Introducción

Francisco Morán

     A continuación ofrecemos una generosa selección del libro 17 de Mayo (1890), de Ricardo Mora, así como algunos de los autógrafos que aparecen en el folleto Un recuerdo a las víctimas de el 17 de Mayo (1891), de Conrado V. Blanco. Del primero se nos dice que lo ilustran 28 grabados. Quisiera destacar que en el libro de Mora encontramos colaboraciones de, entre otros, Rafael Montoro, Enrique José Varona, Ricardo del Monte, Manuel Sanguily, Manuel Serafín Pichardo, Manuel de la Cruz, junto a las del alcalde y el obispo de la ciudad, así como las palabras de Ricardo de Cubells (secretario del Gobernador General) y, por tanto, en representación del Gobierno General de la Isla de Cuba. Hay que aclarar que ciertas alusiones por parte de algunos de los autores mencionados podrían interpretarse como veladas críticas al gobierno colonial, o, por lo menos, a las autoridades. Es el caso de Montoro cuando habla del “absoluto convencimiento de que [el suceso] pudo ser impedido” (26). Pero, por otra parte, hay dos temas que vemos repetirse:

     1) el de la unidad ciudadana ante la magnitud de lo sucedido. Enrique J. Varona expresa, por ejemplo, que “La Habana entera se ha confundido en un solo sentimiento de piedad inmensa y admiración respetuosa.” Varona, incluso, llega a ver en la tragedia la revelación “de que hay un alma en esta comunidad de que somos miembros”(27).

     2) Unido a lo anterior está el tema del martirio y el sacrificio enlazado a la exaltación de los valores masculinos. En efecto, en muchas de las colaboraciones el bombero es equiparado al soldado, al guerrero. Si a Ricardo del Monte le peocupa que los bomberos puedan ser olvidados es porque, justamente, “luchar con los elementos no significa luchar con la espada” (28). Sanguily se dirige a un cadáver carbonizado y, por tanto, irreconocible. Es a ese hombre que no será recordado, que no deja memoria, que no tiene nombre, al que le dice: “Ah! de todos los desventurados eres el bendecido de mi corazón…. eres…. el hombre!, más tarde o más temprano todos desaparecen tan absolutamente como si nunca hubieran vivido” (29-30). Es, desde luego, una reflexión sobre la mortalidad, pero aquí hay también una proyección anticipada del «soldado desconocido». Así, al despedirse de ese “amigo desconocido,” Sanguily le habla como podría hablársele al héroe, al mártir que se inmola en el combate: “porque fuiste – corriendo en pos del bien y pereciendo a su luz, que a menudo es fatídico desastre [extraña intuición de la luz revolucionaria] – el símbolo de la humanidad, víctima de sus quimeras generosas, despojo infeliz de la fatalidad” (30). También Manuel Serafín Pichardo en su poema “Ante su monumento” no quiere que el epitafio diga “Aquí yacen,” sino “Aquí viven los héroes, y en la gloria” (itálica en el original) (34).

     Habría que preguntarse si esa si bien frágil unidad que, por un instante, permite vislumbrar el libro de Mora, y que reúne a defensores del independentismo, del autonomismo, autoridades religiosas y coloniales, no tiene acaso como base la fascinación compartida de los valores masculinos, el fortalecimiento de los lazos homosociales de los que la tragedia de la ferretería de Isasi habría sido el catalizador, y de los que la ciudad se convirtió en un apoteósico espacio de representación pública. Uno no tiene más que pensar en el mausoleo del Cementerio para aceptar por lo menos que esta explicación es absolutamente plausible. Hoy, las dos tumbas del Cementerio que más familiares resultan a los habaneros son probablemente la de los bomberos y la llamada de «La Milagrosa». Curiosamente, ambas deben su popularidad a sus vínculos con los prototipos ideales de “lo masculino” y “lo femenino.” El mausoleo a los bomberos – que de eso se trata; no es meramente una tumba – es el homenaje al heroísmo, mientras que la tumba de «La Milagrosa» lo es a la maternidad. El 17 de mayo fue declarado Día del bombero, y en el acto tradicional que “organiza la Oficina del Historiador de La Ciudad y el Cuerpo de Bomberos del Ministerio del Interior,” leemos en Opus Habana, “se colocó una ofrenda floral ante la tarja a los mártires del siniestro, en la esquinas del inmueble sito en Mercaderes entre Obrapía y Lamparilla. Oficiales, combatientes del MININT y especialistas de la Oficina del Historiador estuvieron presentes en la ceremonia en la que se rememoraron los hechos que costaron la vida a treinta y ocho personas, de las cuales 25 eran bomberos de los cuerpos fundamentales de prevención, que existían en La Habana colonial: los Municipales y los del Comercio” (“Reabre museo de bomberos”). En un acto de recordación celebrado el 18 de mayo del año anterior, Eusebio Leal expresó: “De niño recordamos el respeto y la veneración con que un día como hoy desfilaban por las calles los sobrevivientes del fuego, vistiendo los antiguos uniformes, honrados por sus compañeros y continuadores. Jóvenes que venían sosteniendo a ancianos condecorados y de muchos años ya, en retiro del servicio activo, pero que eran considerados héroes vivientes de una hazaña” (“Honor a los que cayeron”). El título mismo de la intervención de Leal, así como la participación en la ceremonia de oficiales y combatientes del MININT, sugiere una línea de continuidad – por encima de la condición colonial de Cuba y de las ideologías – que se expresa en la consolidación de los valores masculinos como la fuente última del prestigio y la autoridad social.

     Eso explica que el mausoleo se destaque sobre todo por su verticalidad y monumentalidad. Este se yergue, a manera de obelisco, desde el centro de un imponente sarcófago de mármol. Agustín Querol, el escultor español autor de la obra, flanqueó la base del monumento con cuatro figuras alegóricas: “El Dolor,” “La Abnegación,” “El Heroísmo” y “El Martirio” (todas representadas por figuras femeninas). En la base del monumento podemos ver las representaciones realistas de los bomberos que perecieron en el siniestro. La cúspide está rematada por otra figura alegórica, alada que, mientras con un brazo señala a las alturas, con el otro sostiene por la cintura el cuerpo de un caído.

     Albert G. Robinson en Cuba Old and New (1915) nos dice que en una colina, en el Vedado, hay dos “‘puntos de interés’ para el visitante: la vieja fortaleza del Castillo del Príncipe y el Cementerio.” Luego de señalar que el último se caracteriza por hospedar notables monumentos, nos dice que uno de ellos es conocido como «El monumento de los bomberos». Robinson continúa:

Por muchos años La Habana ha tenido, para suplementar su organización municipal, cuerpos de bomberos voluntarios. En varios aspectos, estos últimos se parecen a algunas organizaciones militares en los Estados Unidos. Constituyen al mismo tiempo un club social exclusivo y una fuerza práctica. Su membresía es una distinción social. Si estás en La Habana y ves a un grupo de hombres en uniformes admirablemente entallados y con cascos de bomberos, corriendo hacia una dirección particular en taxis, carruajes o automóviles, sabrías que son miembros de los Bomberos del Comercio en camino a una conflagración. Han realizado un trabajo excelente en caso de fuego y de inundaciones. En los desfiles, se ven extremadamente pulcros con sus cascos, uniformes, botas y equipos, y un tanto dandificados, incluso como para no sugerir ningún humo como no sea el de los tabacos o el de los cigarrillos. Pero ellos son “la cosa real traga-humos” cuando se ponen a trabajar. Tienen una larga lista de hechos heroicos a su haber” (83-4) (la traducción es mía).

     El comentario de Robinson – que no sutilmente feminiza a los bomberos – no sugiere una mirada tan etnocentrista como pudiera parecer a simple vista. Los bomberos habaneros se parecen a otras instituciones militares norteamericanas en “varios aspectos,” y no hay nada que sugiera que uno de esos aspectos no sea el dandismo e, insisto, el afeminamiento que sugiere en los habaneros. Por otro lado, todo el comentario de Robinson está cargado de un característico homoerotismo que ha estado asociado tanto a la figura, como al trabajo y al “equipo” del bombero. Se trata también de que, como observa Robinson, el cuerpo de bomberos ha sido tradicionalmente una especie de club masculino, de hombres que pasan juntos una buena parte de su existencia.

     En su libro, Mora refiere una historia que titula «Rodríguez Alegre y Coloma» (énfasis nuestro), donde se nos dice que el “joven Coloma,” fue conducido al cementerio “en luctuosa procesión, junto con el cadáver de su compañero el desventurado Manuel Rodríguez Alegre.” “Fueron sepultados,” añade, “en la misma fosa, entre los gemidos del réquiem y coronas de flores.” Los amigos todos “derramaban abundantes lágrimas de sincero dolor,” mientras Mora piensa en voz alta en estos jóvenes entre cuyos sueños estaba el de “no tener más que amigos” (39-40). El sentimentalismo que tiñe la historia, así como el lugar aparte que esta tiene en el libro, crean un espacio de intimidad, y hasta pudiéramos decir que una historia de amor ejemplar con ambos jóvenes juntos en el mismo lecho-tumba. Su entierro, además, ocurre en un escenario absolutamente intra-masculino en el que estos lazos pueden expresarse de una manera intensamente emotiva en el espacio público sin causar por ello ninguna extrañeza.

     No quiero concluir sin recomendarles a los lectores la sección que le dedica Mora a los muchachos de la acera del Louvre y donde, de pasada, menciona a Casal. La caracterización que hace del grupo – a pesar de las rociaduras de agua bendita – no consiguen hacernos olvidar los “ruidosos placeres” de este grupo en el que se incluye a Casal.

     Por modestia no me extiendo en las alusiones a Morán, a quien me une, por supuesto, un lejano parentesco, y que fue colaborador de La Habana Elegante y conoció a Casal. Y no añado más.

