El indiscreto sadismo de la burguesía (Una lectura de “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini)
Duanel Díaz, Princeton University
A la pregunta por el propósito de “El niño proletario,” Osvaldo Lamborghini respondió: “Yo me proponía cosas tales como: ¿por qué salir como un estúpido a decir que estoy en contra de la burguesía? ¿Por qué no llevar a los límites y volver manifiesto lo que sería el discurso de la burguesía?” (Lamborghini 1980, 48). Según ello, el relato sería una especie de escenificación, en forma quintaesenciada o extremada, del discurso burgués. Una rápida lectura de los primeros párrafos del mismo contradice, sin embargo, semejante tesis. “Desde que empieza a dar los primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre” (Lamborghini 1988, 63). He aquí un registro eminentemente expositivo, como de estudio de caso clínico, con reminiscencias naturalistas(1), que se interrumpe abruptamente cuando el narrador afirma: “me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario” (63). Pero enseguida la primera persona se retira, y el relato continúa con la descripción del niño proletario como tipo psico-social producto de un medio familiar disfuncional y de una herencia malsana (sífilis, alcoholismo). Luego regresa el “yo:” “En mi escuela teníamos a uno,” dice el narrador, para enseguida retomar el otro registro, con la aseveración de que “[e]videntemente, la sociedad burguesa se complace en torturar al niño proletario” (64).
La siguiente narración de la tortura y violación de un niño proletario por tres niños burgueses viene a ser, entonces, una suerte de confirmación o ejemplificación de esta tesis sobre el sadismo de la sociedad burguesa. Lo “didáctico” que hay en todo esto resulta, acaso, tan inquietante como la propia crueldad del episodio narrado. Ese discurso racionalizador constituye una especie de distanciamiento, de fuga de la representación realista; es “irreal,” sobre todo, en tanto no se corresponde, evidentemente, con la señalada condición burguesa del narrador. El hablante de “El niño proletario” está en las antípodas de esos discursos humanistas, humanitarios, conciliatorios, que asociamos a la burguesía. Si ésta, como sostenía Sartre, se caracteriza en principio por su pretensión de universalidad, no puede entonces llamarse a sí misma como tal. Donde se habla de burgueses y proletarios, de clases explotadas y explotadoras, es en la tradición revolucionaria, esa que, desde su exterioridad radical, señala la particularidad (burguesa) de lo que el discurso burgués pretende como universalmente humano.
Lo que en el relato de Lamborghini se pondría de manifiesto es, entonces, no ya el discurso, sino el orden burgués mismo. La realidad de la opresión capitalista, velada por la ideología, aparecería aquí representada de manera desnuda. Pero al proponer esta hipótesis parece emerger una nueva contradicción: la escena relatada incluye todo aquello que el mundo burgués, desencantado por el mercado y la ilustración, ha dejado atrás: no hay aquí una escena de explotación, sino todo un sacrificio ritual. Luego de “incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos” (64), los tres niños burgueses zambullen a “¡Estropeado!” en una zanja, embarrándolo. A partir de ahí el “delirio” va “en aumento:”
La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo de a propio placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos (65).
A continuación, mientras Gustavo penetra al niño proletario, los otros dos niños burgueses, uno de los cuales es el narrador, tienen un insólito intercambio de excreciones:
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé (66).
Esta descripción del vómito y las heces como sustancias doradas y luminosas remite claramente a la dualidad primordial de lo sagrado; es esto – la sacralidad que Durkheim sólo pudo definir negativamente, como heterogénea con respecto al mundo profano –, lo que aparece en el inquietante relato de Lamborghini. “The notion of the (heterogeneous) foreign body –afirma Bataille– permits one to note the elementary subjective identity between types of excrement (sperm, menstrual blood, urine, fecal matter) and everything that can be seen as sacred, divine or marvelous” (94). Mierda, vómito, semen, sangre: esa “materia heterogénea,” refractaria al orden del pensamiento, aparece aquí en su fascinante ambigüedad, en tanto gasto que subvierte la economía del orden burgués. Si aceptamos con Bataille que “el odio al gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesía,” es imposible, entonces, ver este suplicio del niño proletario como una representación – metonímica o metafórica – de la opresión capitalista. La burguesía, que en su gusto por la acumulación ha eliminado toda sacralidad, “usa” a los proletarios para producir plusvalía, no para sacrificarlos; el asesinato de los proletarios no sería sólo un gesto eminentemente improductivo, sino también suicida, en la medida en que llevaría a la extinción de la propia clase en el poder. He aquí, pues, una contradicción paralela a la del discurso que hemos señalado arriba: si el narrador, al insistir en su condición burguesa, no hace más que situarse fuera del discurso burgués, los actos que refiere en su relato transgreden asimismo el orden de la burguesía.
