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El barco ebrio
Realmente en el sitio de Jardín

Miércoles 26 de Abril de 1989

Juan Gualberto Ibáñez Gómez

     "Yo le pediría que no fuera; no sería bueno... para usted. Abandone esa idea aunque sé que usted, como usted me ha dicho y me ha demostrado, es indetenible". Esto me lo dijo Dulce María cuando le Dulce y Yonny. Foto de Tony Sariegoexpresé mi propósito de visitar el lugar, lo que queda del espacio donde se forjó casi todo ese misterio que es Jardín.
     "No puedo prometerle que cumpla con su deseo porque ni yo mismo me explico el por qué de esta necesidad; usted de algún modo me entiende. Si es que puedo evitarlo no iré, pero veremos..."- le respondí. Pasó largo tiempo.
     Hoy, en la tarde, sin saber por qué he ido allí; estuve sin pensarlo, como una situación ajena al control y me adentré en las sendas actuales y pasadas - ¿por qué no?- de Jardín
     Me pregunté cómo entrar, pues parecía o estaba totalmente cerrado. De nuevo miro por las cercas y no consigo precisar certeramente; algo me embota. Poéticamente diría que existía una ausencia vital, concisa, pero vi por la calle Primera a varias personas... y di pasos por la acera mirando sin ver de forma real. 
     ¿Cómo entrar entonces a menos que escale las rejas?, y de pronto un señor se me acerca y me pregunta si quería entrar. Le respondo que sí, pero hago referencia a qué no veo cómo hacerlo. Los candados están puestos.- "Si usted quiere, puede entrar." Dentro un joven muy alegre y atlético me hace un gesto con la mano en señal de bienvenida y con otros gestos me indica que entre. Estoy muy confundido.
     El joven, aunque musculoso, no tiene aspecto grotesco, de gente hecha a base de bultos y deformidades. Se sonríe con afabilidad que me intriga pues estoy seguro que no le conozco... Lleva puesto tenis, un jean azul oscuro y el torso al aire. Usa el pelo corto y su figura es armónica; insiste con la mano en que entre mientras avanza sonriendo con una dentadura perfecta. El señor también insiste y me advierte: Mire, la cadena sólo está colgada de esta punta. En efecto, la levanta y la devuelve a su lugar y me mira con una sonrisa serena. Debo parecer un ser muy extraño pero no, no lo parezco pues el individuo me mira amistoso. Creo que le dije: "¡qué tontería, no me había dado cuenta... Gracias." Me insiste: "¡Entre..." Y es una orden o una palabra que hace falta para decidir un acto. Ignoro que es lo que ocurre, o simplemente no ocurre nada extraordinario sino que soy yo el que está fuera de lo habitual y simplezas de las desmesuras. El joven avanza con la mejor sonrisa, coincide conmigo en el momento de abrir la verja. 
     Empiezo mi recorrido y él se queda cerca de la verja mirando qué hay de bueno o malo en la calle, creo yo.
     Bancos de mármol y algo estropeados, sendas, construcciones en estado deplorable y a la vez atractivas desde un ángulo especial. Lo que parece ser el edificio central y a la izquierda una estatua de mármol que tiene que ser gemela o similar a la que Dulce María tiene en su galería. No tiene cabeza pero no está destrozada realmente. Me gustaría tenerla en casa y casi empiezo a fraguar planes que mi hermana desbarata con lógica que al fin comparto. 
     Si hubiera hablado con Enrique, él me hubiera comprendido, y entre los dos hubiéramos concluido el asunto antes de que esa joya se perdiera para siempre. 
     Busco no sé qué y entre escombros, como un signo, me tropiezo con la garra del dragón que aparece en una de las narraciones del libro. Dudo de que lo que tengo en las manos sea aquella...y lo es. ¡Ya lo creo que lo es! Al penetrar en uno de los salones veo un tramo de pared aun en tono marrón desteñido, signos del horóscopo y un pedazo de escalera. Una voz me advierte que tenga cuidado pues "aquello" se puede desplomar en cualquier momento. El individuo tampoco se sorprende de mi presencia allí, sólo pregunta si soy coleccionista o algo parecido.
     Hablamos de generalidades y se retira. Solo en el lugar pienso lo que es ya "irracional". Pienso, siento, oigo y veo lo que fue pasado y sigue pasando. Salgo del edificio y me siento en un banco, junto un árbol del pan; hay una fruta caída. 
    Otra edificación más pequeña hecha con piedra en su rusticidad. Parece una gruta, un templo... Levanto la vista para fijar las frondas y saber del aire, del olor lejano del mar; ruidos de autos y vocesDulce y Yonny Ibáñez, foto de Tony Sariego comunes y, sobre todo, yo fuera del orden de mis actitudes. Soy otro dentro del lugar que me atrae sin esfuerzo ni rarezas. En otra de las construcciones, hay una mujer anciana muy mal vestida con gesto hosco, rodeada de varios gatos, no nos hacemos caso. La luz es variada; intensa y amarillenta, luego se tamiza de verdes y tal vez de azules y lilas. Polvo y aires súbitos. Silencio. Silencio bajo la tierra y más allá. Fumo y pienso con sereno atropello. Esto no puede ser, pero es como lo presiento y estimo que habría que modular la ley de la relatividad. Ocres en las paredes, grises del tiempo, sucios ramalazos de verdes fregados con tierras y bancos impolutos que tienen que ser efectos de restos de sol y la vista ávida de matizaciones y remembranzas.
     Quedan ventanales, pedazos de portones, molduras y un sin fin de detalles vivos. Malezas y flores hasta de cultivo que resisten incólumes. Un prodigio más.
     ¿De qué lugar sale el joven? Sonríe y juega con las manos. Me extiende la diestra a modo de saludo formal y me pide un cigarro. Busco en los bolsillos de la camisa hasta que me doy cuenta de que llevo puesto un pull over. Confusión hasta dar con la cajetilla en el bolsillo del pantalón.
     Sé que habla pero no lo entiendo; por fin escucho: "Pero ¿a quién tu buscas?" Le aclaro: "Yo no busco a nadie; me interesa el lugar." Él no se asombra por nada y me suelta que es actor. "Bueno, mejor dicho... he trabajado de extra en dos películas, "Gallego" y "Ubero, la batalla." Me gusta mucho eso. Ahora lo miro y lo veo por primera vez, después me pregunta si he leído el libro y si conozco a Miguel y a otros autores más. Tiene veinticinco años, estudia teatro y ha visto obras y quiere que le aconseje, que le ayude a meterse en ese medio porque él solo no puede, porque su familia le dice que eso es una bobería y él, entonces, se enfurece porque no es un niño...por ahí una serie de discursos de los cuales deduzco que padece del mal del siglo: Psiquiatría.
     Está angustiado y me pide otro cigarro, le sudan las manos, me trata con un repentino afecto y me veo como a un PROFESOR. 
     Yo me paralizo y hasta me río de su actitud Me hace prometerle que volveré a verlo la semana siguiente y conversaremos.

