Dulce
María Loynaz,
el
ala oscura de su rebeldía
por Norge Espinosa
Una de las maniobras de nuestra
reciente crítica literaria, -y de las revisiones que desde esos
ámbitos se producen como gesto recuperador de nombres hasta no hace
mucho oscurecidos, obliterados bajo una carga de prejuicios que, se nos
dice, viene deshielándose ya-, ha sido la relectura acomodaticia,
desproblematizadora, vinculada a la persistente obsesión por recolocar
en el
tablado literario del país a esas figuras más o menos conflictivas
cuya grandeza resulta demasiado inocultable, al tiempo que demasiado incómoda;
pese a tanto tiempo ya transcurrido entre la muerte de algunas de esas
figuras y el presente en el cual se les quiere levantar inmaculado túmulo.
No es, sin embargo, una invención del todo reciente. El pasado literario
de la Isla acumula esas estrategias de supuesta purificación que,
organizadas para impedir el manejo exacto de lo que una personalidad pudo
mostrar como carta de extrañeza (desde su genialidad escritural,
su sexualidad, sus visiones políticas, su interés en asuntos
poco manipulados en los corrillos públicos de la nación),
aún encuentran ramificaciones en las que hoy continuamente padecemos.
La dilatación tardía de lo que debiera haberse recepcionado
aquí siempre como algo enteramente lógico: esto es, la innegable
pertenencia de autores exiliados al canon de lo cubano, ha desatado no
pocas de esas maniobras aludidas, y principalmente en la década
del ´90 –escenario indiscutible de ese regreso a escritores e intelectuales
que fueran arrancados con saña de nuestras antologías, metodologías
e historias de letras- ha venido acompañada de ese retintín
que al tiempo que nos devuelve los retratos de esas personalidades, desdibuja
los contornos de sus rostros, demorando las connotaciones exactas que los
alejaron del país donde nacieron y sin duda alguna, quisieron morir.
Los autores que consiguieron o alcanzaron a dar aquí con sus huesos,
atrapados en juegos de ostracismos que pretendían demostrarles la
fragilidad de sus palabras, han debido padecer también esos juegos
malabares, esos agujeros abiertos en las cronologías donde se ha
intentado cubrir el silencio con otras cotas de silencio. La edición
de un epistolario de Lezama que excluye las cartas donde el autor de Paradiso
lanzaba a su hermana Eloísa sus quejas ante las carencias (materiales
y de entendimiento espiritual) del momento revolucionario que conoció;
un libro de ensayos galardonado en ostentoso concurso, escrito alrededor
de Virgilio Piñera y recién publicado; y un volumen que su
autora pagó y editó en sello anónimo colombiano como
estudio acerca de Reinaldo Arenas son los últimos ejemplos de esto
que digo: formulaciones de ese baño “moral”, promovidas desde una
política cultural o ejercidas desde el albedrío de algún
concepto crítico, al que se someten los cuerpos otrora infectos
y peligrosos, ola de blancura que silencia diálogos truncos, aprensiones
y prisiones contra los cuales la palabra de esos autores supo urdir una
resistencia que definitivamente nos reclama una atención menos ingenua.
Severo Sarduy, Gastón Baquero, Calvert Casey, entre otros, han sido
también crucificados bajo esos modos, y sólo de vez en vez
una voz se arriesga a reclamar la mención de los cardinales que
los convirtieron, aquí, en nombres brumosos. Léase, también,
el reacomodo que la historia del grupo Orígenes nos quieren imponer
hoy algunos de sus sobrevivientes, transformada en la coral cuyos cantos
herméticos parecieran no ser otra cosa que una voz única
y no heterogénea, enceguecida, cual Casandra republicana, por el
fulgurante arribo de un estado espiritual que anunciaron con afán
de místicos, y que hoy se nos dice no era otra cosa que el arribo
de la Revolución.
