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LA HABANA ELEGANTE
RESULTADOS
DEL
CONCURSO LITERARIO
CASA DE HIERRO
En homenaje a Julián del Casal y a la Ciudad de La Habana
Tal y como habíamos prometido a nuestros lectores hoy, 16 de
noviembre, ofrecemos los resultados del primer concurso literario "Casa
de Hierro", de La Habana Elegante. Queremos expresar nuestra
gratitud a quienes respondieron a la convocatoria. Asímismo
anunciamos hoy el inicio del CONCURSO
"FRONESIS" DE POESÍA ERÓTICA, con el
que festejaremos nuestro primer año. Podrán participar
quienes así lo deseen con independencia del país en que residan.
Las bases requieren el envío de un poema único (no hay límites
de extensión para el mismo) que se nos hará llegar por correo
electrónico o a nuestra dirección postal:
Redacción de La Habana Elegante
330 North Piedmont St., Apt.1
Arlington, VA 22203
U.S.A.
El poema premiado será publicado en nuestra revista. El
poeta ganador recibirá un diploma de La Habana Elegante que
acredite el galardón. El plazo de envío vence el 31
de enero. Los resultados se darán a conocer el 24 de febrero.
No se devolverán los textos enviados y la participación en
el concurso implica la aceptación de sus bases.
Concurso literario "Casa
de Hierro"
Acta de premiación
El jurado del primer concurso literario "Casa de Hierro", auspiciado
por La Habana Elegante, compuesto por Jesús Barquet
(poeta, ensayista, y profesor de literatura en la Universidad de Las
Cruces, Texas), y por Francisco Morán (poeta, ensayista y estudiante
de doctorado en la Universidad de Georgetown, Washington) acordaron,
tras muchas horas de deliberación a través del correo electrónico,
conceder el premio al trabajo titulado Crónica
de Horas, de Humberto Tirado, residente en Miami, así
como una mención a La Habana insomne,
de Roberto A. Solera, periodista cubano. Los autores, además
de ver sus respectivos trabajados publicados en nuestra revista, recibirán
un diploma a nombre del jurado y de La Habana Elegante. Ambas crónicas
ofrecen, curiosamente, perspectivas diferentes de la ciudad. La de
Tirado, de significativa concentración lírica y mayores pretenciones
literarias, ofrece una nostalgia contenida, matizada a veces por la ironía,
pero que transcurre casi en el murmullo de los claustros y muros habaneros.
La Habana de Solera es, por el contrario, una evocación de la alegría
y el descuido banal de los 50's. Contrasta esa ciudad--como ya dijimos--con
la densidad y vaciedad y aburrimiento existencial de los 90's. Ninguna
de las dos es La Habana "real" probablemente, pero ¿cuál
es/podría ser la "real"? ¿La de Paradiso,
la de Cecilia Valdés, La Habana para un infante difunto,
la De Peña Pobre, la del cuento de Senel Paz, la de
Zoe Valdés, o la de Daína Chaviano? ¿Podría
negarse que todos no hemos hecho otra cosa que inventarla, silenciar o
enmascarar algunas de sus sombras, avivar otras? Sí, eso está
también en las crónicas ganadoras de nuestro concurso.
Lo sabemos, y queremos que los lectores lo recuerden. Y que añadan
lo que falta, que remuevan lo que sobre, o que le superpongan sus propias
invenciones. Pero, sobre todo, que no dejemos borrar la ciudad de
los mapas del sueño, de la deseperación. Muchas gracias.
Francisco Morán Jesús Barquet
Jurados
Crónica de Horas
"La filosofía inexistencial será la filosofía
del exilio"
Albert Camus, Carnets II
Introito
Rezamos con Santo Tomás, el que con los dedos de la inteligencia
penetró las heridas del Crucificado, el que hizo de la escritura
su penitencia, rezamos con él: "Dispón el comienzo".
Dame la memoria de un solo día, de unas pocas horas.
