Mira, pero no toques

El rol de lo táctil en la era del exceso visual*

Celeste Olalquiaga

¿Qué es el aura? Un peculiar tejido de espacio y tiempo: la manifestación única de cierta distancia, no importa cuán cerca esté.

Walter Benjamin

Resulta fácil olvidar, en nuestro mundo hiper-imaginista, que no somos criaturas de uno, sino de cinco sentidos, y que el privilegio otorgado a la visión tiene poco que ver con cualquier superioridad inherente. Por el contrario, de acuerdo con Aristóteles – todavía considerado por algunos como la mayor autoridad filosófica al respecto – si hubiera que atribuir algún tipo de supremacía, ésta debería recaer sobre el sentido del tacto, sin el cual los restantes simplemente no existirían. El tacto es el sentido primario, afirma, porque la percepción corporal es sinónimo de vida: siento, por lo tanto existo. Una criatura puede sobrevivir sin visión, oído, gusto u olfato, pero no es posible vivir sin sentir el mundo exterior: caliente o frío, suave o duro, liso o áspero.
     Los comentarios de Aristóteles resultan particularmente interesantes cuando pensamos cuán lejos estamos de aceptar la primacía sensorial del tacto. La tactilidad es raramente apreciada más allá de su experiencia inmediata (los gestos rutinarios de la vida diaria, las caricias personales y privadas del afecto y la sexualidad), y como tal es casi inexistente en una práctica cultural pública donde podría jugar un rol sistémico y significativo. Es como si tocar hubiera sido oficialmente relegado al ámbito de lo primitivo, algo tan próximo a nuestra animalidad que es mejor hacerlo a escondidas, a diferencia de mirar y escuchar, a través de los cuales desarrollamos nuestro intelecto, o de saborear u olfatear, los modos más aceptables de obtener placer.
     Las actividades infantiles son posiblemente la excepción que prueba esta regla, pues suelen ser orientadas al reconocimiento y disfrute de la superficie múltiple de las cosas. No es por azar que los museos de historia natural invitan a tocar objetos y especimenes, ni que sean los niños – por lo general los visitantes más entusiastas de tales instituciones – a quienes sean dirigidas principalmente semejantes aventuras. Además de indicar que el tacto es más apropiado a las primeras etapas de la vida, es en los museos dedicados a la historia natural que la regla de “se mira, pero no se toca” es rota con más frecuencia.  A fin de cuentas,  dichos museos están repletos de reliquias: los restos orgánicos de criaturas. Es en las reliquias que los museos – todos los museos – encuentran sus orígenes históricos... y donde bien pudiera ser que encuentren asimismo su destino.

