Los palacios distantes: el spleen de La Habana
Jonathan Dettman, University of California, Davis
La compulsión de Abilio Estévez de escribir y sobreescribir los espacios habaneros en ruinas parece tener una afinidad electiva con la que apreciamos en el poeta parisiense Charles Baudelaire, cuyo Les Fleurs du mal responde tanto al fracaso revolucionario de 1848 como al plan Haussmann de renovación urbana que iba borrando las huellas del París antiguo. Salvando las necesarias distancias, digamos que Los palacios distantes se publicó en un momento histórico similar en Cuba, marcado por la crisis del sujeto revolucionario y por la crisis económica cuya agudización se refleja en La Habana, tanto en el colapaso de la ciudad como en el deseo gubernamental por desarrollar la industria turística. En tales circunstancias, Los palacios distantes propone una doble mirada a la ciudad. Por un lado, Abilio Estévez recrea una ciudad en ruinas, decadente, regida por el polvo de los constantes derrumbes. Por el otro, La Habana se presenta, paradójicamente, como un lugar de sorprendente belleza, detrás de cuyas fachadas y en cuyos intersticios se vislumbra el paraíso que, asociado como está frecuentemente, al crecimiento anárquico de una naturaleza lujuriosa, parece aludir a un paraíso original, a la vez perdido, y presente. Esta visión estereoscópica se anuncia desde las primeras páginas de la novela:
Las paredes muestran el color terroso, gris y negro de los muros viejos en cualquier ciudad devastada en un mundo donde abundan guerras, terremotos y otras catástrofes menos evidentes. Las piedras están desnudas en muchos sitios, con tonos sorprendentes y rojizos, y grietas en los muros que sin embargo permiten crecer helechos opulentos, verdes, inesperados entre el derrumbe; espigados arbustos de paraíso; crecidas matas de calabazas, con flores acampadas, largas y amarillas. (17)
Los palacios utópicos anunciados en el título, aunque efímeros, resultan ser menos distantes que lo que uno piensa. El protagonista de la novela, Victorio, se pierde en unas reminiscencias de su infancia donde el Moro, aviador audaz pero malhadado, le enseña al niño Victorio que todos tienen un palacio privado, un espacio utópico propio. En el mismo lugar en el texto, el Moro también expresa que “todos los lugares son un solo lugar” (23). Esta clave permite ver La Habana textual de Estévez como dos ciudades superimpuestas. Se habita La Habana banal y cotidiana, con sus ruinas, su suciedad y su escasez, pero al paseante atento se le permite atisbar los palacios, los globos aerostáticos y la opulencia de la otra Habana. “Y, aunque el cielo esté despejado, ahí están las calles encharcadas, vencidas por el tiempo, la miseria y el descuido. Las pequeñas lagunas de las calles de La Habana reproducen las fachadas de los edificios con mayor nitidez con que los ilumina la penosa luz de los faroles. Victorio se detiene ante una de ellas, y cree ver reflejadas en el cristal del agua la silueta de un globo aerostático” (60).
Gran parte de la novela transcurre en las calles de La Habana, por las cuales Victorio camina a menudo sin ningún propósito definido. El argumento de Los palacios distantescarece de complejidades o rodeos, lo que la distancia de la primera (y mucho más barroca) novela de Estévez: Tuyo es el reino. La trama de Los palacios distantes podría resumirse de la manera siguiente. Victorio, gay soltero, se ve obligado a abandonar su domicilio ante la inminente demolición del edificio en que vive. Al marcharse, quema casi todas sus posesiones y abandona para siempre su trabajo burocrático. Vive en las calles y en las ruinas de edificios derrumbados. Pasa el tiempo caminando por las calles habaneras, evitando las zonas turísticas donde hay más vigilancia. Victorio conoce a una joven jinetera, Salma, con quien traba amistad. Luego se tropieza con un payaso viejo, a quien había visto en otras ocasiones. Victorio trata de seguir al payaso, pero se desmaya, vencido por el cansancio y a la falta de alimentación, pues ya sabemos que no tiene un techo propio, ni trabajo. Cuando vuelve en sí, se ve en un teatrico viejo habitado por el payaso Don Fuco. Éste se dedica a hacer reír, apareciéndose en velorios, asilos de ancianos, hospitales y cementerios, para sacar a la gente de su abatimiento y apatía. Poco después, Victorio se encuentra nuevamente con Salma, y ambos se establecen en el teatro con Don Fuco, que los adiestra en el arte de los bufones. Juntos, los tres se dedican a realizar actuaciones improvisadas en diversos lugares de La Habana. En una ocasión son arrestados. Un día, Salma regresa a la casa donde vivía a buscar una foto de su madre que ya había muerto. Allí la sorprende el Negro Piedad, que había sido su ‘novio,’ un proxeneta violento que ahora quiere seguir prostituyéndola. El Negro Piedad la encierra, pero ella escapa con Victorio y vuelve al teatro. El Negro Piedad, sin embargo, averigua donde está y se aparece una noche en el teatro y allí mata a Don Fuco. Salma golpea a su vez al Negro Piedad con un busto de Martí, y le da muerte. Luego escapa con Victorio, y huyen sobre las azoteas llevando con ellos el cadáver.