 

HABANA      
17 de Mayo
1890

Ricardo Mora

Con un Prólogo del Sr. D. Joaquín Ruiz

Ilustrado con 28 grabados y las biografías de las primeras Autoridades

Habana: La Propaganda Literaria
(Premiada en varias exposiciones)
Imprenta. Estereotipia. Galvanoplastia. Librería. Papelería

Zulueta, 28, entre Virtudes y Ánimas

1890

DEDICATORIA

Excmo Sr. D. José Chinchilla y Diez de Oñate

     El sentimiento tiene el privilegio de imperar en el mundo, así es, que por gloriosa que sea vuestra historia militar, son aún más grandes, brillantes e imperecederos vuestros actos de hombre de corazón.
     El carácter es la cualidad más hermosa y fecunda del hombre, porque gana mejor que ninguna otra el respeto, la sumisión y el afecto en forma más duradera.
     Habéis demostrado como militar que sois digno de la admiración que produce el heroísmo; y como hombre filantrópico y de gran corazón, que sois un carácter.
     Vuestro nombre es el que debe honrar esta página en que os ofrezco la recopilación de los hechos que sirvieron para patentizar vuestros ya conocidos y generosos sentimientos.
     Valido de la distinción que habéis dispensado pródigamente a cuantos sufrimos los rigores del infortunio en aquella noche eternamente memorable, me permito poner este folleto bajo vuestra protección, quedando realizadas mis aspiraciones con que en lejana época os sirva para recordar junto con el entusiasmo y el amor de este pueblo que tiene vuestro nombre como símbolo de generosidad, valor e hidalguía, el profundo afecto y la cariñosa consideración de vuestro respetuoso amigo

                                                                                     Ricardo Mora.

 

17 de Mayo de 1890 

     Tristemente memorable será para todos los habitantes de esta infortunada Isla la fecha que sirve de título a este trabajo. En la noche de este día tuvo lugar en esta ciudad, uno de esos hechos que se graban en la memoria figurando entre los recuerdos imperecederos de nuestro espíritu. Hecho, es el que nos ocupa, que ha llevado hondo desconsuelo y triste amargura a los hogares de los muchos que perecieron en la porfía, pagando el sagrado tributo de la vida al inexcusable cumplimiento del deber, que es la despótica diosa de los hombres honrados, o de los que héroes por la grandeza de sus sentimientos y el arrojo de sus acciones, disputaron en sin igual lucha más de una vida al horrible y espantoso suceso que tantas preciosas ha segado en esta desconsolada sociedad.
     La narración de hecho tan tremendo por sus estragos, es el que nos proponemos dar en las páginas de este folleto con toda la mayor exactitud que nos sea dable, habida consideración a lo deficiente de nuestra pluma y a las distintas versiones que oímos aún en el mismo lugar del siniestro que a tantos arrancó la vida. Así es, que fuimos testigo presencial de los hechos primeros y no hemos después dejado de adquirir cuantos datos nos han sido necesarios para escribir esta narración.
     Serían la diez y media de la noche infortunada, cuando los silbatos del O. P. anunciaban que había fuego en la agrupación número 2; y como nuestro deber de periodista nos obligaba a concurrir al lugar del siniestro, tomamos un coche de plaza que nos condujo a la calle de Lamparilla esquina a la de San Ignacio, donde bajamos del vehículo dirigiéndonos a pié por la referida calle de Lamparilla y en dirección a la de Mercaderes, pues la esquina que hacen estas dos calles y del lado de la acera par de la última, la casa número 24, se encontraba presa de las llamas. En esta casa se hallaba el depósito de la ferretería de los Sres. Isasi y Compañía. Cuando admirados por la intensidad del incendio tratábamos, no obstante, de adquirir datos sobre su origen o causa y observamos a los bomberos del Comercio, Municipales y Cuerpo de O, P. por las medidas que indistintamente tomaban los Jefes de los respectivos cuerpos, para atacar con el mejor acierto, y obtener el mayor éxito; y veíamos que el entusiasmo en todos aquellos servidores de la humanidad no tenía límites; y que mientras más terrible se presentaba el incendio, con mayor denuedo era atacado cuando con más afán y entusiasmo trabajaban aquel; grupo de beneméritos de la humanidad, sonó, a las once menos diez minutos, un sordo estampido que elevó todo el edificio incendiado, cayendo luego con pesadumbre inmensa sobre todos los que estábamos a sus alrededores. Un instante de estupor producido por la sorpresa de lo inesperado, una oscuridad de tinieblas que puso espanto en los ánimos menos esforzados, un silencio sepulcral en todos los alrededores de aquel fatídico lugar; y luego mezclado al chasquido de las llamas que de nuevo tomaban cuerpo, los dolorosos lamentos de los sepultados en los escombros. Los primeros valientes que volvieron al lugar, subiendo sobre los escombros que cubrían gran número de bomberos y soldados, comenzaron los trabajos de escombreo. Los que estábamos debajo de la improvisada fosa, sentimos la más amarga desesperación en el primer momento de silencio que sucedió a la explosión, porque parecía que nadie de los vivos volvería a aquel lugar a salvar la vida de cuantos estábamos bajo el peso insoportable de aquellas masas de hierro y piedra que nos separaba del mundo de los vivos. Por fortuna poco tiempo duró aquella duda, porque pronto sentimos los pasos que anunciaban la presencia de los que podían ser nuestros salvadores. Entonces los quejidos, los lamentos, las voces de auxilio, contestadas por los superviventes exteriores, formaron el triste y desgarrador concierto de aquel lugar. Con la presteza que les fue posible comenzaron los bomberos los trabajos de escombreo para sacar del seno de aquellas piedras a cuantos estábamos debajo sufriendo lo indecible.
     Salí uno de los primeros de aquel sepulcro de vivos y poco después el valiente inspector especial de policía Sr. Miró, que oímos los últimos suspiros de los infelices a quienes la vida de súbito abandonaba. A nuestro lado teníamos el denodado capitán de Bomberos del Comercio D. Francisco Ordoñez.
     Solo nos salvamos Miró y yo, los que aun nos encontramos en el lecho del dolor, habiendo yo, en carta publicada en La Tribuna, hecho la narración de lo que me acaeció, por lo que aquí la transcribo:

HABLA UN RESUCITADO

(Carta de nuestro reporter Ricardo Mora)

Mi querido amigo y Director:

     Siempre fui y sigo siendo opuesto a exhibir en público mi personalidad, pero, con motivo de la reciente, triste y lamentable catástrofe del día 17, me tocó en suerte ser uno de los muchos de quienes a diario y con interés se ha ocupado la Prensa habanera con relatos en parte ciertos y en parte inexactos, sobre todo en lo que se refiere a mi casi milagrosa salvación, por lo que me creo en el deber de decir algo que ponga las cosas en su lugar, ciñéndome únicamente a relatar hechos, sin entrar en consideraciones de ningún género, ni describir los martirios sufridos dentro de mi improvisada fosa en el pleno ejercicio de todo mi conocimiento.

                                                 ———

     Al oír las señales que indicaban el fuego, me encontraba en el teatro de Tacón, de donde inmediatamente salí para el lugar designado en las alarmas, en coche [y] en compañía de mis amigos Eugenio de Santa Cruz y Pablo Mazorra, del vehículo nos apeamos en la calle de Lamparilla esquina a San Ignacio. Allí me separé de ellos, y adelantándome, me dirigí hácia la casa incendiada, a cuyo frente llegué en los momentos en que un bombero del Comercio [que después he sabido era el desgraciado Cadaval] hacha en mano, trataba de abrir hueco en una puerta, supongo que con objeto de introducir un pitón y atacar el incendio, y a mis inmediaciones, conservo el perfecto recuerdo de haber visto al inspector especial de Policía, Sr. Miró, entre otros; bomberos casi todos.
     Dirigía mis pasos hacia aquel bombero que tan esforzadamente trabajaba a fin de hacerle algunas indicaciones para que evitara el efecto de la violencia de las llamas al salir, tan pronto como por el boquete que abriese penetrara el aire exterior de la habitación incendiada, cuando de súbito oí tremenda detonación y simultáneamente vi elevarse una imponente columna de fuego de azulosas llamas y humo blanquecino. Volvíme instintivamente tratando de ganar la calle de San Ignacio, pero acto continuo sentí un fortísimo y pesado golpe en el homóplato derecho que me lanzó contra la pared de la casa de Lastra, luego un segundo golpe en la espalda que produjo sonidos metálicos, que me hizo caer recibiendo enseguida sobre mis espaldas una lluvia de escombros y sobre éstos un peso enorme que me apretaba incesantemente, prensándome, triturándome casi, el cuerpo, en una oscuridad tenebrosa, horrible, dentro de una temperatura que parecía calcinarme las carnes y respirando poco muy poco, un ambiente de tal naturaleza, que creía que mis pulmones se llenaban de hirviente plomo.
     Allí, en aquella ardiente y opresora fosa, sintiendo casi debajo de mí los convulsos movimientos de la agonía de otro ser infeliz (que luego supe era el heroico Francisco Ordoñez), permanecí largo tiempo, en la plenitud de mi conocimiento, que no me engañaba, respecto a mi desesperada situación. Una profunda angustia se iba apoderando de mí, faltándome ya la respiración y sentía abrazárseme las entrañas, no encontrándome con esperanza alguna de salvación.
     En aquellos momentos noté un aumento de peso, algo así como pasos sobre mi persona, los oía claramente, concebí esperanzas, clamé auxilio y luego oí una voz que decía: “Aquí hay alguno, bomberos, vengan todos aquí.” Sentí, repito, pocos instantes después, las palas y picos que encima de mí escombraban. El trabajo duraría unos diez o doce minutos, al cabo de los cuales me descubrieron la cabeza que me levantó tomándola por bajo de la barba un bombero a quien no pude conocer, cuyo nombre no he podido averiguar y a quien desde aquí doy las gracias y ofrezco mi agradecimiento eterno. La primera voz conocida que oí fue la de mi querido amigo Manuel Morán, que cariñosamente me llamaba por mi nombre y me ofrecía algo que me ayudara a refrescar mis enardecidas fauces. — Después, media hora más de trabajo, los esfuerzos aunados de varios bomberos, me quitaron de encima las dos grandes piedras, que una, casi sobre la cabeza y otra sobre los riñones, me torturaban y me vi fuera de aquella caldeada tumba en brazos de mis salvadores entre quienes estaba Morán, bombero municipal y director de La Discusión,Angel y Tomás Bucelos, bomberos del Comercio, el teniente de infantería D. Antonio Valdepares, José Valdepares, bomberos del Comercio, Manuel Muñoz, B. del C., Marín, capitán de los bomberos municipales, mis queridísimos amigos Jacinto Sotolongo, Agustín Cervantes y Gonzálo de Cárdenas, que me colocaron en una camilla, conduciéndome a la casa en que se hallaba instalada, provisionalmente, la Sanidad de bomberos, donde encontré multitud de amigos, todos a cuál más solícitos y cariñosos, y entre ellos al doctor D. Benjamín de Céspedes, que me hizo la primera cura.
     En dicha estación sanitaria escuché las frases de animación y consuelo que el señor general Chinchilla prodigaba a todos los heridos y que no me escaseó, haciéndome ofertas que con toda mi alma agradezco, enviándole desde el lecho en que me encuentro, gracias por todo.
     Terminada mi primera cura, mis amigos aceptando la generosa oferta del señor don Jacinto Sotolongo, me trasladaron en un coche de alquiler a la morada de este caballero, donde aún me encuentro y donde he sido tratado por Sotolongo como pudiera serlo por un hermano.
     También se me dijo que el gobernador civil, señor Rodríguez Batista, había puesto a mi disposición su carruaje, por cuya manifestación le estoy agradecido.

