Noche de la ramera

Miriam Acevedo

Miriam Acevedo     Fidel, fideL, fidEL, fiDEL, fIDEL, FIDEL, FIDEL, FIDEL...
     Desde mi camerino, situado en otro piso al del escenario, y bastante retirado, subía este nombre mágico increíblemente repetido en ascensión. Lo oía lejano; y a pesar de su realidad, no podía mi mente asimilar este hecho por estar toda llena de La Ramera. Yo estaba concentrada profundamente en mi personaje, y era ya ese personaje que va a entrar en su ambiente.
     De repente ese personaje comenzó a luchar para no desaparecer al conjuro de aquel grito rítmico proveniente de la Sala Covarrubias. Este hecho vivo tan poderoso, la presencia de Fidel incorporado a mí a través del sonido, me hizo resistir no sé cuánto tiempo para que Lizzie, la ramera, no se esfumara. Los gritos cesaron. Mi personaje permaneció. Era la noche del estreno de La Ramera Respetuosa, de Jean Paul Sartre.
     Dos mundos, todavía inconexos, serían unidos en breve por ese hijo invisible entre espectador y actor. Me avisan para empezar. La araña que provee el hilo, teje su tela, y el hilo se extiende, desde el escenario, lento y seguro. ¿La tela tendrá la misma extensión que el público de la Sala? No, yo quiero prolongarme más allá, hasta no se sabe dónde.
     Los hechos cotidianos inmediatos han perdido su valor real para el actor transformándose, y todo conduce a un fin: superar la nada. Los espectadores también olvidarán sus realidades inmediatas y cada uno de ellos será el personaje que quiere ser, o el personaje que no quiere ser. Ellos a su vez superan la nada.
     No soy más: he perdido contacto conmigo misma para incorporarme a Lizzie, la ramera. Este tiempo, que es el mío, se disuelve apareciendo en otra dimensión: la de Lizzie. Ella existe en el destino de su carne. ¿Qué sucede conmigo en ese momento? Si yo he dejado de ser para ser, ¿qué ha pasado exactamente a Myriam, la que respira a mi estilo?
     Me pregunto si la narración de Chuang-Tzu que soñó ser una mariposa y que al despertar no sabía si era una mariposa que soñaba a ser Chuang Tzu no responderá a mi ansia interna de lo que es la plasmación de un personaje. Yo no pienso que Lizzie me sueña. Por lo menos eso creo; y no pretendo hacer definiciones categóricas, pues el sentido que puede definirse no es el Sentido.
     Aquí, donde crear y soñar son sinónimos, yo me pregunto, ¿quién sueña a quién? ¿Es que Myriam sueña a ser Lizzie, o es que Lizzie es la que sueña a ser Myriam? Cuando un personaje se ha creado, logrado, y existe libre en sí, no se siente. Volviendo a Chuang-Tzu: “Estar inconscientes de nuestros pies significa que los zapatos ajustan bien”. No hay angustia de Lizzie en Miriam; Lizzie es real. El personaje no resuelto, que carece de espontaneidad, de verdad, cojea en escena. Si a Myriam le preguntasen cómo camina Lizzie; no sabría decirlo, pero cuando  Lizzie aparece, la pregunta deja de tener sentido. La ramera es, y camina sin pensarlo. Hay un poema chino que dice lo siguiente:

El ciempiés era completamente feliz
hasta que el sapo, en broma, le preguntó:
“Dime, ¿cuál de tus patas mueves primero?:
Esto afectó la mente del ciempiés,
lo distrajo rompiendo su ritmo natural
haciéndolo caer en un pozo.