1. Las reliquias y lo táctil

A medida que acumulaban sus tesoros, las colecciones de las iglesias y los palacios medievales fueron convirtiéndose en la base de lo que eventualmente serían museos de arte y de historia natural, fascinante evolución que ha sido objeto de estudio durante las últimas décadas. Es la historia de las colecciones y la exhibición, de cómo la naturaleza deviene cultura, y de cómo la apreciación humana del mundo puede pasar del asombro respetuoso a la apropiación rapaz, hasta llegar a un abandono indiferente. Uno de los aspectos más interesantes y menos discutidos de esta historia es el rol fundamental que desempeñó el tacto en las colecciones más tempranas, particularmente en la veneración de las reliquias (inicialmente los restos corporales de los santos), una experiencia lo suficientemente importante como para haber sobrevivido, aunque de manera residual, hasta hoy.
     Una práctica de otro dominio religioso/espiritual, el de la magia, puede ayudarnos a esclarecer la compleja relación entre las reliquias y el tacto.  El contacto físico es fundamental para la mayor parte de los rituales mágicos. Una acción transformativa, como la curación, sólo puede tener lugar entre entidades diferentes si éstas son de algún modo reunidas, permitiendo así que los elementos operativos fluyan entre ellas. Es a través del contacto (entendido como la intersección material entre dos entidades, ya sea que éstas estén presentes de manera total, parcial, o meramente representativa – una persona, algo suyo como el cabello o la ropa -- o que la signifique, como el nombre) que la magia puede obrar.  Aún si involucra procesos internos, este contacto usualmente implica lo exterior y no lo interior: no requiere cortes ni penetraciones de ningún tipo en el cuerpo humano. Si bien pocos procesos terapéuticos de la medicina occidental tienen lugar sin la intervención masiva de un doctor o de un medicamento en el cuerpo del paciente, en la medicina alternativa tal grado de intervención es con frecuencia evitado: los curanderos, por ejemplo, pueden sanar con sólo posar sus manos sobre – no en, ni dentro de – el cuerpo, y a veces trabajan a distancia, incluso a través de la fotografía de una persona, sus pertenencias, o sus vestigios corporales, tales como el cabello o los cortes de uñas.
     Que el contacto mágico pueda establecerse por diferentes medios refleja la capacidad humana para la abstracción, la memoria y la poesía. Lo más sobresaliente en la magia, sin embargo, es cómo el contacto actúa de manera similar al contagio: una presencia exterior – dadas las condiciones adecuadas, y aquí los rituales mágicos funcionan como mecanismos organizadores o agentes – puede alterar aquéllo que toca, transfiriéndole de alguna manera su energía, espíritu o cualidad. El principio del contagio (la metonimia o contigüidad, en la cual las partes representan al todo) fundamenta gran parte de nuestras actividades sociales, así como la predisposición de ciertas colectividades a favor (o en contra) del contacto con lo ajeno o extranjero. No obstante, lo más importante para entender la relación entre las reliquias y el tacto es el deseo subyacente de apropiarse de ciertas cualidades de aquéllas.
     En el caso de las reliquias originales, las de mártires y santos, lo deseado estaba asociado a su sacralidad, la cual se esperaba que legitimara, protegiera o de alguna manera permeara a sus afortunados propietarios. Esta es la razón principal por la cual tanto la realeza como las iglesias coleccionaban reliquias. Reyes y príncipes las utilizaban para confirmar el origen divino de sus derechos, o al menos ofrecerse un medio de justificarlos. Las iglesias, por su parte, se apoyaban en ellas para validar su sagrada autoridad, a tal punto que en 801 las reliquias fueron declaradas requisitos legales para los altares en el imperio Carolingio. La iglesia obtenía así un control relativo sobre los mencionados reyes y príncipes, así como sobre las fuentes de ingresos, puesto que tanto la realeza como sus vasallos patrocinaban gustosamente tales posesiones, las cuales ofrecían además protección contra males surtidos tales como sequías, enfermedades o plagas. Los restos sagrados (desde el cuerpo completo de un santo hasta un fragmento de sus huesos o ropas, o algo que éste hubiera tocado) contaban entre las posesiones más preciadas de un rey (con frecuencia considerados más valiosos que el oro y las joyas con los cuales estos restos eran almacenados en las cámaras de tesoros o “Wunderkammern”) o de su iglesia local, ambos haciendo lo imposible con tal de apropiarse de cualquier reliquia disponible.