Dulce María Loynaz ha sido también víctima de algunas
de esas maniobras. Figura apartada, sólida en su apartamiento, extraña
en un mundo que se asomaba a ella con la intención de quien observa
un animal mitológico; escogió para definir una de sus obras
más insólitas, la novela lírica Jardín,
un calificativo que le cabe a ella toda: extemporánea. No se ha
leído del todo la fuerza que el tema del tiempo, o antes bien, la
inadecuación a su tiempo, tiene en la obra de esta mujer, pese a
la notable expresión de ello en sus mejores poemas. Un tiempo que
Lezama redescubrió, al leer la ya nombrada novela, como el tiempo
del Jardín, de esa suerte de Edén terrible en el cual
la autora, como Bárbara, se cree a salvo. Olvidada durante décadas,
encerrada en su palacete de 19 y E, no dudó en enfrentarse a Nicolás
Guillén cuando este definió en plumazo burdo a la mal sobreviviente
Academia Cubana de la Lengua que ella albergaba en su mansión, a
falta de una verdadera sede. Respondió con silencio al silencio
que le ofrendaron, y abrió con recelo y luego sorpresa sus puertas
ante la curiosidad que su nombre levantó como renovado mito en los
años 90. “¿Quién coño es esta vieja?”, se dice
que preguntaron algunos periódicos españoles cuando se le
concedió el premio Cervantes en el mismo país que publicara
sus libros a fines de los cincuenta, y al cual regresó en busca
de Dios sabe qué. Uno de los más gruesos volúmenes
de la serie Valoración Múltiple de la Casa de las Américas
fue preparado por Pedro Simón sobre su obra y figura, al tiempo
que Aldo Martínez Malo turbaba a quien quisiera oírlo con
cuentos de sus asedios a la repentinamente redescubierta escritora. No
pocos ensayistas y poetas cubanos se inclinaron ante sus pocos escritos
(una de las mayores virtudes de la obra loynaziana es su brevedad, supo
decir lo que quiso en forma justa y no caer en la repetición del
mismo dejo, a la manera de nuestros poetas vivos dícese que más
respetados), y firmaron textos mejores y peores sobre su dimensión
como figura literaria. Una dimensión de estatura casi única,
porque a pesar de las comparaciones y de los esfuerzos por ubicarla en
una tradición literaria de lo femenino en Cuba e Hispanoamérica,
ella despunta como una figura sin demasiados parentescos, sin más
sombra que la suya propia sobre su escritura, que una cada vez más
intensa –desde Versos (1918) hasta Poemas sin nombre (1955)
y Ultimos días de una casa (1958)- y ceñida
expresión fue filtrando a través de su nombre. Dulce María
Loynaz (he aquí otra de sus virtudes) supo no crear escuelas: reconcentrada
en decir –y quizás, sobre todo, en callar- los sucesos más
secretos de su vida siempre secreta, tejió su obra como una contemplación
de sí misma. Haría falta otra Dulce María Loynaz,
de idéntica vida y de idéntico destino para que se sucediera
entre nosotros el fenómeno de una discípula de Dulce María
Loynaz.
Su obra es breve, lo he dicho, y apenas si maneja en ella un puñado
de símbolos que aparecen en distintas gradaciones. Algunos parecen
claves: rosas, agua, jardines. Su poesía, salvo nombres femeninos
que se deslizan bajo los poemas como dedicatorias o retratos interiores,
casi no tiene detalles domésticos: esos símbolos le sirven
para mencionar en juego indirecto lo que el amor, la despedida, la separación,
el fin de un mundo, esos amargos rituales humanos, le brindaron como impulsos
poéticos. Se retrató a sí misma como un “navegante
solitario”. Tuvo conciencia de su extrañeza, de la singularidad
que la dominaba: supo ver en sí el animal mitológico que
ocultaba, y callar su verdadero nombre. Encerrada en una casa como en una
burbuja mítica, que ella misma ayudó a ser mítica,
soportó años de un insilio que pareció deshacerse
con el retorno a la publicidad y las primeras ediciones de sus libros en
Cuba. Agradeció diplomáticamente a los investigadores la
atención que tardía, pero agobiantemente, le dedicaron. Volvió
a ver su rostro en los periódicos, junto a noticias de la zafra
y los deportes. De algún modo, sin embargo, me ha gustado creer
que nunca antes fue menos público ese personaje que conocimos bajo
el nombre de Dulce María Loynaz.
Tanto fue el estudio, el homenaje, la honra y tan numerosos los premios,
las medallas y condecoraciones, que pareció perderse tras ellos
el verdadero rostro de una mujer así. Los años de silencio
fueron disimulados bajo el esplendor aparente de esos actos, y si bien
accedió a diversas entrevistas, supimos siempre –quizás como
pocas veces ante un escritor cubano- que ella apenas si reveló lo
que quiso, lo que consideró apropiado exponer y confesar. No demasiado.