                                     ———

     En el coche de alquiler en que fui trasladado aquí, me acompañaron mis amigos doctor Benjamín Céspedes, Agustín Cervantes, Luis Rodríguez y el bombero del Comercio Angel Bucelo, quien para hacerme menos penoso el trayecto, se quitó y colocó en mis espaldas su chaqueta húmeda aún del combate.
     En la casa también me esperaban algunos amigos y los doctores Zúñiga y Ubeda que solícita y cuidadosamente, me reconocieron e hicieron más detenida cura, renunciando generosamente a toda clase de honorarios, lo que consigno agradecido.
     Desde mi llegada a la casa hasta hoy, siempre he visto mi cama rodeada de amigos y ciento de personas me han visitado.
Durante mi permanencia en lecho recibí la visita de mi amigo el Jefe de Policía Sr. D. Antonio Lopez de Haro, varias de los Sres. Jerez y Perez a nombre del Excmo. Sr. Gobernador Civil, la de dos bomberos del Comercio en nombre de la comisión del cuerpo, haciéndome ofertas que no por haber rehusado dejaré de agradecer y la personal del general Chinchilla, (quien desde los primeros días se enteró frecuentemente de mi estado) y a quien acompañaba el señor Argudín, su ayudante de Campo.
     El señor Chinchilla no solo me repitió las ofertas de recursos, que no acepté agradeciéndolas, de la suscripción popular que se hace, sino que llegó su galantería y caballerosidad hasta ofrecerme cuanto necesitara de su propio peculio, por cuyo último extremo le doy señaladamente las gracias.
     También he declarado ya en la causa que debe estarse instruyendo, porque al efecto vino el señor juez del Este con su secretario señor Vega.

                                                ———

     Réstame sólo consignar en vuestro periódico, a fin de que conste de una manera pública, mi profundo y sincero agradecimiento, a los amigos que me llevaron a la ambulancia y me condujeron hasta el lugar en que hoy me encuentro; a los que en ella me esperaron yatendieron, a los distinguidos facultativos que me curaron de primera y segunda intención, al doctor don Guillermo Walling, que encargado de mi cabecera, no me ha abandonado un momento, apresurando mi restablecimiento con su reconocida ciencia y esmerada asistencia, sin aceptar retribución alguna, a su apreciable familia por las muestras de afecto que me ha dado; al generoso farmacéutico doctor Francisco Barbero por haberme facilitado gratuitamente las medicinas que he necesitado, a todos los compañeros de la Prensa Habanera que sin distinción de matices han mostrado interés por mi persona y a los señores general Chinchilla, gobernador civil y jefe de policía cuyas delicadas atenciones jamás olvidaré.
     Anticipándoos, querido amigo, las más expresivas gracias por la publicación de las presentes líneas queda como siempre vuestro afectísimo amigo y compañero

Ricardo Mora.

     La causa del incendio que se ha grabado con dolorosos e imborrables caracteres en nuestro corazón, no puede afirmarse de una manera absoluta, solo puede decirse que son muchas las versiones que corren de boca en boca. Los unos creen que la causa es el descuido del dependiente que dormía en el depósito; los otros distintas causas más o menos verosímiles, pero todos convienen en que una infracción de las disposiciones vigentes, cometidas con la existencia en el almacén de una cantidad tan grande de pólvora, ha sido la causa de que tengamos que lamentar tan funestos resultados.
     El comportamiento nunca bien encomiado de los Bomberos del Comercio, Municipales, cuerpo de O. P. y de los pocos paisanos que lograron llegar hasta los escombros, sale de los límites de toda ponderación. Las autoridades, desde la primera de esta Isla, el Excmo. Sr. Gobernador Gral. D. José Chinchilla, el Segundo Cabo, D. José Sánchez Gómez, el Gobernador Civil D. Carlos Rodríguez Batista, el primer teniente de Alcalde del Ayuntamiento D. Andrés de la Cruz Prieto, el Jefe de policía Sr. D. Antonio Lopez de Haro merecen esta vez especial y honorífica mención.
     Cuando se toca a los nobles sentimientos de valor y entereza del corazón humano, cuando se ve sufrir por una causa santa a seres que por esa sola razón se ciñen la corona de mártires, como víctimas inmoladas en aras de un gran sentimiento, no desmienten nunca el heroísmo de nuestra raza, que confundiendo a los grandes y pequeños socialmente, los eleva a la altura a que han sabido siempre colocarse los que tienen como único y preciado timbre, la generosidad de su alma y el sacrificio en favor de sus semejantes.
     ¡¡Honor a cuantos dieron esa noche pruebas irrecusables de su valor y abnegación!!

                                                 ———

LOS MUERTOS

     Iltmo. Sr. D. Juan J. Musset, Vicepresidente del cuerpo de Bomberos del Comercio núm. I.
     Este noble anciano fue generalmente estimado por nuestra sociedad, en la que prestó muchos y buenos servicios desde los distintos puestos que con celo y honradez desempeñó.

     D. Francisco Ordoñez y del Campo, Jefe de la sección de salvamento del cuerpo de Bomberos del Comercio.
     Pancho, como le decían todos sus amigos cariñosamente, tenía carácter bondadoso al par que era cumplidor estricto de sus deberes. Era de esos hombres de gran energía, que sienten indulgencia extrema para los actos que realizan los demás y no por los suyos.

     D. Andrés Zencoviech, Teniente Coronel graduado Capitán del Batallón de Bomberos Municipales y Jefe de la  sección de la bomba España.
     Zencoviech deja el recuerdo de su brillante historia, como uno de los benefactores de la humanidad, que habían dado inequívocas pruebas de la alteza de sus sentimientos. Se había consagrado a su hogar y a servir a sus semejantes. Preguntad en el Arsenal por el inteligente maestro plantillero, y veréis como asoman a los ojos de todos las lágrimas que os revelarán que era querido y respetado por todos. ¡Dichoso el que deja tras sí la ternura en su recuerdo!

     D. Oscar Conill, Jefe de la sección de la bomba Habana del cuerpo de bomberos del Comercio.
     Uno de los porvenires más hermosos de este país poseía este denodado joven, al que todo le sonreía, desde las dichas del hogar hasta la alta estimación de todos sus conciudadanos. Esto solo no le dejaba satisfecho, quería prestar servicios, porque él entendió siempre que todos los que en sus condiciones se encontraban se debían a la humanidad. Así fue su fin, realizar el sacrificio en aras del bien de sus semejantes.

     D. Raúl Alvaro. Segundo Brigada del pitón derecho de la sección de la bomba Cervantes del cuerpo de Bomberos del Comercio núm. I.
     Estudiante de farmacia distinguido y valiente bombero, a quien sus compañeros estimaban por lo afable de su carácter y la entereza de su espíritu.

     D. Gastón Alvaro – Hermano de Raúl, se distinguió siempre por lo cumplidor del deber que tan voluntariamente se había impuesto.

     Ignacio Casagrán – Angel Mascaró – Inocencio Valdepares – Hilario Tamayo – Alberto Porto y Duval – Pedro González – Carlos Mandab – Adolfo González – José Luis Miró – Fernando López – Carlos Manito – Francisco Valdés Sánchez, y D. N. Prieto –. Todos del cuerpo de Bomberos del Comercio.

Bomberos municipales

     A más del Sr. Zencoviech, que dejamos enumerado, perdieron la vida de los Sres. Isaac Cadaval, Adrián Solís, Bernardo Segundo, Miguel Pereira, Carlos Rodríguez y Salazar y Fermín González.

Orden público

     Antonio Romero, Amador López y Francisco Botella. Guardias del referido cuerpo.

Paisanos

     Contamos los siguientes:

     D. Manuel Rodríguez Alegre, joven de lo más distinguido de nuestra sociedad, en extremo simpático, pues su simpatía era reconocida por cuantos le trataban. Entusiasta y de corazón acudió al incendio y fue una de las víctimas de aquella terrible noche. Ha sido llorado por todos sus amigos, que sin excepción acudieron al suntuoso entierro que el día antes del general de las víctimas, le hizo su familia. Entre los camaradas de Rodríguez Alegre se veía la profunda pena que los abrumaba. ¡Cuántas lágrimas generosas y sinceras!

     Juan Coloma, estudiante de medicina que acudió en unión de Rodríguez Alegre.

     D. Francisco Silva – Cónsul General de Venezuela y Abogado. La muerte de este joven fue un golpe terrible para su familia que ignoraba el suceso que quitó la vida a Paco en los mismos momentos en que se encontraban en alegre fiesta celebrando el matrimonio de un amigo querido. Francisco Silva tenía una brillante carrera y era admirado por cuantos le conocieron.

     Telmo Ozores – Edmundo Faufe – Pedro Chomat – Modesto Ruiz – Fermín Perdomo – y José María Coll Arias.

 

EL ENTIERRO

     Nada más imponente y conmovedor que la pública manifestación de dolor y respeto que la ciudad de la Habana tributó a las víctimas del deber. Todas las clases sociales confundidas por un solo sentimiento, el de la profunda admiración de los infortunados que nos dejaron para siempre en noche de eterna y dolorosa recordación. ¡Cuántas legítimas esperanzas de la familia y de la patria, truncada con violenta e inesperada sorpresa! – ¡Cuántas lágrimas arrancadas por el inconsolable dolor que produce la pérdida de los seres queridos de nuestro corazón!
     Solo un consuelo sentíamos en nuestra alma, el que nos proporcionaba la satisfacción de ver que nuestro pueblo tiene un gran corazón y sabe sentir como el que más sus infortunios; y llevar la grandeza de la bondad de sus sentimientos, hasta el sacrificio de cuanto le es más caro y apreciable, para satisfacer los impulsos generosos de su alma.

