Un artículo de “Leopoldo Ávila” sobre Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera
Duanel Díaz, Princeton University
Para seguir con Piñera, aquí va un artículo poco conocido de “Leopoldo Ávila” (¿Pavón?, ¿Portuondo...?), publicado en el número 47 de Verde Olivo (28 de octubre de 1968), inmediatamente antes que los cuatro que Lourdes Casal recogió en su libro sobre el caso Padilla. Encontramos en esta impugnación de Dos viejos pánicos los típicos argumentos del dogmatismo marxista, que ya en la revista Nuestro tiempo, en los ciencuenta,habían cuestionado duramente otras obras de Piñera como La boda y la propia Electra Garrigó. Pero ahora, luego del triunfo de la Revolución, el escritor tiene, desde el punto de vista de la paideia marxista-manualista, menos excusa que entonces: su obra no refleja la nueva sociedad sino las frustraciones de la vieja. Había, claro está, una cierta relación entre el miedo y la angustia de Dos viejos pánicos – la última obra de Piñera publicada aunque no estrenada en vida- y la sociedad cubana del momento, pero reconocerlo equivalía a reconocer el carácter policíaco y burocrático del estado socialista. Esa cara oscura, la del despotismo y la delación –anverso de la combatividad y el heroísmo destacados por Leopoldo Ávila- sería oblicuamente reflejada por Piñera en el teatro que escribió durante su largo ostracismo, piezas donde el miedo y la atmósfera sofocante de esos años se expresaba en el mejor estilo del siglo: absurdo, experimentalismo, teatro de la crueldad...
"Dos viejos pánicos"
Leopoldo Ávila
Hace casi diez años, cuando Virgilio Piñera publicó su “Teatro completo”, hizo curiosas reflexiones en torno a “Electra Garrigó”. Según él, la obra anticipaba a Ionesco: el empleo del teatro absurdo –que así inició entre nosotros su ya larga y no siempre afortunada historia– no le venía de la imitación de modelos consagrados en el extranjero, sino como lógico fruto de la sociedad cubana, que era, para esa fecha, realmente absurda. De aquella sociedad Virgilio se defendía con el absurdo, con el tirar a broma y ridiculizar lo existente. Y añadía: “No cabe duda de que si al nuevo escritor surgido de la Revolución se le ocurriera revivir una vez más la tragedia de Sófocles, lo haría muy diferentemente a cómo yo lo hice, como que partiría de una afirmación, en tanto que yo partí, tuve que partir, de una negación”. Y en otro punto: “Esta hazaña (la Revolución) se cumplió en el 59. En cambio yo escribí Electra en el 41. En dicho año estábamos bien metidos en la frustración, nada anunciaba la gesta revolucionaria.”
Sin embargo, diez años después, cuando la sociedad cubana no es la absurda donde Virgilio inició su obra, sino la sociedad revolucionaria donde las publica, el dramaturgo sigue usando parecidos recursos, los mismos resortes de antes, sigue tan metido en la frustración como en la época de su primer estreno. Es como si el tiempo no hubiera pasado; este tiempo tan cargado de acontecimientos, de combates, de esfuerzo y heroísmo que son diez años de Revolución.
“Dos viejos pánicos” es una obra cerrada, sin esperanzas, asfixiante. Si se tratara de un simple ejercicio para artistas, no habría nada que objetar. Pero pretende algo más que eso y ahí, en sus pretensiones, es donde falla. Tabo y Tota, cercanos a los sesenta años, sienten que sus vidas desembocan irremediablemente en la vejez y en la muerte. El horror les sacude y se aferran a una existencia que no es mejor que la muerte. El miedo mueve sus actos, sus palabras; miedo a la muerte, miedo a la vida, miedo al miedo, miedo a un mundo donde los hombres se dividen en “los que meten miedo” y “los que tienen miedo” y tanto unos como otros, sienten igual temor. Miedo a una sociedad donde la policía acecha, donde se presentan planillas sin sentido, cuyas respuestas se conocen de antemano.
Tabo se entretiene recortando – matando – las caras de la gente joven que aparecen en las revistas, Tota prefiere el juego macabro de hacerse la muerta –“los muertos no temen a las consecuencias” – y ofender a Tabo o mostrarle el espejo.
Los personajes no se salvan de ese miedo que los rodea:
Tota: -- Vamos, cretino. Vuelve a tu materia. Ahora estamos vivos, ahora hay que vivir, tomar la píldora, dormir, despertar, y tener miedo y jugar y volver a dormir y volver a despertar...
Tablo: -- (Hace un gesto de repugnancia). Tener que despertar y tener que vivir con este miedo y tener que jugar para no tenerlo y cuando juegas lo mismo tienes miedo y no entiendes nada de lo que te pasa y sólo sabes que el miedo está aquí (Se toca la cabeza) o aquí (Se toca el estómago)...
Si uno se pregunta de dónde sale tanto miedo y trata de explicarse esta obra, teniendo en cuenta el medio social revolucionario en que se produce, no va a encontrar respuesta posible. Nada más lejos de la Revolución que esa atmósfera, sin salida posible, en que Virgilio Piñera ha volcado sus pánicos. La nueva sociedad no ha influido en la obra, no ha sido por lo menos, entendida, por un autor, que se aferra a viejas frustraciones que carecen de razón. Ni siquiera una ráfaga del mundo nuevo entra en el viejo mundo de Piñera. Su frustración se amarra de tal manera a sí misma que la obra resulta extemporánea, totalmente ajena a nosotros, extraña a esa manera de ser cubanos que Piñera ha defendido alguna vez como características de su teatro.
Desde este punto de vista, parte hoy, como ayer, de una negación. Es curioso que Piñera, para quien se reclama el honor de haber hecho teatro absurdo antes que Ionesco, ahora repita lo que no es más que el reflejo artístico de una sociedad decadente en medio de nuestra sociedad. Por este camino sólo lograremos en arte el nivel de copiadores asombrados del último grito europeo y ofrecer el contradictorio espectáculo de una Nación en posiciones de vanguardia y un arte a la cola imitadora del arte del decadente capitalismo mundial.