     Ahora bien, si para la realeza el mostrar las reliquias era algo de menor importancia, para la iglesia dicha exhibición era fundamental. Las reliquias atraían a los fieles, y ciertos peregrinajes se organizaban en torno a la exhibición de estos restos sagrados, ocasionando, sin embargo, un peculiar problema. Para que la reliquia ejerciera su poder (proteger, curar, conceder un deseo) era necesario que el fiel entrara en algún tipo de contacto con ella. No obstante, la reiteración continuada de dicho contacto (a través de la caricia o del beso) suponía un efecto paradójico: si bien el toque repetido podía multiplicar el poder de la reliquia (mientras más gente la tocaba, más eran los milagros que concebiblemente podía efectuar, y mayor su fama), tal popularidad podía fácilmente conducir a la degeneración física o simbólica del resto sagrado.
     En consecuencia, un sistema de jerarquías y distancias permitía la protección y exhibición simultáneas de las reliquias. Mientras a la realeza y a los clérigos raramente se les negaba el acceso a la reliquia, los plebeyos tenían que esperar, y en algunos lugares sólo se les permitía a los hombres acercarse a los altares. La dificultad y lo infrecuente del acceso a las reliquias contribuían ciertamente a elevar su categoría: restringida la exhibición a ocasiones específicas, tales como los festivales, los devotos se veían a menudo obligados a emprender largos y exigentes peregrinajes.
     Más importante aún, dado el evidente uso y deterioro de las reliquias a consecuencia de su manipulación, hubo que protegerlas del contacto directo. A este efecto, eran a menudo guardadas en bellos y elaborados relicarios, algunos de oro, otros de materias orgánicas como las cáscaras de huevos de avestruz. En este último caso se producía un efecto de “doble reliquia,” ya que dichas cáscaras, así como los corales u otros recipientes orgánicos, pueden ellos mismos ser considerados reliquias, en el sentido literal de residuos orgánicos (el término reliquia deriva del latín reliquia, ae : sobras, restos, algo que ha sido perdido o abandonado).
     El efecto de doble reliquia se reproducía asimismo figurativamente, pues como restos de cierta realidad (la sagrada) estos objetos  la representaban alegóricamente. Las reliquias, al igual que sus relicarios orgánicos, participan de un modo de significación alegórico, pues en lugar de operar a través del reemplazo conceptual de un objeto (el caso del símbolo) lo hacen a través de un fragmento descompuesto del mismo. La materialidad degradada del objeto ayuda así a establecer una escenificación narrativa. Los fósiles son un buen ejemplo de esta escenificación alegórica, siendo que estos restos petrificados han inspirado, a través de los tiempos, un sinfín de historias míticas y científicas.
     La diferencia entre el símbolo y la alegoría se comprende al comparar las representaciones de la Santa Cruz con sus reliquias, reales o ficticias. En tanto reproducción, la Cruz actúa simbólicamente, representando el martirio de Jesucristo y, en general, la institución cristiana. Como tal, sus componentes materiales (madera, clavos, etc.) son irrelevantes, pues lo que importa es su trascendencia: lo que significa, no lo que es. Todo lo opuesto ocurre con los fragmentos de la Cruz: en vez de representaciones, estos  supuestos restos del objeto original derivan su importancia de su presencia material, así como del contacto físico que se establece con ellos. De ahí que mientras los espectadores se satisfacen al simplemente mirar una representación de la Cruz, sus reliquias sean solicitadas para alcanzar una comunión más directa.