Orden del entierro

     Salió la fúnebre comitiva del Ayuntamiento, tomando por las calles de O’Reilly, plazoleta de Monserrate, Zulueta, Prado, Campo de Marte, Reina, Cárlos III y calzada que da en el cementerio de Colón.
     Abrían la marcha cinco guardias municipales de a caballo.
     Después guías del Capitán General.
     Un sacerdote con capa pluvial entre ciriales, con cruz alta.
     Orden de los cadáveres;D. Isaac Cadaval; don José Luis Admiró; don Angel Mascaró; don Hilario Tamayo; don Adrían Solís; don Carlos Rodríguez; don Gastón Alvaro, en la bomba Colón;don Raul Alvaro, en la bomba Cervantes;don Juan J. Musset, don Oscar Conill y don Francisco Ordoñez, juntos sobre un carro de auxilio del cuerpo de Bomberos del Comercio.
     Don Andrés Zencoviech en el carro de auxilio perteneciente al Cuerpo de Bomberos Municipales.
     Un individuo por identificar.
     Don Antonio Romero.
     Otro individuo por identificar.
     Don Ignacio Casagrán; don Inocencio Valdepares; don Miguel Pereira; don José Coll; don Adolfo Gonzalez; don Bernardo Segundo; don Francisco Botella; don Amador López Romero; don Eduardo Jaume; don Pedro Chomat; don Modesto Ruiz; don Carlos Manito; don Telmo Osores; don José Prieto; don Fermín Posada; don Juan Viar.
     Diversas representaciones de sociedades de beneficencia con estandartes y coronas.
     Maceros con las armas de la ciudad.
     Concejales del Excmo. Ayuntamiento.
     Diputación provincial.
     Excmo. señor Gobernador General don José Chinchilla.
     Excmo. señor Gobernador Civil, don Carlos Rodríguez Batista.
     Iltmo. señor Regente de la Excma. Audiencia.
     Iltmo. señor Obispo Diocesano.
     Excmo. señor General de Marina.
     Excmo. señor General de División, don José Sánchez Gómez.
     Sr. General de Brigada Sr. Lachambre.
     Sr. General Jefe de Estado Mayor.
     Sr. General de Ingenierios.
     Sr. General de Artillería.
     Sr. Alcalde Municipal.
     Representantes del cuerpo consular.
     Cabildo Catedral.
     Ilustre Claustro Universitario.
     Diputados y Senadores.
     Real Sociedad Económica.
     Vocales de Institutos públicos yprivados.
     Representación de la directiva, de los partidos políticos.
     Representación de la Prensa periódica.
     Bomberos del Comercio.
     Bandera de Sanidad.
     Estandarte Centro Canario.
     Orfeón “Ecos de Galicia.”
     Sociedad Coral Asturiana.
     Estandarte Sociedad “Cayajabo.”
     Sociedad Montañesa.
     Glorias de Galicia.
     Carretel de Bomberos del Comercio.
     Estandarte de Beneficencia.
     Infantería de Marina.
     Infantería de línea.
     Artillería.
     Ingenieros.
     Escuadra de gastadores.
     Piquete del batallón O. P.
     Bomberos.
     Caballería veterana.
     Caballería de milicia.
     Escolta de S. E. Carruajes.

           
RECUERDOS

     El periódico La Lucha, en su número del 28 del mes de Mayo, después de dar cuenta en lugar preferente de las honras fúnebres celebradas en la Iglesia de la Merced, con la pompa y magnificencia que era de esperarse, ocupó casi todo el resto del periódico con los trabajos que sobre la terrible catástrofe han escrito nuestras más legítimas glorias del periodismo, la ciencia y la política. Nosotros, que deseamos hacer más duradero el recuerdo de la tremenda desgracia que lamentamos, transcribimos a continuación los aludidos trabajos.

Por Contrición

     La piedad de un pueblo nunca se excita tan profundamente como cuando al espanto producido por la magnitud del desastre, se une el absoluto convencimiento de que pudo ser impedido.
     El soldado que cae sobre el campo de batalla, el marino arrebatado por las olas, el viajero explorador perdido en la soledad de las selvas vírgenes que guardan, como impenetrable secreto, su deshecho cadáver, inspiran un sentimiento excepcional y complejo en que se confunden la admiración, el dolor, el entusiasmo, la gratitud y el amor a la humanidad o a la patria.
     Pero cuando el sacrificio sobreviene por obra del acaso o de la imprudencia, la compasión de los pueblos tiene además una infinita amargura, porque participa del carácter austero del remordimiento.
     La sociedad en masa es deudora de solemnes homenajes a los sacrificados el 17de Mayo, porque ellos fueron en más de un concepto sus víctimas!

Rafael Montoro.

 

Las víctimas del 17

     Ante los grandes dolores públicos la conmiseración toma un carácter austero, porque la eleva y dignifica el respeto. La Habana entera se ha confundido en un solo sentimiento de piedad inmensa y admiración respetuosa, cuando despertó la sombría mañana del domingo diez y ocho ante las ruinas humeantes que habían sepultado bajo sus escombros tantas vidas inmoladas serenamente en aras de la humanidad y del civismo.
     El duelo ha sido general y sincero. La catástrofe había sido tan súbita como espantosa; y la herida llegó al corazón de la ciudad. En el afanoso indagar de los transeúntes, en el desasosiego temeroso de las familias, en las nuevas repetidas con espanto, en la triste enumeración de las víctimas, la curiosidad había dejado lugar a la pena, y la pena se trocaba alternativamente en lástima e indignación. Nadie se sentía extraño al horroroso evento. El dolor demostraba con incontrastable elocuencia que estaba sufriendo un pueblo.
     Volverá el tráfago de la vida a arrebatarnos en su torbellino; volveremos a girar en círculos distintos, intereses y aspiraciones; necesidades y creencias diversas nos separarán como antes; pero de esa noche luctuosa y de estos días de recogimiento y tristeza quedará en el fondo de nuestras conciencias un sentimiento de gran precio: el recuerdo dividido; algo como la revelación de que hay un alma en esta comunidad de que somos miembros.
     Confusa o claramente bien lo comprendían los que movidos por verdadero valor cívico volaron al peligro, en que la muerte artera los sorprendió y aterró de un solo golpe. Aprendamos en su noble ejemplo cómo se debe amar la ciudad que nos ha dado cuna o nos brinda abrigo hospitalario: con amor generoso siempre: y si la ocasión lo demanda, con amor dispuesto al sacrificio.

Enrique José Varona.

 

El Mausoleo

     Padres y hermanos, viudas y huérfanos irán al pie del mausoleo a renovar su inmensa tribulación y bendecir a los que dieron regia sepultura a sus muertos queridos. Pero cuando el tiempo o la muerte hayan secado sus lágrimas ¿se detendrá el transeúnte para leer los nombres grabados en la piedra? Ellos no murieron matando, sino por salvar a sus semejantes; luchar con los elementos no glorifica como guerrear con la espada; el épico laurel y la inmarcesible corona piden savia y rocío de sangre. El viajero no conocerá la historia del remoto desastre que dio ocasión al monumento, y celebrará los relieves marmóreos, la solemne pirámide, o el obelisco de granito, consagrado hoy a las pobres víctimas, pero que entonces – ¡oh ironías del acaso! – sólo habrán de conmemorar la sin par largueza, la infinita piedad, la opulencia de un pueblo lleno de generosidad y civismo.

Ricardo del Monte.

 

Carbonizado

     Entre los que amortajaban para la última ceremonia había un cadáver carbonizado; tendido allí parecía el tronco deforme de un árbol, negro, irregular, inhumano; despojo indescernible de la catástrofe, ni tenía forma, ni tenía ya nombre; nadie lo reconocía. Embutido en su ataúd, recorrió su última jornada entre la multitud curiosa o indiferente, en la marcha solemne del entierro, y fue depositado en el nicho subterráneo que ignora el misterio de su vida y de su muerte… Infeliz! al toque de alarma, corrió de los primeros, sonriente, afanoso, alegre, sin interés ninguno; llegó a la puerta ardiente, empuñó su lustrosa hacha de bombero, y enfrente de la llama retorcida que se empinaba y se partía en cien lenguas de dragón, como un árbol fantástico de resplandores y de estrellas, penetró resueltamente en aquel establecimiento de ferretería, semejante a una inmensa bomba cargada de proyectiles de caprichosas formas y dimensiones aterradoras.... A los pocos pasos tembló bajo de él la tierra, oyó un gruñido gigantesco, la granada había estallado, las tenazas, los clavos, los barriles, las cadenas, un mar de hierro cayó sobre él escupiéndole encima torrentes de metales, y cuando destrozado y sin vida, informe y adulterado, más bien un pedazo de carne que un hombre, caía contra el piso erizado de escombros, una llamarada rastrera se deslizó hasta él envolviéndole rápidamente en mil espirales de oro relampagueante y luego, dividida en esparcidas y tembladoras solfataras, fué apagándose grado a grado, dejando ver en su postrer iluminación la negra pavesa de aquel hombre!
     Los demás ¡ay! numerosos compañeros de infortunio dejan tras sí su nombre compadecido en la ciudad; el dolor y las lágrimas en su casa. Él no deja nada, ni lágrimas, ni recuerdo, ni dolor, ni nombradía. Su gloria fue su oscuridad; su apoteosis fue su olvido Ah! de todos los desventurados eres el bendecido de mi corazón… eres.... el hombre!, más tarde o más temprano todos desaparecen tan absolutamente como si nunca hubieran vivido, tan absoluta e irreparablemente como pasaste tú: la gloria más excelsa es flor del momento; un poco más, y la gloria se va con la memoria y con la vida! Adiós, amigo desconocido: en el enigma de tu destino lo fuiste todo; porque fuiste, – corriendo en pos del bien y pereciendo a su luz, que a menudo es fatídico desastre, – el símbolo de la humanidad, víctima de sus quimeras generosas, despojo infeliz de la fatalidad !

Manuel Sanguily.

 

Ante su monumento

Sobre el montón de tierra
que vuestros restos para siempre encierra,
“Aquí yacen” no diga la mortuoria
losa que guardará tanto tesoro:
grábese en ella con cinceles de oro:
“¡Aquí viven los héroes, y en la gloria!”

Duro mármol que has sido
columna, estatua y obelisco, ¿fuiste
alguna vez más bello,
más regado de flores, más querido?
Hoy de tu mole, que de duelo viste,
brota santo destello.
¡Monumento de amor, sublime pieza!
¿Quién igualarse pudo a tu grandeza?

Duerme: mártir, en paz no te acongoje
la suerte de los seres que dejaste,
porque a los tristes que en el mundo amaste,
la piedad de tu pueblo los acoje.
De vuestra vida, cuya hazaña asombra,
solo queda la sombra venerada,
mas en ella agrandada;
pues mayor que los cuerpos es la sombra

Manuel S. Pichardo.

