La orgía perpetua de Abilio Estévez

Armando Valdés Zamora, Universidad de París XII*

     Un atardecer de otoño, a finales del siglo XX, en un café de París, a unos pasos del Jardín de Plantas que tanto visitara en busca de inspiración el aduanero Rouseau, llegó, de un golpe, la hora de mi pasión por la literatura de Abilio Estévez.
Recuerdo que esperaba a una amiga siciliana de perfil griego, y a quien me vi obligado a leerle todo el monólogo de la Condesa Descalza de Tuyo es el reino, para que comprendiera el desconcierto y la distancia con la cual la recibía. Esta especie de Torlato-Favrin tropical, en un pasaje de la novela, deliraba con una desesperada belleza sobre los excesos de la naturaleza de la Isla donde vivía. Había una rara intensidad en esa prosa, una manera a la vez transparente y leal, agónica y cuidadosa de escribir que me provocó dos sobresaltos incompatibles: no querer terminar de leer el libro, y tratar de ponerme de inmediato a escribir.
     Desde entonces me entregué a la búsqueda de todo lo publicado por Abilio. De él sólo conocía algo de su teatro y el poemario Manual de las tentaciones.
     Durante años, en puntuales citas dominicales con mi amigo Juan Arcocha hemos comentado, con fiel devoción, los cuentos de Abilio – “perfectos” cito a Juan – y las novelas Los palacios distantes primero,y, ahora, El navegante dormido.
Por fin, en Barcelona, un mediodía de agosto, frente a la Sagrada Familia de Gaudí, en el nuevo barrio de adopción de Abilio, pudimos conocernos y hablar durante horas, como si fuéramos dos viejos amigos que se escapan de las clases del Instituto para irse a deambular por las calles de Marianao.

*Armando Valdés Zamora (La Habana, 1964) Doctor por la universidad de la Sorbona con una tesis sobre José Lezama Lima. Ha publicado el poemario Libertad del silencioy la novela Las vacaciones de Hegel.

 

 

AZ: Tu amistad con Virgilio Piñera hace que siempre te relacionen con él. Muchas veces has hablado de “la herencia” más perdurable que te ha dejado Piñera: vivir en la literatura. Ver la escritura como un acto de fe, casi como una religión.
     Me gustaría saber, ¿hasta qué punto tú has conseguido vivir en ese estado y cómo lograrlo cuando se “espera” tu próximo libro, cuando has logrado el privilegio de entrar en el circuito de una gran editorial viviendo, además, fuera del lugar donde naciste y creciste?

AE: Me haces una pregunta muy difícil, porque cuando trato de responderla, la declaración me suena demasiado solemne. Pero bueno, lo has preguntado, atente a las consecuencias: si no fuera por la literatura, y por ese modo de “vivir dentro de ella” que vi en Virgilio, que aprendí en Virgilio, no puedo explicar que habría sido de mí. Te confieso que muchas veces he flaqueado, he sentido la tentación del “portazo definitivo,” para no llamar las cosas por su nombre. Y sólo el hecho de pensar que hay algo que debo escribir, esa especie de locura, me salva de las “tentaciones malévolas.” Virgilio Piñera aprendió a vivir en “la orgía perpetua” de que hablaba Flaubert. Y lo mejor: lo contagiaba, sabía contagiarlo. Independientemente de que yo estuviera encantado por dejarme contagiar. Te llevaba hacia esa orgía y aprendías a vivir en ella. Fue un aprendizaje extraordinario, porque fue para toda la vida. Y ese modo orgiástico de vida, hasta donde sé,  no se ha visto perjudicado por el hecho de que haya abandonado La Habana y entrado a publicar en una gran editorial. Como es buena editorial, Tusquets es muy respetuosa. Me han ayudado mucho, sobre todo me han dado una cierta seguridad económica para poder escribir, y no me exigen un libro cada año ni mucho menos. Todo lo contrario. Y en cuanto a vivir lejos de La Habana, eso ya no importa porque cuando escribo “estoy donde puedo y quiero estar.” No sé si suena soberbio, pero no es eso. Quiero decir algo muy simple: cuando uno ha aprendido a “vivir” la literatura, ya deja de tener importancia el lugar en donde está, porque uno se sitúa en sus propios recuerdos, en su propia experiencia y es desde ellos de donde vienen los libros. Yo no soy un periodista, no escribo testimonios directos sobre la realidad. Tampoco soy un profesor o un crítico que clasifica. No se trata de capturar una mariposa y clavarla en un panel. Yo cuando escribo intento dar vueltas sobre un misterio que es el mismo en Barcelona, La Habana o Estambul. Si esas vueltas tienen o no algún sentido, ya es otra cosa. Y tampoco importa. El acto del arquero cuando se dispone a dar en el blanco, es el verdadero blanco.   
 
