Sartre
Adrián García-Hernández Montoro
La cultura cubana fue adquiriendo conciencia de sí misma durante el siglo XIX a través de la meditación de nuestros escritores de la etapa colonial. Ese pensamiento culmina en Martí y se convierte, por medio de su obra escrita y vivida, en actividad revolucionaria. Martí lleva a la conciencia cubana hasta sus últimos límites ― dentro de las condiciones históricas concretas ― y, al propio tiempo, opera el paso a la práctica, articula el desarrollo intelectual de toda la centuria con el impulso transformador de las masas.
Por eso es Martí nuestra figura más “universal”. Encarnaba la unidad del pensamiento y la lucha popular, en un instante espléndido en que la acción real de nuestro pueblo coincidía con el esfuerzo universal del hombre por alcanzar su efectiva y plena emancipación.
Más tarde, el problema del “provincianismo” se alzó con perfiles inquietantes frente a los intelectuales cubanos que empezaron a sentir y considerar, a partir de los años veinte, su situación marginal respecto a la cultura europea y la necesidad de expresar lo cubano de modo que trascendiese lo meramente local y alcanzara el nivel humano genérico que requiere una cultura verdadera.
Me atrevo a sugerir que el desenvolvimiento intelectual de nuestro país en este siglo, limitado y confundido por la penetración deformadora del imperialismo, ha girado sin cesar en torno a esa cuestión capital del provincianismo y la exigencia de universalidad.
La dependencia respecto a los Estados Unidos nos mantenía aislados, enquistados, y esa situación engendraba una mentalidad “desenraizada”, un alejamiento “snob” respecto a nuestras realidades, o la búsqueda de cierta “insularidad”, que no pasaba, a pesar de sus protestas de profunda cubana, de las facetas más superficiales de nuestra vida como pueblo.
Estas rápidas observaciones quedarían gravemente incompletas si no mencionáramos al grupo de intelectuales que desde antes de la Revolución del 30 vienen esforzándose por mantener viviente un principio de universalidad en nuestra vida cultural. Han podido hacerlo porque han ejercido un contacto permanente con la lucha de nuestras masas populares. De este modo, uno de ellos, Nicolás Guillén, ha sabido lograr la expresión poética más “universal”, por auténticamente cubana, que hemos producido en lo que va de siglo. Pues la obra de Guillén presenta, en el genuino lenguaje de nuestro pueblo, la vida y aspiraciones comunes de los hombres que comparten con nosotros la misma pugna por la emancipación radical.
El proceso revolucionario sitúa a la nación cubana más acentuadamente dentro del movimiento universal del hombre de nuestro tiempo por su liberación y el cumplimiento real de su condición humana, de su ser humano. Hemos entrado, de manera plena, y nada menos que por la actividad práctica, en el terreno en que los hombres de todos los países se encuentran y reconocen. Por eso se ha producido, entre otras cosas, la visita de Sartre. Pero la nueva situación coloca a los intelectuales cubanos ante tareas y preocupaciones de particular responsabilidad y los fuerza a recorrer los caminos de esa universalidad tan buscada y que ahora, por fin, resulta cabalmente posible.
Al final del diálogo que sostuvo ayer con un grupo de escritores revolucionarios, Sartre quiso saber cómo concebían ellos el papel que les tocaba desempeñar dentro de la construcción revolucionaria. Sin duda, el proceso está en sus inicios y nadie puede predecir las formas diversas y singulares que emplearán nuestros creadores para expresarlo y funcionar en su interior.
Sin embargo, no basta decir que la práctica revolucionaria de las masas irá esclareciendo el trabajo de los intelectuales y orientará sus esfuerzos. Pues la actividad del pueblo tiene su propia dirección, posee un sentido, viene de algo y va hacia algo, responde a aspiraciones de muy preciso significado. Si los escritores y los artistas no logran comprender ese movimiento, advertir intelectualmente ― ¡es su tarea “profesional”! ― la orientación que lo gobierna, correrán el riesgo de perderse y perder la privilegiada oportunidad de desenvolver la plena cultura cubana sobre las sólidas bases que hoy se ofrecen como urgencia y solicitud.