Es una trama sencilla y lineal que alcanza su clímax antes de un brevísimo desenlace. Las complejidades de la novela surgen de sus intersticios, de los entr’actes, de los paseos sin un propósito definido, de las reflexiones de Victorio y de Salma, de las descripciones del entorno y del impacto de este último en los personajes, sobre todo en Victorio. Podría decirse, incluso, que el argumento, aunque no deja de ser importante, es solo una armazón para creación de ambientes. En efecto, podría decirse que la ambientación, y el protagonista paseante o flâneur, son los elementos estructurales claves en la novela.
La obra de Estévez es rica en intertextualidades y cruces de influencias literarias, sobre todo de Cuba y de Francia. Desde luego, al afirmar la notable influencia baudelaireana en Los palacios distantesuno corre el riesgo de perder de vista otras huellas no menos importantes. Con todo, la impronta de Baudelaire merece una atención especial porque es a través de ciertas correspondencias con la obra del francés que se establece la relación entre Los palacios distantes y La Habana y se va perfilando la fisionomía de la ciudad a finales del siglo XX. Si bien Don Fuco se declara discípulo de Baudelaire (99), semejante declaración no es siquiera necesaria para que pueda apreciarse la clara filiación de Estévez con la obra del poeta francés. Así, la ambientación de la novela recuerda la del París del spleen. Una de las definiciones del spleen que ofrece Benjamin es que se trata “esa sensación que corresponde con la catástrofe en permanencia” (“Central Park,” 164). Compárese, entonces, el ambiente de La Habana descrito en Los palacios distantes con lo expresado antes por Baudelaire: “La Habana está en una latitud que carece de transformaciones. A esta ciudad se les ocurrió situarla en el lado inmóvil del mundo. Y como es siempre la misma y no conoce el cambio, a la ciudad se la siente derrotada, deshecha...” (137). A esto hay que agregar que está mirada a la ciudad se la asocia con el poeta cubano Julián del Casal, precisamente uno de los poetas modernistas hispanoamericanos que más acusa la influencia de Baudelaire: “Victorio recorre los palacios gloriosamente reconstruidos, como si anduviera por otro tiempo, el de Julián del Casal, el gran decadente” (35-36). Puede verse, además, que la imagen de Casal está asociada al paseo, un paseo que es tanto temporal, como implícitamente espacial. Asimismo, el personaje del payaso, Don Fuco, se parece al payaso del poema “Le vieux saltimbanque” que aparece en Le Spleen de Paris. En el poema, Baudelaire equipara el hombre de letras con la figura de un payaso decrépito y triste, ignorado por un pueblo que ha olvidado sus encantos. De manera similar, Don Fuco realiza sus números ante un público que es a veces indiferente u hostil.
Si bien Beatriz Sarlo ha denunciado (con razón, creo) el abuso del flâneur como una etiqueta vacía que no hace sino invocar a un Walter Benjamin descontextualizado, y si es realmente difícil imaginar a un paseante libre y desinteresado en Bogotá o en Los Ángeles (uno piensa más bien en el conductor convertido en peatón enloquecido, representado por Michael Douglas in Falling Down), pienso, no obstante, que la institución urbana de la flânerie resulta relevante en La Habana postsoviética. No se trata, por supuesto, de traspolar acríticamente al flâneur del París del Segundo Imperio, teorizado por Benjamin, al contexto habanero. Entre uno y otro hay diferencias que como puede verse en la novela de Estévez.