 

Impresión

     Jamás se borrará de mi ánimo la impresión de aquel cuadro terrorífico.
     Una cara aplastada como máscara de cartón, otra carbonizada como el busto de un santo condenado a la hoguera por regocijados herejes, otra que parecía contraída por heroica carcajada, otra, en fin, que con sus ojos demesurados, su color lívido, el cabello erizado y la horrible rigidez de los músculos, parecía reflejar, con su postrera espantosa angustia, todo el pavor de aquella inmolación. Había algunos cadáveres que el fuego, el agua y la cal habían envuelto en mortaja, semejante a la que cubre las momias de las ruinas de Herculano y Pompeya; otros parecían soldados de vencida legión, que después de caer fulminados por el plomo enemigo, habían sido pisoteados por los cascos de la caballería y aplastados por las ruedas de las cureñas arrastradas por desbocados corceles. El sombrío y tétrico Goya no se imaginó jamás escena más horripilante.
Lejos, muy lejos de aquel montón de cadáveres, perdidos en la sombra, veían todos en visión magnífica de la realidad, niños cubiertos de harapos negros, sin pan, ateridos; madres sin sonrisas, Dolorosas sublimes, cumpliendo, abnegadas y medrosas, su misión incomparable; y en torno de tanto ataúd, en la penumbra de los desmados cirios, algo así como la silueta de un arcángel, cabizbajo, torvo, envuelto en negro sudario de flotante gasa y crispado el puño que no sujetaba la espada flamígera de las cóleras celestes.

M. de la Cruz.

 

Realismo y Virtud

     Aquellos que con sobrado ingenio, estilo donoso y vanidad mezquina,  analizan, resuelven y describen las miserias de la sociedad humana, para decir que la vida, del hombre, encadenada a brutales apetitos, encuentra término fatal en la muerte de la materia; aquellos que divorciados de todo comercio con las sublimes emanaciones del espíritu ultrajan la dignidad, niegan la virtud y hacen la apología del vicio, suponiéndole único patrimonio positivo de un mundo sujeto en su esencia a ineludibles y devoradoras pasiones; aquellos, en fin, que no comprenden ni conocen, en la vida de relación, otro móvil que el egoísmo, con su abyecto cortejo de promiscuaciones y concupiscencias; toda esta falange de escritores que mendiga el pan a las cruzadas de la pluma, a la monstruosidad del pensamiento o a las bochornosas exhibiciones de la deshonra; todos juntos, uniendo sus talentos, multiplicando sus esfuerzos, halagando la humana flaqueza, no han podido amortiguar siquiera en la masa social el influjo irresistible que sobre ella ejerce la virtud.
     La manifestación del sentimiento popular, herido en sus fibras más delicadas es tanto mayor cuanto más sublime es el acto que la determina.
     Cuando en cumplimiento del deber aceptado por el amor al prójimo, se produce un hecho en que la abnegación y el sacrificio resplandecen sin esfuerzo, desaparece del hombre la tosca corteza material que lo envuelve, avivándose en su ser la antorcha divina del espíritu para elevarse a Dios y dignificar sus obras. Entonces irradian las virtudes, cunde la emulación y ante los ojos de sus constantes detractores aparece la sociedad cristiana honrando a los héroes y extendiendo el manto de su inagotable caridad sobre todos los desvalidos.
     La hecatombe del 17 de Mayo ha grabado para siempre en nuestros pechos un sentimiento de admiración y de doloroso y profundo respeto para cuantos alcanzaron allí los honores de la inmortalidad.
     Un suntuoso mausoleo señalará a los tiempos futuros el heroico sacrificio de nuestros conciudadanos, sirviendo a la par de testimonio irrecusable de que a pesar de las sofísticas enseñanzas de la llamada escuela realista, el sentimiento de lo bueno, la idea de la grandeza, la sublimidad del heroísmo y el sacrificio de la vida encuentran recompensa en esta sociedad cuyos individuos, lejos de comulgar en la religión del egoísmo, profesan en el amor al prójimo y fundan su gloria en las satisfacciones del espíritu.

Joaquín Cubero.

 

     La catástrofe del 17 fundió las almas en piedad magnífica y suprema, consagrando, por tan augusta manera, la religión humana del dolor.
     ¿Será asimismo imprescindible que sobre esta sociedad, a un tiempo heróica y resignada, advengan todas las catástrofes de la conciencia y de la idea, para que los hombres de pensamiento viril y buena voluntad consagren, en el culto del deber, la necesidad y la grandeza del derecho?

Alfredo M. Morales.

 

                                                Juan Viar

                                    (PÁGINA ÍNTIMA.)

     No he visto jamás mayor entusiasmo; no he conocido nunca más grande abnegación que la suya.
     Juan Viar era uno de los bomberos que había convertido esa Institución humanitaria en Religión del Deber. La fiebre de los grandes delirios parecía consumirle.
     Era un joven leal, sano, honrado y complaciente. Por lo común, su aspecto no denotaba en él al hombre de grandes empresas; pero cuando el toque de la alarma estremecía los espacios con alarido siniestro, aquella naturaleza al parecer débil, se tornaba vigorosa, aquel rostro humilde se acentuaba enérgicamente, y Juan se crecía, emprendiendo la carrera hacia el lugar del peligro.
     Yo fui muchas veces confidente de sus aspiraciones. Deseaba ser brigada de la Sección a que pertenecía.
     – Don Aquilino, solía decir, me ha ofrecido el ascenso para muy pronto.
     Si la Institución constituía para él un verdadero sacerdocio, don Aquilino Ordoñez, para Juan Viar, era un dios.

     Y cayó sobre el campo de sus esperanzas. Fue de los primeros en llegar y el último que devolvieron los escombros. Le hallaron junto al cadáver de uno de sus jefes, de Oscar Conill. Casi les encontraron abrazados.
     Pudo morir de muerte oscura, abandonado, víctima de dolores intensos, y murió inmortal.
     Cuando en la tarde del 19, el pueblo más generoso de la tierra, profundamente afectado, veía pasar los cadáveres de la catástrofe, saludándolos con el respeto del último homenaje, yo pensaba en el pobre amigo, víctima de su abnegación sin límites, y me figuraba que aquel montón informe que había sido arca de noble corazón y de espléndidas virtudes, se reconstruía en aquellos momentos, y al verse objeto de una ovación sin igual, reposaba nuevamente su cabeza en la perdurable quietud de la Eternidad, sonriendo satisfecho.

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                                                                        Francisco J. Daniel.

 

     El periódico “La Tribuna” publicó el suelto que a continuación reproducimos en estas páginas, porque los términos de él nos dan la medida de lo querido que eran nuestros dos infortunados amigos:


RODRÍGUEZ ALEGRE Y COLOMA

     El cadáver del joven Coloma estuvo expuesto en la morada de nuestro particular amigo el Dr. D. Agusrín Laguardia, hasta las cuatro de la tarde, en que fue conducido a la calle del Prado para llevarlo al cementerio, en luctuosa procesión, junto con el cadáver de su compañero el desventurado Manuel Rodríguez Alegre.
     Fueron sepultados en la misma fosa, entre los gemidos del “réquiem” y coronas de flores.
     Las patéticas escenas que ocurrieron, no son para narradas, en estas horas de emoción profunda, en que la sensibilidad se excita en fuerza de tanto espectáculo desgarrador.
     Todos los acompañantes derramaban abundantes lágrimas de sincero dolor.
     ¡Pobres jóvenes! Risueños, francos, generosos, abiertos a todas las ideas levantadas y nobles, venidos a la vida en horas de bonanza, acaso a realizar altos destinos, positivamente para hacerse amar de todos, para no tener más que amigos, y morir de súbito y trágicamente cuando ibais a realizar un sacrificio!
     ¡Qué triste vuestro fin! ¡Qué odioso el monstruo que no supo advertiros que corríais a una muerte segura! ¡Pobres jóvenes! ¡Pobres madres!

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     El Alcalde Municipal se dirigió a los habitantes de esta ciudad en los siguientes términos:

                                    Al pueblo de la Habana

     Embargado por el dolor profundo que aflige los corazones de la Habana entera, no puedo buscar frases que sean la expresión viva del sentimiento con que os dirijo mi voz, sobrándome atenerme a la tristeza y al recogimiento religioso que reina en la ciudad por todas partes, para que juzguéis del hondo abatimiento de mi espíritu ante la horrorosa hecatombe de esta noche.
     Docenas de cadáveres e innúmera multitud de heridos, que la vista acaba de contemplar destrozados, nodejan espacio al ánimo a otra cosa que a esculpir para siempre en la lápida del tiempo la memoria de los héroes que perecieron en el incendio de anoche, confundidos en adorable simpatía, los hijos del trabajo con hijos afortunados de la suerte.
     En hora tan solemne, cuando en el santuario de cada hogar se levanta un altar a cada héroe, cuando todas las conciencias se estremecen ante el sacrificio de tanta amada existencia, la Corporación que representa al pueblo y su Alcalde Presidente, que se confunde en el acento doloroso que flota con unanimidad consoladora, dispónense a honrar la memoria de los muertos, a este intento, y sin perjuicio de hacerlo reflejando en los vivos que más acentuadamente los lloran, han acordado concurrir a la mayor solemnidad del triste acontecimiento, en la más amplia medida que le sea permitido, por amplia que sea siempre a nivel menor de lo que merecen los que acaban de morir.
     ¡Pueblo de la Habana! ¡Honor a la memoria de los muertos!
     Invitémonos todos a acompañar al Gobernante. La hora será aquella que oportunamente conoceréis y entre tanto, que el ejemplo nobilísimo que lloramos, tenga en lo porvenir entre nosotros reproducción constante, entregándonos al sacrificio y al peligro sino queremos que de las tumbas que se abren recibir[sic]  reconvenciones que nos humillen y afrenten.
Habana Mayo 19 de 1890.

     Vuestro Alcalde popular.

     Laureano Pequeño.

 

                        Gobierno General de la Isla de Cuba

     Deseando el Excmo. Sr. Gobernador General que se rinda el debido tributo de consideración y respeto a los individuos de los cuerpos de Bomberos, O. P. y Policía, que víctimas de su arrojo murieron heroicamente sacrificando su existencia en aras de la humanidad, en la noche anterior, se ha servido disponer se invite por este medio a las Autoridades, Corporaciones Civiles y Mi1itares, señores Grandes de España, Títulos de Castilla, Caballeros Grandes Cruces, Gentiles Hombres, Senadores, Diputados, Cónsules extranjeros, Prensa, Comercio y demás personas que deseen concurrir mañana, lunes, a las tres de la tarde, a los salones del Exmo. Ayuntamiento de esta Capital, para asistir al entierro que será presidido por S. E.
     Habana, 18 de Mayo de 1890.