Laudes
La Habana está fundada sobre las horas.
Es una ciudad cíclica que desconoce la historia sucesiva y sus tropiezos.
El tiempo en La Habana se hace luz, es luz. El tiempo se desgrana
perezoso como las cuentas de un Rosario: la repetición es un hábito
habanero. La hora primera deja entrever sus primeras luces, que se
levantan del mar, y se inicia el rito de salutación después
del canto del gallo, que se escucha en cualquier patio de casa particular.
La ciudad se despereza y ese juego de claroscuros que es el alba, despunta.
Amanece el pavimento mojado y el sol por debajo
de las nubes quemándolo todo, reduciendo las escasas pertenecias
a cenizas. Anoche, al quedarme dormido leía las meditaciones
de Jung sobre Job, el libro se me escurrió de las manos y amaneció
entre el bastidor y el piso. Amanecer ceniciento que me compulsa a imaginarme
orando mientras camino por la ancha avenida que me conduce, ¡oh,
portales ennegrecidos!, al templo que imita, extemporáneo, las iglesias
del Mediodía francés.
Me gusta eso de imaginarme caminando de mañana
sobre el despojo de anoche, me consuela que mi oración pueda estar
envuelta en esa densa humedad que ahoga, y traspase la luz como una gacela.
La soledad y el polvo que incesantes se incrustan en mi cuerpo mientras
camino me hacen la piel ceniza y tiñen la plegaria de aires sacrificiales;
sólo me resta estar ceñido con ropas de saco para ser el
penitente perfecto. Mas hay alegría en mi alma: puedo rezar
y nadie sabe lo que está pasando, aunque a decir verdad ese es un
dato irrelevante. Puedo rezar de mañana y saber que la oración
está en su sitio y eso me da alegría. Me alegra mi
ropa serena, acomodada sobre mis huesos, hundiéndose en mi estómago
y mis manos flirteando con los fémures, mi boca es una jaculatoria
y mis ojos están clavados en el soportal que ya no existe.
Me siento en un poltrón enclavado en
el mismo medio de las cuatro esquinas y la mitad de mi cuerpo es iluminada
por la persistente claridad de la mañana, la otra está en
penumbras; una ráfaga de aire frío levanta papeles y desperdicios
de la esquina, descubriendo los bordes rotos del centén y una larga
hilera de hormigas que serpentean sobre las manchas del último durofrío
derretido. Sentado, miro la esquina y me consuela ese triste contén,
sus aristas irregulares y presiento que va a reprocharme haberlo abandonado
y, sobre todo, que regrese así tan pálido y no me siente
en él.
Oculto el semblante tras las manos y, poco
a poco, descubro los ojos, la nariz, la boca. Trato de decir adiós
y no puedo. Quedo me levanto y me vuelvo al ver pasar mi mano que,
enroscando los dedos, dibuja el regreso.
Oración de la mañana: levantarse
al clarear el sol, sacudirse de encima las cenizas del último cigarro,
cerrar el libro en la última página leída, escurrir
el vaso de la penúltima borrachera, escupir el asco, mirar el camastro
vacío con más pena que deseo, olvidar el elemental aseo,
cerrar con cuidado la puerta para no despertar al vecindario y echar a
andar la ancha avenida intercambiando palabras de saludo con lo animado
y lo inanimado: buenos días hermana calle, buenos días
hermana alcantarilla, buenos días hermano césped,
buenos días hermana valla,buenos días vigilante, buenos
días a todo lo que ayer no era y a lo que ya no es, buenos días
vista de mi barrio..., y así en interminable murmullo
de oraciones como saludos franciscanos.
El camino del templo tiene, es de suponer,
algunas estaciones, momentos en los que el estupor me detiene y me obliga
a sacarme las manos de los bolsillos.