Cabe recordar que el flâneur no consiste simplemente en un sujeto que observa de cierto modo, mientras pasea por la ciudad. Tampoco se trata solamente de una manera de apreciar estéticamente el paisaje urbano. Es, más bien, una forma objetiva e historizada de subjetividad. En cuanto tal, Benjamin lo concibió como un tipo, entre otros, que revelaba un aspecto de la complicada fisonomía del París de Baudelaire. Hablar de un flâneur habanero en Los palacios distantes, por lo tanto, implica la posibilidad de capturar en su propia especificidad a otro tipo de paseante urbano, más a tono con la realidad cubana del año 2000. Si en Benjamin, por ejemplo, el flâneur se presenta como una “protesta contra la laboriosidad” (“Paris,” 31), en Estévez vemos un repudio similar: Victorio huye, primero de la vigilancia que quiere asegurarse de que él trabaje y cumpla con su deber; luego, del trabajo mismo cuando hace desaparecer la llave de su oficina en una alberca. Si Baudelaire reaccionaba contra una moral burguesa emergente, y aunque es cierto que no se puede hablar, precisamente, de una ética de trabajo burguesa en la Cuba de Castro, también es cierto que el trabajo desempeña un papel central en la ideología revolucionaria. Basta recordar la concepción guevarista del “hombre nuevo,” para que se vuelvan evidentes las similitudes entre los llamados a la “emulación” entre los obreros y al “trabajo voluntario,” y la ética protestante de Weber. Benjamin quiso enlazar la figura del flâneur con el mercado emergente. Para él, la ‘empatía’ del flâneur que se embriaga entre la muchedumbre era análoga a la ‘empatía’ que permite que una mercancía establezca equivalencias con todas las otras. Sí esto parece dudoso (como, en efecto, le parecía a Theodor Adorno, uno de los interlocutores más importantes de Benjamin), es porque la noción del ‘alma mercancía’ es una analogía y no una subjetividad inmanente a las relaciones del mercado. En la Cuba postsoviética, sin embargo, los fetichismos operantes son el fetiche discursivo del trabajo como bien en sí mismo, base ontológica del socialismo, y el fetiche de la mercancía que surge de la nueva realidad económica de los años de crisis. El declive del primero coincide con el auge del segundo. La pugna que se entabla entre estos dos fetiches, en la que ninguno llega a dominar la sociedad, deja un espacio abierto para una conciencia crítica que rechaza a ambos.
La encrucijada que se acaba de esbozar coincide, en gran parte, con la “reinscripción” de la estética origenista que James Buckwalter-Arias ha señalado como una de las características más notables de la literatura de los años 90 en Cuba. Según él, esta reivindicación de un arte autónomo responde tanto a un esfuerzo por evadir los estrechos límites del arte politizado — impuestos por el régimen — como al deseo de seguir desafiando las leyes — no menos férreas — del mercado. No discrepo con lo que dice Buckwalter-Arias (de hecho, creo que es un fenómeno que rebasa los límites de la literatura que pudiera considerarse “origenista”), pero creo que es necesario ir más lejos y preguntarnos qué tipo de subjetividad nacional ha generado ese estar entre la espada y la pared. Un chiste ruso de la época de Yeltsin sostenía que “todo lo que nos decíamos del comunismo era mentira, pero todo lo que nos decían del capitalismo era verdad.” En Cuba, las incursiones capitalistas (1) ocurrieron sin las mismas aperturas sociopolíticas (la famosa glásnost) que sí tuvieron lugar en el ya desaparecido bloque soviético, dando lugar, tal vez, a que se combinara lo peor de ambos mundos. Frente a tal situación, tanto el entregarse a la inseguridad y competencia sin tregua del mercado global, como el recrudecimiento de los controles económicos del régimen parecía igualmente inaceptable. Entonces, frente a la aparente ausencia de una izquierda del régimen desde la izquierda, y de entre el discurso triunfalista del mundo capitalista y la retórica antiimperialista del gobierno cubano, surgió otra manera de expresar, dotar de sentido, y de responder a los nuevos desafíos de la realidad cubana. Esta respuesta no la articularon los medios de comunicación cubanos (controlados como lo están por el Estado), ni mucho menos en los debates del partido, sino en la literatura que juzga esa realidad, pero sin ser pretender hacerlo necesariamente desde una tentativa documental o realista. Esto no significa, por otra parte, que además de lo que se observa en la literatura cubana postsoviética, no se hayan producido a su vez tentativas de recuperación de la sociedad civil por otros medios, aún si no siempre exitosamente. Entre esas tentativas habría que mencionar la emergencia del llamado “periodismo independiente,” los blogs, el hip-hop (que el Estado no demoró en intentar agenciarse), etc.