“Identificarse con el proletariado = regodearse con los sufrimientos de los oprimidos mediante la coartada masoquista de sentirlos, como diríamos: “en carne propia”,” leemos en uno de los manifiestos de Literal (Libertella, 15). Es justo esto lo que, al parecer, intenta evitar a toda costa Lamborghini en el “El niño proletario.” No podemos identificarnos con él puesto que el niño es siempre el objeto, tanto al nivel de la diégesis como del discurso – un objeto mudo, totalmente pasivo, que ni siquiera intenta defenderse de la mortal agresión (2). Por otra parte, tampoco es posible identificarse con el sádico narrador, pues su discurso es contradictorio y distanciado. ¿Cómo entender, entonces, estas patentes contradicciones? Si no es el discurso de la burguesía, ¿qué es lo que se “lleva a los límites” y se “vuelve manifiesto” en “El niño proletario”? ¿Sería posible hacer una lectura alegórica de este texto?
Quizás convenga recordar en este punto otro célebre relato que también aborda la crueldad infantil: El señor de las moscas, de William Golding. Aquí un grupo de cadetes de una escuela militar, recalados en una isla desierta debido a un accidente aéreo, “regresan” a la horda primitiva, matando al más débil de ellos y adorando a un extraño dios en la figura de la cabeza putrefacta de un puerco jíbaro que han cazado. Hay en esta historia, desde luego, toda una parábola sobre la fragilidad de la cultura y la civilización, y un alegato pesimista sobre la naturaleza humana. A Golding le interesa reflejar el conflicto entre la crueldad de esta última y la civilización misma. De lo que se trata, entonces, es del retorno de lo reprimido. Si para el positivista Lombroso los criminales eran seres atávicos y primitivos en medio de la civilización, luego de las dos guerras mundiales Golding viene a mostrar que la regresión al salvajismo no es en modo alguno excepcional: el microcosmos de los niños en la isla remite al ancho mundo de afuera, donde los adultos se matan en la guerra.
Muy diferente es el relato de Lamborghini, pues aquí la violencia es como una chispa eléctrica entre esos dos polos sociales que son el burgués y el proletario. Esta dicotomía, de la que cualquier interpretación satisfactoria del texto de Lamborghini ha de hacerse cargo, nos sitúa en un contexto diferente al de los discursos – liberales o conservadores – sobre la “naturaleza humana” y al de la crítica humanista de la violencia. Me parece que ese contexto donde se inserta de alguna manera “El niño proletario” está conformado por dos líneas teóricas fundamentales: por un lado el pensamiento marxista, entendido en sentido amplio como aquel donde la contradicción de clase se mantiene como conflicto fundamental; y por el otro esa tradición que, desde los surrealistas hasta Tel Quel, ha reivindicado el potencial revolucionario del marqués de Sade en estrecha relación con la modernidad literaria. Se diría que mientras Golding se mueve en un campo hermenéutico definido por Freud, el horizonte del relato de Lamborgini es eminentemente lacaniano(3).
Ambas tendencias teóricas entran en tensión en los escritos programáticos de la revista Literal, de cuyo consejo de redacción formaba parte Lamborghini. Los dos blancos, distintos pero conectados, a los que se contrapone allí la “flexión literal” son justamente el realismo y el compromiso. El primero tiene que ver con el modo de representación literario, y el segundo con cierta idea de la misión de los intelectuales que encarnó en la figura del intelectual engagé. La revista Les Temps Modernes, muy influyente entre los escritores latinoamericanos de la generación del Boom, preconizaba justamente este tipo de literatura comprometida que los de Literal rechazan enérgicamente, acercándose a los postulados teóricos de Tel Quel, donde algunos temas marxistas son retomados, pero ya no en el marco humanista del pensamiento sartreano, sino en uno más cercano al postestructuralismo.
