo era uno de los “buenos” porque no me había integrado en uno de los grupos de defensa de los derechos humanos (considerados por el poder totalitario como meros “grupúsculos contrarrevolucionarios”). Porque, en una palabra, no había “cruzado la raya”. (Prefiero ser contado mil veces por Mefistófeles en lo profundo del infierno.) Para los “buenos”, entonces, la receta es la conversación, el aviso casi cordial, la discusión, la intimidación y finalmente el silencio (el ostracismo: la orden silenciosa que los convierte en leprosos de la cultura). Para los “malos”, en cambio, la amenaza franca, la agresión directa, la cárcel, la deportación o la muerte. Y aun cuando lleves una máscara, el poder sabe quién eres detrás de la máscara. En Cuba, para referirme a esto, yo usaba el ejemplo de una casa sin techo o con un techo transparente. El poder es como Gulliver, que puede ver fácilmente desde arriba lo que está haciendo cada uno de los habitantes. Y es exactamente así, aunque parezca exagerado. Entre otras cosas porque el número de los que colaboran con la policía política (sea porque consintieron en ello, sea porque se vieron obligados a ello) es incalculable. Y resulta ilusorio creer que uno está “salvado” simplemente porque el poder lo cuente (o parezca contarlo) entre los “buenos”. (Esto lo había comprendido yo en Cuba mucho antes de hablar con ese coronel, guardián de literatos.) Nada de eso, amigo mío. Porque para ser de verdad uno de los “buenos” hay que vender por completo el alma al diablo del Totalitarismo (como he dicho antes, prefiero a Mefistófeles, el Viejo). Las genuflexiones parciales no bastan. Admiro con dolor a quienes no dudan frente a un régimen como ése: tienen el raro coraje de sumergirse en la abyección con los ojos cerrados. (Naturalmente, siempre les queda la justificación del nacionalismo —que es la coartada perfecta del totalitarismo: la “patria” primero, la “identidad nacional primero”, etc.)
     Realismo socialista, pues, tanto en la llamada narrativa como en la poesía. Porque el conversacionalismo (o para decirlo con un término que expresa mejor la pobreza del género: el coloquialismo), establecido como genero de géneros, como el género poético oficial, etc., etc., es precisamente eso: la forma que adopta en poesía el virus maligno del realismo socialista. Palabras coloquiales y cabezas comunes. Así es como el régimen totalitario (en Cuba como en Corea) interpreta lo que debe ser la literatura. Es decir: la Literatura debe ser todo lo contrario de lo que ella es. Pero, cabría preguntarse: ¿y la conciencia? El totalitarismo parece una mezcla (o mezcolanza) de lo estético y lo religioso. Y el gobernante del estado totalitario, un preceptor celoso que sólo querría que se confesasen ante él, habiendo llegado a considerarse (locura máxima y no dicha del Máximo Líder) algo así como Dios (sin duda, por interpósita máquina). Al introducir una polisemia radical en la lengua (pero sin imperativo categórico, sino siguiendo las leyes armónicas del ritmo), la literatura rompe en su base misma el ensueño ridículo del Poder de constituirse en único auténtico meta (o supra) lenguaje. No hay lenguaje que no sea ridiculizado o puesto en duda por el arte de la palabra. No hay verdad absoluta que permanezca en pie bajo su risotada crítica. Y eso es precisamente lo que no puede soportar el poder: el infinito vagabundeo paródico de la literatura. La desacralización y desorden que advienen como consecuencia del uso no utilitario de la palabra (el surgimiento de un poder indecisorio que crea un doble del poder y que es más poderoso que el poder). Cuando se trata de un artista de verdadero talento, las consecuencias de esta acción aparentemente mínima (tomar una superficie cualquiera y rayar en ella con algo que escriba) son enormes. El poder se ve cuestionado por algo casi ridículo e invisible. Indiscernible y al mismo tiempo ubicuo. A veces se llega al colmo del grotesco: funcionarios que escrutan interminablemente una palabra, un signo. (Hay algo de un valor permanente en Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos: la identificación del poder con el lenguaje, el largo estudio de la relación entre el poder y el lenguaje. Es un valor a la vez estético y filosófico.) Porque, en realidad, ¿dónde está el lenguaje? En todas partes y en ninguna. Dentro de mi cabeza y fuera de mi cabeza. El lenguaje es lo que yo pienso y lo que tú piensas. Y lo que un Dictador piensa pasa también inevitablemente por el lenguaje. (Así como el escrito sobre lo que un Dictador piensa y este mismo escrito que se está escribiendo ahora: todo pasa por el lenguaje.) Es ahí donde el Dictador no puede escapar a la Literatura y a un poder que es más extenso que el poder — al fin y al cabo temporal — del que puede gozar un hombre durante su vida. (Si hablamos del Dictador es porque constituye la personificación del Poder, y porque, con relación al poder totalitario, esta personificación es esencial: los sistemas totalitarios son sistemas en que se personifica — al máximo — el poder.)
     Pero la disyunción entre el poder y la escritura no acaba, ni mucho menos, con este “poder” que posee la literatura y que dobla (parodia) el poder. No. Cuando el escritor escribe, está ejerciendo al mismo tiempo una actividad que el Dictador quisiera para él y a la que sin embargo le está vedado el acceso precisamente por ser lo que es, un dictador, uno que dicta. Pero los que escriben los dictados del Dictador no son los escritores, sino los escribas (su función está inscrita desde siempre en el mecanismo intrínseco del poder, no puede ser removida de un plumazo). Lógica que crispa los nervios del Dictador y hace que se estremezcan los pasillos del Poder. Pero el Dictador olvida que la condición misma de su aupamiento ha sido la renuncia a la escritura, pues el mandato de mandar (la visión del redentor) aparece siempre como una alternativa heroica y superior en medio del vacío dejado por el sueño del artista, roto por la evidencia de la propia ineptitud (el poder restaña la herida en el orgullo y precipita el mecanismo de la más monstruosa egolatría, pues ya nada puede contentarlo sino la máxima extensión posible de lo Falso, en sustitución de lo ya para siempre inalcanzable: el auténtico poder creador). El Dictador, pues, elige el arte irrisorio de mandar —arte kitsch por excelencia—, cuando en su alma —para sí mismo, en el tú y yo que nadie escucha, pero que el escritor imagina— sigue  considerándose a sí mismo un artista. ¿Cómo, un artista? Y en caso de serlo, ¿por qué no un histrión? En efecto: un histrión-escritor o un histrión-escriba, tribuno heroico o héroe épico-escriturario. Uno que actúa-hablando (dicta) y que al mismo tiempo escribe (inscribe, en el cuerpo de la historia: en el vasto cuerpo envuelto en celofán tardío). Suprema armonía de la acción y de la palabra: “acciones inmortales y palabras imperecederas”. El colmo de la irrisión es que quienes se llaman a sí mismos artistas contemplen arrobados la logorrea repetitiva del Dictador y aplaudan con entusiasmo al final y escriban al día siguiente imperturbables palabras de elogio. ¿Artistas? Ni el uno lo es, ni lo son los otros. Máscaras que hablan con otras máscaras. Bajo el mandato del miedo, renuncia a lo simplemente humano.
     De modo que la relación entre la creación verbal y el poder (entre el escritor y el dictador, o entre el artista y el dictador) se hunde en las aguas profundas de lo psicológico. Pero, por otra parte, el lenguaje nos es tan cercano que nos cuesta trabajo comprender (y en un Estado Totalitario, donde el igualitarismo ha sido implantado en la conciencia como un modelo permanente que niega incluso la realidad de los hechos, más que en ninguna otra parte) cómo alguien que habla exactamente como nosotros puede ser un artista (un escritor) y nosotros no. ¿Un “artista”? ¿Un “escritor”? ¿Qué es eso? Incluso las personas bien intencionadas y con cierto nivel de cultura hacen un gesto de extrañeza. (No hablamos aquí de toda la sospecha que rodea el trabajo del escritor — ilustrada a la perfección en un relato como El paseo, de Robert Walter —, sino de la cercanía del lenguaje y su relación con el pensamiento y la conciencia.)