     Tuve la oportunidad de presenciar este tipo de comunión en la exhibición anual de las reliquias de la catedral de Notre Dame, en París, guardadas desde principios del siglo XIX. Una vez al año, los sacerdotes de la catedral exhiben un fragmento de la Cruz, uno de sus clavos y la corona de espinas (sin espinas, éstas están dispersas por todo el planeta) a una pequeña pero constante línea de fieles que acuden a lo largo del día a ver y besar las reliquias durante unos pocos segundos. Protegidas en sus cajas de vidrio, las reliquias son presentadas por los sacerdotes, quienes, orgullosos portadores de tan extraño tesoro, limpian obsequiosamente la superficie vítrea con servilletas después del contacto de cada devoto.
     Todo lo cual nos remite al asunto del vidrio, el cual es se utiliza con frecuencia para cubrir las reliquias, convirtiéndose en la superficie a ser acariciada o besada. Semejante mediación no altera la relación entre el fiel y el resto sagrado, puesto que el relicario, siguiendo la lógica del contagio, actúa como continuación de la reliquia. Lo que es más: el vidrio añade una capa fundamental a la reliquia, pues su transparencia permite una visión directa a la vez que actúa como un escudo aureático, protegiendo la integridad física de la reliquia mientras aumenta su excepcionalidad – es decir, estableciendo simultáneamente el acceso y la distancia con respecto al objeto sagrado.
     Esta combinación particular de proximidad y distancia es el aura, una emanación real o imaginaria del cuerpo o del objeto en cuestión. Lejos de ser un reflejo, el aura es una atmósfera inherente, una fuerza o energía de una pureza diáfana e intangible. En algunos sistemas religiosos (como el cristiano, donde se la representa con la aureola, un círculo de luz dorada o plateada alrededor de la cabeza, semejante al círculo de luz que rodea a ciertos cuerpos espaciales) el aura es extrapolada a los cuerpos u objetos santificados. Así, el aura dota metafóricamente de un significado específico –la santidad – a todo lo que toca, estableciendo una periferia sagrada. Término griego que significaba originalmente aire, viento, luz, calor y eco, el aura es un fenómeno impalpable y difusivo, cuya fuerza es sugerida visualmente por la intensidad de su resplandor, razón por la cual los relicarios (en su doble rol de recipientes y difusores aureáticos) son elaborados a menudo con oro, plata y joyas.
     El uso del vidrio en la creación de los relicarios, especialmente después del renacimiento veneciano del vidrio claro, incoloro, en el siglo XVI, resulta por lo tanto altamente apropiado. El vidrio, en sí valiosa mercancía, permitía la extensión del campo aureático. Transparente y luminoso, envolvía los objetos de tal manera que éstos podían estar cercanos, exhibiendo el mágico resplandor de la santidad, y no obstante permanecer apartes. Gracias al vidrio, el contacto con las reliquias se desplazó aún más de lo directo a lo indirecto, de las reliquias a sus recipientes, y del tacto a la vista, así como los relicarios llegarían ellos mismos a ser contenidos en recipientes de vidrio cada vez más grandes. Es posible especular que con el vidrio surgió una nueva manera de mirar, en la cual la imaginación tenía que replicar, a través de pistas visuales, las cualidades táctiles que hasta entonces habían sido tan comunes y familiares a los objetos devocionales. Suele pensarse que la visión estética moderna comienza con el Renacimiento, debido al descubrimiento de la perspectiva; sin embargo, pudo haberse desarrollado también como sustituto del tacto. Este contacto figurativo o metafórico, que no ocurre a través del cuerpo, sino del intelecto y la imaginación, estaba vigente ya en el imperio romano oriental, en la veneración iconográfica bizantina (y el subsiguiente debate iconoclasta) que comienza a reemplazar, o al menos a debatir, la primicia de las reliquias en el siglo VIII.