"¿Cómo te llamas?" – suelta la frase tranquilamente y ríe.

    a.. Juan Gualberto.

    b.. - Yo me llamo Ariel. Me hace conocer a alguien de su familia que forma un tremendo lío porque se creen que soy una persona que ha venido otra vez a meterle en la cabeza (cabeza en crisis, penosamente) lo del cine y demás símbolos de conflictos para esa familia. 
     Al cabo de varias semanas, le conté a Dulce María el incidente y me dijo saber quién era ese muchacho, lo conocía desde niño y la familia era "un horror". Él, una víctima de la ignorancia y la incomprensión... Sintió mucha pena. Pobre Ariel, al que no volví a ver más.
     Cuando pude calmarlo y salimos fuera de la casa, le dije lo usual: ¡que no se disgustara con su familia, que les hablara serenamente y tal vez ellos comprendieran.. Me repetía: "Que va, Juan Gualberto, ellos son malos y no me dejan hacer lo que a mí me gusta... Fíjate que muchacha tan linda; yo soy muy enamorado...¿eso es bueno o malo?" Después se reía con sus músculos tensos y tratando de lucirlos,.- "Tu estás muy flaquito, perdón, delgadito. ¿Siempre has estado así?"...Se reía como un niño travieso que de repente era, además, un sátiro. Sí, todo era sorpresa.- "Yo tengo tremendo bíceps y el ejercicio me calla mucho porque yo pienso mucho y eso es malo ¿verdad?"