El secreto a voces de la época postsoviética ha sido, para decirlo en pocas palabras, el fracaso de la revolución. El reconocimiento de este hecho, sin embargo, no ha sido motivo de júbilo para muchos cubanos. En vez de regocijo, el sentimiento que predomina en la literatura de los años postsoviéticos es la desilusión, acompañada por la nostalgia. El tono nostálgico no es general, sin embargo, y no se presenta siempre de la misma forma. En las novelas policiales de Leonardo Padura, por ejemplo, el impulso investigativo se inclina siempre hacia el pasado, en busca del momento en que todo empezó a salir mal. El protagonista lamenta la pérdida de sus ilusiones:
—Nos hicieron creer que todos éramos iguales y que el mundo iba a ser mejor. Que ya era mejor...
—Pues los estafaron, te lo juro. En todas partes hay unos que son menos iguales que los otros y el mundo va de mal en peor. Aquí mismo, el que no tiene billetes verdes está fuera de juego, y hay gentes ahora mismo que se están haciendo ricos, a las buenas y a las malas...
Conde asintió, con la vista perdida entre los árboles del patio.
—Fue bonito mientras duró. (La neblina, 45-46)
Esta nostalgia también está presente en la obra de Estévez, en ciertas reminiscencias de la niñez, y en reflexiones como las de Victorio, quien comenta que “cede con gusto a ese capricho de la imaginación que...suele considerar que «cualquier tiempo pasado fue mejor»” (36). A diferencia de Padura, Estévez no practica una estética realista ni sitúa el momento utópico en los primeros años de la revolución, sino en épocas prerrevolucionarias, en las postrimerías del siglo XIX o en la República. Se podría hablar, incluso, de una estética de la nostalgia en Estévez, por la fuerte asociación de esta con la literatura, y a través de las figuras de escrituras más asociadas con la afirmación de la autonomía de lo estético, de lo literario: Casal, Lezama o Piñera, y todos, hasta cierto punto, escritores de tiempos prerrevolucionarios (la marginación que sufrieron Lezama y Piñera bastaría para corroborarlo). No es difícil comprender la nostalgia como una reacción tanto a la dura realidad material del presente como a los estrechos límites de una cultural oficial que encauzó el arte en una corriente realista. Con todo, para entender el lugar de la literatura en la Cuba post-soviética es necesario perfilar el ambiente político e intelectual del período.
En una anécdota en la que logra plasmar importantes problemas de la literatura y la historia intelectual cubanas, Antonio José Ponte cuenta cómo Josep Lluís Sert, arquitecto catalán, volvió a La Habana años después de que las autoridades cubanas, recelosas de las influencias extranjeras, le hubieran negado ejercer allí su oficio. Volvió, sin embargo, a petición de Fulgencio Batista y, a instancias de éste, inició una renovación vengativa que, de no haber intervenido la revolución, habría sido desastrosa para el legado arquitectónico de la ciudad colonial. Ponte ironiza (en otro texto) sobre el hecho de que la misma revolución haya cumplido el plan urbanístico de Batista, y medita sobre el destino de otro inmigrante que quiso llegar a La Habana: Walter Benjamin. Las circunstancias de la muerte del pensador alemán son bien conocidas (2), pero Ponte se pone a imaginar qué habría pasado si Benjamin hubiera visitado la capital cubana. Como una manera de vengarse por la negación del visado, dice Ponte, quizá Benjamin se hubiera marchado sin reflexionar sobre la ciudad antillana, “no introduciría a sus moradores en la filosofía (continuación de la de Baudelaire) del pasear desinteresado... Aquellos que desde allí quisieran obtener atisbos de todo lo anterior tendrían que esforzarse en traslaciones imaginativas, habrían de traducirlo” (82). Manera elegante, ésta, de constatar la falta de toda una trayectoria intelectual en Cuba, la del llamado marxismo occidental, que tiene sus orígenes en el joven Lukács y pasa por la Escuela de Frankfurt y sus seguidores, incluso Benjamin.