2. El aura de la historia natural

La historia de la exhibición moderna occidental, que va desde los relicarios medievales hasta los museos contemporáneos, permite vislumbrar este cambio gradual del contacto táctil al ocular. Durante la acumulación febril y sin precedentes de objetos naturales y artificiales ocurrida en Europa durante los siglos XVI y XVII, el fervor inspirado por las reliquias se extendió a todo tipo de rarezas naturales y manufacturadas. Compiladas y exhibidas en las llamadas cámaras de maravillas (los famosos Wunderkammern), estas magníficas colecciones fueron abiertas a un público exclusivo constituido de nobles, clérigos y académicos. Aún cuando la mayor parte de los estudios actuales enfatiza las cualidades microcósmicas de dichas cámaras – el intento de representar, a través de sus fragmentos, al universo entero, una aspiración típica del Renacimiento – lo que resulta más interesante es la emoción subyacente que las organiza, ese sentimiento de maravilla, como lo indica su nombre, el cual  futuras generaciones, incluyendo la nuestra, habría de desechar como algo infantil y banal.
     La fascinación que llevó a los coleccionistas aristócratas, y posteriormente a los profesionales liberales y a los burgueses, a amasar objetos extraordinarios, podría  ser leída también como una manifestación desplazada, o incluso una difusión, del sobrecogimiento sagrado con que las reliquias eran contempladas. No sólo por el contagio aureático entre las reliquias, los artefactos extraordinarios y las rarezas naturales (los cuales eran colocados unos junto a otros en los altares de las iglesias, y luego en las cámaras reales), sino porque lo que unía a todos esos objetos era precisamente el hecho de ser percibidos como partícipes de una cierta trascendencia, en el sentido de una supuesta capacidad de sobrepasar su materialidad, la cual constituía su gran singularidad.
     A través de la Edad Media y del Renacimiento temprano, tal trascendencia estuvo inevitablemente asociada a la divinidad. La teología agustiniana declaró que todos los eventos y cosas eran el producto de una voluntad divina. Cualquier desviación de lo ordinario – lo inusual, bizarro o incomprendido – quedaba así sujeto a lo milagroso (miracoli originalmente significaba maravilloso, como indica la literatura sobre el tema) en esta metafísica. En consecuencia, tanto la complejidad del coral (cuyas formas, color y textura intrigaron durante siglos) como aquélla de una miniatura (cuyo detalle infinito era también extraordinario) fueron presentadas como reflejos de la divinidad, a través de la agencia de la naturaleza o de la habilidad humana, según fuera el caso, y lo natural y lo artificial quedaron equiparados al ser ambos productos finales de una misma voluntad.
     Esta voluntad divina enfrentó serios desafíos a medida que la cultura occidental desarrollaba una visión más antropocéntrica del mundo, la cual culminó con la Ilustración en el siglo XVIII. Durante los siglos XVI y XVII, las naturalia y artificialia (artefactos naturales y artificiales, respectivamente: reliquias, cuernos y conchas, o monedas, pinturas y esculturas) disfrutaron de una relativa autonomía en cuanto maravillas. Dicha categoría les permitió cierta liberación de las restricciones teológicas, sin perder por ello las cualidades trascendentes o supramundanas que les atribuía su condición de cosas únicas o raras. Una vez liberadas de la lógica divina, las rarezas se mercantilizaron progresivamente como objetos que denotaban lo extraño del universo. Su posesión constituía, al igual que el contacto directo con las reliquias, una manera de participar de las maravillas del mundo. La posesión tomó asimismo la forma de la exhibición, pero en lugar de presentar un microcosmos del mundo, las cámaras de maravillas ofrecían un escenario donde los visitantes podían extraviarse y, ayudados por el sinfín de elementos visuales ahí reinantes, volar en las alas de su imaginación.
     A medida que la materia orgánica fue sujeta a estudio y clasificación por los médicos y boticarios de la época, comenzó a darse una diferenciación gradual entre lo natural y lo artificial. Poco a poco, la naturaleza fue cediendo sus secretos a una ciencia incipiente que eventualmente aniquilaría el misterio del mundo místico. Es a través de este proceso que estimo tuvo lugar una fisura fundamental en relación al tacto, pues el estudio de los objetos naturales literalmente los develó, despojándolos del aura de rareza que había sostenido gran parte de su interés y encanto. Así, mientras el toque directo había sido un privilegio de posesión y de placer, la manipulación pre-científica de los objetos naturales parecería indicar que la naturaleza estaba perdiendo sus atributos divinos y/o maravillosos. En su afán de conocimiento, la erudición no quedó satisfecha con sólo (ad)mirar a la naturaleza, sino que procedió a manipularla y diseccionarla, desechando de paso aquéllo que percibía como irrelevante. Ya en el siglo XVIII, mientras las grandes colecciones eran desmanteladas y en algunos casos reconstituidas en gabinetes de curiosidades o en repositorios de historia natural, la avidez del público por poner las manos sobre la otrora distante naturalia, obligó a lugares como el popular “Cabinet du Roi” del Jardin des Plantes parisino a contratar guardias para proteger los restos orgánicos del deseo popular de tocarlos.