Hora Intermedia
Soleado, el mediodía se impone con su
luz estremecedora, nada queda oculto. Estoy sentado a la sombra resguardado
de todo por el alero semicaído de este antiguo portal; me siento
a salvo de la inmisericordia y el bochorno. Dormito mientras voy
repasando la mañana y digiero las leves cortezas del árbol
de pan que me sirvió de almuerzo. Un agua dulce de claveles
y marpacíficos fluye sobre mi cabeza empapándome y aligerando
el calor de esta hora interminable. Las malangas tejen un terco laberinto
sobre la pared de piedra de tiempo, parda e irregular.
Un órgano deja caer una pesada armonía
cerca de mi oído y voces adormiladas susurran negocios baratos,
libros a peso, algunos ejemplares algo más caros "ya no se encuentran
en ninguna parte", partituras de antiguas canciones invasoras y reproducciones
de obras maestras sobre papel corrugado "cuadernos Skira, muchacho,
eso costaba un montón antes". Antes, siempre esta
hora trae los recuerdos de antes, incluso los olores. A esta hora todo
está cubierto de silencio y nada es perdurable, el mediodía
hace vulnerable las voluntades más dispuestas.
No tengo ganas de rezar, sólo cerrar
los ojos y dejar que pase toda la luz, todo el calor por encima de mis
párpados; el agua fresca de flores dibuja ríos y afluentes
en mi cuerpo y las malangas me rodean y sepultan. Una hoja
despunta de mi boca y hace que me sienta tierra de mi tierra, fruto de
ella. Lejos estoy en desarraigo y comienzo a considerar la nostalgia
como pátina de la ausencia.
Vísperas
Leo, con alegría, en el Manifiesto Comunista (Ed.
Política, la Habana 1966, p.94): "En sustitución de la
antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de
clase surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento
de cada uno será la condición del libre
desenvolvimiento de todos". Estoy feliz a esta hora de
la tarde cuando todas las fichas del ajedrez y las damas parecen escapar
buscando su sitio, como una amplia coreografía: el individuo sostiene
su gesto y se incorpora por él a un movimiento más general.
La individualidad encuentra su sentido en compartirse, un libro es un buen
ejemplo: cada página es insustituible pero ella sola está
incompleta.
Comienza esta hora vespertina y la alegría
de llegar a ella con la mitad de los estudios completados y unas cuantas
cuartillas de apuntes. La punta del lápiz pide que la afile
y comienzo a demostrarme a mí mismo que el valor del individuo no
significa estar por encima de la colectividad preparando té para
todos. ¡Tomen té, señores, tomen! ¡Hay
té para todos! ¡Yo tomo té pero salpico!
¡Té, rico hasta el último buchito! ¡Consuma
té nacional! ¡Nikita, Nikita, el té no se quita!
¡El futuro pertenece por entero al té! ¡El té
va, de que va, va! ¡Seño, seño, señorita,
¿tú sabe a qué yo vine?, yo vine pa' que te...te digo
'horita"! ¡El té honra! Té sin azúcar.
Té amargo.
No sé por qué estoy llorando,
estoy mojado de pies a cabeza, qué manera de llorar. Se está
acabando el mundo, lloro con truenos y relámpagos y me dejan solo.
No quieren compartir esta felicidad de haber descubierto el equilibrio
entre el individuo y el colectivo, de saber que mi libertad es condición
para la libertad de todos. Ahora recuerdo, no sé por qué,
la única que he soñado con un verso. Soñé
un verso de Cintio: "La libertad de las hojas". Yo
estaba en un lugar descampado, desnudo, de pie sobre la tierra y una voz
repetía ese verso y una corriente de aire ponía a girar en
torno mío una multitud de hojas caídas. "La libertad
de las hojas". Ser uno y todos, ser las hojas y el aire y ser
las hierbas y la tierra y el aroma y desplazarse sin ser visto y orar a
tiempo y a destiempo; en esta hora vespetina miro mis manos después
de la labor y te invocó, Señor, en esta ciudad de horas y
atardeceres, en esta ciudad que te deja sólo y que no admite regresos.