La aparición de Fe de vida, otro libro extraño
en esta mujer que se acostumbró a ofrecernos libros siempre extraños,
exigió una lectura entre líneas a aquellos que se empecinaron
a tomarlo como un volumen de memorias. Escasos son los textos de esta categoría
donde ese pacto no explícito del autor –recordar lo que se quiere
y del modo en que se quiere- quedaba tan a la vista. Dulce María
Loynaz ofreció fragmentos de sí, no una imagen íntegra,
semioculta tras el perfil de Pablo Alvarez de Cañas, otro personaje
no menos insólito de un mundo que ella vio desaparecer. Como en
aquella rara ópera de
Verdi, Un ballo in maschera, nos dejó entrever una mascarada
donde los deseos organizaban su disfraz, y la memoria se rompía
como la atmósfera de fiesta con sucesos terribles en dicha ópera.
Buena parte de los textos
que se acumulan en los eventos que alrededor de su obra y figura se producen
en la Isla, en una andanada excesiva que ha terminado por arrancarle a
ese cuerpo de poca sustancia (en comparación con la más ambiciosa
cosmovisión que nos legaron, digamos por caso, Lezama o Carpentier),
se consuela girando sobre el vacío retórico de esos símbolos
mencionados. Se repite hasta el cansancio que Dulce María Loynaz
es la poetisa del silencio, el agua y la rosa, se hacen documentales sobre
ella donde las cascadas y los rosales se reproducen con ímpetu de
conejos, se escucha a actrices de engolada o sollozante voz diciendo sus
textos sin el asomo de sobriedad con el cual ella misma los leyera en vida.
La Loynaz se ha convertido en el pretexto de esas citas de una suerte de
profesoras y profesores, especialistas o versificadores con afanes literarios
que en pleno juego de hastíos han desproblematizado los argumentos
de su literatura, saturando al mismísimo lector con esas interpretaciones
vaporosas que distan de ubicarla en el contexto preciso donde obró,
se alejó y luego quiso ser nuevamente recibida. A fuerza de no mencionarla
por décadas, hoy se repite su nombre hasta el aburrimiento. Una
saturación que me recuerda la hoy padecida, tras años de
inconmovibles recurrencias entre nosotros, por Juan Ramón Jiménez,
Gabriela Mistral o el mismísimo Nicolás Guillén. Pero
aún cuando pueda recordarme esos casos específicos, Dulce
María Loynaz, en ese doble fondo que la mayor parte de esas entrevistas
insulsas, de esos acercamientos vagos a su producción no traducen,
sigue siendo un caso aparte.
II
Me gustaría hoy recordar algunos elementos que podrían ser
manipulados con más frecuencia a la hora de estimar lo que esta
autora cubana consiguió aportarnos, dejar entre nosotros más
allá de la mera
leyenda de una figura tocada por el ir y venir entre una infancia cruzada
con sus hermanos (cada cual un delicado y peligroso personaje), y el mundano
juego de relaciones al que la condujo Pablo Alvarez de Cañas. El
propio matrimonio entre esta mujer y ese hombre tan pintoresco – flamboyant,
se diría en inglés - deja traslucir otros misterios que las
lenguas de La Habana han convertido en sabrosa leyenda. Por encima de todo
eso, insisto, Dulce María Loynaz trabajó tenazmente en el
rostro de sí misma, esculpiendo mediante los silencios de su poesía
lo que quiso o no revelarnos de su carácter. Quizás, adelanto
una idea sobre la que volveré al final de estas pocas páginas,
el mayor aporte que haya hecho en tanto creadora a nuestras letras sea
justamente ese: su propio carácter. Un carácter femenino
como varado en sí, incrustado en un mundo cuya pérdida reveló
penosamente, sobreviviendo con conciencia de ruina en una circunstancia
que siempre se le apareció extraña. Pero si firmo estos párrafos
es para buscar en ella algo más que las rosas y las cascadas, algo
diferenciable al romanticismo soso al que han querido reducirla los homenajes
que tanto le hastiarían ya. Para eso echaré mano a su poesía
de tema religioso: el ser rebelde, el carácter irreductible de una
mujer que supo manejar con justeza y a ratos dureza su propio concepto
del mundo, manifiesta en algunos de esos textos una voluntad de afirmación
que desubica y desenfoca no sólo ese retrato pálido que quiere
imponérsele, sino el propio gesto con el cual una mujer, en nuestras
letras, se enfrenta a los pasajes bíblicos. No sé si le haya
venido de su padre, pero en su sangre (la real y la poética) latía
un pulso de independencia que nos seguirá obligando a entenderla
como un ser y un destino difícil de catalogar. Esos poemas de asunto
religioso explican, a su modo, por qué.
Fue una mujer de genio, y ella misma lo declaró o dejó saber.