No dudamos que los intelectuales revolucionarios ― de los otros no hay que hablar ― se proponen, con la máxima honestidad, el cumplimiento de tales exigencias, que proceden de la realidad misma y de su propia vocación. Pero es evidente, en algunos círculos, cierta perplejidad respecto a las maneras concretas de desarrollar el compromiso con la Revolución y afrontar las innumerables dificultades que para el intelectual implica la efectiva militancia dentro de un movimiento que lo desborda y requiere una adhesión positiva, creadora.
Lejos de ser un signo de debilidad o un indicio lamentable, esa perplejidad sugiere que muchos de nuestros escritores están despojándose de las deformaciones sedimentadas por decenios de frustración y se aprestan a ver con mirada nueva la realidad revolucionaria que nos envuelve.
Sartre se refirió a la peculiar situación del intelectual que debe renunciar a la negatividad, a la actitud de crítica contra un “desorden establecido” para asumir el servicio de un nuevo estado de cosas revolucionario. El propio Sartre vive en un país sometido a un Estado reaccionario y su función consiste, ante todo, en la denuncia contra las condiciones inhumanas que pesan sobre su pueblo. Pero los escritores soviéticos, chinos o cubanos se hallan ante muy diversas tareas. Para ello se abre una etapa positiva, de colaboración con un régimen que ya no es instrumento de opresión sino agente de las masas en su pugna por suprimir la alienación que padecen y establecer las condiciones efectivas de la convivencia humana.
Este solo hecho bastaría para explicar la desazón que nuestros intelectuales tienen que sentir ante las ingentes responsabilidad del ahora. Quien emprende una búsqueda ha encontrado ya, de algún modo, el objeto de su afán. Las preguntas que plantearon ayer a Jean Paul Sartre muchos de nuestros escritores prefiguraban de cierta manera las respuestas decisivas hacia las que todos tratamos de orientarnos.
Sartre ha combatido siempre, con iguales lucidez y honestidad todo sentimiento de “aristocracia” de la sangre, la “raza” o el intelecto. Sartre nos produce la impresión de un hombre que se ha pensado a sí mismo, y ha examinada hasta la raíz, implacablemente, sus propios problemas de intelectual inmerso en la Revolución general de nuestro tiempo.
“La verdadera experiencia del mundo de la libertad ― respondió hace poco Sartre a un joven compatriota suyo que lo interrogaba ― consiste en conocer que no hay aristocracia, que sólo hay situaciones diferentes y gente que hace más o menos buen uso de su libertad... No hay aristocracia, sólo hay funciones”.
Nada tan oportuno como estas recomendaciones de Sartre para el intelectual que quiera presentarse como revolucionario. En su propio teatro, frente a Hugo (“Las Manos Sucias”) que se adhiere a la lucha revolucionaria sin deponer un ápice de su orgullo intelectual se yergue la magnífica figura de Georg (“El Diablo y el Buen Dios”) que acepta ser jefe de los campesinos rebeldes, pero lo hace por humildad, comprendiendo que las circunstancias le imponen la función de general y que rehusarla sería una última prueba de oculta soberbia.
Sartre vino a Cuba para vernos desplegar nuestra revolución, para ser testigo de la vida cubana renovada y el testimonio implica cierta distancia, aunque se trate de un testigo comprometido. Sin embargo, nos declaró que la atmósfera de la Revolución absorbía en tal medida, que le resultaba imposible trabajar en cierto prefacio que había comenzado en París. Pues estaba dentro de la situación cubana y en ella, su texto de Francia perdía sentido e interés.
Subrayó la necesidad de salir de las cuestiones abstractas para encarar los problemas prácticos y concretos del momento. No eludió, en absoluto, las preguntas filosóficas más generales, pero hizo notar que tales asuntos deberán interesar algún día a los hombres de pueblo ― citó el ejemplo de nuestros cooperativistas ― o se revelarán como seudoproblemas.
Sartre desarrolló extensamente sus ideas acerca del marxismo. Señaló ― como Marx, Lenin o Antonio Gramsci ― los peligros que la desfiguración mecanicista representa para el materialismo dialéctico. Es evidente, según sus propias palabras, que Sartre ha pasado de sus primeros intentos de “ontología fenomenológica” a una concepción dialéctica que no excluye a la fenomenología como método suplementario, pero la trasciende en busca de un entendimiento más completo de la realidad. Esta manera de pensar se aproxima notoriamente al marxismo, que ejerce enorme influencia en los puntos de vista filosóficos de Sartre.