AZ: Al leer tus cuentos y tus tres novelas se percibe siempre una confrontación entre espacios distintos. Lo curioso, a mi modo de ver, es que en tus historias lo Otro, casi siempre inalcanzable, se desea como vía de escape y de salvación; mientras que lo que se posee, el presente cotidiano, aparece siempre como una repetición a la vez desdichada y riesgosa. De hecho ese Más allá casi nunca se alcanza y cuando esto ocurre, al personaje que lo logra de cierta manera lo completa otro que se queda y fracasa. ¿Hasta qué punto se puede considerar este equilibrio  intencional en tu escritura?

AE: Sí, creo que esa especie de “equilibrio,” como lo llamas, es intencional, porque tiene que ver con una experiencia literaria que es, primero, una experiencia personal. Desde muy joven, casi un niño, sentí que lo verdaderamente importante estaba en otro sitio, nunca en el que me encontraba. No lo enunciaba de este modo, por supuesto, pero era sí, te aseguro, que era esa la sensación. Creo que lo he contado ya. A los diez años tenía un atlas geográfico maravilloso y en él realizaba unos viajes inolvidables. Siempre fui muy bueno en geografía, y lo que mis profesores no sabían (ni yo mismo tal vez lo sabía muy bien) era que semejante conocimiento provenía de una nostalgia. Luego, me di cuenta de que no era algo que me atañía sólo a mí, y que ese era uno de los grandes temas, que toda la literatura estaba recorrida por esa nostalgia, por ese desprecio del lugar en que se está, de lo que se tiene y se vive, y ese aprecio de lugar en el que no se está y de lo que no se tiene y no se vive. Lo descubrí muy nítidamente en Casal. También está en Martí: si lo miras bien, ese hombre que se desangra por un país que apenas conoce. Lo leí en Proust. No recuerdo en que momento de En busca del tiempo perdido se dice algo así como que “sólo se ama lo que no se posee.” Lo dice de otro modo, creo, pero lo que quiere decir es eso. Y quizá sea una exageración, pero al menos es lo que uno creyó entender lo que le sucedía. Hay como una insatisfacción permanente, como que añoras un lugar, y cuando llegas dices “no, no es aquí, es en otro lado.” Y puede que esto refleje una insatisfacción más profunda, pero no me interesan las explicaciones “psicológicas,” ni mucho menos. No me interesa aclarar el misterio, sino mostrarlo y hacerlo más misterioso si es posible.  

AZ: Una de los aspectos más originales en tus narraciones es la referencia constante a un pasado cubano esplendoroso, decimonónico o republicano, que se opone a un presente angustioso donde se espera siempre la llegada de una catástrofe. ¿Es algo inevitable en ti esta manera de abordar “lo cubano” o una estrategia para evitar lo peor de un  realismo testimonial?