De niña, se antepuso al miedo de su hermano Enrique, negándose
a devolverle un disfraz que se probó para demostrarle que el traje
no le causaba miedo. Al mismo hermano le arrebató la lámpara
de sus lecturas nocturnas, tirándola ventana abajo, porque el resplandor
no la dejaba dormir. Echó de su casa a Gabriela Mistral cuando esta
la desairó. Respondió con frialdad a Carilda Oliver Labra,
y se quejó en público de los desastres de una antología
que la editorial Letras Cubanas hiciera conocer en 1982. En la presentación
de un libro de entrevistas, rectificó sobre las páginas la
manipulación edulcoradora a que fueron sometidas ciertas palabras
suyas sobre el proceso revolucionario. Y en algún acto, agobiada
por el coro de más de cinco presentadores, se negó a hablar,
pese a tener ya su discurso en mano. Permaneció en Cuba, como un
fantasma que se paseaba en su jardín solo para recordar a algunos
que aún vivía y que alguna vez le tocarían a la puerta.
Fue indoblegable. Los mejores momentos de su poesía contienen algo
de esa tensión que la caracterizaba.
Acaso sacándola de su determinado momento, de ese mismo momento
en el cual se consideraba ya extraña, no miraríamos su creación
lírica con igual atención. Lo he dicho: sus mejores momentos,
acaso los más perecederos, son los más extraños, aquellos
en los cuales ella misma desató un nudo que parecía negado
a sus manos. Ultimos días de una casa soluciona los exabruptos
interpretativos de Canto a la mujer estéril. Los Poemas
sin nombre responden con sobriedad a los juegos rimados de Versos
y las estrofas inéditas de juventud. Un verano en Tenerife
equilibra la balanza que se descompone en los arranques líricos
de Jardín. Creo que de todo ello tuvo siempre conciencia
la autora, así como de la finitud de sus posibilidades. Llegado
un instante en el cual, a la manera del orfebre, descubre que la pieza
en que trabajaba ha quedado concluida, dejó a un lado los instrumentos
y cerró las puertas de su palabra. Ni un poema más, nos dijo.
Tuvo la delicadeza suficiente como para no agobiarnos con piezas de vejez
literaria. Miguel Barnet, que tuvo la frase feliz de definirla como mujer
de un látigo en una mano y una rosa en la otra, alguna vez la llamó
en un arranque “poeta menor”. Hoy le agradecemos que su voz haya sido más
breve y tenue que la de otros supuestos autores mayores, gargantas de órgano
que difícilmente soportamos.
Ya en su primer cuaderno la autora repite la palabra Dios. Nunca se consideró
una practicante enfermiza, pero su fe la sostuvo y le permitió acceder
a los textos en los cuales dialoga libremente con las figuras patrísticas.
Se nos dice que a cambio de unos primeros versos, el diario La Nación
le regaló una jaula y un tomo de Santa Teresa. Entre esos dos objetos
mediaría el resto de su expresión lírica: la cárcel
del cuerpo y la palabra luchando contra un alma que se sabe fuera de lugar,
que debe acudir al silencio para explicar los ruidos del mundo. La fuerza
erótica de su San Miguel Arcángel descubre una vuelta
en redondo a lo que el mismo libro ofrece en sus primeras páginas.
De la entrega rumorosa a la Virgen María –estampa de libro de oración
más que figura humanizada, como sí lo será luego-
y de las turbias preguntas del Señor que lo quisiste... resueltas
en eco modernista, resonancia de preguntas eternas; el adolescente Arcángel
es la analogía del amante, y en versos rápidos y graves,
la autora hace un reclamo que desequilibra la noción, si se quiere,
preceptiva, de lo que ella misma hasta ahora nos ha ofrecido del imaginario
religioso:
Cuando arde
la tarde,
desciendes sobre mí
serenamente;
desciendes sobre mí,
hermoso y grande
como un Arcángel.
Y luego, ya del todo
prisionera de su propia analogía, habla no se sabe ya si al amante
o al propio San Miguel:
Arcángel
San Miguel,
con tu lanza relampagueante
clava a tus pies de bronce
el demonio escondido
que me chupa la sangre...
