Sobre Jean Paul Sartre
J. A. Baragaño
Al llegar a La Habana, Jean Paul Sartre, nos habló de un prefacio que prepara para alguna obra de su amigo desaparecido, Nizan. Después en una conversación con un grupo de escritores reclamó su derecho a sentirse desarraigado ante ese trabajo, al enfrentarse con la dramática realidad que es el sabotaje de La Coubre. Por otra parte, nos había confiado que cuando escribía su Saint Genet, Comedien et Martyr, comenzaba a sentirse absurdo, acontecimientos posteriores al comienzo del libro habían desplazado su pensamiento hacia otras zonas, otras preocupaciones.
Nosotros también nos encontrábamos dedicados a estudiar de nuevo la obra de Sartre para preparar un ensayo cuando se produjo la explosión. Confesamos que las dimensiones del hecho provocaron en nosotros un desajuste total del pensamiento: tendríamos que comenzar a pensarlo todo después de esa catástrofe; reorganizar nuestra visión de la actualidad desde la muerte y el desprecio de la vida tocándonos cada vez más de cerca. Esa paralización nos presentaba más absurdos ante el libro que tenemos en la imprenta, contra lo que podemos escribir, frente a la obra misma de Jean Paul Sartre, ocupando nuestra mesa, nuestras sillas. Pero es que mientras pensamos sobre esa monstruosidad, esa deformación ilógica del mundo, debemos trabajar, y el trabajo ligado a una obra tan comprometida desde sus inicios, como la de Sartre, nos fortalecía y nos comprometía a aguzar toda nuestra posibilidad para comprender ― no para justificar ― el absurdo que constituye el asesinato de esos hombres de La Coubre.
Pero sucede que con mayor o menor intensidad somos intelectuales, ejercemos una función dentro de la sociedad, nos diferenciamos en cuanto a nuestro trabajo con respecto al trabajo de los otros. Y nuestra posición de intelectuales tiene sus conflictos con el resto del mundo en que nos desenvolvemos. No somos ni una clase ni una aristocracia, pero es cierto que en algunos momentos nos sentimos exilados, muy lejanos de la realidad del pueblo; por desgracia, existe un abismo que se forma a partir de la especialización de nuestro trabajo. No implica esto ni una superioridad ni una inferioridad, sino una distancia que no nos permite comprender, y esto lo ha sentido y lo ha dicho Sartre en sus obras.
Hay un drama que es para nosotros el de Jean Paul Sartre: el drama del hombre lúcido. Es el drama de un hombre de una extrema lucidez que es a la vez un compromiso y una separación. El compromiso de encontrarse en el mundo, de batallar con todos sus contenidos, y la lucidez de un poderoso pensamiento crítico capaz de señalarle el absurdo o la legalidad de una determinada situación; el encontrarse, a veces, entre el ser y la nada, y en ocasiones ante lo irreductible de una realidad social injusta y angustiosa. Ese drama ― término que quizás no guste a Sartre ― es también el drama del intelectual, el de todos los que obtienen a través de su lucidez una separación, un compromiso, una superación. Dentro de esa situación y su compromiso trataremos de ser lúcidos con respecto a Sartre, con las “palabras cargadas como pistolas”.
Al principio el intelectual se siente exilado, no forma parte completamente del mundo con el que se enfrenta; entonces se manifiesta la necesidad de comprometerse, de dejar actuar su realidad y la de los otros. Orestes, al llegar a Argos, oye de boca de Pedagogo estas palabras: “¿Qué hacéis de la cultura, señor? Es vuestra, os la he compuesto con amor, como un ramillete, surtiéndola de los frutos de mi sabiduría y los tesoros de mi experiencia. No os he hecho, de buena hora, leer todos los libros para familiarizaros con la diversidad de las opiniones humanas y recorrer cien estados, mostrándoos en cada circunstancia como son variables las costumbres de los hombres. Ahora sois joven, rico y bello, listo como un viejo, liberado de todas las servidumbres y de todas las creencias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio. Libre para todos los compromisos y sabiendo que nunca debéis comprometeros, un hombre superior, capaz además de enseñar filosofía o arquitectura en una gran ciudad universitaria, y os quejáis”.