     Paradójicamente, la naturaleza misma se convirtió en una doble reliquia: las viejas colecciones de materias orgánicas no eran nada más los restos de criaturas mortales, sino, y más importante aún, eran también los restos de una visión cada vez menos sostenible del mundo. Fósiles, corales, animales disecados, huesos y plumas ofrecían a sus espectadores la proximidad de una naturaleza progresivamente más domesticada, así como acceso al dominio mágico de un evanescente mundo místico. Este placer fetichista por los objetos de la naturaleza podría parcialmente explicar la moda de coleccionar conchas, al igual que helechos, pájaros y mariposas disecados, que arrasó en la Europa del siglo XIX, versión popular y masiva de las colecciones elitistas del Renacimiento.
     Es como si el aura de singularidad que prevaleció en las primeras colecciones, un aura constituida por la sacralidad o la rareza, hubiera sido reemplazada por otra, el aura de una naturaleza viva y trascendente, si bien en vías de desaparición. Que esto ocurriera justo cuando la naturaleza, brutalmente desmistificada por la ciencia, es además atacada por la industrialización, no es una simple coincidencia. En The Artificial Kingdom (NY: Pantheon, 1998; El reino artificial, Gustavo Gili, 2008), propuse que la emergencia del aura (o mejor dicho, su atribución cultural) sólo es posible cuando un objeto o criatura está amenazado de muerte, algo así como las estelas luminosas de los cometas, testimonios de su desintegración. Al igual que las reliquias, el aura actúa alegóricamente como un aspecto residual del objeto al que había dotado de valor. Es por esto que el contacto directo con los objetos aureáticos, que había venido desplazadándose lentamente de lo táctil a lo ocular, hizo en el siglo XIX una especie de retorno, esta vez con una naturaleza reificada bajo la forma de “historia natural.” Habiendo perdido su carácter de divinidad o maravilla, la naturaleza lo recupera de manera más distante, o en segundo grado, a medida que la cultura toma conciencia de la disminución de su relación a lo natural.
Otra historia totalmente diferente de la exhibición se desarrolló con respecto a la artificialia (los artefactos u objetos manufacturados) la cual había durante un tiempo cohabitado felizmente con los objetos naturales. Aun cuando en ciertos momentos su valor fue igual o menor al de la naturalia, y todavía podía encontrárselas reunidas en los gabinetes de curiosidades de fines del siglo XVIII, los objetos artísticos se independizaron rápidamente de las colecciones de historia natural, pasando a la exhibición exclusiva de las colecciones privadas que más tarde devendrían museos públicos de arte. Si bien las colecciones de historia natural, debido al interés que tenían para los estudiosos y a su valor de curiosidad en general, fueron sumamente populares y disfrutaron de un acceso relativamente abierto, el circuito de las colecciones de arte permaneció más bien restringido (aunque no completamente cerrado, como lo atestiguan los tours de arte europeo típicos del siglo XIX), realzando así el valor de los objetos artísticos, asociado a su grado de artesanía por sobre cualquier cualidad de curiosidad.
     Esta distinción entre curiosidades y arte es fundamental,  puesto que la caída en desgracia de la naturalia fue la consecuencia directa de su pérdida de singularidad debido a los sistemas de clasificación emergentes, los cuales privilegiaban lo común, o universal, por encima de lo excepcional. En contraste con la importancia concedida anteriormente a lo extraordinario, los siglos XIX y XX desarrollarán una noción de singularidad estrechamente relacionada a la originalidad y la autenticidad. Estos conceptos responden al fenómeno de la industrialización (a su vez producto de la racionalización científica) y eran por lo tanto desconocidos e irrelevantes para la apreciación clásica.
     La singularidad moderna implica ser único de manera material así como ontológica. En el terreno artístico, la autoridad disminuida, pero todavía subyacente, de una naturaleza teologizada, es reproducida antropomórficamente bajo la novedosa versión de un “genio” artísitico.  Imbuído de originalidad, este genio llega a encarnar una paternidad semi-divina, siendo que el término “original” remite a la capacidad de dar origen, o vida, y que tal seminalidad suele ser asociada, tanto en teoría como en práctica, al género masculino. El genio moderno desplaza así a las producciones naturales ordinarias a un lugar secundario, compitiendo simultáneamente con la reproducción mecánica, pues crea objetos cuyo principal valor reside en una autenticidad anclada en la naturaleza, si bien ahora se trata de  la naturaleza humana. La originalidad se convierte así en el la santificación moderna de una producción no mecánica, manufacturada (particularmente en las artes “bajo amenaza” como la pintura y la literatura), respondiendo de modo metafísico a una cultura cada vez más tecnologizada.