Rafael Rojas, en un ensayo titulado “Benjamin no llegó a La Habana,” se hace eco de las conjeturas de Ponte al considerar el impacto que Benjamin pudo haber tenido en Cuba. Rojas señala un hueco en Cuba allí donde uno esperaría ver a Walter Benjamin (48). No obstante, la efímera apariencia de Pensamiento Crítico (1967-71), revista dedicada a diseminar la obra de marxistas heterodoxos, y a pesar del empeño de Desiderio Navarro por mantener un diálogo abierto con las más nuevas tendencias teóricas del mundo occidental (el postestructuralismo, el postcolonialismo, etc.), en las páginas de Criterios, no aparece en la escena cubana ni Benjamin ni ningún otro representante de un ‘marxismo pesimista’ como el de la Escuela de Frankfurt, un marxismo que cuestiona las suposiciones del marxismo más ‘tradicional,’ asociado con los movimientos obreros.
Este vacío se explica, parcialmente, por el tipo de marxismo vigente en Cuba, un marxismo bastante ortodoxo ligado a un proyecto nacional de modernización (una ‘modernización recuperativa’) (3). Pero se debe también al hecho de que, a pesar de la elevada retórica de ciertos sectores de la derecha, no hubo ni estalinismo, ni gulag, o si hubo algo parecido (uno piensa en ciertos casos famosos y en las UMAP), fue tan subrepticio que no generó repudios de la misma intensidad que los que se hicieron en contra de la Unión Soviética. No fue hasta la crisis de los 90 que el fracaso del proyecto revolucionario cubano se manifestó definitivamente, permitiendo, a pesar de las continuadas alabanzas de algunos gobiernos izquierdistas o “antiimperialistas,” que emergiera una izquierda crítica, dentro y fuera de la isla, que ya no ve a Cuba como un modelo, sino como un “contramodelo.”(4)
En Cuba esta crisis engendró un desencanto generalizado. Frente a la ausencia de teorías marxistas que explicaran la derrota, muchos abandonaron esa ideología. El declive, y, luego, el desplome definitivo de la Unión Soviética significaron un relajamiento en la esfera cultural que permitió una apertura mínima para una renovación. En este momento (5) surge una literatura que no se orienta, ni por los predios de la política anticastrista, ni por los de la apologética del mercado, sino una que trata de entender y articular la situación nacional de un modo diferente de lo que ofrecen esos dos polos ideológicos. Esta literatura parte del declive de una subjetividad basada en la ética del “hombre nuevo,” que se expresa en un creciente auto-cuestionamiento tras la crisis de los 90. Este fenómeno se registra en el estudio de Sonia Behar, La caída del hombre nuevo, que aboga por una aproximación lukacsiana a la literatura del período (32). Reina María Rodríguez, en su poema “Al menos, así lo veía a contra luz...,” señala el colapso del sujeto revolucionario: “era a finales de siglo y no había escapatoria. / la cúpula había caído, la utopía / de una bóveda inmensa sujeta a mi cabeza, / había caído” (Barquet, 509). Lo que emerge tras la caída de “hombre nuevo” es una subjetividad a la deriva, que deambula por las calles habaneras en busca de alternativas que la realidad no parece ofrecer.