Esa conciencia de poseer la cultura, hasta el momento presente, pudo desembocar en el rol del escritor negativo, en lo que Sartre llamó al terminar la guerra, la tentación de la irresponsabilidad. En esa tentación debió inscribirse el Marqués de Sade, quien según Simone de Beauvoir hubiera sido un Lautréamont de haber nacido en un momento propicio para la poesía. Pero ese derecho a la negatividad corresponde a una época en que la alteridad del escritor se devela frente a una sociedad agresiva, se hace conciencia o simple protesta. Esto ocurre con Baudelaire: “Abandonado, arrojado, Baudelaire ha querido realizar por su cuenta ese aislamiento. Ha reivindicado su soledad para que al menos le venga de él mismo, para no tener que recibirla. Sintió ese otro, gracias al brusco elevamiento de su existencia individual, pero al mismo tiempo afirmó y tomó por su cuenta esa alteridad, en la humillación, el rencor, el orgullo. Desde entonces, con un comportamiento desolado, se hizo otro: un otro que su madre con la cual no hacía más que uno y que lo arrojó, un otro que sus camaradas despreocupados y groseros; se sintió y quiso sentirse único hasta el extremo placer solitario, único hasta el terror.”
Sartre en ¿Qué es la Literatura? Desecha el rol negativo del escritor por el trabajo en el compromiso y la responsabilidad que finca en ese compromiso: “A través de la literatura, la colectividad pasa a la reflexión, adquiere una mala conciencia, una imagen sin equilibrio, que trata sin cesar de modificar y mejorar”. En ese modificar y mejorar se centra la actividad del escritor, que guardando la distancia que le permite escribir, describe y se adentra en esa realidad. Porque escribir es una técnica ― técnica quiere decir producción ― y sólo se produce con determinados materiales las producciones que esos materiales permiten.
El hombre Sartre como Roquentin – el personaje de La Náusea - toma conciencia de su existir y de la existencia de los otros, pero al producirse esa conciencia, lo viscoso, lo repelente, lo húmedo, comienza a dar vueltas en la lucidez como una superación gratuita, sin fin, junto a la liberación de esa náusea- que es a la vez una superación, una distancia y una situación en el mundo. “Las gentes que viven en sociedad han aprendido a verse en los espejos, como aparecen para sus amigos”. “Tengo la suciedad, la náusea”, “la náusea es la suciedad: soy yo”. Y es que en esa situación, en esa angustia, el hombre alienado siente, como diría Hegel, que es un enfermo, y entonces cada conciencia quiere la destrucción de la otra, se plantea la necesidad de superar ese estado, de reconciliar al hombre con el hombre a través de la práctica revolucionaria.
En las palabras del personaje de Las Moscas, Pedagogo, citadas más arriba, se encuentra en gran parte el drama del escritor, que es el drama del hombre. El escritor está exilado como Orestes: tiene la cultura, es decir, la estructura burguesa del pensamiento, porque esa cultura ha sido formada y creada bajo las ideas dominantes de la burguesía, y quiere encontrar su razón suficiente, su compromiso con un mundo que lo necesita y lo rechaza. Le ocurre lo mismo que a Jean, el jefe de guerrilleros de Muertos sin Sepultura, se pregunta qué puede hacer para que lo consideren del mundo de los que sufren, para que lo acepten los que combaten, porque en definitiva su razón ha dejado de tener razón, y hay una razón más poderosa de parte de los otros que busca una comunicación. Además, si se trata de escribir, hay que escribir para todos, y el escritor siente y sabe que no puede escribir para todos, porque todos no tienen la cultura, ese don de cierta clase, ese privilegio que también debemos destruir: la cultura se convierte en una forma de enajenamiento.
Ese hombre dotado de la cultura ― el hombre simplemente ― es un hombre libre, puede escoger su compromiso ante una situación. Desde el momento en que el hombre es libre, como Orestes en Las Moscas, se disuelven todos los monstruos del mito; todas las barreras, y nos encontramos solos, sin excusas. Lo que yo expresaría diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Pero esa libertad se produce en una situación, lo que diría Marx (Ideología Alemana): Las circunstancias hacen a los hombres no menos que los hombres hacen a las circunstancias. Frente a esa situación el hombre escoge, se compromete, y no escoger es un compromiso, es comprometerse por lo regular con el enemigo de los hombres, con las fuerzas reaccionarias. Esa libertad de no escoger queda en el espacio del individuo, pero la sociedad, por ejemplo, el proletariado, el campesinado pueden pedir cuentas porque ellos automáticamente han escogido.