La sentencia según la cual “Asumir el compromiso = pactar un trato con la escritura burguesa de los medios de información”(Libertella, 15) remite, por ejemplo, claramente a Roland Barthes. De hecho, afirmaciones tan sumarias como que “todo realismo mata la palabra subordinando el código al referente, pontificando sobre la supremacía de lo real, moralizando sobre la banalidad del deseo,” y un poco más adelante: “El realismo es injusto porque el lenguaje, como la realidad social, no es natural”(24), reproducen casi literalmente la crítica del realismo como ideología burguesa que desarrolla Barthes en los sesenta y setenta (4). Contra el realismo, la “escritura”; contra la represión, el deseo; contra “la funcionalidad del lenguaje,” un valor que la literatura “quiere explicitar:” “Cuando la palabra se niega a la función instrumental es porque se ha caído de la cadena de montaje de las ideologías reinantes, proponiéndose en ese lugar donde la sociedad no tiene nada que decir.”(Libertella, 28 – énfasis en el original)
Se trata, pues, de una contraposición de la literatura – entendida en el sentido de écriture, es decir, no ya como obra, sino más bien como energeia, como proceso – a todo eso que Barthes llama “lenguaje encrático” (Barthes 1973, 27). “El poder hace uso de la palabra con el fin de someter la supuesta libertad del otro: la literatura es una palabra para nada, en la que cualquiera puede reconocerse. El escritor puede adjudicarse cualquier misión, el lector lee lo que puede creyendo leer lo que quiere. No se trata del arte por el arte, sino del arte porque sí (…)” (Libertella, 29), proclama Literal. Lo que se propone no es, entonces, un abandono del compromiso para regresar al esteticismo, sino más bien una salida de esa dicotomía tan central en la reflexión sartreana. A la literatura comprendida como “función social” (Sartre, 15), como medio para la revolución, se opone una apología de la literatura como revolución en sí misma que reivindica “el goce estético” (Libertella, 129) contra el “bricolage testimonial” en que confluyen el realismo y el populismo, al tiempo que a esa literatura se la excluye del “imaginario colectivo” donde reina el discurso sobre “el papel de los intelectuales”(130).
Ahora bien, me parece significativo que en las principales fuentes teóricas de esta toma de partido de Literal, la reivindicación de la escritura está notablemente asociada a una relectura de Sade. En “Sade en el texto,” publicado en un número especial de Tel Quel dedicado al marqués (núm. 28, 1966), Phillipe Sollers lo comprende como emblema de esa “perversión” que, opuesta a las neurosis de la sociedad burguesa, resulta tan revolucionaria como la escritura misma. Si “la represión sexual es sobre todo una represión de lenguaje” (58), entonces “el depravado que no acepta el encubrimiento de los signos, se ve […] reducido a afirmar el mal para liberar los signos y alcanzar el efecto sin causa del deseo. Por ello, está obligado a atacar la dualidad más concreta, la más irrefutable, que es la del placer y el dolor” (60). De ahí que, según Sollers, el vicio de Sade no sólo sea el crimen sexual, sino en última instancia la escritura misma, perversa en tanto implica una subversión de la virtud burguesa en que la moral y la economía llegan a confundirse.