    a.. Depende, Ariel, depende. El ejercicio es saludable y, sobre todo, no alterarse si uno puede mejor callarse y dejar la discusión para luego.

    b.. Te voy a hacer caso. Te espero la semana que viene. No te olvides, dame una mano. ¿Está bien?

    c.. Sí -mentí- está bien. Hasta luego. Y me alegro que te hayas calmado, es mejor para ti. Hazle caso a tu familia. Él sonreía con inocencia y una alegría que es común a ciertos "casos" nada agresivos en verdad. Me dio la mano y eso fue todo. Me quedé perplejo como cuando miraba aquella pared encalada y él apareció un poco como de la pared misma y quise subir a los altos.

     Aquella mujer que salió de una pieza derruida era Laura rediviva. De eso no tengo dudas y Ariel..., aún no doy en la diana. O no es nadie en relación con mis averiguaciones. Quizás una vereda que no seguí, un muchacho en crisis.
     Ahora ese mundo literario viene a mis nervios en vivo, en persona. No lo veo del todo, pero ha sido necesario y revelador aunque las imágenes sembradas en mi ánimo deba irlas discriminando con paciencia y buena suerte; con el intenso bregar de lo que nos es indispensable.
 

La huella y el tiempo
 

¡Lo inexpresable, más bien, está contenido –inexpresablemente—en lo expresado !
                 Ludwig Wittgenstein

Resulta, sin embargo, que lo que aquí se reclama como origen siempre depende de la existencia anterior de una entidad que se encuentra más allá del alcance del yo aunque no más allá del alcance de un lenguaje que destruye la posibilidad del origen.
                              Paul de Man