Recordamos hoy ese poema justamente por la extrañeza de sus combinaciones,
por el salto personalizado hacia una presencia a la que reconoce poder
divino al tiempo que sombra humana, y por el secreto –siempre el secreto-
que se oculta en la lucha con ese demonio que consume a la autora. Un demonio
que es su genio y su carácter (cosa siempre terrible en una mujer
reconocer la presencia del Diablo en su alma), y que ha sabido acallar
en otros poemas menos memorables del cuaderno, como Profesión
de fe o la Oración del alba, al tiempo que se conduce
hasta arranques de embeleso casi místicos en un poema como La
sonrisa, donde la escritora descubre a Cristo cuando su visión
ya se ha borrado. Si es esta la misma mujer que ha confesado el demonio
que la consume, y pide socorro en la batalla contra ese enemigo, un lector
avisado no dejará pasar a la memoria una imagen única y pacífica
de ese nombre que firma las estrofas: algo que más que la rosa meditabunda
y agradecida a Dios aparece en ese libro de iniciación, donde se
confunden y difuminan todos los motivos y conflictos en los que su poesía
luego ahondará.
Una poesía auténtica no oculta su conflicto. Si el poeta,
en un mundo vacío de Dios, como nos dice Octavio Paz, ha debido
asumir la voz del Creador, a sabiendas de que no será escuchado,
su enfrentamiento al mundo que hereda de un Ser Supremo muerto e irresponsable
alimentará la fe o la falta de su poesía. La reconstrucción
de ese mundo que Dios abandona a la suerte humana consigue en el libro
más consistente de esta poeta un dibujo bien preciso. Poemas
sin nombre, a pesar del dejo juanramoniano atapuzado por la Camprubí
en sus traducciones de Tagore, es un ejercicio de síntesis que resulta
(una vez más permítaseme emplear aquí esta palabra)
extraño en el decir poético de lo cubano. No sólo
porque se trate de composiciones líricas acomodadas a un aparente
tempo
de prosa, sino porque es una mujer quien emplea esos modos para definirse,
raros en la expresión de lo femenino en la Isla, y apela en su ejercicio
a una sobriedad, a una búsqueda del verbo justo verdaderamente rara
en nuestra tradición, amordazada tantas veces en un paradójico
deseo de acumular palabras que, a fuerza de ser tantas, acaban produciendo
un vacío irremediable en el oído y la memoria del lector.
Si se buscara en la obra de esa pléyade de poetisas hispanoamericanas
a la que tanto quiere vincularse la presencia de la Loynaz, no se hallaría
nada demasiado semejante a este volumen. Otras autoras hicieron uso de
mayor intensidad, de fórmulas más tradicionales e incluso
más exitosas. La renuncia al verso, la procuración de una
desnudez que confiesa al tiempo que calla, son las armas que convierten
a este volumen en una pieza de resistencia. La Loynaz dejó expresada
una vez más su sed de unicidad, su renuncia a lo que el mundo esperaba
de una mujer entregada al verso, y de la dureza de su entrega, dureza apenas
disimulada en la sutilidad de su discurso, en la fragilidad aparente de
sus excusas; se vale para recalcar su no aceptación del mundo y
de una época a la que nunca decidió adaptarse, por más
que tuviera que resignarse a medrar entre sus ceremoniales de cortesía
y pretendida diplomacia.
El primer poema del libro es ya una plegaria desesperada, un reclamo a
Dios a fin de alcanzar ayuda en el control de las criaturas que el poder
divino a dejado a su cargo y sobre las cuales la autora reconoce no alcanzar
suficiente dominio. Esa tensión entre lo que Dios le ordena y lo
que ella, con su cuerpo y su alma puede o no aceptar, alimenta buena parte
de los mejores textos del cuaderno. La que en una estrofa de Versos
había consentido: “Está bien lo que está: Sé
que todo está bien./ Sé el Nexo. Y la Razón. Y hasta
el Designio.”; alcanza a revelar su imposibilidad de cumplir con determinadas
normas, y se queja de su poca fuerza o del mucho sacrificio que se le exige.
Vuelve y volverá a pedir a Dios que no le deje olvidar su insignificancia,
su pequeñez de mujer, su fugacidad en un mundo que se le escapa,
pero en determinados instantes su genio la lleva a transformar la queja
en acometida, exigiendo a Dios mismo un recuerdo, una premonición:
LXXXIX
Para mí, Señor,
no es necesario el Miércoles de Ceniza, porque ni un solo día
de la semana me olvido de que fui barro en tu mano.
Y lo único que realmente
necesito es que no lo olvides Tú...