AE: Si uno lo piensa con lucidez, no creo que hubiera un pasado esplendoroso republicano, y mucho menos un esplendoroso siglo XIX. Recuerdo el extraordinario ensayo de Calvert Casey “Para una comprensión total del siglo XIX,” aparecido en Memorias de una isla. Como dice Calvert, el testimonio que nos dejaron los románticos es el de un mundo falseado, un mundo donde la gente no suda ni pasa calor, un mundo sin mierda y sin moscas. Sin embargo, una vez más estamos en la disyuntiva: “lo no vivido versus lo vivido.” Y yo era muy sensible a las conversaciones familiares, donde se añoraba todo lo que se había ido para siempre. La felicidad con que mi familia hablaba de un tiempo ido, terriblemente ido para siempre, aun cuando eran tiempos difíciles, me hacía notar algo muy importante. Sospecho que comprendía algo. Sospecho que en aquel mundo difícil había una especie de “posibilidad,” algo que, aunque fuera feo, dependía de uno mismo y no del Estado, del “ogro filantrópico” de que hablaba Octavio Paz. Tal vez me equivoque, pero el mundo en que se desarrolló mi adolescencia y mi juventud era un espacio extraordinariamente feo, porque estaba lleno de miedo. Teníamos (o yo tenía) miedo a todo. Nos vigilaban y nos sentíamos vigilados. Había que hacer cosas que no querías porque otro lo quería por ti. Nada se puede comparar con el miedo. Es una sensación terrible y que lo afea todo a tu alrededor. Un miedo, además, que no puedes controlar, porque las fuerzas que lo mueven están muy lejos de ti y son incontrolables. No sé si me explico. Pero cuando mi madre habla de su vida llena de carencias en “la casita de la laguna,” una casita de Bauta que era casi un bohío, descubro en su voz una alegría extraña, y me doy cuenta de que vivían muy mal, con mucha pobreza, y eso no importaba porque no sentían miedo. O sentían otros miedos. No ese ubicuo, enorme y monstruoso del Big Brother. No sé si el mundo republicano era “mejor,” supongo que no, pero al menos podías volver la cara, cerrar las ventanas, decir que no, y no sufrías las consecuencias. De modo que ante esta disyuntiva lo no vivido se mostraba como algo mucho más hermoso que lo vivido. Y no, no creo que fuera una simple estrategia literaria. Sentir miedo es una sensación que lo enferma a uno para siempre, y no le deja mirar la belleza de las cosas. 

AZ: En alguna ocasión has hablado de la necesidad del placer en el hombre como una manera de escapar a las ajenas imposiciones de la Historia, o simplemente como una manifestación de su libertad. Creo percibir a través de tus libros la expresión de un doble placer, el del arte – pienso  no sólo en la literatura sino también en la música, por ejemplo –  y el corporal. ¿Qué lugar le das a esos placeres en tu vida y en tus libros?

AE: Armando, me obligas a hablar otra vez del miedo y de la nostalgia. Yo tenía muchas posibilidades de ser un marginado. Era un hombre que no creía en el mundo que se construía, o se destruía, a mi alrededor, y era, soy, un homosexual en un mundo de guerreros (no sé si dulces, creo que no). Un homosexual que nunca entendió por qué tenía que estar encerrado en un closet. Cuando todo se hace muy agresivo a tu alrededor, sólo te queda un espacio de libertad que está en ti mismo: tu música, tus libros y tu cuerpo. Yo pasaba horas en la sala de música de la Biblioteca Nacional, escuchando música de todas las épocas. Francisco Morán lo sabe, porque él también estaba siempre allí. Y, por supuesto, buscaba disfrutar mucho. Disfrutaba todo lo que no podía disfrutar en otros planos de la vida. Con mi cuerpo pasó lo mismo. En cuanto lo descubrí, no me puse limitaciones. Las limitaciones que la pusieran los otros, no yo. Era la única posibilidad contra el miedo y contra la fealdad de las cosas. Si no hubiera sido por esos placeres, no habría podido sobrevivir. De manera que como yo intento ser un escritor honesto, esos placeres están en mis libros, como un modo de redención, de vindicación, una manera de decir “gracias a esto estoy aquí.”

AZ: Por el capítulo que se ha publicado en el número 51/52 de la revista Encuentro en tu novela inédita Defensa de los trenes narras por primera vez una historia que no transcurre en Cuba. ¿Hasta qué punto esto que, de manera pedante se puede considerar “una nueva etapa de tu obra,” ha sido para ti una necesidad  como escritor y como persona?

AE: Supongo que es “una nueva etapa de mi obra” porque es una nueva etapa de mi vida. Ya no vivo en La Habana. Ahora vivo en Barcelona. Es mi nueva ciudad. Y significa mucho cambiar de ciudad. El rompecabezas, el puzzle, como dicen acá, se arma de otro modo, aunque las piezas son las mismas. De modo que, como yo intento “escribirme” en cada libro, sí es para mí una necesidad. Ahora bien, verás que no es una historia catalana o barcelonesa. Verás que sigue siendo una historia cubana. Porque ya, a los cincuenta y cinco años de mi edad (que diría Borges) aunque me vaya a vivir con los maoríes (cosa que me encantaría), seguiré siendo un cubano. Ni puedo, ni quiero evitarlo.

 

Fotos: Ariane Valdés-Picault