Idilios galantes

Catulle Mendés

Traducción de Justo Castigo para la «Revista Azul»

     En el jardín de Luxemburgo, la primavera última, conocí a un colibrí que tenía las costumbres más deplorables. Observad que, con excepción de los amarilis que mueren fieles a una sola anémona y los tenebriones que reposan, con las alas replegadas, en el corazón de los huele-de-noche, la innúmera población desparramada de mariposas no se hace notable por la gran austeridad de su conducta; y nadie ha pensado en hacer de ellas el símbolo de la constancia, siendo de pública notoriedad que rozan todos los cálices abiertos o a medio-entreabrir y besan las vírgenes eglantinas con un beso que perfuma el alma muerta de mil rosas abandonadas!
     Pero este colibrí, muy hermoso, por otra parte, y cuyas alas palpitaban con una gracia completamente suya – imaginó, a fuerza de maldades, el medio de distinguirse entre tantos amantes criminales. ¿Qué es lo que ideó? Ser fiel, sí,
pero de una fidelidad pérfida.
     En vez de errar en el aire por todo el jardín con una frivolidad cuya evidencia es una suerte de escusa (porque, en fin, las flores, víctimas de la inconstancia de los insectos volantes, deben ya saber a que atenerse, y culpa suya es si su ilusión se obstina en creer en una mentira que no se les dice) lejos de errar, digo, pues, de corola en corola, el execrable colibrí – ¡oh cielos, cuán feliz soy y cómo me lisonjeo en no imitarlo! – no abandonaba nunca, sea que se posase sobre ellas o bien que palpitase en torno, cerca de una ramilla verde en la que apenas se abrían estrechándose como dos hermanas en la misma cuna, dos pequeñas «bocas-de-lobo» que se ostentaban, entre todas las flores del jardín, las más jóvenes y por tanto, las más ingenuas.
     ¡Ah, qué delicia contemplarlas! Cuando se entreabrían – lo que acontecía frecuentemente con motivo de las encarnizadas instancias del colibrí – una parecía de satín rosado, ligeramente aterciopelado de un terciopelo obscuro, en los bordes; la otra de satín sombrío, de un terciopelo rojizo en los extremos. Preferir el abundante perfume que prodiga la banalidad de tantos cálices al ligero olor que de ella emanaba, exasperando la fragancia definitiva, no obtenida nunca, hubiera sido una imbecilidad de que el sutil colibrí no habría sido capaz. Nunca – sino para ir a bañarse en el rocío de las violetas – se alejaba de las dos florecillas, estrechándolas, pecoreándolas, aspirándolas.
     Y ellas eran tan felices que no envidiaban ni la suerte de los lirios reales ni la de las rosas de la emperatriz. Pero ¿cómo? ¿No sentía una hacia otra algo de celos? Ah! su abominable amante no era menos ingenioso de lo que ellas eran ingenuas.
     Instalado en la esbelta rama, esperaba, para rozar la de satín claro, que se hubiera cerrado, desfallecido hasta morir, la de satín obscuro; e, inmediatamente, cuando revivía, abriéndose la muerta de pocos momentos antes, abandonaba, apenas cerrada, la muerta más reciente, para extasiar en una nueva agonía a su primera víctima, no sin la intención [que realizaba muy luego] de volver a matar deliciosamente – ¡ah tan deliciosamente para ella y para él! – a la otra resucitada. Y de tal suerte – porque se deslizaba astutamente en el follaje – que cada una ignoraba que tuviese una rival. Y él conocía delicias incomparables a ninguna otra; sobre todo cuando, apoyado a la vez en las dos «bocas-de-lobo,»  desvanecidas definitivamente, las acariciaba con una sola caricia.
     Pero semejante dicha, tan culpable, era digna de encender la cólera celeste y provocar justos castigos. Sea que, conturbadas por una sospecha, se hubiesen puesto de acuerdo, sea que les hubiera advertido un instinto de la pérfida maniobra que encantaba al traidor, las dos enamoradas, en una tibia mañana de Junio – después del desfallecimiento mortal provocado por el voluble amante – no se volvieron a abrir más, conservando cada una de ellas el extremo de una alita; y cuando, repentinamente, quiso él desprenderse, para ir a bañarse en el rocío de las violetas, según su costumbre, sintió un gran desgarramiento......
     Sus alas, cruelmente retenidas, no seguían a su cuerpo que cayó en la arena de la avenida, lecerado, ensangrentado, palpitante como un pobre corazón herido, que se extremece y muere.
     Y encantadas de tal venganza, las dos florecillas, en un susurro de risa o de beso, estrecharon el terciopelo rojo al terciopelo obscuro.

Revista Azul, tomo III, núm. 5, 2 de junio de 1895, págs. 68-69

 

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Gota de ajenjo

Julio Flores (Colombia)

En la alta cumbre se abrillanta el hielo,
Surge del bosque inmensa algarabía;
Vas a nacer, ¡oh sol, volcán del cielo!
Ya despuntas ¡aurora, flor del día!

Mas ay!... ¿a qué venís? ¿por qué ese empeño
De rasgar las tinieblas que soportan
Mis turbios ojos que acaricia el sueño?
Vuestra luz, vuestro encanto... ¿qué me importan?

Si habéis por siempre de alumbrar miserias
Ante los ojos del que sufre y llora,
El latido acallad de mis arterias,
O no me despertéis...... ¡Oh sol! ¡Oh aurora!

Revista Azul, tomo III, núm. 5, 2 de junio de 1895, pág. 69

 

 

El café

Gonzalo Picón Febres (Venezuela)

     En la vega, en la cumbre, en la explanada
Luce el café sus limpidos vérdores,
Y cubriéndose va de blancas flores
Al sonante bullir de la quebrada.
     Roja como la espléndida granada
Y de fragancia henchida y de dulzores,
A poco ostenta en ramos vividores
La fruta ya melíflua y sazonada.
     Rico néctar después, fragante humea
En taza azull de porcelana china
Donde el matiz de oro centellea.
     Y al ascender a la región divina
De donde surge el rayo de la idea,
Conviértese en estrofa peregrina.

Revista Azul, tomo III, núm. 5, 2 de junio de 1895, pág. 69