Nara Araujo

     Recién comienza el siglo XXI y vuelvo a leer a Dulce María Loynaz, nacida a principios del XX, con la República de Cuba. Regreso a dos de sus últimos libros, y encuentro mis huellas en sus viñetamárgenes. Hoy son las mismas y otras. Leo con los años transcurridos pero esta distancia no impide la emoción de siempre. Me sorprende una dedicatoria olvidada: la letra irregular y temblorosa de Dulce María, que en 1993 nos obsequiaba esta reciente edición facsimilar de su libro de viaje a tierras canarias, en prueba de una amistad inalterable. No recuerdo por qué no alcancé a solicitarle una dedicatoria en la evocación de su segundo esposo, Pablo Álvarez de Cañas, ignoro por qué me aventajó la Parca.
     Estoy ante la memoria y el tiempo, como estuvo Dulce María al escribirlos. Menos nombrados, por su filiación con “géneros menores” -- el relato de viaje y el confesional --, están emparentados por su atipicidad, por su relación con la poesía y la narrativa, y por sus modelos genéricos. El libro de viaje, publicado en 1958, fue reeditado en 1992, por el impulso del Cervantes; luego la autora se decidió, motivada por el renacer del interés de los lectores cubanos, en los tiempos de ese Premio, a publicar, entre1993 y 1995, aquella fe de la vida de su segundo esposo, destinada anteriormente a una edición póstuma. 
     Esos dos libros, cuyos títulos anticipan y denotan un dialogo con el espacio y con el tiempo -- el del viaje es un homenaje a la tierra de Álvarez de Cañas, el segundo lo  hace “objeto de la narración”--, establecen un nexo con alguien cercano al yo de la enunciación, al yo relacional de la narrativa femenina que intenta apresar y recuperar un tiempo pasado, al tiempo que se recupera a sí misma, cuando  lo autobiográfico se desencadena a partir del testimonio sobre el otro. Lo autobiográfico entendido tanto como relato de lo  vivido, así como interrogación y  anagnórisis. 
     La hibridez de Un verano en Tenerife, el entrecruzamiento de los géneros, el diálogo de narrativa y poesía, la superación del modelo canónico del relato de viajes no son tópicos nuevos.1 Libro de viaje, que comienza con un pasaje novelesco, cuyo protagonista es el historiador de Canarias, Joseph Viera y Clavijo, en su escritura se mezclan la descripción y el diálogo, la narración, la información factual, el ensayo histórico-filosófico y la poesía. 
     La literariedad de este testimonio se manifiesta en la densidad semántica, en la reescritura imaginaria de las fuentes librescas, en la invención narrativa y en el uso de un lenguaje de metáforas, símiles y personificaciones (el tesón aragonés es como un risco / la carretera ciñe como un cinturón de plata / como Jano, la isla está dotada de dos caras / los pájaros viajeros son jardineros del espacio / el Teide tiene blandura de vientre femenino / las piedras trascienden agonía, espanto, sudor perlado / la isla es un drama geográfico / un pueblo es un coágulo de gotas de rocío), un lenguaje que llama la atención sobre sí mismo, siendo su función más connotativa que denotativa, en su relación con el referente, con la cosa designada.
     El homenaje a la tierra de Pablo, que la acoge como hija querida e ilustre, es un impulso a la dilucidación de problemas propios a la escritura y por tanto, a la vida de quien escribe, pues ella es ante todo, y así se define de manera explícita, una poetisa. Más allá del dato factual, del bojeo a las islas, de la descripción puntual de su topografía y geografía, de su flora y fauna, de sus usos y costumbres, de sus gentes y edificaciones, de los encuentros con los amigos y los escritores, el punto toral de este relato de cuatro meses en el verano tenerifeño, es el dilema de la escritura. 
     Como en Jardín, ya desde el prefacio se enfrenta ese dilema. Si en el de la novela, Loynaz se anticipa en descalificarla irónicamente, pues no hay acción que no sea este hacer caminar a una mujer por su jardín --cuando ya ha tomado partido por su novela lírica--, en el de Un verano..., declara que no ha de escoger entre la Historia y la Leyenda, sino que contará lo que ha escuchado y lo que ha visto o creído ver, que resulta también, a su juicio, una forma válida de escribir sobre estas islas, sin mucho más margen de error que los eruditos. 
     En esta declaración de principios, el error tendría que ver con la falta de adecuación entre lo propuesto en el relato y la cosa designada, entre las fuentes y la interpretación de las fuentes. Este conflicto, propio a la filosofía y a la teoría de los signos -- lo erróneo no es una falta aislada, sino el reino de la historia, donde se enlazan, intrincados, todos los modos del errar, afirmaba Heidegger --, es parte del dilema del sujeto de la enunciación, colocado en un espacio de frontera, entre el dato puntual de la Historia, la tradición oral de la Leyenda, y su propia invención. 
     En este otro viaje, el de la imaginación, la autora se enfrenta, por el horizonte de expectativa, al problema de la Verdad. No es por azar que el segundo capítulo, en el cual dialoga con el texto de Viera Clavijo (después que éste ha sido un protagonista de novela en el primero), sobre la geografía, origen, perfil climático y topográfico de las islas, se titule “Verdad y casi verdad de las Islas Afortunadas”. 