Estoy en medio de la calle invitándolos
a todos al té de la paz y no vienen, me rodean, cuando trato de
acercarme se alejan. Estoy flaco pero no soy un cadáver.
La corteza de los árboles, los jugos de la flores y el té
me animan a escribir y bailar cada noche. Deben ser las ojeras alcohólicas
lo que los ahuyenta. Pero no, ahora no estoy borracho, lo que estoy
es loco de contento: ser yo y todos, como Jesucristo en el Evangelio de
Juan: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este
pan vivirá para siempre; y el pan que ya les voy a dar, es mi carne
por la vida del mundo. En verdad le digo que si no comen de mi carne
y beben de mi sangre no tendrán vida en ustedes. El que come
mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré
el último día". Yo sólo les brindo té,
el té de la concordia y la celebración de esta hora en que
me ha sido dado conocer que mi libertad, como la de las hojas, es la libertad
de todos.
Completas
Voy a ti, Señor, porque estoy cansado.
No soy humilde ni manso ni limpio ni sencillo pero voy a ti, Señor.
Te doy gracias porque me permites caminar hacia la Ciudad desde el destierro
y la inexistencia, y me amas aún cuando yo no espere nada y me confirme,
cada día, en esa desesperanza. ¡Cómo olvidar
tu rostro, Señor! ¡Cómo olvidar tus promesas
y el maná y la miel y la larga caminata y los valles y cimas en
los que intenté, en vano, esconderme!
Estoy cansado del miedo, del terror, del asco
con que cada día me recibo y de la ausencia de las calles y los
parques que conquistaron mis ojos y mi imaginación para siempre.
No voy a hacer un cansón inventario de éxitos y fracasos
que a la larga son lo mismo porque la muerte es inevitable. Mas,
conviene recordar no sucesos, no, sino momentos y prefiero en esta hora
de complicidades, apartado de todo, evocar con encendido celo el único
momento en que me acariciaste.
Lleno de reproches y cardenales, una noche
irrecuperable me desbordó la vergüenza y sentí la obligación
de encontrarte de inmediato. Te busqué por todas partes: por
las avenidas que corren paralelas al mar, te busqué en lo salobre
del aire, en la fuerza oscura del mar y no te encontré. Te busqué
por las callejuelas de la parte vieja de la ciudad, en sus alcantarillas,
plazas y plazoletas, en las azoteas carcomidas de humedad, debajo de los
puentes que forman arcos, escudriñé los adoquines, interrogué
muros, miré en todas direcciones, nada, no te encontré.
Te busqué en las farolas apagadas desde hacía tiempo, en
la reticente oscuridad de los recibidores de los edificios, en cisternas
medio vacías, en lugares prohibidos por tu ley y la de los hombres,
en tabernas y tugurios, en las levitas mal cortadas de los borrachos, en
los sucios pantalones de los estibadores, en los rostros macilentos y babosos
que la noche esconde, en rostros de perfume barato, y no te
encontré.
Cansado de buscarte, Señor, me abondoné
sobre el banco de un parque con la cara vuelta al cielo. Montones
de estrellas desparramadas, nubes bajísimas flotando, brisa del
mar, todo eso eras tú en esta ciudad. Te encontré en
la cercanía de las cosas más cotidianas, en el descanso
después del desasosiego, en la naturaleza que hace de La Habana
una ciudad-para-siempre. Es bueno, ahora, recordar ese momento
y tu mano haciendo caracoles con mi pelo. La noche me asiste cuando
no puedo más.
Aquí estoy, Señor, agobiado,
listo para enyuntarme, esperando que claree el día y vuelva a iniciar
el recorrido de las calles y los libros, y me sorprenda a mí mismo
en el espejo un tanto más deteriorado, lejano del sitio de la luz,
ausente de tantos y tantos afectos.
Sé propicio, Señor, y no tengas
en cuenta que cierro estas horas con los versos de la Santa del Carmelo
barajados por el apetito secular de mi ciudad, donde espero reposar junto
a ti: ¡Cuán triste es, mi Habana, la
vida sin ti!