Salgo del escenario. Lizzie es la sombra que permanece en espera; que sorprende, incita, domina; pero que ahora queda atrás, estatua que sabe recobrará vida. Otra vez en mi camerino.
     “Myriam, vístete pronto, Fidel, Fidel viene para acá, Fidel, Fidel”. Oí sus gritos desde la escalera que conduce a mi camerino. Era Mary, mi asistente. Se había topado con Fidel que venía a verme con la directora Isabel Monal, y Jean Paul Sartre. La doctora Monal, al ver a Mary, le preguntó: “¿Cuál es el camerino de Myriam?” En ese momento Mary se dio cuenta de la presencia de Fidel (imposible no notarlo en su estatura), y se puso tan nerviosa, que en vez de responderle salió de estampida a avisarme.
     Me vestí precipitadamente, y al abrir la puerta me enfrenté con dos hombres extraordinarios. Uno solo de ellos es suficiente homenaje; los dos juntos van más allá de lo esperado. Manos que van y vienen; que aparecen y desaparecen. Voces. ¡Qué recuerdo de todo lo que se dijo en ese momento?
     Después de las felicitaciones Fidel se apoderó de la palabra. Habló continuamente sobre La Ramera; sobre el Teatro Nacional; “Vamos a conspirar entre nosotros. Traeremos aquí a los Ministros para que se convenzan de que hay que terminar el Teatro”. Habló sobre la prostitución: “La prostitución es un problema complicado para poder erradicarlo de un golpe. En los primeros meses de la Revolución se cerraron muchos prostíbulos, y entonces recibí varios telegramas. En uno de ellos se decía: “Ninguna de esas mujeres son ricas del Country Club”. La prostitución es en su base, un problema económico que se extinguirá cuando se termine con la pobreza”. Habló de su experiencia como público al ver La Ramera. Se notaba su entusiasmo por lo que había visto. “Esta noche es de gran importancia para mí – le oí decir - y la representación de La Ramera me ha revelado cuestiones vitales con respecto al teatro. Me he sentado como simple espectador y he comprobado por mí mismo la importancia que el teatro tiene para el pueblo.  He  descubierto una nueva arma para la Revolución”.
     -Arma que pongo en sus manos – le señaló Sartre.
     Fidel habló sobre la discriminación racial que plantea la obra, y tanto le impresionó que le oí decir: “La exposición del problema racial en “La Ramera Respetuosa” está mejor resuelto, y expuesto, que en cualquiera de mis discursos”. Y añadió con énfasis: “Esta obra debe llevarse a cada rincón de Cuba. Debe verla el pueblo entero”. No se cansaba allí de repetirlo. Una semana después del estreno, el Ministro de Comunicaciones, Enrique Oltuski, me dijo:
     -¿Sabes quién es tu mejor propagandista?, -y se reía. –Pues Fidel, que no se cansa de hablar sobre La Ramera.
     Pude sentir, por otra parte, que la alegría de Sartre era grande. No voy a hablar de lo que dijo de mi actuación, sino del alborozo en ver su obra representada en un país tan lejano al suyo; en un país cuya revolución ha plasmado sus ideas sociales con creces, y que con tanto entusiasmo acoge su mensaje. La presencia de Fidel a su lado, lo aclara.
     Después fuimos a comer con Fidel y Sartre. Se hallaban presentes Isabel Monal, Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, Pablo Armando Fernández, y Baragaño, que traducía a Sartre. Al sentarnos, Fidel pidió spaghettis, y el camarero le respondió que el cocinero no estaba. “Eso no es problema. Yo sé cocinar”, dijo Fidel sin inmutarse. Al final se decidió por un café con leche, para no desentonar con los demás.
     ¿Se habló del teatro? Si, Fidel me interrogó sobre actuación, y pude ver en sus ojos la capacidad de entenderlo todo.
-¿Qué siente un actor sobre el escenario?- me interrogaba. -¿Qué siente si el público no le responde? ¿Pudiera en este caso seguir representando su personaje? ¿Perdería en calidad su interpretación?
     Yo recuerdo haberle dicho: “Un actor entrenado debe responderle a su personaje siempre; pero, por supuesto, siempre es mejor tener un público que responda”. Entonces le hablé de los reflejos condicionados como técnica, o sea, la teoría de Pavlov aplicada a la actuación, que es una idea mía; y note que sus ojos se prendían de mis palabras comprendiendo siempre.
     Después él habló de la Sierra. Sartre era quien preguntaba. Me di cuenta de su fantástica calidad. Comprendí que era un poeta narrando su propia historia al hablar de la lluvia, los árboles, el trueno. Noté que tenía ojos de zahorí... “...y aquel que me traicionó, que fue mi guía, y era el indicado para asesinarme, durmió en mi tienda aquella noche. Al cubrirme la cabeza con la frazada, un vago presentimiento...” “...subí a un árbol aquella noche, porque me creí rodeado. No lo estaba, pero desde mi altura pude descubrir un camino que desconocía y que me sirvió para la retirada...” “...cuando lo fusilamos llovía, y los relámpagos...”
     Me sentí ante la presencia de un aeda, de aquellos poetas antiguos que narraban después de la cena ante la hoguera. Un narrador nato, que es como los griegos definían a los poetas.
     Nos despedimos haciendo una cita. Lugar: el Teatro Nacional. Fecha: la noche del estreno de “Santa Juana de América”.
Y mañana otra vez, mi encuentro con Lizzie.

Lunes de Revolución, núm. 53, 4 de abril de 1960, p. 20