3. Tecnología y diferencia

Enfrentados a la tecnología, los objetos de arte recuperaron su antigua estatura divina de íconos religiosos o relicarios, depositarios de un significado trascendente que adquiere aún más importancia en el contexto de la producción industrial, pues están coronados por el aura de la autenticidad pre-industrial. Es éste el aura que propone Walter Benjamin, confiriéndole a lo que hasta entonces había sido un término restringido (limitado a las representaciones teológicas y astronómicas) una resonancia cultural mucho más vasta. En manos de Benjamin, el aura se convierte en una metáfora de gran alcance para los atributos metafísicos. Entendido como una proyección social del valor, el concepto benjaminiano del aura puede aplicarse a fenómenos culturales diversos y ser históricamente contextualizado, como hago aquí.
     En su análisis del cine y la fotografía, Benjamin explica cómo opera el aura, proponiendo que la reproducción mecánica, en su multiplicación de copias, puede devaluar y hasta destruir el carácter único de un original. Para Benjamin, sin embargo, la pérdida del aura del original (asociada al trabajo manual y al valor de uso en tanto garantes de una autenticidad trascendental) es compensada por la ganancia de un nuevo tipo de sensibilidad y de su potencial revolucionario correspondiente. La percepción humana se amplía con la máquina: la cámara vuelve visible el “inconsciente óptico,” exponiendo minúsculos detalles de movimiento en el tiempo y el espacio (el caso de las fotos de animales corriendo o saltando) los cuales son imperceptibles a simple vista.
     La teoría benjaminiana del inconsciente óptico atribuye cualidades táctiles y sensoriales a la nueva percepción tecnológica, cualidades reminiscentes, aún cuando diferentes, de las caricias oculares otorgadas a las reliquias y la naturalia. Para Benjamin, el inconsciente óptico es producto de la industrialización y de la cultura que ésta engendra, al igual que nuestra distraída percepción de la arquitectura, las vallas publicitarias y las multitudes. Oponiendo la distracción moderna a la contemplación tradicional, el filósofo alemán argumenta que la velocidad y la fragmentación de la tecnología (por ejemplo, la edición cinematográfica) ocasionan choques físicos que moldean nuestra percepción y eventualmente, a través de la repetición, se vuelven parte de nosotros. Benjamin considera este moldeo sensorial realizado por la distracción y el hábito como algo táctil, adscribiéndole a la tecnología moderna una función interventora que podría compararse a la propuesta aristotélica del tacto como intermediario entre sujeto y objeto. La distinción entre estos dos tipos de mediación (los descritos por Aristóteles y Benjamin, correspondientemente) ayuda a entender la transformación del tacto pre-industrial en aquel post-industrial.
     El principio más importante de la teoría aristotélica del tacto (el cual Aristóteles estimaba el sentido por excelencia, al punto de incorporar a todos los demás, los cuales consideraba modos alternativos de tactilidad) es que a través de este sentido los seres son capaces de relacionarse con el mundo como entidad diferente de sí mismos. El tacto actúa a través de la distinción: percibimos lo que es diferente de nosotros, no lo que es igual. La temperatura y la humedad, por ejemplo, se sienten tan sólo cuando están más altas o bajas que las propias. Para Aristóteles, no hay una continuidad a priori entre los seres y el mundo, ésta tiene que ser establecida a través de la experiencia activa de tocar. Dicha experiencia determina la heterogeneidad de sujeto y objeto. Aristóteles reafirma este tipo de diferencia al declarar que aún cuando el tacto es directo e inmediato, siempre hay algo (incluso algo tan imperceptible como una fina capa de aire) que permanece entre el sujeto y el objeto. Esta separación hace del toque un mero acto de aproximación,  la suspensión temporal de una distancia sin la cual sería imposible pautar la diferencia. Como si  la identidad sólo pudiera articularse en la percepción de la diversidad, a través de la interacción con el mundo exterior. Más aún: sin ese movimiento hacia afuera, las criaturas se perderían dentro de sí mismas o morirían, pues no sentirían nada.
     Lo más fascinante, para fines de este ensayo, de la noción aristotélica sobre la alteridad, es la importancia asignada a la distancia como un elemento constitutivo,  paradójicamente activado a medida que disminuye. El tacto es una manera de alcanzar una alteridad cuya realidad percibimos parcialmente antes de regresar a (y, de paso, confirmar) nuestro propio ser. Podría decirse, en consecuencia, que la tactilidad aristotélica se asemeja a la combinación de proximidad y distancia característica del aura. Al igual que ésta, la ilusión de proximidad subraya la distancia que separa al sujeto del objeto,  a la vez que sólo a través de la mediación del aura (su materialización metafórica de una cualidad intangible) puede el objeto cargarse de significación sagrada.
     La percepción sensorial de los objetos aureáticos es, sin embargo, distinta de aquélla que ocurre entre los seres, principalmente porque los objetos aureáticos ya no están culturalmente vivos, es decir en circulación activa. En este sentido, el aura es el esplendor perdido de las cosas muertas, un esplendor que las envuelve como una piel figurativa, permitiendo que la parte mítica del objeto permanezca viva al ser éste interpelado – es decir, al ser tocado. Desde este punto de vista, el aura puede entenderse en toda su complejidad con respecto al tiempo y al espacio. Espacialmente, el aura permite acceder al objeto a través del halo, esa distancia que lo separa, como una fina capa de aire, de los otros objetos y seres. Temporalmente, el aura actúa como un puente entre la vida y la muerte, permitiendo la resurrección del objeto en un presente en el cual de otra manera no tendría cabida.