De ahí la densidad política de la obra de Sartre. El filósofo y el escritor comienzan a sentirse exilados, fuera del mundo de la práctica social y revolucionaria: inicia un acercamiento. Van a lo que dentro de una época les promete darles una mayor porción de la realidad, por no decir una interpretación o una totalidad. Sartre comienza adhiriéndose a la ontología fenomenológica que arranca de Husserl y en su obra se produce una relación con Heidegger. De ésta época es su obra filosófica El Ser y La Nada y la expresión de sus ideas en forma de novela: “La Náusea”. Pero en Sartre hay una preocupación por el compromiso, por la situación del hombre en su tiempo, dentro de la historia, que no se produce completamente en Heidegger. En los primeros ensayos de Situations se encuentra continuamente un traspaso a la cuestión política cuando habla de los problemas de la Revolución. Nosotros comprendemos y consideramos necesario, que en el momento en que ocurre el naufragio en Francia, Sartre trabaje en la pregunta por el Ser, trate de hacer transparente esa cuestión, así como que con el avanzar de su pensamiento se haga dialéctico.
El escritor está ante una realidad con la cual guarda una distancia, que produce un pensamiento de esa realidad, una superación. Marx supera la dialéctica hegeliana mediante un giro copernicano. Por ejemplo, Sartre se encuentra ante una realidad durante la ocupación, y da su superación en Las Moscas, cuyo contenido es evidente; hay allí una significación de la situación, un compromiso, pero también una respuesta. Sartre se ve obligado a superar esa realidad dándole una vuelta, mostrándola desde un costado mítico, si se quiere, mezclándola con un lenguaje especial, que se hace patente para el lector y el espectador.
Porque la ausencia de una distancia significaría un estar absolutamente inmerso en la realidad y, por lo tanto, una inmovilidad. Hay muchas maneras de superar una realidad y de comprometerse, ahí está el caso del Marqués de Sade, que concibe la comunicación en forma de sadismo, y que, sin embargo, fue presidente de La Section de Picques durante la Revolución Francesa. De ese hombre con tan desgarrador compromiso ha dicho Simone de Beauvoir: “El mérito de Sade es que reivindica, en contra de las abstracciones y los enajenamientos, que no son otra cosa que huidas, la verdad del hombre”. Es posible que el autor de Justina participe del drama que coloca al final del Diálogo entre un Cura y un Moribundo: “he aquí un hombre corrompido por la naturaleza al tratar de saber lo que era la naturaleza corrompida”.
Pero esa lucidez, su distancia, le permitirá a Sartre recibir calificativos como “rata viscosa”, “chacal”, “enterrador” de una parte y el de ateo de la otra. Sartre no ignora la función del proletariado en la historia, ni el materialismo, ni el marxismo, ni la revolución social, guarda simplemente esa distancia, su lucidez, que le permite pensar con la eficacia extraordinaria con que lo hace. Porque ningún conflicto de nuestra época, ni las manifestaciones contra Ridgway en París, ni Port Said, ni Hungría, ni Argelia se le alejan un momento; ni por un instante pierde su dirección revolucionaria, tan solo toma su distancia para poder incorporarse mejor a la realidad dándola con una razón que tiene razón. Sartre puede permitirse gracias a su lucidez conservar una situación crítica dentro de la Revolución.
El pensamiento de Sartre es algo vivo, entonces, surgiendo de esa vida puede aparecer una contradicción: el hecho de que un filósofo empiece preocupado por los problemas ontológicos fenomenológicos (El Ser y la Nada) y pase a ser un dialéctico (Cuestión de Método). Esa aparente contradicción queda superada cuando se enuncia que la posición anterior es parte del proceso mismo de su filosofía. La práctica haciéndose superar está estableciendo las pautas de su pensamiento. A pesar de haber coincidido con Heidegger hoy critica al filósofo alemán; Heidegger no entra en la historia: la historia para el mismo es el pecado, y Sartre sabe que el hombre actúa, vive y es la historia. Heidegger ― véase Ensayos y Conferencias ― está cada vez más preocupado con el pensamiento de los presocráticos, cuando el ser era el lenguaje, y eso en definitiva es una condenación de la historia, según Sartre, y de los hombres que hacen la historia.