     El lenguaje, decimos, nos es tan cercano como nuestra conciencia. (Más aún: él es nuestra conciencia.) Pero, aun siendo así, ¿por qué lo necesitaría el poder? ¿Lo propio del poder no sería el silencio (lo tácito, el sobreentendido)? Habría que invertir la perspectiva y decir: no es que el Poder necesite de la palabra: es que la Palabra (el Nombre) es el poder. La palabra (el nombre) es lo que nos permite apropiarnos de lo que vemos. Si no pudiéramos asignar un grupo de letras a lo que vemos (a lo que creemos que vemos), vagaríamos sin memoria por un universo informe. Nos desperdigaríamos como los ciclistas de Broch por el bosque aledaño. (O así lo creemos firmemente. Y aunque nuestra creencia actual es pragma puro, tiene un rastro profundo en la memoria, viene de ese punto que no podemos recordar porque con él comenzó todo.) La palabra, entonces, es el Poder, porque es el Pragma contenido en el Nombre (en la Apropiación que es el Nombre). La palabra es sobre todo el poder de nombrar; y sobre este poder está construida toda la complicada estructura social dentro de la que vivimos y dentro de la que, como expresión máxima de lo que el Nombre puede hacer, florecen los Dictadores (hongos últimos cuya retórica está llena de veneno y cuya figura es el analogon estético e infinitamente perverso de Dios. Pero Dios, ¿no era ya un analogon, una especie de correlato infinito?)
     Desde luego, no está completamente demostrado que un Dictador no pueda ser un gran escritor, pero el Poder Absoluto no quiere saber nada de adivinaciones parciales. Para él, la alternativa es: todo o nada. En el caso del Dictador, es claro que él ha elegido la nada. Pero, ¿y en el del escritor? Para el escritor el todo y la nada tienen infinitas cabezas. Cabezas múltiples. Cabezas que ruedan, chisporretean y desaparecen, como las gotas de agua sobre una plancha de metal caliente. No hay nada que se sostenga por sí mismo, sino que todo está sosteniéndose entre sí (y desafiliándose entre sí) infinitamente. No debemos extrañarnos de que un escritor esté fascinado por el Poder, porque todos, de una forma u otra, estamos fascinados por el Poder. A fin de cuentas, fuimos nosotros quienes inventamos ese monstruo que ahora nos devora. Y el hecho de que el Dictador acabe demostrando siempre lo que es y pisoteando sin remordimiento hasta la más mínima apariencia de humanidad en el lenguaje no debe extrañarnos tampoco. Se debe simplemente a la lógica del Poder, que no soporta ya en un momento dado el juego (y la invitación al juego) que es la Palabra. Y también a que en el Dictador la hinchazón monstruosa del carácter acaba siendo siempre más fuerte que todo sueño (los Dictadores son pájaros insomnes.) Pero el escritor (mistagogo omnipotente en el hábitat insidioso de las palabras) cree también equivocadamente que podría operar la metamorfosis contraria: la transformación de la palabra en Pragma. Atraído por su sueño al torbellino mortal de la Violencia Revolucionaria, renuncia a ser el poseedor de su pluma y la pone — sueña que la pone — “al servicio del Hombre”. Ahora él también dice grandes palabras, da cuenta de grandes hechos o se convierte en un nuevo tipo de aeda (en un “nuevo hombre” que canta a la libertad como la esencia de la escritura y ante la que sólo cabe el abandono absoluto: “por esta libertad de canción bajo la lluvia habrá que darlo todo”). Equívoco máximo que el Dictador se encarga de disipar con una sola frase: “dentro de la Revolución, todo, fuera de la Revolución, nada”.