No es casual que el ensayo de Sollers lleve un epígrafe de Bataille; toda su lectura de Sade no hace sino continuar la que este realizara a partir de los años treinta. Contra unos “compañeros” que son acaso los comunistas, o los surrealistas que han entrado al partido, en “Sobre el valor de uso de D.A.F. de Sade” (1931) Bataille reivindicaba a Sade como heraldo de una revolución que tenía que ser gasto, pues había de liberar a la naturaleza humana de la autocracia y la moralidad que autorizaba la explotación. Si el dominio de la burguesía “corresponds to the general atrophy of the ancient sumptuary processes that characterizes the modern era,” la lucha de clases tenía que convertirse por fuerza en “the grandest form of social expenditure” (126). Mientras en su Dialéctica de la ilustración Adorno y Horkheimer comprenden el sadismo como la expresión de una conciencia burguesa que al reificar el mundo termina por tratar también a los seres humanos como cosas, Bataille afirma la especificad del sadismo fuera del orden burgués, y, en consecuencia, la solidaridad profunda del fascismo y la revolución. Para Adorno y Horkheimer existe una consecuencia lógica entre la razón instrumental burguesa, el sadismo y el fascismo: “Just as the overthrown god returns in the form of a tougher idol, so the old bourgeois guardian state returns in the form of the Fascist collective” (117). Para Bataille, en cambio, hay más bien una contradicción: el sadismo, al oponerse a la economía burguesa, estaría en cierta medida del lado de la revolución. Por eso Bataille creía que la revolución había de aprovechar las fuerzas violentas, “heterogéneas,” desencadenadas por el fascismo, y usarlas para destruir el sistema capitalista.
A la luz de las ideas de Bataille se diría, entonces, que lo que muestra propiamente la escena de “El niño proletario” es justo ese “fascinante fascismo” – como le ha llamado Sontag en un célebre ensayo – que se apropia del potencial erótico de la revolución. Si, según señala Slavoj Zizek, la violencia es la única salida de la subjetividad capitalista encerrada en sí misma, pues “[e]n contraste con la compasión humanitaria, que nos permite retener nuestra distancia con respecto al otro, la violencia misma de la lucha señala la abolición de esta distancia” (82), la revolución puede por ello fácilmente degenerar en fascismo, y el fascismo presentarse como revolución. Ante la amenaza de la revolución proletaria, la burguesía “regresa” a formas premodernas, en una orgía que sirve para reforzar la unidad de esa comunidad masculina: entre los tres niños burgueses hay un líder, Gustavo, quien penetra primero al niño proletario y lo ahorca al cabo, y no sólo se menciona la “hermanación” de los otros dos, sino que al final el narrador habla de sus “camaradas.” Es obvio, una vez más, que no es ésta la burguesía “homogénea,” sino una “radicalizada” en sentido fascista: aquella palabra era compartida por bolcheviques y falangistas, como signo de pertenencia a una comunidad esencialmente ajena, e incluso opuesta, a la anómica sociedad liberal burguesa.
Aunque la clásica interpretación marxista – cuya expresión canónica acaso sea El asalto a la razón, de Lukacs – comprende al fascismo como ultima ratio de la burguesía ante el avance de la revolución proletaria, es indiscutible que el fascismo también intentó trascender el orden burgués con una especie de reencantamiento del mundo que pasaba por la reunificación de las esferas que en la modernidad habían adquirido autonomía. En la guerra, el ritual y el mito la “vida” renacía frente a la mezquindad del mundo democrático-liberal. Según Zizek, la estrategia fascista consiste en desplazar la contradicción fundamental entre las clases, manifiesta en la revolución proletaria, por un antagonismo secundario, asociado a la raza (43). A propósito de esto, es significativo que el narrador del relato de Lamborghini se refiera al proletariado como un grupo determinado por la herencia, desplazando así el conflicto de clase – que depende de la situación con respecto a la propiedad de los medios de producción – por uno de “sangre,” esto es, preburgués, propio de un mundo estamental. El discurso del narrador no hace más que naturalizar esa condición que la teoría marxista revela como histórica. Construye así la categoría de “proletario” de la misma manera en que, como muestra Foucault, los saberes del siglo XIX configuraron, esencializándolos, a la mujer y al homosexual en tanto sujetos esencialmente otros, definidos no tanto en función de sus actos como de su ser. Gabriel Giorgi apunta al respecto que “[e]l lenguaje médico de “El niño proletario” […] es el de una circularidad o tautología perfecta: instituye aquello que diagnostica, produce aquello que dice encontrar. […] el niño ya es lo que fue su padre y su madre, su ser proletario está en su sangre, repitiendo el ciclo perfecto de su generación como degeneración, y por lo tanto ya realiza en su “cuerpito” la categoría proletario, a la que pertenece por realizarla y que realiza porque le pertenece, etc” (140).