Y consciente de su reciedumbre,
de lo que su propia singularidad y el derecho a manifestarla a veces le
ha arrebatado y conseguido, la misma voz que en otras páginas se
ha reducido a límites de nada (“Yo, la inútil, la débil,
la cansada? ...La triste”, se retrata a sí misma en un pareado célebre
y temprano) declara a Dios también en otro poema: “Perdóname
por ser fuerte. No hubiera querido serlo tanto...; pero ya que lo soy,
tengo que serlo.” Ayúdeseme a rectificar si es que me equivoco,
pero una
frase como esa resulta hija de la insólita naturaleza de Dulce María
Loynaz. Las otras autoras que fueron sus contemporáneas no tuvieron
o tanta osadía o tanta conciencia de sí como para reafirmarse
en un mundo masculino con tal contundencia. Dios es también un hombre
con el cual se dialoga, un poder cargado de los recelos y entregas del
hombre primero hacia la mujer, dador pero mutilador en tanto impone deberes
y expresiones a los cuales esta dama se rebela y se pliega, en una tensión
de oleaje, el oleaje que tan caro le fuera en numerosas páginas
suyas. El cuerpo femenino y los deberes de ese cuerpo, según la
tradición y el orden que su propia familia quiso organizar sobre
ella, pulverizan sus cardinales en estos y otros poemas de la autora, no
al modo ya rabioso y siempre vertical de su hermana Flor, sino mediante
la más humana de las cualidades: la duda. Una duda afirmada en la
categoría de su especificidad como genio, del cual la Loynaz estuvo
siempre consciente. Acaso por el temblor en que se combinan su fuerza de
acero y la duda con la cual se reconoce mujer y cuerpo en tránsito
(hacia la poesía, el olvido, la muerte) es que su poesía
sigue entre nosotros siendo leído y revisitada, como la Casa nunca
del todo sola de su más largo y sorprendente poema.
Hay un texto más en los Poemas sin nombre que afirma lo que
digo, en tanto reestructura esos límites entre deber de tradición,
cuerpo femenino, diálogo con Dios, conciencia de sí y de
un Destino que le resulta inexorable. Los lectores fieles de esta colección
de poemas lo recordarán sin dudas; yo debo su descubrimiento a la
amistad de Abilio Estévez. En el poema CXX, dialogan María
e Isabel. Mujeres en espera de sus hijos, hablan sobre un paisaje copiado
de un Libro de Horas sobre el posible futuro de sus primogénitos.
La fuerza subversiva del texto altera los diálogos que tal vez descubrimos
en las filacterias de esos mismos Libros de Horas, o en los tapices medievales
donde ambas mujeres comparten un pedazo de pan o un vaso de agua, entre
la algarabía muda de los animales domésticos pintados o tejidos
a su alrededor. Isabel sueña con que su hijo sea un líder
tronante, moviendo multitudes, El Elegido que podría salvar al pueblo
de Israel. María calla, escuchándola. Y cuando al fin, una
vez expresado su deseo de madre, Isabel pregunta a su prima por el suyo,
María responde, pálida, temblándole (lo dice la autora)
la voz en la sonrisa:
-Quisiera que mi
hijo fuera carpintero, como su padre...
Y luego, suspirando:
-Pero no es más que
un sueño...
La inteligencia del texto, construido con mano prudente, suaviza la resistencia
que el personaje bíblico hace de su destino, torna más delicado
el peso grave de esa distancia breve que impone entre el sueño de
Isabel y el propio devenir de su hijo un deseo de simplicidad que se enfrenta
a lo que dicen las santas letras, a las palabras del Angel de la anunciación.
La Loynaz ha dividido el poema, uno de los más extensos de la colección,
en tres tiempos, tres momentos musicales (allegreto, andante, adagio),
y del eco inaudible de esos compases se alimenta la atmósfera de
la página, que trata de atemperar la violencia de la última
declaración, enfrentada a lo que ya Dios ha predicho y estipulado.
La mujer como cántaro negado a ir a la fuente, a sabiendas de que
su oficio y deber no es otro que recoger el agua. La poeta como doble de
esa expresión que introduce con mano cuidadosa, manejando los dos
filos de esa arma única que supo suya, la palabra. He ahí
un antecedente de lo que luego sería centro de un texto más
mítico y no menos osado. Hablo, claro está, de La novia
de Lázaro.
La leyenda de ese poema en prosa es harto conocida. Sobrevivió al
propio recelo de la autora, quien no lo publicó hasta el final de
su vida. Primero, por sospechas ante la posible recepción que el
poema pudiese tener a la vista de los prelados. Luego, una vez salvada
esa sospecha gracias a la triquiñuela de Pablo Alvarez de Cañas
(capaz de todo con tan de mostrar al mundo una nueva pieza de su mayor
posesión); porque el tiempo que la autora tuvo por cercano se deshizo
de golpe, y los contactos editoriales que hubieran permitido la inmediata
aparición del texto desaparecieron, se esfumaron de sus manos como
los ejemplares de Un verano en Tenerife que la autora apenas si
consiguió llegar a ver de aquella edición príncipe.