     A Sartre le parecía que la Revolución Cubana era verdaderamente original e independiente porque no había sido dirigida por un Partido Comunista. Qué equivocado estaba Sartre. Al parecer, murió en el error. No en ése, supongo, porque los tozudos hechos acaso lo habrán despertado un poco (el horrible cañaveral debió tocarlo alguna vez con su signo de fuego), sino en el error más general de creer que el Poder (el acceso al Poder) era la forma más adecuada de transformar la estructura social existente. (Para Sartre, al parecer, la Revolución era lo que poseía la mayor cantidad posible de significado social — la mayor, por así decirlo, cantidad de humanismo —, cuando en realidad significa: agenciamiento total del Poder, destrucción de la estructura social y “gobierno único del pueblo y para el pueblo”. Demasiado lo sabemos.) Igualmente, leí una opinión de Hans Magnus Enzensberger según la cual a Fidel Castro nunca le habría gustado la maquinaria de un Partido Comunista como base estructural del poder, pues ésta estorbaría la tendencia improvisatoria de su carácter, su naturaleza intuitiva y anárquica. Nada más lejos de la verdad. Un Partido —y precisamente un partido Comunista, “de nuevo tipo”—, era lo que necesitaba Fidel Castro para consolidar su poder y extenderlo sin límites. Fidel Castro posee ahora, cómo mínimo, un millón de hombres unidos a él por un juramento voluntario de fidelidad (lo cual convierte al Partido Comunista de Cuba en uno de los gangs más grandes del mundo. Gansters como Al Capone o Rina — clásicos, por así decirlo — son niños de pecho al lado de dictadores como Fidel Castro, que poseen un país entero con todo cuanto hay en él). El Partido — el Partido Único, creado para “salvaguardar la Nación y el Socialismo”” — es precisamente la legalización de la Nomenklatura (del gobierno de los Nombres). Y en cada lugar donde “hace falta” (es decir: en todas partes), hay sembrado un burócrata del Partido que vela por los “intereses del Pueblo”. El Poder Absoluto (totalitario, dictatorial) está perfectamente disimulado bajo la estructura visible de la burocracia del Partido, en cuya “base” están convenientemente representados los diversos estratos (o tipos) del “pueblo” (obreros, campesinos, médicos, estudiantes, profesores, deportistas, escritores, etc.), como meros rótulos que designan a unos uniformes a vacíos, pues en ellos predomina la autonegación que consiste en creer que la unanimidad lo hace a uno diferente (alineación inherente a todo sistema totalitario.)
     El escritor, que está allí también consintiendo, aplaudiendo, cantando el libre cielo azul que ahora pende su cabeza (olvidando el hacha que también pende ahora mismo sobre su cabeza), ¿quién es?  ¿Uno que sobrevivió o uno que vaga muerto por entre los muros ciegos de la catástrofe totalitaria, allende la escritura? Catástrofe que nos abarca (nos concierne) a todos, pues es precisamente la condición humana lo que está en juego en ese negro aburrimiento que lo ha convertido a él en un fingidor máximo junto a otros fingidores máximos. Ficción perversa en la que el escritor es sólo un escribidor que pasa su pluma cineraria por sobre un papel ya escrito. Uno que imita su propia voz y que usurpa su propio lugar de ser humano bajo la máscara insidiosa del liberador (del liberto liberador, el contramayoral del terrible cuento de la esclavitud). Pero, querido amigo — habría que decirle de una vez por todas —, quien que te ha dado el poder de liberar — poder mágico, nunca tan abstracto; poder que flota delante de los ojos como una sombra blanca — no es otro que el Dictador, bajo cuya mirada, por definición, es la libertad misma lo que se pierde, con tal de que creamos por un segundo que ella está representada por esa mirada, que el Poder es lo que representa la libertad o peor aún: lo que la crea). Cegados sin duda por la presencia del Poder (por el centelleo de la muerte), confundimos la libertad con su exacto opuesto. No nos damos cuenta de que gozamos de la libertad más ficticia: la que emana directamente de la esclavitud. El escritor cree que el “Día” es también su día,  y regresa a ser un hombre en el seno de la libertad (como si antes no lo hubiera sido), cuando en realidad sólo ingresa al coágulo helado — el corazón muerto, la frente vacía — del Poder. (También José Lezama Lima se equivocó en esto. Y yo, y casi todos.)