Por tanto, no creo que sea desatinado sostener que el narrador implícito de Los palacios distantes es ese sujeto cubano que ya no cree en los lemas revolucionarios ni en los trabajos voluntarios, pero que tampoco se entusiasma por la creciente importancia del dinero. Tras salir humillado de un restaurante exclusivo que sólo acepta dólares, Victorio reflexiona que lo que tiene realmente no es “precisamente el hambre, sino algo mucho más refinado. Hambre de sabores, de exquisiteces” (38). Victorio aspira a más que a la mera supervivencia, pero no es una existencia burguesa lo que anhela. Al abandonar su cuarto en el edificio destinado a la demolición, Victorio quema la mayoría de sus posesiones, sin preocuparse del valor material que hubieran podido tener de haberlos querido vender en la calle. “En un primitivo bolso negro reúne el cepillo de dientes, el jabón, alguna ropa y el ejemplar de Saint-Simon. Conserva la fotografía del Moro. Ata la llave del palacio a un cordón y se la cuelga al cuello” (40). Victorio no padece de la actitud adquisitiva que, como en el caso del rey burgués de Darío, sólo sabe apreciar lo que puede acarrear algún valor monetario. Con la excepción de lo necesario para el aseo, los únicos objetos conservados tienen un valor más bien simbólico: la fotografía del amigo, el tomo escrito por el aristócrata francés y la llave de un edificio cuyas cualidades palaciegas ya sólo pertenecen a la memoria. Guarda esa llave simbólica mientras deshecha otra llave, la de su oficina, al marcharse definitivamente de su puesto. Con este acto, Victorio rechaza tanto el aparato burocrático como el imperativo capitalista implícito en el refrán que afirma que “el tiempo es oro.” Victorio no se conforma, entonces, ni con la existencia desvaída del ‘período especial’ ni con el pragmatismo brutal del mercado negro, en el que cada cosa tiene su valor. El modo de vida que Victorio y Salma escogen es una evasión de una realidad que no ofrece nada que sea satisfactorio, mucho menos bello; su nueva vida entra en pugna con el ánimo de lucro que está detrás del jineterismo. De ahí el conflicto con el Negro Piedad, a quien le interesa mantener a Salma en el negocio.
Victorio, entonces, se mueve en un espacio al margen de las alternativas que se le presentan. Se convierte en vagabundo en una ciudad donde el vagabundeo ha sido vedado:
La Habana dejó poco a poco de tolerar a los mendigos: les negó la caridad de los portalones, la bendición de las brisas y el resguardo a sus relentes bárbaros. Se ha llegado a afirmar (se sabe cuánto de novelera tiene la imaginación popular) que el cambio comenzó a notarse el día en que La Habana permitió que encerraran en un asilo al más famoso de sus vagabundos, el Caballero de París. Aquel día infausto, La Habana anocheció a las cuatro de la tarde, y el adelantado crepúsculo asombró a los habaneros (44).
Alienado de otras formas de la vida social, Victorio puede ocupar el lugar negativo del mendigo y caminar por la ciudad sin participar en ella, como un mero observador.(6) Victorio merodea por los intersticios de la urbe y, paradójicamente, mientras más se exhibe, menos se le ve, sobre todo cuando se trata de los representantes de la autoridad que él busca evadir: “[s]e aprende también de huir de los policías. En este caso, la clave no está en huir de ellos, sino en enfrentarlos” (64). Victorio está solo entre la muchedumbre, donde observa sin ser observado, menos un voyeur que un flâneur como el de Baudelaire en Les Fleurs du mal, que se siente aislado, excluido, enajenado y olvidado. “Sin casa, sin amigos, la ciudad se vuelve remota, ajena, incomprensible y hostil” (46).
La actitud crítica del narrador de Los palacios distantes hacia el discurso oficial se evidencia a través de comentarios sobre la viligancia constante (30-31, 61-62, 238), la sensación de ser engañado (43), “derrumbes que informan sobre el paso de la Historia sobre el hombre (64), la Historia que elimina el placer (82) y a través del repudio expresado directamente por boca de Salma (53). Victorio se imagina matando a hachazos a Mema Turné, responsable de la vigilancia del edificio; la compara con la vieja usurera Alena Ivanovna, imagen de la explotación capitalista en la novela Crimen y Castigo, de Dostoievski. Por lo tanto, en la figura de Mema se concretan los dos paradigmas que el sujeto narrativo rechaza. En contraste con la mayor parte de la literatura de la época, no hay, en Los palacios distantes, muchas referencias a la economía de la isla. Más allá de que la prostitución de Salma tiene como trasfondo el turismo, una crítica directa al fetichismo de la mercancía brilla por su ausencia. A pesar de ello, la operación de ese fetichismo aparece, via negationis, en la apreciación de ciertos objetos que son exactamente lo contrario de mercancías. En el teatro de Don Fuco, por ejemplo, hay una larga enumeración de estos objetos:
Aquí están guardadas y bien guardadas las reliquias de la patria, los vestidos de Rita Montaner, de Barbarito Diez, de Beny Moré, de Celia Cruz, de Alicia Alonso, aquí están los manuscritos de tantos escritores famosos, la guitarras de María Teresa Vera, de Manuel Corona, de Pablo Milanés y Marta Valdés, el piano de Lecuona, objetos de Alicia Rico, Candita Quintana, Esther Borja, Miriam Acevedo, Iris Burguet y Blanquita Becerra, la camisa ensangrentada de Julio Antonio Mella, el mantel también ensangrentado de los Lamadrid en cuya mesa murió Julián del Casal, lienzos de Portocarrero, de Amelia, de Tomás Sánchez, de Acosta León, de Raúl Martínez, piezas de Ñica Eiriz, hay muchas reliquias, amigo mío, y si no las menciono todas es por no abrumarlo...(134-35)
Estos ‘objetos’ no son copias, sino originales, o más bien, representan la posibilidad de imaginar un origen. Por lo tanto, retienen el ‘aura’ sagrada que Benjamin atribuyó a los objetos de arte en épocas anteriores a la posibilidad de su reproducibilidad técnica.(7) Su carácter sagrado reside en su condición de reliquia, y en el indudable aire de aparición de esas hilachas de memoria, que están como suspendidas, parpadeantes, entre la presencia – “aquí están” – y la ausencia (su mera existencia son el signo de una desaparición) entre el afuera y el adentro de la isla (Celia Cruz y Alicia Alonso). Esos objetos circulan fueran de la órbita de transacción de la mercancía. Esto se hace aun más obvio por las “cosas que faltan” en el teatro-museo: “la voz de cristal de Pablo Quevedo, que...no dejó ninguna grabación,...el sabor del níspero, el olor de la lluvia, el rocío en el valle de Viñales,...el llanto del algunos de los que se echaron al mar de 1994...” (135). Son ‘objetos’ cuya fisicalidad es fugitiva, y resisten, por tanto, su incorporación a la plusvalía. Son parte de lo que Adorno denomina “la utopía de lo cualitativo – las cosas que por su diferencia y singularidad no pueden ser asimiladas a las relaciones de intercambio prevalentes” (Minima Moralia, 120). El teatro es una especie de almacén de antimercancías y, al mismo tiempo, un archivo de lo que la revolución ha querido negar. (Tocante a lo último, el teatro tiene una función análoga a la de la ‘guarida’ de Diego en “El lobo, el bosque y el hombre nuevo,” de Senel Paz, en la que se preserva la memoria de figuras culturales como Lecuona o Lezama, y que el joven revolucionario, David, apenas conoce). En su interioridad, que está a un tiempo dentro y fuera de La Habana (mediante una mise en abîme, el teatro contiene una réplica de la ciudad), el patrimonio cultural de la isla se resguarda del abuso comercial y de la manipulación ideológica. Es un espacio ilusorio, sin embargo, que desaparece con la irrupción en el teatro del Negro Piedad, disfrazado de policía, en cuya figura coinciden el interés económico y el poder autoritario.
Quisiera volver ahora a la cuestión de la ‘doble mirada’ con la que comencé este ensayo. La llegada del Negro Piedad al teatro marca el desplome de la separación entre el espacio opulento del teatro y el exterior arruinado de La Habana. “Mientras que Salma y Victorio han pasado del asombro a la admiración, el chulo, o el policía (ya no se sabe), ha salido del asombro sólo para caer en la realidad burda de que, en un teatro en ruinas, bajo las luces de unas cuantas velas, un viejo muy feo, ataviado con tutú, baila de modo grotesco al son de una música rara” (267). A partir de ese momento ya no es posible ver el teatro como un mundo aparte. Por el contrario, su ficción escenográfica se revela en el hecho de que comparte la misma duplicidad de paraíso y ruina que el resto de la ciudad.
En Los palacios distantes la belleza va ligada a lo mundano, a la realidad física y social de La Habana del 2000. Está claro que no se trata de la belleza idealizada. Adorno propone que el ideal de belleza pura, l’art pour l’art formulado por Gautier, es limitado porque se erige como antítesis de una sociedad cuyos productos e imágenes son rechazados por feos. Adorno cita a Baudelaire y a Rimbaud como escritores que lograron elaborar una literatura que sirvió como antítesis social incorporando las imágenes que la sociedad misma ofrecía (Aesthetic Theory, 237). Habría que incluir a Estévez en esta compañía artística, pues en su novela la belleza, aun cuando su relación con la sociedad es antagónica, surge de ésta de un modo inmanente. La belleza no existe como ideal puro. No es una forma platónica que se concretiza en el objeto, sino una negación de la sociedad que surge de ella misma, siempre mediada por la subjetividad del artista. En esto Estévez está más cerca del materialismo de Piñera que de la Imagen lezamiana.
