De Abilio Estévez como una nube
(En la presentación de un lectura de Los palacios lejanos, Centro Cultural de España en La Habana, septiembre de 2000)
Antonio José Ponte
En el panorama actual donde la novela viene a ocupar el sitio que antes tuvo entre nosotros la poesía (ésta a tiempos utópicos, como la novela a tiempos de mercado), creo que ningún nuevo libro de autor cubano podría levantar tantas expectativas como la novela que nos reúne esta tarde, última obra de Abilio Estévez.
Como conocen ustedes, su novela anterior fue entendida como renacimiento de las letras latinoamericanas en uno de los más importantes suplementos de libros de Madrid. Su traducción al francés recibió el premio Médicis al mejor libro de otra lengua publicado en París. Y recibió entre nosotros cierta acusación de plagio, y la absolución de esos cargos por un jurado. Es decir, cada una de estas capitales encontró su modo de saludar la aparición del libro.
No resulta extraño, entonces, dadas las noticias anteriores, que mucha curiosidad aguarde por la segunda novela de este autor. Si quisieran encontrarse razones literarias para esta curiosidad bastaría con la siguiente: digamos que hemos venido a comprobar cómo Abilio Estévez ha conseguido escribir un mundo después del mundo de Tuyo es el reino.
Quienes conozcan lo escrito por él en poesía, en dramas y en cuentos, habrán alcanzado a percibir que esa primera novela suya venía a resumir todo aquello. Escribir una primera novela es cerrar una etapa, cerrarse una etapa. Con tal de despedirse de rasgos y motivos, y estructuras y obsesiones, y personajes y maneras, y vocablos y tics, se les llama para que aparezcan (quién puede asegurar si por vez última) bajo una luz epilogal. Escribir una primera novela luego de haber trabajado en tantos géneros resulta casi siempre componer un epílogo. Y Tuyo es el reino lo es en mucho. El poeta que en la pieza teatral La noche aparece cubierto de dardos, por cuya boca habla en versos el protagonista de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, el herido de Un sueño feliz, debe haber terminado su camino al centro de Tuyo es el reino, donde nos confiesa su verdadero nombre: Scheherazada.
Una summa procura levantarse única. De una sencilla vida humana no es dable esperar más que, en el mejor de los casos, la construcción de alguna summa. La vida de un escritor consiste, en cambio, en el imposible de alzar una summa tras otra. Y que Abilio Estévez lo haya conseguido después de una tan ambiciosa primera novela, es lo que supongo hemos venido a investigar.
Ustedes sabrán que las reglas de la magia de salón determinan que el elegido entre los espectadores, al que hacen subir al escenario para que sirva un tanto de asistente, un tanto de testigo cercano, y sea quien abra más la boca de asombro, no debe conocer los rejuegos de los que el ilusionista se valdrá. El público, sin embargo, siempre termina por sospechar de la relación entre ambos.
En este punto me toca declarar que desconozco por completo lo que va a ser leído aquí después que yo termine mis palabras. Cuando me invitaron a presentar esta lectura advertí que hablaría de Abilio Estévez como nube. Y no en vaguedad, sino en pronóstico. Que intentaría exponer la forma de una nube, construir para esa nube un modelo más o menos matemático, aproximativo. Y ahora, fiel a esos propósitos, me dispongo a aventurar qué espero de esta nueva novela desconocida.
Al tratarse principalmente de un dramaturgo (no conozco hasta ahora obra suya más lograda que La noche), empezaré mis predicciones por el reparto. Habrá multitud de personajes; Abilio Estévez no parece conformarse con seguir el destino de unos pocos. Entre esos personajes, si todos no van a serlo, existirán algunos arquetipos. No más Poeta quizás, no más hermosos sansebastianes flechados, pero algún arquetipo habrá. Ángeles tal vez como el Ángel de la Muerte, o dioses como Benny Moré.
Pero arquetípicos o no, y multitud o puñado, los que aparezcan se pondrán en determinada página de la novela a recordar. A recordar un trauma o una gloria. “Comiste el chilindrón maravilloso de mamá,” dice una hermana muerta a una hermana viva en una de sus piezas teatrales. Y recuérdese qué catálogo de venturas criollas, y especialmente habaneras, resulta ser Santa Cecilia.
Los personajes de esta nueva novela van a dedicarse, como pretexto para lamentar la vida perdida, a algunos tropismos de la cotidianidad, o a metáforas totales como la de hacer el camino. Reservadas estas últimas para los arquetipos. Puede además conjeturarse que no existirá mucha relación entre ellos. Abilio Estévez, a pesar de ser dramaturgo, no es autor muy dramático si entendemos por ello que, de convocar a una muchedumbre, lo que haga uno tendrá fatalmente que recaer sobre el mayor número posible del resto. O para explicarlo en términos de la física, que una fuerza despierte las mayores reacciones posibles desde todas direcciones.
Abilio Estévez es dramático a la manera un tanto sacra en la que el principal contrincante queda afuera de la obra, y puede tratarse de Dios, o bien de eso que Nietzsche llamó el más frío de los monstruos, el Estado. “El Estado soy yo,” escuchamos decir a la monstruosa madre en La noche, pieza sacra que su autor ha bautizado como misterio herético.