     La palabra, en general, nos pierde. Y nos pierde porque no podemos controlar su alcance (que coincide con la lógica de lo que sucede). No podemos controlar lo que decimos y tampoco podemos (afortunadamente) controlar lo que dicen los demás. Nada, sin embargo, tan peligroso como la libertad, como el ansia de libertad (todas las dictaduras han nacido de ella). Somos esclavos a causa de aquello mismo que nos hace libres, y vagamos sin nombre por la tierra teniendo al alcance de la mano todos los nombres. El escritor no puede sino preguntarse en un momento dado: ¿qué es la palabra, para qué sirve? Parece, al mismo tiempo, demasiado poderosa y demasiado inútil. Demasiado estentórea y demasiado tenue. No podemos asirla; y sin embargo puede mover multitudes. La usamos una y otra vez, y sin embargo es siempre nueva. Parece incluso más poderosa que lo real, porque hace de nuestras quimeras una realidad perdurable. Hasta tal punto, que los grandes pensadores occidentales vagan aún dentro de los límites del lenguaje como dentro de un círculo de tiza mágico. Parecería que no hay nada que oponer al lenguaje dentro de su soberano sí mismo. Y sin embargo, es sólo viento, polvo. Nada más que palabras: sueños y sueños de sueños. El escritor es quien lo sabe y quien lo sufre con su propio cuerpo, con su propia cabeza llena hasta los bordes de un poder vacío. La muerte que lo espera es la del corazón sin abrigo, gastado por un sufrimiento sin origen. (Nietzsche, seguramente más escritor que filósofo, cayó de pronto en ese agujero que ya lo estaba esperando desde siempre.)
     El escritor sufre incluso doblemente, porque sabe que esa palabra con la que él crea es la misma que da el poder al Poder. Barthes lo dijo: El lenguaje es fascista. El Dictador está solo porque el que detenta el Poder Absoluto tiene que estar necesariamente solo (todo Absoluto está solo). Y el escritor está solo porque el que está dotado para la escritura y tiene, por esa misma razón, un derecho desconocido a tratar con el lenguaje —a operar con él metamorfosis nunca vistas —, también está solo, como si ese don que por naturaleza va hacia la universalidad (nadie puede poseer el lenguaje: el es, por excelencia, lo dado, el datum) no lo hiciera más semejante de sus semejantes sino que lo aislara de ellos, como quien tiene una rara enfermedad o un órgano diferente. Lo cual sin duda está relacionado con el carácter (no me parece exacto llamarlo poder) de la palabra poética. Pues la palabra poética es percibida como un poder por quienes la escuchan, fascinados por el efecto de un arte (6). De pronto, al escucharla, sentimos que la palabra intensa no ha perdido en esencia su antiguo carácter (carácter que dobla y reproduce la palabra hábil, pero que también dice lo indecible, lo indecidible), y que  la mente humana conserva aún esta certeza sin prueba. Lo cual nos sitúa nuevamente en la relación entre el lenguaje y el poder. No sería exagerado decir que los dictadores han ocupado el lugar del Dios muerto. Ni tampoco considerar a la moderna época de los Dictadores como concomitante con (y resultado de) la época contradictoria del Romanticismo. De hecho, el Yo emergente del Romanticismo supone inevitablemente el deceso de Dios (o bien una contradicción insoluble, como lo sabía Lautrèaumont: “Dios y yo es demasiado para un cerebro” 7). Bajo este axis vive aún Occidente. Al acentuar el carácter agónico de la relación entre la conciencia y el sentido de la existencia, el romanticismo-cientificismo labró un camino — abrió múltiples canales, como un sistema de regadío de nuevo tipo — para el surgimiento de los Dictadores (8). Alguien tenía que dictar, en ausencia de los dioses. Así, cuando ya no hay dioses, queda solo el Yo. Y el yo librado a sí mismo en un culto puramente laico tiene que cometer necesariamente el más monstruoso error, obligado a tomar el lugar de Dios, a quien ha eliminado. Un poeta puede ser todo lo incrédulo que quiera (9), pero su poesía, si vale algo, tiene que ver con otra cosa que su incredulidad (trazada siempre en relación con la “creencia en Dios” y presa de ese círculo), pues ella surge insoslayablemente de la necesidad [de sentido] de la existencia — del universo, del mundo, de nosotros mismos —, a la que (como lo sabía muy bien Wittgenstein) no se le puede oponer la simple incredulidad, por muy sólidamente fundamentada que parezca. Tarde o temprano, todos debemos enfrentar el hecho simple y decisivo de la muerte, y la contradicción manifiesta entre nuestra conciencia sin límites y el límite puro de la disolución es algo que nos abre —“en cuerpo y alma”— a la pregunta por del destino y por el significado de la existencia.