     El Secretario del Gobierno General
                       Ricardo de Cubells.

 

                         Comisión Municipal

     En todos los periódicos de esta capital se ha publicado la comunicación del Excmo Ayuntamiento de esta ciudad, dando cuenta detallada de la gestión realizada por la comisión de Concejales, encargada de cumplir los acuerdos que en sesión extraordinaria to-el Municipio [sic].

     La comunicación es como sigue:

     Hay un sello que dice: Secretaría del Excelentísimo Ayuntamiento. Certifico que en cabildo celebrado ayer por la Corporación Municipal, dio cuenta el infrascrito del siguiente informe de la Comisión especial nombrada para correr con los gastos de entierro de los individuos que perecieron en la catástrofe de la triste noche del diez y siete de mayo y de la carta de la Artillería que le sigue, recibida a última hora, en que consta el carácter gratuito en que fueron prestados los servicios por ese distinguido Cuerpo, en los funerales de la Iglesia de la Merced; quedando la Corporación enterada con sumo agrado de todo cuanto reza en los mismos y satisfechos por completo del buen comportamiento de su Comisión especial, otorgándole expresivos votos de gracias así como a las personas y colectividades citadas en dicho informe y a la sociedad cubana en general por haber todos contribuido con sus esfuerzos desde las órbitas en que cada cual ejerce, a la piadosa obra de venerar a los ilustres muertos y consagrarles cariñosas ofrendas: aceptando por unanimidad y absoluto acuerdo las proposiciones formuladas; aprobar los gastos; gratificar a cada uno de los sirvientes de la enfermería de la Cárcel con una onza por el servicio extraordinario, que con fidelidad desempeñaron, y acordó además, que sin perjuicio de pasar especialmente atenta comunicación, expresiva del voto de gracias, a las personas o entidades a quienes se ha discernido, se envíen copias certificadas de la presente, a los Sres. Directores de los tres diarios de la mañana que ven la luz en esta ciudad, “El País,” "La Unión Constitucional” y “Diario de la Marina,” rogándoles encarecidamente su inserción en las columnas de dichos apreciables órganos, para general conocimiento público.

     Habana cuatro de junio de mil ochocientos noventa.– El Secretario, P. S. Ricardo Rodríguez Cáceres.

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     INFORME DE LA COMISIÓN.– Excmo. Sr.-La Comisión encargada de ejecutar los acuerdos tomados por la Corporación en su sesión extraordinaria de diez y ocho del actual, referente al enterramiento de las víctimas ocurridas en la horrorosa hecatombe de la noche del diez y siete del corriente mes, así como de la celebración de solemnes honras fúnebres en sufragio de las almas de las víctimas, cumple hoy con el deber de dar cuenta minuciosa de los trabajos por ella ejecutados, no ciertamente con el fin de que se conozcan sus humildes servicios, que éstos, sobre ser pocos, se encuentran suficientemente reconocidos por la legítima satisfacción que abriga la Comisión a la altura de las circunstancias, como representante genuina del noble pueblo de la Habana. En esa triste tarea de organizar el entierro y ceremonias fúnebres, han prestado su valiosísima e importante cooperación, en primer término nuestro dignísimo Prelado con una espontaneidad superior a todo encomio, no solo, dispensó a la Corporación de todo pago de derechos de sepultura y parroquiales, sino que donó gratuitamente una extensa parcela de terreno en lugar preferente de la Necrópolis de Colón, con el objeto de que se construya allí el mausoleo que debe erigirse a la memoria de los valientes, que por amor a la humanidad encontraron su gloriosa muerte en la catástrofe del diez y siete de mayo. Tan noble desinterés, tal muestra de simpatía por parte de nuestro Prelado hacia la desgracia de sus diocesanos no puede ser silenciado por esta Comisión, que al dar cuenta de su cometido cumple un deber de justicia, consignando el nombre de las personas a quienes el país debe gratitud eterna. Honrado el Excelentísimo Ayuntamiento de la Habana en el acto del entierro, como en el de las honras fúnebres, con la presidencia del Excmo. Sr. Gobernador General, inútil parece consignar que a esa circunstancia, quizás más que a ninguna otra, se debe que ambas ceremonias resultasen lo más suntuosa y lucida que hasta el día ha presenciado la población de la Habana, pues el brillo natural que a esos actos había de dar la presencia de la Autoridad Superior de la Isla, se unió el deseo de S. M. la Reina (q. D. g.) de ser por dicha Autoridad representada y que dicha representación la ostenta e el caballeroso y digno general Chinchilla, que ha facilitado al Ayuntamiento no tan sólo los elementos que en el orden oficial ha podido disponer como Autoridad Superior, sino aún los exclusivos y valiosos de su valimiento personal y los que le proporciona la simpatía popular de que justamente goza. Muy larga tendría que ser la Comisión en su informe si mencionase aquí la ayuda que a todas las Autoridades y Corporaciones debe, por lo que se limita a expresar un voto sincero de gracias para todas, comprensivo también al pueblo entero de la Habana, que con su recogimiento y señaladas muestras de duelo, manifestadas en las colgadoras negras con que aparecieron vestidas las fachadas de las casas y edificios, contribuyó eficazmente a la mayor solemnidad del acto. Treinta y seis fueron los cadáveres extraídos de los escombros, cuyos nombres, razas y condiciones constan expresados en el expediente que obra en Secretaría, si bien aparece uno sin identificar y se encuentra de la confronta de esta relación, que fue la que sirvió para la debida inscripción de enterramiento en el Registro Civil, con la facilitada por el Jefe del Cuerpo de Bomberos del Comercio, se halla diferencia de nombre en dos de las víctimas, pues mientras en la relación municipal aparecen “D. Bernardo Ruiz y D. Antonio González,” en la de Bomberos se halla D. Máximo García y D. Francisco Viar y Valdés, lo que indica evidentemente un error muy explicable, dada la dificultad con que se identificaban los cadáveres en aquellos momentos de tribulación, en que, convertido el cuartelillo de Bomberos en un extenso Necrocomio, se presentaban al reconocimiento público docenas de cadáveres, en su mayor parte mutilados y descompuestos en términos de ser muy difícil su cierta identificación. La Comisión entiende que por lo que puede importar a las acciones civiles de las familias de los fallecidos, débese comunicar al Juzgado correspondiente la duda que existe respecto a estos dos nombres, tanto más cuanto que el Viar está comprobada su muerte con la existencia de una corona fúnebre a él dedicada por el Sr. D. Fernando Falangón y familia. La duda, en todo caso, es sólo a los dos cadáveres mencionados, pues en los restantes la Comisión ha tenido ocasión de ver confirmada la identificación durante el tiempo que estuvieron expuestos en la Sala de Conferencias. De los treinta y seis cadáveres extraídos, los de los Sres. Rodríguez Alegre, Coloma y Silva fueron particularmente enterrados por sus familiares, los dos primeros en la tarde del diez y ocho y el último en la mañana del diez y nueve, por no haber querido su familia diferirlo para por la tarde, a pesar de la invitación que para ello tuvo el honor de hacerle la Comisión en nombre del Ayuntamiento, fundándose la familia para no acceder a los deseos de la Corporación, en las malas condiciones en que se encontraban los cadáveres. Los cadáveres de los Sres. Musset y Ordoñez fueron recogidos por sus familias, quienes por su cuenta los amortajaron, pero fueron incorporados al entierro general y conducidos con los demás al Cementerio. El cadáver de D. Isaac Cadaval había sido también recogido por su familia, quien tenía dispuesto su entierro para la mañana del diez y nueve, pero accediendo a las súplicas de la Comisión, lo depositaron a las nueve de la mañana en el Salón de Conferencias, para ser trasladado por la tarde, como lo fue, al lugar del eterno descanso, en el cementerio general. Los treinta cadáveres restantes fueron los amortajados y enterrados por cuenta del Ayuntamiento. El mal estado en que se encontraban por las muchas horas que algunos de ellos habían permanecido bajo los escombros, la imposibilidad de proceder a su embalsamamiento, según opinión facultativa, por las mismas malas condiciones que presentaban, y la necesidad de demorar su entierro hasta la tarde del diez, a fin de que hubiese tiempo de organizarlo en todos sus detalles, hicieron indispensable la adquisición de sarcófagos metálicos, que cerrados herméticamente, no permitieran la salida del aire, y por consiguiente, tampoco del mal olor inherente a la putrefacción. Dichos treinta sarcófagos se han pagado a seis onzas oro cada uno, precio que, según los informes adquiridos en distintos establecimientos funerarios, es casi el de su costo en primera mano, entre los que algunos, como en los que fueron depositados los cadáveres de los señores Conill, Valdepares y algún otro, eran de los más lujosos de su clase. Debe advertir la Comisión que aunque entre los sarcófagos utilizados había uno de madera, se abonó como metálico como compensación de otro que, según las notas presentadas por los dueños de los trenes funerarios, resultó extraviado, y en la imposibilidad de aclarar la causa del extravío, o mejor, del error de notas a que lo atribuye la Comisión, hubo de conformarse a abonar el de madera como metálico a manera de conciliación con los trenistas, con quienes la comisión no debía extremarse en asuntos de poca monta, por la consideración que estaba moralmente obligada a guardar a los dueños de esos establecimientos que se habían hecho acreedores a su agradecimiento por la generosidad con que gratuitamente habían prestado otros servicios importantes de entierro. Los servicios prestados por el Dr. Zúñiga, Subinspector de los servicios sanitarios, merecen consignarse, pues estuvo dicho funcionario perennemente desde la noche del diez y siete hasta la tarde del diez y nueve, ocupado personalmente en la relativa posible conservación de los cadáveres, por medio de nieve que suministró con abundancia y gratuitamente la fábrica de hielo “La Habanera,” atendiendo asimismo a la desinfección con ácidos y a la colocación y arreglo de los cadáveres en sus respectivos sarcófagos, operación que siempre es desagradable, y que en aquella ocasión era más penosísima por el gran número de cadáveres a que había que atender y por lo incómodo e insuficiente del local de que se disponía, invadido además por la constante oleada del público que iba allí a conocer los estragos de la catástrofe. Ayudaron al Sr. Zúñiga en esa operación los sirvientes de la enfermería de la Cárcel, para quienes cree la Comisión debía acordar el Excmo. Ayuntamiento una pequeña gratificación que les sirviese de estímulo para casos análogos. Siente la Comisión no poder señalar aquí servicios prestados en esta ocasión por el Inspector de servicios sanitarios, porque no se personó dicho Inspector en lugares donde habían de prestarse, y conste que no hace esta manifestación la Comisión con ánimo de censura, sino para explicar el por qué no une en sus elogios el nombre del Inspector al del Dr. Zúñiga. Los elementos todos de que disponen las agencias de pompas fúnebres, fueron facilitados gratuitamente para el entierro. Diez y nueve carruajes y ocho carros de útiles equipados completamente, con sus correspondientes tiros y conductores, concurrieron unidos a las bombas y carros de auxilio de los bomberos para la conducción de los cadáveres, y como es justo que el Ayuntamiento conozca la proporción en que tiene que agradecer los servicios desinteresadamente prestados por las agencias fúnebres, se relacionan a continuación, debiéndose hacer constar que el Sr. D. Leandro Lozano renunció generosamente al cobro de las seis onzas oro, en que había sido ajustado el decorado fúnebre de la Sala de Conferencias.