Acabo de mencionar otro de los rasgos que me permito pronosticar para lo que escucharemos: quedarán afuera Dios o el Estado o el Tiempo. Y un tanto sesgadamente ocurrirá alguna catástrofe porque Abilio Estévez es un catastrofista, un pintor de apocalipsis. Recuérdense, si no, la ciudad hundida de una de sus piezas, el mundo asolado totalmente en otra de ellas, y el aguacero de ópera napolitana, aguacero macondiano que se aguarda a lo largo de la primera parte de Tuyo es el reino.
Envueltos en la catástrofe que es Dios, o el Estado, o el Tiempo; metidos dentro de ella, tan pocos relacionados entre sí como náufragos dispersos, cada uno de esos personajes de los que aún no tenemos noticias hallarán de uno en uno su episodio, su capítulo. En atmósfera más estática que dinámica – la atmósfera hierática de lo sacro – cada uno se adelantará para cantar su aria y, terminada ésta, dejará sitio a otro. Aria tras aria se completará la novela, el oratorio.
Porque si acaso esta novela no se desdice en mucho de trabajos anteriores, será otra vez un oratorio. Oratorios son la mayoría de las piezas dramáticas suyas, y oratorio su primera novela. Drama musical de asunto religioso, nos dice el diccionario en este punto. Y más provechoso que preguntarnos dónde pueda estar lo musical de esas obras, será preguntarnos cuál asunto o asuntos religiosos tratan.
Principalmente un asunto que mueve a piedad (de ahí lo religioso), el asunto Cuba. El destino de Cuba resulta para Abilio Estévez historia sagrada. Se procura salvación, por Cuba se ora y ruega. El drama de la caída es en él drama de la caída cubana, de nuestra crisis.
Cuba es, como toda patria, alegoría pura, una figura que lleva a hacernos de ella algún sentido figurado. “La alegoría”, consideraba Henry James, “puede estropear dos cosas buenas: una historia y una moraleja, un significado y una forma”. Sospecho que Abilio Estévez, quien no ha temido nunca alegorizar, va a ponerse otra vez a hacerlo. Más con arquetipos que con personajes va a contarnos la suerte del mundo, del país o de esta ciudad. Más la tragedia de una cultura que los pormenores de tal o cual individuo.
Cuba había sido últimamente alegoría en Guillermo Cabrera Infante, Cuba Venegas se llama uno de sus personajes. Severo Sarduy pinta a un enano tradicionalista cubano en Miami, un enano en guayabera, enano en alforcitas, y lo bautiza Pedacito de Cuba. Y Reinaldo Arenas le pone a su amante más fijo el nombre de Llave del Golfo por razones que sobra explicar. Arenas, Cabrera Infante y Sarduy alegorizan irónicamente. En Abilio Estévez, en cambio, no se encontrará nada de esta ironía. Es seriamente, cabalmente, un escritor moral, de moralidades. De moralidades heréticas, claro. Ahí están para sus lectores La Isla de Tuyo es el reino, la Perla Marina. Y sospecho que Cuba será alegoría en este nuevo trabajo suyo. Si antes comparé sus obras con oratorios, con dramas religiosos, es porque se trata de dramas de símbolos. Abilio Estévez suele ser alegórico y moralista y simbólico.
Para muchos lectores actuales una alegoría podrá estar aquejada de exceso de sentido. Y a juzgar por lo que veo publicado entre nosotros, el sentido, o está fuera de moda, o es lengua muerta, o no debe formar parte de los propósitos de un escritor. A muchos lectores podrá desesperarlo leer al cuadrado y no soportarían dar entera lectura a Dante o Joyce, por citar a dos grandes alegoristas. E incluso Dante y Joyce tienen para nosotros la ventaja de haber perdido mucho de su sentido figurado, no así uno de nuestros contemporáneos coterráneos.
Pero quien se muestre insatisfecho con la ausencia de sentido que campea, quien comprenda que la mayoría de los narradores cubanos actuales colocan mala poesía cuando intentan armar a sus lectores la trampa de una epifanía (epifanía, término caro a Joyce), preferirán una epifanía sostenida, a ninguna. Y accederá con gusto a lo alegórico.
Jorge Luis Borges dedica uno de sus ensayos a arbitrar opiniones en pro y en contra de las alegorías: Chesterton y Benedetto Croce discuten en su ensayo. Y salomónicamente termina por considerarse que una forma no resulta de por sí impugnable o celebrable. Personalmente, creo que Abilio Estévez ha alegorizado con suerte unas veces y otras sin ella.
En uno de los episodios de los que consta La noche dos sepultureros traen a la monstruosa figura materna que preside la pieza un par de cofres. A uno de éstos lo llenan las bocas y al otro los ojos arrancados de los muertos jóvenes. Me aprovecharé de ese par de emblemas para terminar mis palabras. Tergiversaré un poco esos emblemas. A la espera de que podamos conocer en forma de libro la última novela de Abilio Estévez, mientras no podamos aún abrir para ella el cofre de ojos, el autor o ilusionista abrirá ante nosotros esta tarde el otro baúl, el de las muchas bocas. Las muchas voces que hablan, la novela...