     El Yo, entonces, en lugar de Dios. Pero el yo no puede dar cuenta del sentido de la existencia, porque él mismo desconoce su origen. El Yo es un adivino sin arte adivinatoria. Desenraizado del medio que le permitiría reconocerse, se sumerge en el infinito (ni malo ni bueno: sólo insuficiente) de la psicología. Por una parte, descubre el psicoanálisis. Por la otra, la manipulación de masas. Sin duda en ambos casos está en una estrecha relación con el lenguaje (con el lenguaje - pensamiento - escritura). El lenguaje engendra, infinitamente, poder. El poder, a su vez, genera infinitamente lenguaje. (Palabras, palabras, palabras, como escribió Shakespeare.) El culto de un hombrecillo ridículo y gesticulante y de grotescos símbolos en la Alemania de Hitler es el culto del Yo que ha matado a Dios y a quien esta muerte (esta visión de lo infinito) ha cegado. De pronto, Karl Kraus no tiene ya nada que decir acerca de Hitler. De pronto el exacto y lúcido Karl Kraus se ha quedado mudo. Su silencio parece no el de quien ha visto de cerca lo que Aparece —como un acontecimiento informe lleno de insoportable realidad—, sino más bien el de quien ha dejado de ver lo posible, y al que lo imposible le ha llenado el cerebro de infuturidad. Karl Kraus parece haber visto de pronto todo lo que ya no sería jamás posible con la llegada de Hitler al poder, pues esa llegada era como la apoteosis del sentido. Nadie parecía saber —ni dentro ni fuera de Alemania— quién era realmente Hitler. O mejor dicho: todos parecían creer que Hitler era otro (otro distinto, otra cosa distinta) del que realmente era (10).  Desde luego, la imagen del Conductor (del mismo modo que la imagen del “Hombre” (11) en Cuba) existía ya antes de Hitler, y fue el molde (o el asiento) donde él vino a situarse, por así decirlo, de un modo “natural”. Porque, por así decirlo, éste es el destino —sin duda natural— del sueño continuo y la continua especulación abstracta a la que nos entregamos una y otra vez de la mano del lenguaje. Antes de ser un monstruo de carne y hueso, Adolf Hitler fue un monstruo hecho de palabras (de sueños de acciones) (12). Si miramos los símbolos de la Alemania Nazi, vemos que son una materialización de nuestros sueños más demoníacos, pero también de nuestras especulaciones más modernas. Son una especie de inimaginable y deformada mezcolanza entre ciencia y arte. Son, sobre todo, lenguaje: la vacua respuesta retórica al vacío insoportable de la crisis. Después de lo insoportable, lo imposible. La visión romántica (en el mundo de lo histórico, del pragma, la revolución es lo romántico mismo) no puede en realidad ser confirmada por realidades: sólo puede ser pintada —expresada— en imágenes, ya que ella se justifica a sí misma sólo como negación del presente. Si la realidad (si la verdadera realidad) es sólo el presente, el deseo (la imaginación) nunca puede coincidir con ella. Y sin embargo, creemos que nuestros sueños pueden convertirse en presencias reales. Los pensamos, los soñamos, los escribimos y finalmente nos encontramos un buen día frente a la Máquina (frente al lenguaje de la Máquina y frente a la máquina del Lenguaje). De pronto, no tenemos ya nada que decir y parece que la propia palabra (poética) carece de sentido. Cumplido el sentido, ya no hay, desde luego, más sentido. Nos hemos convertido en Zombies, en muertos que caminan. Como no estamos realmente muertos, la situación es extraña y paradójica. Somos una especie de Sonámbulos. El sentido parece haberse diluido en la acción (en una acción aparentemente llena de sentido). Padecemos, por así decirlo, de inanición poética. En medio de la plenitud del sentido, hay una chocante carencia de sentido. Nuestras acciones, que están llenas de intención, carecen sin embargo de sentido. Y nuestras bocas, nuestros vientres, están llenos de palabras. Cuando reímos, reímos con la risa negra (de acuarela en blanco y negro, desdibujada) del Conductor. Lo único que oímos, en el esferoidal horizonte retórico Totalitario, es un cuento que se repite infinitamente (un perverso y miserable cuento de nunca acabar). Ya no hay más acción: sólo el relato infinito — infinitamente aburrido — de la Acción.