El teatro de Don Fuco se erige como una especie de contrarrealidad, a un tiempo dentro y más allá de la realidad habanera. Ese espacio es el escenario de un modo de ser y de actuar à rebours de la praxis diaria de los cubanos. ¿En qué consiste esta contrapraxis? En una entrevista, Estévez responde a esto parcialmente:
[S]i le quitas a la palabra payasada toda esa parte peyorativa que parece que le hemos agregado, te queda algo muy hermoso, que es el lado artificial. El lado de artificio, de transformación, de travestismo, de disfraz y de maquillaje. O sea, todo eso que es el artificio es lo que me parece imprescindible para el hecho creador. Estimo que no podemos pensar en la payasada en el sentido de aquellos circos espantosos que yo veía cuando era niño y que me daban mucha tristeza. Es otra dimensión del payaso, es un salir de la realidad hacia un mundo muy diferente, y ése es el sentido que yo le doy a esa palabra (Béjar, 95).
Si el Caballero de París ahora sólo camina sin moverse del sitio que le han concedido como estatua en la calle Oficios, Don Fuco — la estatua de Mercurio que cobra vida — puede reivindicar con sus payasadas la jouissance de aquél, aunque, como le ocurrió al viejo payaso de Baudelaire, el público no sepa agradecérselo. Victorio, Salma y el lector se dan cuenta, al final, de que el escenario siempre ha sido la ciudad entera, La Habana misma. Esto permite ver que, a pesar de la miseria y de la banalidad de la realidad cotidiana, hay posibilidades inmanentes a esa realidad que, en la ausencia de la doble represión de la economía y la ideología, permitirían trascender lo que existe, tanto material como artísticamente.
Notas
1. Me refiero principalmente a las reformas económicas ocasionadas por la crisis de los 90. En esta liberalización (que ha sido parcial e inconsistente) se incluyen el regreso de la industria turística, la privatización parcial de sectores como la hotelería y el cine, así como la introducción en 1993 del dólar como moneda circulante. Sólo esta última medida ha sido rescindida (en 2004). Además, en el mismo periodo se presencia la ampliación del “sector de los servicios,” hecho característico de la transición, en las economias capitalistas, del llamado fordismo al post-fordismo.
2. En septiembre de 1940, Benjamin quiso salir de Francia, entonces ocupada por los Nazis. Fue detenido por guardafronteras españoles en Portbou, Cataluña. Ante la amenaza de ser entregado a la Gestapo y enviado a los campos de concentración, Benjamin se suicidó.
3. El término ‘modernización recuperativa’ fue acuñado para teorizar la necesidad de los estados del Este de Europa de recurrir a una forma pura de estatismo (el llamado socialismo) para desarrollar sus economías durante la posguerra en un contexto de competencia global y atraso respecto a los países del Occidente; cf. Kurz.
4. La noción de Cuba como contramodelo para una izquierda crítica aparece en un número anterior de La Habana Elegante. Véase Buckwalter-Arias, “El caso UNEAC.”
5. En rigor, hay que reconocer que esta literatura empezó a aparecer a finales de los 80, cuando el desgaste de los modelos literarios prescritos por los órganos culturales anticipó la vía muerta del “socialismo realmente existente.”
6. El primero en reunir el Caballero de París con la figura del flâneur fue José Antonio Ponte en Un seguidor de Montaigne mira La Habana, p. 33.
7. Ver “The Work of Art in the Age of its Technological Reproducibility,” 101-33.
Obras Citadas
Adorno, Theodor. Aesthetic Theory. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1997.
---. Minima Moralia: Reflections from Damaged Life. London: Verso, 2005.
Barquet, Jesús y Norberto Codina. Poesía cubana del siglo XX: antología. México: Fondo de Cultura Económica, 2002.
Baudelaire, Charles. Les Fleurs du mal. Paris: Pocket, 2007.
Behar, Sonia. La caída del hombre nuevo: narrativa cubana del período especial. New York: Peter Lang, 2009.
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