     A partir de aquí, y a lo largo de su travesía, vivida ahora en el presente de la memoria, Loynaz, en intercambio con sus variadas fuentes librescas -- históricas, de leyendas y tradiciones orales --, enfrenta a la verdad científica con la verdad poética, aun cuando no rechaza la primera, pues en reiteradas ocasiones hace que la Poesía ayude a Clío. Yo soy una poetisa que visita un país mitológico, así justifica la libertad de imaginar, al afirmar estas identidades.
     La historia de amor fugaz entre Colón y Beatriz de Bobadilla, las vidas de tres poetisas canarias, sin magna obra pero con existencias novelables, la del pirata canario, Cabeza de Perro, la leyenda de Bentenuhia, la destrucción del pueblo de Garachico, bajo la lava del Teide, la historia del sepulcro vacío, empiezan en el dato oral o en la letra impresa, y de ahí siguen con vuelo propio, en el recorrido de la ficción. 
     Frente a la duda de las fuentes, Loynaz opta por la verdad de la poesía, que a veces completa a la Historia e incluso se impone a la ciencia; se declara deudora de esas fuentes, no sin aclarar que alviñeta posible error en la captación de las orales, se añade su propia intervención en trasladar esas voces. La autoconciencia sobre el problema de la Verdad es persistente y definitoria: frente a la alternativa entre ciencia y leyenda, Loynaz invierte los términos de esta oposición jerárquica: si la norma es apreciar a una leyenda que puede ser verdad, ella defiende a la verdad, digna de ser leyenda, con lo cual subvierte el binarismo de la primacía del dato “duro”, y eleva lo imaginario. 
     En un tipo de relato cuya expectativa de recepción es atenerse a la verdad, --aun cuando como en  toda narración autobiográfica la coincidencia entre lo contado y un referente real está sujeta a las múltiples mediaciones del Yo --, Loynaz no enfrenta el conflicto de aquellas viajeras del XIX, que validaban sus relatos con fuentes librescas confiables, y se protegían  aludiendo al siempre posible margen de error, apelando a estrategias retóricas de minusvalía – auténticas o simuladas, directas o irónicas --, previniendo sobre aquellas opiniones insuficientemente comprobadas, para no perder la credibilidad de sus lectores, y legitimarse.
     Escritora del siglo XX, más en control de su autoridad frente al saber y el conocimiento -- a los que en su Bestiarium cuestiona su pretensión taxativa, y cuya obra, publicada en la entonces prestigiosa editorial española Aguilar ha tenido un succès d’estime en los años 50--, Loynaz declara abiertamente el tipo de relación con sus fuentes: no busca autentificarse, sino informarse y si es necesario, completar las zonas de indeterminación con la tradición oral y su reescritura. Loynaz puede defender otra forma de verdad, la poética, aun cuando el pacto de lectura del relato de viaje -- una narración sobre un lugar y seres “reales” --, conlleve el atenerse a la verdad objetiva (si es que ésta existe). 
     En su Prefacio, Loynaz también se refiere al margen de error, pero esta vez equipara ese margen, pues para ella, tanto lo subjetivo como lo objetivo están sujetos a errores, con lo cual propone, abinitio, las condiciones de legibilidad de su enunciación, en la cual la coincidencia entre autora, narradora y protagonista, como en todo acto autobiográfico, se formula de manera explícita, y en la expectativa de recepción se asume el carácter verificable del asunto tratado por el texto. 
     En su diversidad formal e impulsos creativos la narrativa de viajes ha sido flexible y proteica, respondiendo al poder o al deseo; al poder del deseo, o al deseo de poder. Loynaz puede mezclar distintas formas textuales, eso está dentro del modelo, por su maleabilidad y carácter abierto. El problema es otro. La estructura de su relato de viaje describe un círculo: el último capítulo, “Adiós”, vuelve  al punto de partida del segundo, “Verdad y casi verdad de las Islas Afortunadas”, efectivo inicio, después de la evocación novelada de la historia de Canarias por Viera y Clavijo, imagen especular y anticipación de la escritura de la cubana, casi un alter ego
La autora-narradora-protagonista ha resuelto, en este punto de llegada, de serpiente gnóstica mordiéndose la cola, que la casi verdad de la Poesía, vale aquí a acontecer remoto puesto en duda por los desconfiados, entre cuyos lindes se ha desenvuelto su narración de esta historia de las Canarias y de esta historia de un viaje por las Canarias. El casi verdad de la poesía alude entonces más a una comparación con la otra verdad, histórica, la verdad total, que a un rebajamiento de su efectividad. Esa casi verdad es la suma de las casi verdades de otros y de sus propias verdades, para  Loynaz, en ambivalente confesión, tangibles e intachables, pero intrascendentes como  hortalizas de mi huerto