     El Yo librado al abismo del deseo canta la canción neurótica de los dioses nuevos (o de los hombres nuevos, semejantes a dioses), y el escritor que no se conoce a sí mismo canta la realidad viciosa del poder: del sueño “hecho realidad” o del sueño que “tiene que hacerse realidad”. Porque ambos han tomado sus pensamientos-palabras por la realidad. Es decir: porque ambos han dejado (son ya incapaces) de reconocer qué cosa es la realidad, qué tipo de realidad es la existencia del yo en el mundo y qué tipo de realidad es el arte poético (o más generalmente: la obra de arte).  Fascinado por el poder del lenguaje, el escritor cede la palabra al lenguaje del poder. Deja de confiar en sí mismo (en su arte) y se entrega a la alabanza de lo que cree que es el lenguaje supremo o la culminación de todo lenguaje (la violencia “transformadora”, el lenguaje del silencio), así como ha creído que el sueño de la acción es el mejor o el más humano de los sueños y ya casi la acción (la realidad) misma.   No sabe — o lo sabe y sueña con liberarse a sí mismo de la tarea del arte, de su carga insoportablemente humana — que no hay lugar para el artista en una sociedad “nueva”, sino sólo para el cantor de “cantos reales” (para aquel que canta lo que es — el “triunfo de la violencia” — como la realidad ultima), es decir: el Rememorador. Rememorador, que, sin embargo, en un momento dado deja ya de cantar lo “real justo” y se convierte meramente en el Cínico, cuando lo ideológico se derrumba y sólo subsiste el pragmatismo de la supervivencia (13). Pero sin duda es preferible la caída (o la muerte) del estilo a la disolución (o la desaparición) de la condición humana. (Un hombre, desde luego, nunca puede dejar de ser un hombre, pero puede comportarse como si no lo fuera. Siendo una mezcla de cosas, el hombre puede ser también muchas cosas. Este poder alcanza su máxima expresión en el lenguaje, pues nada puede superar el mimetismo del nombre. Don, sin embargo, que el hombre no parece haber comprendido muy bien y del que hace un uso mediocre: más que creador de nombres, parece haberse convertido en rehén del lenguaje. Basta encender la televisión para confirmarlo).
     El problema del poder, pues, es el problema del lenguaje. Pero la solución (el sentido) de este problema no se encuentra dentro de los límites del lenguaje (a esto quizá se refería Wittgenstein cuando escribió que el sentido del mundo — el mundo tal cual lo vemos y que es un resultado del lenguaje — no se encuentra dentro de los límites del mundo). Si nos confiamos únicamente al lenguaje — si tratamos de extraerlo todo de él, de crearlo todo a partir de él —, nos equivocamos. Seguimos recreando el mundo tal cual lo vemos, y al poder dentro del mundo también tal cual lo vemos. Ésa es, me parece, la lección de la historia moderna, que es la época que más ha tenido que ver con el lenguaje. Seguramente hemos olvidado algo. Pero sobre todo deberíamos preguntarnos por qué, si nos ha sido dado el don o arte para apropiarnos de lo que vemos, la apropiación se ha constituido en nuestro peor enemigo. Aquí parece haber encallado de un modo casi trágico la filosofía de Occidente. Y sin embargo, el lenguaje continúa. Lo que el lenguaje da, lo que el lenguaje crea, continúa. Que un dictador haya muerto (o que cien dictadores hayan muerto) no significa el final de la dictadura. Ya que ella está contenida en el hecho de que el mundo ha sido creado sobre la base del dominio (de ese mismo don o arte por medio del cual conseguimos apoderarnos de lo que vemos).
El largo silencio de Karl Kraus es un silencio lleno de sentido.