Ansioso de verte,
Deseo morir.
Humberto Tirado
LA HABANA INSOMNE
Soñar es una forma de recordar, de no
perder los minutos deliciosos, de no olvidar lo alegre, divertida e insomne
que era La Habana. De repente tuve la sensación de encontrarme
allí. Eran los años 50, vestía traje y estaba listo
para ir a una fiesta. Eran los días de verano, plenos de luz,
sol y brillo. De aquellos cuando se filmó "El Viejo y el
Mar" en Cojímar, donde el principal problema de los camarógrafos
era el exceso de luz de una tarde cubana. De vestir dril cien, sharkskin,
o frescolana blanca. De corbatas multicolores que armonizaban con
el traje blanco, que buscaba adaptarse al sol de Cuba.
Moverse en el ambiente nocturno de La Habana
en esa época era cosa común para aquellos que crecieron y
vivieron allí. No se consideraba extraordinario lo que ocurría.
Era cotidiano, normal. La belleza no se capta cuando uno tiene los
ojos atiborrados de ella. Pleno de juventud, energía y ganas
de vivir --tenía 18 años-- ansiaba compartir con mis amigos
el pleno sabor a mango, piña y azúcar cubano. Para
lograrlo salía a las 5 p.m. de La Habana Vieja, subiendo por Obispo,
admirando las vidrieras y dirigiendo la vista hacia El Gato Negro,
donde los billetes de lotería asediaban a los transeúntes
con su promesa de riqueza instantánea. Pasaba por El Brillo,
donde artífices de la limpieza de zapatos, daban lustre casi instantáneo
a cualquier viejo par, que había visto ya sus mejores días,
haciendo resonar una y otra vez sus cepillos. Llegaba a Monserrate,
cogía la guagua rumbo a las refrescantes aguas del mar en el Círculo
Militar y Naval en la Playa de Marianao. Me hacían compañía
múltiples habaneros, unos que regresaban a sus hogares, pues vivían
en la ruta de la 32, otros en menor cuantía, que seguían
viaje al Náutico de Marianao, al Casino Español
o al Círculo Militar. No hacía más
que desembocar en el Náutico y me recibía el fresco
aire del mar, que como buen amigo me daba su bienvenida con su olor a brea,
a salitre, a oxígeno puro. No importaba fueran las 6 p.m.,
todavía la noche no había caído sobre La Habana.
Me llenaba los pulmones de fresco oxígeno y me disponía a
reconciliarme con la vida tras trabajar en algo que no me había
gustado nunca, los seguros. Con un precioso celaje, el sol me decía
que la vida era algo más que trabajar. Mitigaba el ansia de
vivir y de compartir con los seres queridos, los amigos de la infancia,
la adolescencia. Caía la noche y me apresuraba hacia mi casa, comía,
y salía casi de inmediato a tratar de libar el néctar de
la felicidad cubana.
La noche joven en La Habana comenzaba con
la brisa cálida tropical, a veces bochornosa, a veces sofocante
--el aire acondicionado, aunque bastante generalizado, no era como en Miami
cosa de todos los días. Sólo lo había en cines,
nightclubs y ciertos lugares. Aunque ya se extendía en las
casas el uso de los aparatos individuales, no era un artículo que
estuviera al alcance de cualquiera. La noche me recibía en
sus hermosos brazos como amante cariñosa con promesas cálidas,
sensoriales, recogiendo la belleza de sus mujeres, de su música,
de su ambiente de eterna fiesta. La Habana era una ciudad insomne. Un lugar
y época donde no había tiempo para dormir. Dormir era
perder el tiempo que rápidamente se acababa, que era sólo
un lapso de libertad entre dos esclavitudes. Había que trabajar
al día siguiente. Resultado, el sueño era mi eterno
compañero y el de mis amigos y lo recuperábamos dormitando
en la guagua rumbo a nuestras casas o trabajo. Era frecuente ver
a los jovenes cabeceando en el transporte público en una tarde bochornosa
habanera. Llegaba y rápidamente me acostaba aunque fueran
las 6, para dormir apurado --¿por qué no hay una pastilla
que permita dormir de prisa?, pensaba en esa época. A las
nueve me levantaba, comía en una fonda cercana opíparamente
y por menos de $2 pesos cubanos. Ya a las 9:30 o 10 p.m. estaba listo
y para la fiesta. Con frecuencia era un guateque familiar, unos "quince",
un San Lázaro, una fiesta por la víspera de la Caridad del
Cobre o por cualquier otra cosa. El jolgorio comenzaba y cuando parecía
se acababa, se continuaba en otro lugar y hasta la salida del sol.