Habló de las relaciones entre la práctica social humana y sus condiciones objetivas. Hizo notar cómo es necesario entender dialécticamente esa conexión, pues la praxis tiende a superar sus propios condicionamientos hacia la creación de formas nuevas y progresivas de convivencia. Aquí expuso brevemente su concepción de la libertad del hombre en cuanto tal, que le permite trascender las diferentes situaciones históricas hacia el porvenir. No se trata de una noción “metafísica” o individual de la libertad, sino de un punto de vista similar al que expresaba Marx al decir que “el hombre se relaciona consigo mismo en tanto que con un ser universal y, por consiguiente, libre”.
El marxismo es una concepción del mundo y del hombre que se encuentra en pleno e ininterrumpido desarrollo. Y no sólo en sentido político o económico, sino también filosófico. Las obras de Marx, Engels y Lenin contienen innumerables puntos de partida que sus descubridores no tuvieron tiempo de desenvolver, y cuyo fiel despliegue resulta indispensable para garantizar al marxismo-leninismo la preeminencia ideológica y científica que le corresponde. En sus ensayos teóricos, Antonio Gramsci esclareció magistralmente muchos de esos aspectos menos conocidos de la “filosofía de la praxis”, como gustaba de llamar al materialismo dialéctico. Esperamos que la “Crítica de la Razón Dialéctica” contenga nuevas y valiosas aportaciones de Sartre al pensamiento revolucionario.
Dentro de este orden de ideas, Sartre retomó la definición de Zdhanov acerca del “realismo socialista”: el enjuiciamiento del presente desde el punto de vista del provenir. Concepto inseparable de la acción propiamente revolucionaria, que juzga siempre la actualidad a partir de una futura reorganización de las relaciones humanas. Sartre observó las dificultades y los éxitos del realismo socialista en su aplicación práctica y destacó el hecho decisivo del enorme progreso cultural de las masas soviéticas, que tuvo oportunidad de comprobar durante su visita al gran país socialista. En la URSS, según Sartre, el pueblo está a punto de superar intelectualmente a los propios intelectuales de oficio, dato extraordinario que confirma el cumplimiento progresivo de las palabras de Lenin sobre la “instrucción y formación de hombres universalmente desarrollados y universalmente preparados, hombres que lo sabrán hacer todo”.
Claro que aun los cubanos estamos muy lejos de esa perspectiva. Llegará el día, nos dijo Sartre, en que el propio pueblo superará a los intelectuales y podrá hablarles en pie de igualdad acerca de las cuestiones que hasta ahora han sido patrimonio exclusivo de la “intelligentsia”. En el entretanto, nos corresponde cumplir nuestra función, volviendo la espalda a cualquier forma de soberbia.
Con la expresión viva de su pensamiento, Sartre nos está dando la clave de la inquietud que mostramos al comienzo. La meditación de Sartre desemboca en el marxismo y en el esclarecimiento de la actividad revolucionaria. La cultura francesa mantiene su universalidad a pesar de la situación social de Francia ― encerrada en el particularismo imperialista ― y en la medida en que la supera al menos idealmente. Por el contrario Cuba ha alcanzado lo universal a través de la actividad práctica de su pueblo, a pesar del retraso de nuestra vida intelectual. En ambos casos, el pensamiento francés y la praxis revolucionaria cubana se elevan a un plano de universalidad, porque coinciden, ideal o realmente, con la lucha del hombre por su emancipación. El diálogo de ayer con Sartre nos conduce a una pregunta que sólo nosotros podemos plantear y resolver con sentido: ¿podrán los intelectuales cubanos comprender a la Revolución y entenderse a sí mismos dentro de ella, esclarecer su papel y adquirir conciencia del sentido de nuestro proceso sin acercarse a la concepción del mundo que forma parte indispensable del movimiento revolucionario universal del hombre de nuestro tiempo? Las palabras que Sartre nos ha dirigido parecen indicar la ineludible respuesta.
Hoy, 10 de marzo de 1960, p. 2