Notas

1.  Publicado en Diáspora(s) Documentos 6, pp 1 - 11. Marzo, 2001. La Habana. Revisado para este número de La Habana Elegante (N. del A.)

2.  Quizás el lenguaje mismo no consista sino en relaciones de poder, siendo el vehículo por excelencia del uso, el dictamen y el pragma. Lo que sugeriría algo inquietante no sólo en la relación entre la escritura y el poder, sino entre el individuo y el Estado (en cuya cesura la palabra se alza como aquello que, en lugar de ser la comprensión y la justificación, se revela una y otra vez como lo Absurdo. Frente al Estado, el individuo debe protegerse todo el tiempo de la palabra).

3.  (Claro, parece que tampoco fue posible resistir al último Pasolini. Y lo comprendo: ese Pasolini nos mostró lo que no habíamos visto o habíamos olvidado. Imperfectamente, quizá equívocamente, como fuera, nos dijo: Tú eres eso. Y eso que yo soy resultó demasiado para mí (para nosotros). Lo comprendo.

4.  Esta postal o ensueño del Poder tiene múltiples variantes, pero todas proceden del vacío perverso que forma el mundo opaco del dominio.


5.  Que se considera como la más oscura, con relación al arte.

6.  En general, todo discurso contiene en sí la necesidad —y los medios— de captar la atención del auditorio, de ejercer sobre él un efecto hipnótico. De ahí su lugar preferente en la política, que es el arte —o maña: artimaña— de manipular a una masa.

7.  La frase es tan moderna que apenas necesita comentario. (O habría que comentar demasiado: “dios”, “yo”, “cerebro”, etc., etc.)

8.  Por otra parte (aunque éste, desde luego, es otro tema), Dios parece demasiado arcaico para el mundo moderno, de ahí la necesidad del super-hombre o el super-héroe. Comprendemos que cambien los héroes, pero, ¿han de cambiar también los dioses? Desde luego que sí, si Dios mismo no consigue ya ser el cambio. En cuyo caso se produce algo que podría denominarse “vacío divino”, en el mismo sentido en que se dice “vacío de poder” (lo vemos hoy un poco por todas partes). Pero sin dioses que pudieran “aparecer todavía”. Sencillamente, ya no pueden aparecer más dioses. Y así,  mientras el mundo parece volverse cada vez más práctico y moderno —o modernista—, una iglesia como la católica se vuelve cada vez más pétrea, más aferrada a sus dogmas (para no hablar del fundamentalismo islámico). ¿Qué tiene que ver la enseñanza de Jesús —simple y a la vez llena de energía, nueva— con la prohibición del aborto o la afirmación de que el SIDA es un “castigo divino”? Jesús era lo moderno en el Medio Oriente antiguo

9.  Estoy convencido de que es  imposible no creer en nada Hace algún tiempo comprendí que el problema consiste  más bien en qué creer, pues el hombre es un animal de creencia. (Además, puede demostrarse de forma lógica: creemos — con esa convicción salimos a la calle cada día — que después de la luz verde vendrá la luz roja en el semáforo, y que a ésta le seguirá la luz amarilla. Nuestras creencias son múltiples, o mejor: infinitas.)

10.  Así también muchos hoy no parecen saber (o querer saber) quién es realmente Fidel Castro.

11.  El “Hombre” (abreviatura quizá del “hombre fuerte”): el Solucionador (funesta imagen-clave del imaginario político cubano).

12.  Recuérdese la Acción Paralela en la gran novela de Musil, hija del vacío moral, la confusión conceptual y la inanidad política

13.  Lo ideológico es por una parte el velo que nos releva de la duda, del análisis, de la pregunta por el sentido. Y por otra es el disfraz de la lucha despiadada por el poder y del poder mismo. En el caso del totalitarismo, su efecto borrador (vaciador) es de largo alcance, y cuando desparece, no hay nada que buscar debajo (lo que más sufre bajo el totalitarismo es la memoria, cultural e histórica). El pragmatismo que lo sustituye es pues expresión intensa del vacío (la rostridad esquizoide de un vacío profundo, de una erosión profunda), y en consecuencia mucho más peligroso que los valores tradicionales desplazados por la ideología. 



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