Este burgués que señala que la “única herencia” que el proletario puede dejar a sus hijos son los chancros y recuerda el “pañuelo de batista donde el rostro de (su) madre augusta estaba bordado,” se opone al niño proletario – que es sólo prole- como un patricio: el que tiene pater, herencia, nombre. Aunque el narrador insiste en que “la execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre” (64), la violencia de los agresores podría ser también una reacción ante la amenaza de esa vasta prole. Si el proletario, como no puede dejar más herencia que su propia descendencia, “hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita […], su semen se convierte en venéreos niños proletarios” (64), entonces la tortura, violación y asesinato del niño proletario revierte esa amenaza de la masa proletaria: ahora está él solo frente a tres niños burgueses. Se diría que el sadismo aquí es justamente lo contrario de la lucha de clases, en tanto esta constituye la forma histórica de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, tal como fue explicada por Alexander Kojève en su célebre curso de los años treinta. Si en esta dialéctica la negatividad del esclavo es recuperada por el hecho de ser él, el proletario que transforma el mundo y a sí mismo, el agente de la resolución final de la contradicción, en Sade no se recupera nunca la negatividad; no hay, en rigor, dialéctica, sino por el contrario una extrema polarización de las posiciones del sujeto y del objeto, en tanto agente y paciente de la agresión sexual.
En la dialéctica hegeliana, “l’homme intégral, absolument libre, définitivement et complètement satisfait par ce qu’il est, l’homme qui se parfait et s’achève dans et par cette satisfaction, sera l’Esclave qui a ‘supprimé’ sa servitude. Si la Maitrise oisive est une impasse, la Servitude laborieuse est au contraire la source de tout progrès humain, social, historique. L’Histoire est l’histoire de l’Esclave travailleur” (Kojève, 26). Es el esclavo, entonces, el que puede liberarse, y esa liberación coincide con el movimiento mismo de la historia. Mientras el amo sólo puede superarse, realizar la libertad, en la muerte, el esclavo lo hará mediante la lucha revolucionaria, que presupone “la négation, la non-aceptation du monde donné dans son ensemble” (33). Así, él ha de superar dialécticamente al amo, conservando la autonomía de éste pero realizando integralmente el ideal primero del encuentro entre ambos, que era el reconocimiento de sí mismo en el otro.
Desde este punto de vista, en la escena ritual del relato de Lamborghini lo que podría leerse es una regresión a aquel momento primero del encuentro donde uno mata al otro; no hay, entonces, posibilidad alguna de reconocimiento y, por tanto, no hay sociedad; para que la haya, ambos deben sobrevivir, uno como amo y el otro como esclavo, originándose ahí la dialéctica que terminaría finalmente con la resolución de la contradicción y, por tanto, con el fin de la historia. La muerte del esclavo por el amo sólo puede verse entonces como una última estrategia del amo que, empeñado en detener la fatal dialéctica, abandona su ocio para afianzar, mediante la violencia, su posición privilegiada. Al final del relato, el narrador habla de una “torre fría y de vidrio” desde donde ha contemplado “el trabajo de los jornaleros” (68), reafirmando así la posición superior del amo, condenado por su no trabajar al idealismo, a experimentar el mundo negativamente, en el consumo de los productos creados por el esclavo.
Visto desde la dialéctica hegeliana, esta violencia del amo no es desde luego revolucionaria, pues no transforma el mundo radicalmente, ni tampoco la relación misma de servidumbre. El sadismo aparece claramente como forma de dominación, pero hay otra dimensión de la violencia, una ambigüedad en ella, que la dialéctica no comprende, y es la que Bataille destacó en sus reflexiones sobre el erotismo. La escena sádica de “El niño proletario” ejemplifica esa “jouissance de la transgression” (232) de la que habla Lacan en su seminario “La paradoxe de la jouisasance:”
Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce (65).