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     He aquí ahora la relación de los servicios prestados por los trenes funerarios que a continuación se expresan: don Ricardo Guillot, refrigerador para conservar los cadáveres, dos carros de utensilios, cuatro pares de trípodes, tres coches fúnebres de primera clase, el primero tirado por cuatro caballos y los otros con una pareja cada uno. El nuevo carro de utensilios con un mulito, seis lacayos para colocar los cadáveres en los coches. Don Alejandro Gutiérrez, un refrigerador, dos pares columnas, tres coches fúnebres y uno de útiles. La empresa de ómnibus “La Unión,” cinco parejas de caballos para el entierro. Don Matías Infanzón, el servicio del Cuartel, incluso la cera, un refrigerador, tres carros fúnebres y uno de utensilios. Don Francisco Caballero, un carro de primera para conducir los cadáveres desde el cuartelillo de San Felipe al Excmo. Ayuntamiento, tres juegos de pedestales para la colocación de los sarcófagos y un refrigerador. El día diez y nueve, dos coches fúnebres. Don Leandro Lozano, tres coches fúnebres. Sr. Barbosa, uno idem. Don Serapio López, uno idem. Cementerio Bautista, uno idem. A todos esos señores debe la Corporación dar las gracias por medio de expresivas y atentas comunicaciones, haciéndolo constar además en acta para su satisfacción. En la parecela de terreno donada por el Iltmo. señor Obispo y propiedad hoy del Excmo Ayuntamiento, fueron sepultados solo veintiocho cadáveres de los treinta y tres que acompañó la Corporación al Cementerio, por haberlo sido en panteones particulares los de los señores Musset, Conill, Cadaval y Gastón y Raúl Alvaro. Terminado el acto del entierro, la comisión continuó funcionando para organizar las honras fúnebres acordadas también por la Corporación. Fijado por el señor Obispo el día veintiocho del actual y designada la Iglesia de la Merced para que tuvieran efecto, se realizaron con el esplendor y la suntuosidad que conoce la Corporación, contribuyendo principalísimamente a ello el señor Pacheco, que desinteresadamente dirigió una orquesta de más de ochenta afamados profesores, sin retribución alguna y secundados por distinguidos cantantes. – Contándose entre ellos al reputado barítono José Palou, que tomó parte en dichas honras – ejecutaron la gran misa de Réquiem del maestro Eslava, no habiendo podido la comisión aceptar ofrecimientos de artistas, por considerar el señor Obispo impropio del acto la concurrencia de tiples, y por no considerarse apropiada la letra española ni italiana en ceremonias religiosas. El concurso prestado por el señor Guillot también ha sido importante. Dicho señor facilitó todo lo necesario al decorado de la Iglesia, poniendo lo mejor y de más lujo que tiene su acreditada casa establecimiento, ocupándose además personalmente y ayudado por el señor don J. P. Diins de su artística colocación, sin querer cobrar absolutamente nada […] Los Cuerpos de Artillería e Ingenieros representados por Eduardo Arnaiz y don Severo Gómez Núñez, Comandante y Capitán respectivamente del primero y don Luis Sánchez y don José Padró, Teniente y Capitán respectivamente del segundo, prestaron su cooperación facilitando arreglado al objeto el magnífico mausoleo perteneciente a la maerstranza de Artillería, que adornado convenientemente con coronas y trofeos militares y de bomberos, bajo la dirección inteligente del señor Arnaiz ayudado del señor Chappí, que facilitó gratuitamente las flores naturales necesarias, y del señor Guillot y Diins, estuvo expuesto en las honras y durante todo aquel día en el Templo de la Merced. La sentida y elocuente oración fúnebre estuvo a cargo del distinguido orador sagrado R. P. Muntadas, quien también se negó a recibir remuneración alguna […].

 

Los muchachos de la acera de EL LOUVRE  

     Existe con este nombre en la Habana una agrupación de hombres que instintivamente se reunen por la igualdad de ideas, de costumbres, de sentimientos, de caracteres; falanje dorada que se encuentra diariamente en un mismo lugar, atraídos por la única razón de que allí hay más luz, más movimiento, más aire para ensanchar sus pulmones juveniles. De ellos podría decirse con Alfredo de Musset, pues se les vé

Comme des gais oiseaux qu’un coup de vent rassemble
Et qui pour vingt amours vi ont qu’ un arbuste en fleurs!

que es, en una palabra, la exuberante y alegre juventud tropical, que se manifiesta en ellos bajo su más bello y ruidoso aspecto.
     ¿Quién no conoce entre nosotros ese grupo alborotador y generoso de quien tanto se ha dicho y que tantas veces ha sido desconocido e injustamente juzgado? Injustamente juzgado, porque no falta quien crea que los muchachos son un conjunto de calaveras sin freno, incapaces de toda obra seria y elevada. Y nada más erróneo. Ellos, por su nacimiento, pertenecen a las mejores, más antiguas y distinguidas familias cubanas, llevando siempre alta la frente y con nobleza el paterno apellido.
     Ellos son los que sobresalen en las fiestas del sport,donde los nombres de Centelles, Maciá, Lebredo, Hernández, Martínez Oliva y otros suelen ser el mayor atractivo de los programas.
     Ellos los que ocupan – entre los jóvenes – los primeros puestos en la literatura, como Benjamín Céspedes, Pichardo, Hernández Miyares, Casal, Varona, Giralt y cien más.
     Ellos, los que no admiten lecciones de honra ni caballerosidad, porque tienen demostrado, en veces repetidas, que saben lo que la dignidad del caballero vale.
     Ellos, los que forman el principal, el mas preciado ornato de nuestros aristocráticos soireés,donde rivalizan, junto a las damas, como galantes cortesanos.
     Ellos, los que ostentan en su inmensa mayoría títulos académicos que son irrefutable prueba de conocimientos profesionales y honroso origen del dinero que alegremente gastan después de adquirirlo con trabajosa labor.
     Con ellos, en fin, tropezaremos en todas las esferas de la vida social, en las artes, en las letras, en las ciencias, en los placeres, en cuantas manifestaciones presenta la actividad humana, pues en todas, sin excepción, ocupan relevante y merecido puesto.
     Nadie coordina mejor la improvisada fiesta en que resuena el alegre estallido de las botellas del champagne; y nadie con mayor entusiasmo responde al llamamiento del desgraciado, obedeciendo a los impulsos de la caridad con más abnegado interés que los muchachos de la acera.
     No bien hienden los aires los primeros sonidos que anuncian alguna desgracia, alguna pública calamidad, los primeros que llegan a ofrecer sus brazos, el esfuerzo de sus almas juveniles, son los muchachos,dando sin vacilaciones sus vidas, si es necesario, para realizar el bien.
     Y en el incendio, objeto de estas páginas, ofreció – como siempre – el alegre grupo, triste prueba de la verdad de estas palabras.
     Silva, Rodríguez Alegre y Coloma; estos tres de entre ellos perecieron aplastados por los escombros en la terrible catástrofe.
     Y si nos fijamos, los vemos asimismo imprimiendo en todas partes el sello de su personalidad; fueron de los primeros en intentar los salvamentos; yo mismo, entre los rostros que me fue dado contemplar al ver de nuevo la luz – cosa que no esperaba – fueron, entre otros, los de Agustín Cervantes, Panchito Giralt, Gonzalo de Cárdenas, Morán y Pedro Pablo Guilló.
     Ellos fueron los que luego solícitos y cariñosos velaron mi enfermedad y me alentaban con sus palabras consoladoras.
     En las ambulancias, como médicos, en el incendio como periodistas o bomberos, después como hombres caritativos y generosos, siempre, en todas partes, vemos surgir la silueta de los muchachos de la acera.
     Prueba evidente y que patentiza cuanto llevamos dicho referente a los muchachos, es la muerte de los ya mencionados Silva, Rodríguez Alegre y Coloma; las heridas o contusiones que recibieron, entre otros, Pablo Mazorra, Eugenio Santa Cruz y Pedro Pablo Guilló; este último fue atacado de espasmo; la actitud de los compañeros como Alberto Ponce, Agustin Laguardia, Antonio Menéndez y Miguel Arango, que al saber que algunos amigos habían sido víctimas de la terrible explosión, se dirigieron al lugar de la desgracia en busca de sus compañeros, solicitando de los familiares de Coloma que les permitieran hacer el entierro para tributarle la última prueba de cariño que todos le profesaban. Así lo hicieron.
     Estos rasgos son los que demuestran los verdaderos sentimientos y manera de ser de ese grupo que canta y ríe, de esos jóvenes de alma creyente, denodada y generosa, para quienes es familiar todo lo que es noble y levantado; y que en medio de sus ruidosos placeres demuestran – con centelleos de relámpago – que son los genuinos hijos de Cuba, que acaso estudiarán como modelos de hidalguía y patriotismo las generaciones que nos sucedan en el transcurso incesante de los tiempos.
     Esos son los muchachos de la acera del Louvre.