Pero sorprende que tras su regreso a las letras impresas, ya mediados los
años 80, cuando había aparecido la imperfecta antología,
se le entrevistaba, y otro texto de juventud, Bestiarium, era editado
por primera vez aquí, La novia de Lázaro siguiera
siendo un fragmento desconocido, una ruina solitaria cuyo cardinal apenas
se entreveía. La incansable persistencia de Aldo Martínez
Malo arrebató finalmente el poema de sus manos. Como el propio Pablo
Alvarez de Cañas, el investigador pinareño mantuvo esas páginas
inéditas como una posesión valiosa: un diamante azul que
mostraba a sus amigos de vez en vez hasta que un suplemento cultural de
su provincia lo editó bajo autorización arrancada a la autora.
Imagino que pese al Nihil Obstat concedido por los tres obispos
a los cuales dio cita el esposo de la autora, Dulce María no estuvo
nunca segura de haber escrito un texto que no se acercara, en sus atrevimientos,
a la herejía. Antepuesto como espejo – todo texto oculta, encierra,
muestra o prefigura un espejo verbal de quien lo crea - La novia de
Lázaro es la culminación de esos desafíos que
la Loynaz lanzó desde su poesía a un mundo cuyo orden (incluido
el religioso) sólo le anunciaba finitud. ¨Las cosas que se mueren/
no se deben tocar.” Eso nos dice en uno de sus más manidos versos,
que aparecen en la página inicial de su primer libro. Y de algún
modo esa sentencia se repite en las palabras de esta mujer que no puede
reaccionar con alegría ante el regreso del novio muerto y enterrado.
No recuerda, no concibe para sí la reapertura concedida por el Redentor.
Se reconoce muerta a sí misma, y termina con una imprecación
que debió haberle preocupado siempre: “Sí. Soy yo la que
ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva,
que también me levante... Me eche a andar.”
Convendría recordar que la Loynaz no firmó nunca pactos generacionales,
que no se afilió a partidos, que no figuró como una líder
feminista, que su voz fue independizada por ella misma y la obra de su
segundo marido del conjunto extraño en el que se destacaban sus
otros hermanos. Algunos de sus textos fueron declamados y tenidos como
himnos de feminidad –en el caso de Canto a la mujer estéril
encontramos el ejemplo más fehaciente - incluso a pesar suyo. Pero
no debe olvidarse que el cuerpo femenino que la Loynaz descubre es en cierto
modo un cuerpo castrado, aprisionado entre las normas de lo que se le esperaba
como ofrecimiento de rigor: en ella no hay maternidad, ni sometimiento
a la aparición como figura únicamente doméstica. Alentó
tertulias pero no grupos literarios. Mantuvo con mano de abogada (lo era)
un control acerca de sus criterios estéticos y fue frontal al expresarlos.
Recibió medallas y honores de la España franquista y se encaminó
a la España ya sobreviviente al Generalísimo para recibir
el Cervantes, lista a denostar a quienes la olvidaban como parte del museo
de aquella época que la misma península aplaudió.
Sabía, pues, que debía enfrentar su destino y el destino
de sus textos en soledad. Reconoció como únicos familiares
y fieles a un grupo de autores y amigas en las cuales depositó manuscritos
y confidencias que ellos guardaron hasta la tumba. Creó a su alrededor
una atmósfera donde lo femenino fue llave y contraseña. Un
escarceo donde la amistad consigue trasmutarse en agudos textos de ambigua
filiación casi erótica ante esos rostros de mujeres –leánse
los poemas y cartas dedicados a Angélica Bousquet o Margarita Montero
y se comprenderá lo que digo. Las mujeres de sus poemas se identifican
en ese marco de confraternidad solitaria, si se quiere entender así.
Hablan del amor y el amor se les escapa. Dialogan con Dios y Dios no las
comprende. Extrañas en un cuerpo vacío, prefieren el guijarro
a la estrella: encuentran en todo motivo un símbolo que explique
su sensación de extrañeza. Como doble de la autora, La
Novia de Lázaro repite esos cursos, los amplifica en un monólogo
de tintes dramáticos, y sustituye con su destino a la leyenda y
al deseo que se le dictaba. Algo más podría asustar a la
autora de la criatura a la que revivió en sus páginas: quien
sabe si no sentirse un poco Dios ella misma, dando palabras a un personaje
que en realidad, vaga referencia tras el gesto taumatúrgico, nunca
existió. Como la propia autora diría de sí.