Si antes el asco cotidiano por las heces y el vómito recula ante su fuerza libidinal, ahora el niño proletario aparece claramente como objeto de deseo, no ya tanto individuo específico, sino por su condición genérica de proletario. “Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado” (65). Mientras más sucio y degradado, más el cuerpo del niño proletario desata el delirio de los agresores: uno a uno, los dedos de sus pies, dedos “mugrientos,” “malolientes,” son cortados por el narrador. Ese cuerpo heterogéneo, a un tiempo humano y “animal,” fronterizo, del niño proletario puede ser comprendido, entonces, como ejemplarmente “abyecto” (5). Como lo “heterogéneo” de Bataille, lo abyecto es para Kristeva un lugar “where meaning collapses” (2). Cuestionando la identidad del sujeto, lo abyecto se sitúa en el límite mismo del sentido: es lo ajeno en nosotros, y lo nuestro en lo ajeno. Por ello puede relacionarse con esa otra categoría estética fundamental de la modernidad que es lo sublime. Según Kristeva, “[t]he sublime has no object either” (12) y, a diferencia de lo bello, tiende asimismo a trastocar la dicotomía del sujeto y el objeto.
Creo que la blancura que el narrador evoca luego de contar la muerte del niño proletario puede verse como el punto de indistinción de lo sublime y lo abyecto. Al comienzo de la agresión, dice que ¡Estropeado! los miraba “con la cara blanca de terror,” y añade enseguida: “oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorador color” (64). El blanco es, así, el objeto de deseo de aquellos que están definidos por el color. Ese blanco se opone, por un lado, al azul de la bicicleta de Gustavo – signo de estatus social que usa para interrumpir el paso al niño proletario –, y por otro a los colores vivos de la sangre y las heces, destellantes a la luz solar que ilumina la escena toda. Al final, cuando el sol ya se ha puesto y a la luz de la luna sólo queda el ahorcamiento final (6), reaparece, significativamente, el color blanco:
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni siquiera sé si conservo ya memoria. (68)
Ese blanco es, pues, la muerte. Y en el texto de Lamborghini marca la entrada de un registro distinto, que cabe llamar lírico. En la referencia paradójica a la propia muerte recordada es posible leer el célebre verso de Vallejo, y luego el narrador se apropia de aquel otro de Darío: “yo soy aquel que ayer no más decía.” Esto, acaso, permite considerar aquí esa otra dimensión de la abyección que aparece al final del ensayo de Kristeva: lo abyecto sería el gran tema de la literatura moderna, de esa tradición maldita que va de Dostoievski a Céline, pasando por Lautréamont, Bataille y Artaud. Si la literatura en la modernidad ocupa el lugar antes reservado a lo sagrado, toda representación de lo sagrado, ¿no sería siempre alegoría de la propia literatura, que es como decir de la muerte de la divinidad?
De Mallarmé en adelante, la literatura se vuelve, en sus manifestaciones más radicales, su propio tema, como una llama que se alimentara a sí misma indefinidamente. La literatura moderna es, así, lugar de una paradoja: vacío que alberga una plenitud; revolución porque no puede ya hablar directamente del mundo, pero cuestiona la ideología que pretende que el mundo es transparente, representable, inteligible. El blanco final de “El niño proletario” podría verse como este espacio ambiguo donde el deseo se revela, finalmente, como pulsión de muerte. Y en este sentido, como en la dialéctica hegeliana, el esclavo es la ‘verdad’ del amo, pero ya no porque contenga en sí la resolución final de la contradicción, sino porque en su cuerpo devastado se trasciende por un instante la distinción del sujeto y el objeto que constituye a la cultura y a la humanidad misma. Y este momento es justamente, aquel donde se produce lo que Barthes llama “el placer del texto,” la salida de una identidad que se soporta en una economía que resulta, a la vez, burguesa y humana. La pasión del niño proletario, ¿no es la pasión inútil de la escritura – de la escritura en tanto goce irreductible a la dialéctica – residuo que ha de permanecer incluso después de la resolución final de la misma en el fin de la historia?