La primera vez que vi amanecer, me pareció
algo milagroso. Todo era terrible oscuridad, volvía de Santiago
de Cuba de una competencia de natación en el Amateur de Pesca
de Punta Gorda. De repente, como por mandato divino, comenzó
a clarear, a verse los primeros rayos de luz. La noche profunda se
hizo día resplandeciente, brillante, alegre. Me preguntaba,
¿cómo es posible esta metamorfosis? Caí perdidamente
enamorado de la alborada, que me había hechizado con su brillo y
cada vez que podía, después de alentar a mis amigos, trataba
de estar presente para presenciar el milagro, que, por cotidiano, nos parece
corriente. Aquel olor a mañana fresca, las vecinas baldeando
los portales preparando en climático ritual la llegada del día,
el olor a pan fresco brotando de la panadería, promisoria de sensuales
experiencias. En las mañanas cuando iba bien temprano a las
clases de Agricultura --que a algún loco se le ocurrió debían
ser a las 7 a.m.-- aprovechaba para en el Café del Crucero de
la Playa tomar mi consabido pan con mantequilla y café con leche,
fresco, delicioso.
Del Instituto decenas de "desocupados", como nos calificaba
Germán Pinelli, nos escapábamos con más frecuencia
de la cuenta, en manadas, a ver al Trío Servando Díaz,
o el show matutino que en esa época tenía la CMQ-Radio
en Radiocentro, donde éramos habituales. Nos metíamos
con Pinelli y éste nos pagaba con la misma moneda. En otras
ocasiones nos íbamos a jugar billar a G y 23, en el Vedado,
al lado del Cine Riviera, en un derruido galerón de madera
donde nos burlábamos del "coime" que trataba de ganarse honradamente
sus monedas y del cual hacían befa muchos que hoy son respetuosos
ciudadanos.
Tras algún tiempo, los años 50 habían dado
paso a una nueva senda que permitía imitar a las grandes capitales.
Surgió La Rampa, tramo entre L y 23 y el Malecón,
en el Vedado, donde empezaron a proliferar los pequeños cabarets.
La Zorra y el Cuervo, el Club 23, La Gruta, la Habana
1800. En las cercanías, La Red extendía
sus tentáculos ornados con redes de pescador, que le daban su nombre;
el Karachi y otros lugares un poco más alejados como el Eloy's
Club en Línea y F; Mandy's cerca de 12 y 23, Los
Violines, el Sky Club en el Havana Hilton. Sin
olvidar al Atelier, donde los parroquianos dejaban de todo en paredes
y techos: zapatos, pañuelos, carteras, como mudo recuerdo de algún
momento feliz. Aún a aquellos que gozan de buena memoria les
cuesta recordar todos los lugares donde uno podía esconder la faz
y sacar a lucir los mejores momentos románticos que hacían
felices a los habaneros. Lugares como el Johnny Dream, al
lado del Río Almaendares, el Johnny's en Línea,
el Turf en Calzada, conocido luego por los del Directorio como "El
Punto Cuatro", nombre clave dentro del programa de ayuda de EU a las
naciones latinoamericanas.