 

Rasgo de compañerismo

     Cuando apresurado, un grupo de jóvenes buscaba afanoso a sus compañeros, que, según decían, se encontraban bajo los escombros, se hallaron en el cuartel de Bomberos Municipales el cadáver del joven Coloma. Miguel Arango y Alberto Ponce manifestaron al oficial de guardia que retuviera el cadáver de su amigo hasta que competentemente autorizados volvieran para llevárselo. A este objeto, Ponce se avistó con D. Jerónimo Mejía, socio que era de Coloma, y le suplicó en nombre de todos los jóvenes amigos que le permitiera hacer el entierro como tributo de cariño y simpatía. El Sr. Mejía manifestó que Coloma tenía en esta ciudad a su Sra. madre, a la que no era oportuno comunicarle la triste desgracia de la violenta muerte de su hijo, y que lo procedente era realizar todos aquellos generosos actos que diciaba el corazón adolorido de los amigos, comunicándosele más tarde a la infortunada Sra. el lamentable hecho que ha desgarrado su alma. Así se hizo. El cadáver fue depositado en casa del Dr. Laguardia, desde cuyo lugar fue conducido hasta la casa de su amigo, también infortunado, Rodríguez Alegre, reuniéndose las fúnebres comitivas para conducirlos al lugar del descanso eterno.
     En el cementerio tuvieron lugar las más conmovedoras escenas. Los amigos se despidieron para siempre de los fríos despojos de aquellos buenos y leales compañeros. ¡Lágrimas puras las abundantes que se vertieron en aquella tarde memorable!

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José Jerez y Varona

     Dedicamos un puesto en nuestro libro al simpático y valiente joven conocido de todos por Pepe Jerez,el que, como siempre está acostumbrado a hacerlo, acudió uno de los primeros al sitio de la catástrofe; y bien merece quien constantemente está al lado del menesteroso y el desvalido que se mencione el último de los hechos que tanto le engrandecen.
     Salió Jerez del teatro de Albisu, en donde se encontraba en unión del Sr. Rodríguez Batista, tan pronto como oyó la señal de incendio, encaminóse al sitio de la ocurrencia llegando a la calle de Lamparilla esquina a San Ignacio, antes de la esplosión; en aquel lugar se unió al inspector Miró y ambos corrieron hacia el fuego, pero Pepe (para quien sin duda no había llegado la última hora) fue detenido como a unas doce varas del incendio por el guardia de orden público núm. 301, que no conociéndole impidióle el paso.
     En tales momentos, tras la detonación vino el derrumbe con su séquito de horrores de muerte: el alma bien templada de Jerez no se amilanó, dedicando solo un minuto a contemplar el desastre. Lanzóse rápido por una escalera de manos, hacia el tejado de la fonda "La Comercial,” llegando el primero en unión del valiente bombero Veytia que le seguía y ambos con ayuda de una cuerda izaban desde allí cubos de agua que les ataban desde la calle, consiguiendo apagar el techo que ardía, con incansable paciencia y denodado valor: bien es verdad que el valor es el rasgo característico de Pepe.
     Dispuesto siempre al sacrificio, Pepe tiene el fanatismo del peligro y donde quiera que éste existe, allí está él, noble, generoso, despreciando su vida y prodigando sus esfuerzos.
     Cuando en el teatro de Albisu hubo un principio de fuego, se le vio en lo más alto del edificio, de pie sobre una estrecha cornisa, casi vacilante en el espacio, subiendo el pitón de una manguera con la que, en unión del malogrado Rodríguez Alegre, atacaron inmediatamente las llamas.
     Cuando las últimas inundaciones, unido a esos infatigables, modestos y dignos héroes, los bomberos y marinos, hizo prodigios de arrojo derramando a manos llenas la savia de su amor a la humanidad. No es, pues, exagerado decir que Pepe Jerez es valiente entre los valientes.
     Ya sabemos que a nuestro querido amigo le disgustan los elogios, ya, que para hacer el bien se oculta siempre, pero precisamente porque es modesto, generoso y noble no queremos que permanezca en el olvido su nombre, ni que sus dignos hechos (tan grandes y heroicos, y que él encuentra naturales), pasen inadvertidos para sus conciudadanos, que bendicen su nombre, y para sus amigos, que le felicitan por tan relevantes dotes, y al estrecharle las manos con cariño se honran con la amistad del benefactor, humanitario y valeroso.

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EL BOMBERO

     En la época actual, que desgraciadamente domina el descreimiento y la indiferencia, cuando no el egoísmo más desesperante, en que el hermoso tipo de esos filántropos, de que tantas leyendas deliciosas y conmovedoras han llegado hasta nosotros, va desapareciendo de la propia manera que se han ausentado de la superficie de nuestro planeta especies enteras por el trabajo constante de la evolución, que las había condenado a morir; el sentimiento público ya sólo sale de los estrechos límites en que se encuentra encerrado, cuando alguna causa, no prevista produce que las pasiones se agiten con violencia, haciéndolo todo el corazón sin dar tiempo a que nuestro espíritu medite fríamente. Entonces vuelven a renacer aquellos legendarios tipos que han sido el encanto y la admiración de nuestros padres. Tipo de redentor dignificado por todas las grandezas del cristianismo en la encarnación del Dios hecho hombre, en el Jesús que murió en afrentosa cruz, entre ladrones, por amor a sus semejantes.
     Difícil es romper con las tradiciones.
     El que vive en un medio los primeros años de su vida, necesita igual tiempo, si no el doble, para adquirir opuestas ideas y contrarios sentimientos a los que adquiriera en los juveniles años de su existencia.
     Esta causa nos hace pensar que son disculpables los actos que realizamos sin que guarden una completa harmonía con cuanto hacemos en el presente, porque es el pasado que vuelve por sus antiguos derechos, al que obedecemos porque recordamos que fuimos sus esclavos de ayer.
     La humanidad protesta hoy contra lo que ayer era su ideal, y mañana protestará de nuevo contra lo que hoy constituye su más pura y legítima aspiración. Esto demuestra el reñido e interminable batallar de los sentimientos, ideas e intereses sociales, que cada día cambia el estrecho molde que le contiene por otro más amplio, que luego resulta también estrecho y hay necesidad de romper para no morir de asfixia.
     Del tipo por que nosotros sentimos profundo respeto y cariñosa simpatía, tenemos ejemplos en este país, tanto más hermoso cuanto más infortunado, en ese hombre apenas conocido por sus conciudadanos, sin grandes ni pomposos honores, sin paga del Estado, ni del Municipio, sin privilegios ni inmunidades, arrastrando, tal vez, una vida azarosa de trabajos y privaciones. Ese tipo es el del bombero en esta Isla, que nada le impide al primer toque de alarma, abandonar su lecho o su trabajo, su hogar y su familia, para correr impulsado por sus sentimientos filantrópicos a salvar la vida y la hacienda ajena, llegando en la realización de su ideal hasta el sacrificio de la propia vida
     Tanta abnegación es digna de grandeza inmortal.
     Esta abnegación traspasa los límites de todo encomio, cuando observamos, en muchos casos, que las vidas y las haciendas que exigen tan grandes sacrificios a sus salvadores, pertenecen a los que los expolian, a la clase de los elegidos, a los que al siguiente día ridiculizan las manifestaciones de generosidad de aquellas almas nobles y grandes.
     El hombre de sentimientos humanitarios desprecia con supremo desdén las ingratitudes de sus semejantes; sólo escucha la voz de su conciencia que le grita las evangélicas palabras de: ama a tu prógimo como a ti mismo. Esas palabras constituyen su deber, que cumplen a despecho de todas las contrariedades e inconsecuencias.
     Tal es el bombero de esta Isla sin ventura.

 

A continuación, algunos de los autógrafos que aparecen en

UN RECUERDO A LAS VÍCTIMAS DE EL 17 DE MAYO

Conrado V. Blanco

Con un prólogo de L. Trujillo Marín y autógrafos de los principales escritores

Habana

Imprenta Monte núm 229

1891

En el prólogo, titulado «Dos Palabras», Trujillo Marín expresa, refiriéndose al suceso, que el pueblo de La Habana “capitaneado por sus dignísimas Autoridades de aquél entonces, hizo dos días después de la catástrofe la más grandiosa manifestación de su dolor” (p. 5)

 

     Hallaron la muerte en la vida o han hallado la vida en la muerte? Todo está en como se muere.

                                                                                    Conde Kostia

     

     Un recuerdo a mis compañeros y una lágrima a mis amigos.

                                                                                    M. J. Morán

     

     La muerte que inmortaliza es la más bella de todas las muertes.

                                                                                    C. Ciaño

     

     ¡17 DE MAYO DE 1890! – Nunca podrá olvidar el pueblo de Cuba esa terrible fecha en que el egoísmo de un hombre, sacrificó a 36 de sus habitantes, que por cumplir con su deber, murieron por salvar a sus semejantes, y lo hicieron generosos; conquistando con su valor indiscutible y singular abnegación, el noble título de santos mártires. Derramemos nuestras lágrimas para honrar su memoria, reguemos con flores sus sagrados sepulcros, e imitemos constantemente sus preciadas virtudes.
     Vivirán siempre en la Historia de la desgraciada Cuba y ocuparán su primera y más hermosa página – ¡Paz a sus venerados restos y gloria eterna a tan inmaculados nombres!

                                                                                    C. Blanco.

 

     Morir por dignidad, por honor o por valor indecible, es para mi un ideal; es más, es una religión de la cual soy el más ferviente devoto.
     Por eso, la noche del 17 de Mayo la recuerdo con religioso respeto; porque en ella cumplimentando un deber, encontraron la muerte, víctimas de un accidente casual o intencional, aquellos que tenían pactado perecer antes que ceder al peligro.
     Morir cual ellos, dejando a la posteridad un apellido honrado, es vivir eternamente en la memoria de los que saben despreciar la vida y en la de los críticos que la acarician.
     ¡¡Dichosos aquellos!!

                                                                                    F. Varona Murias.

 

     Nuestro pueblo al honrar como lo hace; la memoria de las víctimas del 17 de Mayo, demuestra, de inequívoca manera, que progresa cada día en su educación social. – Damos al cumplimiento del deber toda la importaocia que merece.– Y tributando a los que ayer cayeron noblemente el testimonio de nuestra admiración, estimulemos a nuestros contemporáneos para que, en caso necesario, se dispongan al sacrificio, seguros de alcanzar, como lauro inaccesible el aplauso y las bendiciones de la Posteridad.
     En ese sentido cuanto se haga en loor de los mártires de Mayo ha de obtener siempre las simpatías y al apoyo decidido de los que amamos a Cuba y deseamos su engrandecimiento moral.

                                                                                    Juan Gualberto Gómez.
mayo de 1891.

 

     La muerte como niveladora de la vida, es justa. La muerte, como resultado de acontecimiento incierto, es injusta. La muerte natural, es un tributo. La muerte trágica es un anatema del destino.

                                                                                    Elpidio Estrada