Sartre establece un vínculo con la más poderosa corriente del pensamiento posterior a Hegel: el marxismo, haciendo un análisis de la realidad que puede ser llamado marxista, sin deshacerse de lo fundamental de su pensamiento. Toda ontología sería comprendida, entonces, en conexión con una antropología. La historia no es el pecado, sino por el contrario el enclave donde se realiza el hombre. Y para ese hombre escribe, en Cuestión de Método: no se escribe nada que interese en Oriente ni Occidente. En ese último texto Sartre especifica que el pensamiento dialéctico no puede alejarse de lo obtenido por el psicoanálisis y la sociología moderna, extiende el espacio de la investigación, desechando cualquier economismo o mecanicismo. Y he aquí de nuevo a Sartre buscando en su compromiso lo que pueda interesar a toda la densidad del hombre. Por lo pronto, la cuestión política lo sacude, lo lleva a interesarse en todo, a realizar esa presión suya por comprender a los hombres, haciendo más patente su compromiso con la Revolución.
¿De dónde viene entonces esa acusación de “pesimismo” que recae continuamente sobre Sartre? En el libro de Georg Lukacs El Asalto a la Razón, se incorpora a Sartre a un verdadero aquelarre filosófico, reconociendo que no es ajeno a los combates de su tiempo. Durante años hemos leído artículos en los que Sartre aparecía como un chacal, un corruptor lejanísimo y constante de las juventudes. No comprendemos cómo una filosofía de la libertad y la responsabilidad puede ser reducida a esos términos.
Durante años también hemos visto como su revista Les Temps Modernes recibía todas las protestas, todos los testimonios, todas las denuncias, sin patetismos ni dramatismos. Una reafirmación de ese humanismo revolucionario es la presencia de J. P. Sartre en el proceso de la Revolución Cubana, sus opiniones rápidas y exactas, su acuciosidad, y su comparación de la crisis francesa con nuestro esfuerzo emancipador. Eso ha hecho la totalidad de asuntos, la complejidad de intereses tratados por Sartre, desde la formación de la juventud fascista en La infancia de un jefe hasta el maniqueísmo de los guerreristas denunciado en Nekrassov.
El miedo que ha resentido el pensamiento reaccionario cubano ante la presencia de Jean Paul Sartre, es parecido a la conciencia de aquel corresponsal de Dilthey, citado por Heidegger en Ser y Tiempo: el hombre que conocemos está para que lo entierren. Sartre atrapa esa realidad, y al hacerlo establece la desesperación y la angustia entre los que quieren conservar. Los que conservan tienen miedo pánico de los que hacen revolución. Sólo que Sartre, unido a las izquierdas, sabe que el hombre enajenado que somos tiene sus enterradores y quiénes son esos enterradores, que podrían abrir la posibilidad del hombre total. De ahí esa campaña malvada, realizada por sensacionalismo y por culpabilidad.
Durante una conversación con intelectuales cubanos Sartre preguntó: ¿Cuál es la situación del intelectual cubano frente a la Revolución? Se respondió de diversas maneras que no implican contradicciones esenciales. Nosotros dijimos que la práctica revolucionaria iría decidiendo qué forma tomaría la actividad de los escritores. Más tarde ante la televisión, J. P. Sartre, dijo algo que aclara nuestro pensamiento al respecto: “Porque la originalidad de esta Revolución consiste precisamente en ir directamente a hacer lo que hay que hacer, sin tratar de definirlo mediante una ideología previa”.
La presencia de J. P. Sartre en Cuba significa un diálogo de la Cultura Cubana consigo misma de gran importancia dentro de lo que se hace y se quiere hacer. Muchos de nuestros jóvenes escritores han estado en contacto con una de las mentes críticas más lúcidas de nuestro tiempo. A pesar de los días turbulentos, entre la cólera y el coraje, que estamos viviendo, a pesar de nuestra “paz amenazada” y de la agresión continua desde el exterior, podemos interrogarnos con lucidez y actuar en ese tiempo largo que se produce cuando las cosas están densas de significación.
Lunes de Revolución, núm. 51, 21 de marzo de 1960, pp. 23-27.