Más de una gloriosa noche se pasó
en esos lugares donde se tomaba, no mucho pues el habanero no era demasiado
tomador, se bailaba mucho, pues sí era bailador y más enamorado
y se podía admirar a las hermosas habaneras que en números
cuantiosos concurrían todas las noches a
escuchar el piano magnífico de algún desconocido pianista
que hacía las delicias de los concurrentes. Lugares donde,
como en La Red, surgían valores que luego añoraríamos
y que comenzaban a despuntar, como La Lupe, que con su estilo
único hacía las delicias de su público --donde le
entraba a golpes ficticiamente a su pianista-- y que al igual que las D'Aidas,
Meme Solís y su grupo alegraban la vida nocturna habanera en los
50. Sin contar otros más para turistas como el pequeño
cabaret del segundo piso en el Hilton, donde Ana Rosa Gil rasgaba
la noche con su voz portentosa. Eran tantas que sería imposible
lograr un recuento fiel de las múltiples estrellas que brillaban
en el firmamento cubano.
Aún en otros lugares más humildes,
más violentos, donde concurríamos todos, unos en busca de
una noche fácil, otros sólo a matar el tiempo y a disfrutarlo
--donde en ocasiones surgían las broncas y en ocasiones los tiros
de alguien pasado de tragos y en plano de Juan Charrasqueado --"Cuídate,
Juan, mira que te andan buscando, son muchos hombres, no te vayan a matar"--,
o de Pedro Infante o Luis Aguilar, el corazón saltaba de contento,
alegre y feliz, de poder expansionarse diariamente, sin peligro alguno,
en una Habana feliz que rasgaba la noche, minuto a minuto, segundo
a segundo, hora tras hora, hasta que llegaba el alba.
Otras veces eran las fiestas de Quince Años
en los clubes de la Playa, donde de etiqueta rigurosa --era obligatorio--
se bailaba al ritmo de la Orquesta Riverside --Bewitched, con la
Orquesta de Luis Alcaraz o Quinto Patio--, los Hnos. Castro,
los Hnos. Palau, el Conjunto Casino, o Los Chavales de
España, que habían irrumpido a finales de los 40 desde
España, con "Lisboa Antigua", "Fallen Leaves", "Barcelona",
"Los Patitos", y a los que seguirían Los Churumbeles,
Los Xey. Y otros que luego se incorporaron a la vida cubana
como parte integral y miembros por derecho propio, como Pedrito Rico, Roland
Gerbau, Ernesto Bonino, Katina Reinieri. Eran los días de
Harry Mimmo y su Caballero Gregorio --distancia y categoría-- y
del Benny Moré, que había irrumpido en el ambiente artístico
cubano, tras dejar atrás a Dámaso Pérez Prado, robándole
el alma y el corazón a toda Cuba. Días de "Miénteme",
de Olga Guillot, que arrullaba desde las victrolas, rockolas o tocadiscos
las esquinas de La Habana, poniéndole música a un pueblo
que la llevaba dentro, con ritmo de guaracha, guaguancó, bolero,
danzón. Barbarito Diez hacía su "reprisse" tras
años de estar prácticamente en el olvido. Llegaba Lucho
Gatica y su hermano Arturo desde Chile, con "Los ejes de mi carreta"
y "Si vas para Chile"; Antonio Prieto, que en unión
de unas hermanas peruanas cantaba "La Flor de la Canela", de Chabuca
Granda.
¿Quién pensaba en dormir mientras
el mundo giraba vertiginosamente apurando la vida? ¿Quién
aspiraba a no moverse en un mundo donde todo era movimiento, luz, diversión?
Donde el amor florecía en cada esquina y los que de día eran
comunes trabajadores, de noche eran príncipes encantados en busca
de su amada. A la que encontraban en ávidas habaneras en cada
esquina, en cada baile, en cada club, donde sin temor se compartía
un trago, un baile, un chiste. Donde todos reían burlándose
del mundo y sus problemas.
Roberto A. Solera .
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