Otros poemas de tema religioso dilatan esas expresiones, mucho mejor que
en sus muy juveniles Diez sonetos a Cristo, estampas verbales de
un ingenuo via crucis modernista. En Poemas náufragos
está “El primer milagro”, donde también se revisita y reordena
la participación de María en el prodigio de Canaá.
Conjeturo en el texto una manera diversa y mejoradora de esa frase que
tantos estudiosos han discutido, esa línea brusca con la cual Jesús
interpela a la madre cuando ésta le pide ayuda para resolver la
carencia de los vinos. Un punto de vista siempre sutil que reubica a la
mujer en ese paisaje es el suyo, y establece una tensión levísima
que logra salvar el rostro antes invisible de esa figura femenina, a la
que extrae del segundo plano y convierte en protagonista repentina. Una
osadía más. Una actitud ante la vida. En todos esos textos,
y en la extensión total de su obra, alcanza a descubrir Dulce María
Loynaz ese conflicto en el cual la mujer dialoga con su propia tradición
y la discute. Rosa y guijarro, estrella y remanso, pájaro de agua
y águila, se reflejó en esos discursos y símbolos
para revelarnos de vez en vez su fragilidad, y en otras esa columna de
acero que sostenía sus palabras más firmes. No vale pues
quedarnos solo con la rosa y la estrella: tuvo conciencia de su carácter
y lo expresó en paradojas que hoy entendemos como su poesía.
Hizo, de su carácter y de su actitud ante la vida, una fe poética.
Hizo, de su fe poética, un carácter, una actitud ante la
vida.
III
Probablemente no la recordemos, cuando el tiempo pase con mucho más
brío, como una espectacular figura literaria. Ella eligió
para sí el apartado de los raros, donde Rubén Darío
hubiera podido
enmarcarla. Por esa misma singularidad, es que me producen tanto escozor
los análisis blandos y vagos alrededor de su escritura, donde fue
labrando con tenacidad un espacio aparte y único en el cual respirar.
Su ala oscura de rebeldía se abre y tensa allí, en la página
donde alcanzó a dar testimonio de su diferencia. Lo demás
es el mito sonrosado o negro en el cual intentan redescubrirla unos y otros.
Para leer en ella hará falta un gesto de sutileza que todavía
deberá ser madurado por el propio tiempo que tanto le preocupara.
Y la madurez, también, de un ámbito literario donde comprender
a un escritor alcance a ser un ejercicio tan sutil como el que ese propio
escritor nos exige, y no anclado a la apología o a la hagiografía
que tanto nos abruma. La literatura cubana ha sido misteriosamente pródiga
en autores “raros”. Milanés, Casal, Martí, Juana Borrero,
Poveda, Enrique Loynaz, Angel Escobar... son sólo algunos nombres.
Debiera avergonzarnos la sosez con la cual generalmente hemos hablado de
la calidad de sus extrañezas. Debiera extenderse sobre nosotros
esa ala oscura de rebeldía que batía sobre ellos su inconformidad.
Otra será la historia de las letras de este país cuando esos
velos se descorran. Acaso la Isla sea también otra entonces. Otro
el espejo donde mirarnos.
Dulce María Loynaz tuvo un mito y una literatura. Creó su
mito a la par que su literatura: en ambos dejó huellas de su carácter.
Quiero insistir en el final y entender –perdóneseme-, ese, su carácter,
su conciencia de soledad, como el mayor aporte que nos ha hecho: ese gesto
de independencia negada a reconocerse en los corrillos de los otros, esa
suficiencia que la dejó saberse reclamada y respetada, más
allá aún de la permanencia activa de sus estrofas en nosotros.
Los poetas de Cuba tendrán en ella un referente ante el cual describir
nuevos trazos (estudios de género, como les llamamos hoy, corriendo
para recuperar nuestro atraso en la materia). Los lectores del futuro se
preguntarán siempre, ante sus libros, quién fue esta mujer.
Nosotros aún no lo sabemos del todo. Por ello hablamos de ella aquí,
revolviendo su misterio. Después de todo, al hablar y dialogar sobre
los orígenes, tendremos que volver siempre a su nombre. Recordémoslo,
ya nos lo dijo alguna vez: ella, llegó primero.
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