     Si bien esta recuperación aureática es válida para las reliquias, los restos orgánicos y los objetos pre-industriales, todos los cuales han sido investidos de un aura (benjaminiana u otra, como se ha visto aquí), la capacidad de la tecnología contemporánea de integrarse al cuerpo humano (algo semejante al choque físico que según Benjamín producen el cine y la vida urbana) crea un nuevo dilema. Este desplazamiento post-industrial de las fronteras entre lo exterior y lo interior puede apreciarse  en el uso creciente de materiales reflexivos y transparentes, la gradual privatización del espacio social (e, inversamente, la vigilancia y control a que es sometido lo personal), así como también en el espacio virtual inaugurado por la telecomunicación. En este último flotamos literalmente en un universo intangible despojado de los índices de tiempo y espacio,  con las pantallas de las computadoras fungiendo como ventanas de un inconsciente colectivo. Dada la ubicuidad y volatilidad de la red electrónica, la subjetividad ya no está determinada por las referencias materiales de cuerpos o lugares,  sino por gestos anónimos en un medio evanescente.
     Esta fluidez abre el camino a la constitución de nuevas subjetividades, menos restringidas por nociones esencialistas de raza, género y origen. Pero la gradual desaparición de lo físico – o más bien, la disminución de la importancia atribuída a la presencia material y a sus huellas – tiene implicaciones más radicales, puesto que no sólo reconfigura los parámetros de la experiencia, sino que también pone en jaque la noción misma de identidad. Si el ser aparece en relación con un otro diferente, separado, y nuestra inmersión intelectual o física en la tecnología (aún cuando parcial) desdibuja las distinciones tales como humano/mecánico, sujeto/objeto, y personal/colectivo, la tecnología ha de incidir necesariamente en nuestra capacidad de segregar un ser diferenciado. Culminación de un proceso de racionalización que abarca casi quinientos años, la tecnología permite una gran independencia del cuerpo (en la minimización del contacto físico, así como en la sustitución del trabajo manual por las máquinas), pero conduce también a su reconstrucción, de modo que el cuerpo funcione de las maneras más inmateriales – o mejor dicho, más inorgánicas. Tal cual Benjamin lo previó claramente, la tecnología se ha convertido en un mediador indiferenciado entre los seres humanos y el mundo que los rodea. Esta cualidad determina la experiencia humana pero la vuelve contingente (dependiente del aparato tecnológico) hasta tal punto que la idea misma de naturaleza humana, y todo lo que la acompaña (por ejemplo, las sensaciones) resultan obsoletos.
     La representación alegórica que predominó en la devoción medieval de las reliquias y luego en las cámaras de maravillas del Renacimiento ha sido completamente erosionada. La emoción y la apreciación estética pertenecen ahora a un acercamiento simbólico (es decir, básicamente intelectual) a una trascendencia que dejó de estar asociada a lo espiritual, lo divino o lo extraordinario, y es más bien entendida como una manera de sobrepasar las limitaciones materiales, especialmente la mortalidad. Este acercamiento determina la exhibición y el consumo del arte en los siglos XIX y XX, práctica simbólica sostenida sobre la alfabetización como la principal forma de conocimiento y socialización, toda vez que la cultura moderna es por definición una cultura racional en donde la mente predomina sobre el cuerpo y los sentidos.
     No ha de sorprender, entonces, el que en las últimas dos décadas se haya dado un retorno a los sentidos “en decadencia” del mundo pre-industrial. Esto puede apreciarse en las “prácticas del dolor” de los rituales sado-masoquistas y el tatuaje y las perforaciones corporales neo-primitivos, los cuales integran – y pervierten,  así subvirtiéndolos– los temas y técnicas tecnológicos, tanto en la vestimenta, los accesorios y los íconos, así como en el anonimato ritualista y los placeres performativos/voyeuristas de sesiones filmadas. Este retorno a lo táctil se da asimismo más popularmente en las formas de bailar en “trance,” donde se llega a un contacto colectivo y anónimo a través de un sonido tecnológico que, entre otras cosas, duplica los latidos del corazón, induciendo estados psíquico/físicos altamente alterados.
     Igualmente, hay una creciente circulación de reliquias sagradas, las cuales han encontrado un nuevo circuito en el Internet, así como de las reliquias de una naturaleza casi mítica (fósiles, huesos, cristales) en tiendas dedicadas a la reificación de una realidad orgánica cada vez más ajena. Todo lo cual es acompañado por un auge de modernización de los museos de historia natural (el American Museum of Natural History en Nueva York o la Galerie de l’évolution du Muséum d’histoire naturelle en París, entre otros) buscando aumentar la proximidad y el contacto físico.
     Quizás, mientras más nos alejamos de la fisicalidad en que se ancla nuestra constitución en tanto criaturas humanas, el cuerpo volverá a convertirse en la reliquia de una experiencia perdida, sólo que esta vez no se tratará de la experiencia de una cierta trascendencia, sino aquélla de la materialidad más elemental.

 

* Este ensayo fue publicado en Trevor Gould: Posing for the Public, The World as Exhibition, Musée d’art contemporain de Montréal, 2003. Agradecemos a Celeste Olalquiaga por su traducción al español, expresamente para La Habana Elegante.

Bibliografía

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