Notas
1. Sobre la relación del cuento de Lamborghini con el naturalismo argentino, en específico la novela Sin rumbo, de E. Cambaceres, ver Nancy P. Fernández. Para otras conexiones con la tradición nacional argentina, los artículos de Alfredo V. E. Rubione, que lee el relato como una inversión paródica de la literatura de Boedo; Hernán Ronsino, quien explora la relación con El matadero, de Echevarría, y Susana Rosano, quien lo relaciona con los relatos alegóricos del peronismo “La fiesta del monstruo,” de Borges y Bioy Casares, y “Casa tomada,” de Cortázar.
2. A propósito, ha señalado Juan Pablo Dabove: “Durante su largo calvario, ¡Estropeado! no habla. Ese es otro de los hechos básicos del relato. No solamente no habla; tampoco guarda silencio. El silencio (como en otras circunstancias, el grito) es el santuario último de la interioridad, el límite que separa el cuerpo de la mera carne. Pero el no hablar de ¡Estropeado! no es un acto soberano de reserva o resistencia, sino un reflejo de la clase. […] La literatura social siempre salva la interioridad, o exhibe la violación de esa interioridad como un acto en flagrante contradicción con la justicia. En El niño proletario, desde el principio, la interioridad se declara desde siempre inexistente.”(225)
3. Sobre Lacan en Lamborghini, ver “Lacan con Macedonio,” de Julio Premat. En Sacred Eroticism. Georges Bataille and Pierre Klosowski in the Latin American Erotic Novel, Juan Carlos Ubilluz define tres momentos de impacto de Bataille en América Latina: el primero, en el primitivismo del primer Carpentier; el segundo, en Cortázar, Vargas Llosa, Salvador Elizondo y Juan García Ponce; y el tercero en Severo Sarduy, por intermedio de Tel Quel. Lamborghini, que no es incluido en el estudio de Ubilluz, se inscribiría claramente en este último momento. De hecho, en su conocido artículo sobre Lamborghini, Néstor Perlongher relaciona a Lamborghini y a Sarduy como dos formas del “neobarroco:” “la ‘escritura como tatuaje’ de Severo Sarduy, y la ‘escritura como tajo’, de Osvaldo Lamborghini” (203). Si “El niño proletario” es desde luego el epítome de esta última, pienso que es en Cobra (1972), texto contemporáneo de Sebregondi retrocede (1973), donde se podría leer mejor la “escritura como tatuaje.” En esta novela, la violencia – la del travestí sobre su propio cuerpo, y la del ritual en que Cobra es despedazado – funciona también como alegoría de la escritura en tanto radicalidad antiburguesa.
4. Ver, por ejemplo, “Literatura et signification” (Tel Quel, 1963), y “Écrivains et écrivants » (Argumernts, 1960), ambos incluidos en Éssais critiques. Y, desde luego, Le plaisir du texte.
5. En “El arte como crueldad,” Susana Romero ha usado el concepto de la abyección de Kristeva para comprender la “fiestonga del odio” de El fiord: “No es por tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecta la fiestonga sino el hecho de que perturbe en sus raíces una identidad, un sistema, un orden.”(211)
6. En su lectura del relato, Dabove hace énfasis en esta última parte del crimen: la estrangulación y la colocación del cadáver no significan “un plus de crueldad” sino “un plus de sentido, que hace que el cuerpo del niño proletario deje de ser un despojo y se convierta en una reliquia (esto es, en el soporte de una memoria)” (226). Según Dabove, es en “esta dimensión espectacular donde reside la diferencia entre El niño proletario y otras fiestas del monstuo.” En esa puesta en escena final habría una redundancia: “los niños no escriben el cuerpo de ¡Estropeado!, sino que sobrescriben lo que ya está escrito (como en un baño o en un banco de escuela) por la maestra. “Lo hacen por lujo, por gasto, por exhibición. ¿Acaso no llamamos a ese lujo, a ese gasto, a esa exhibición o repetición al infinito, “Literatura”?,” concluye Dabove (229) En mi lectura, he preferido concentrarme en el primer momento, la violación y la tortura, que corresponde más bien a una dimensión ritual, para ver allí una transgresión del orden burgués cercana a la estetización fascista de la política. La conclusión de mi lectura es, empero, coincidente con esta de Dabove, como se verá enseguida.
Obras citadas
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