     Calificar de casi verdad a la poesía no implica minusvalía cuando la conclusión de este ejercicio de la escritura, de este querer fijar la huella en el tiempo es: mejor que poseer la cosa en todas sus medidas, es no estar seguro de ella, es habitar una parcela mínima para imaginar, para soñar (...),lo mejor que, hoy por hoy, pudiésemos pedir a la vida. Como Gadamer, para quien la experiencia del arte contiene una pretensión de verdad, diferente de la de la ciencia, pero no inferior a ella, Loynaz afirma la naturaleza de la verdad artística, sus cualidades y superioridad, colocándose en la tradición filosófica de  Aristóteles, para quien la poesía adquiere un carácter epistemológico, superior al de la historia, e inferior al de la filosofía. 
     Este verano en Tenerife es un viaje personal que luego necesitará ser recuperado con la palabra,  en la diferencia que Barthes veía, entre el tiempo del presente vivido y el pasado hecho presente por la narración, en sus intersticios. Este es el verdadero Viaje, con  descansos y extravíos. La voz de la viajera es la de la escritora que explicita sus tanteos, que ventila con su lector las dificultades de la (re)creación. 
     Los descansos son altos en los que la voz narrativa se interroga sobre la naturaleza de su escritura, sobre su camino y destino (no sé si en el curso de este libro que es todavía incierto para mí / no conseguiría mi relato el fin que se ha propuesto), construyendo un metadiscurso sobre el proceso creativo del libro (el carácter de este libro/un sector ajeno a mi obra / siendo ajeno a mi propósito un riguroso método exhaustivo / tomo otra vez el hilo del relato / no acabo de entender este pasaje / me alejé un poco del mismo objeto de la búsqueda / yo traslado el fruto de mi peregrinaje a los lectores / Y al llegar a este punto de mi historia ya no sé si es ella o soy yo la que habla). Los extravíos son el dejarse llevar por la fuerza de algunos personajes, vivos o muertos, cercanos o lejanos, el  inventarles historias, mientras (re)escribe sus leyendas (este paréntesis es travesura de mis pensamientos / de regreso de mis desvaríos). 
     La autorreferencia y el metadiscurso son instantesg en la dilucidación de la escritura, de su relación con lo que Derrida llamó, el enigma del Referente. Las propiedades del lenguaje, el carácter viñetade los nombres en sus vínculos con la esencia de las cosas, viejo diálogo filosófico desde el Cratilo platónico forman parte de esta elucidación  -- ¿Dónde están las cosas? Los nombres, ¿son naturales o convencionales ?--, de este querer apresar la huella de los entes, la huella que remite a sí y a otra cosa distinta de sí. -¿Qué importa el nombre ? (se) pregunta Julieta a Romeo en la escena del jardín, - Aquello que llamamos rosa, olería igualmente dulce, de llamarse de otra manera. 
     Estas interrogantes, la de Platón y la de Shakespeare Borges las hace coexistir en el arranque de su “Golem”: “Si (como el griego afirma en el Cratilo) / el  nombre es arquetipo de la cosa/en las letras de rosa está la rosa/y todo el Nilo en la palabra Nilo, y Eco las retoma en El nombre de la rosa,  novela alimentada de una teoría de los signos. La rosa es contradicción pura, decía Rilke, y Gertrude Stein, a rose is a rose is a rose
     Situada también en el campo de la confrontación entre realismo y nominalismo, para Loynaz no es tanto el conflicto de apresar los sentimientos y las ideas -- que el poeta y muchas veces el filósofo, pueden encerrar en letra viva --, como la resistencia del paisaje, inasible, evasivo aun a la poesía, a pesar de su capacidad de superar al diccionario, de servirse de tropos y metáforas, para por medios plásticos expresar formas y presencias, tangibles. La huella de Los Tilos  --- los árboles canarios de variada especie aunados en un bosque--, permanece en la memoria de la cubana, pero su escritura no alcanza atrapar el enigma de ese Referente: El paisaje, y lo que “está” sin ser, integran ya sustancias que se nos van como el azogue
     Esa relación presencia / ausencia (lo que “está” sin ser), que en Mallarmé sirve a una definición de la poesía, y en Derrida a una teorización sobre el significado y su continuo retraso -- la diferancia --, se encuentra en la dilucidación consciente del conflicto entre la palabra y la cosa designada que en Loynaz emerge de su visión del objeto del conocimiento, de sus condiciones de existencia, en sus nexos entre lo particular y lo universal, el hic et nunc y el siempre, la rosa particular y la rosa eterna, o la anticipada esencia de la flor en la flor que aún no es. La poesía es una interrogación al infinito y a la esencia del ser, y otra manera de ver el tiempo y la memoria. Como en Zambrano, para quien la poesía se asienta desde sus orígenes en lo indecible, anida en la cubana una reflexión epistemológica sobre la naturaleza de la poesía, y en ambas, el drama de la creación provoca una dosis de angustia. 
     Ante el paisaje, la escritora oscila entre la entrega mística a su misterio inefable, el esfuerzo por apresarlo, más allá de la memoria, y la voluntad de resistirle, de no dejarse dominar por él, ya que no logra conquistarlo, aferrándose al espacio de lo doméstico donde, a diferencia de la infinitud del infinito (El silencio eterno de los espacios infinitos, me aterra, decía Pascal), se siente segura (una clara impresión de que era yo quien dominaba allí, la dueña, la señora...y no el paisaje el que me dominaba), pues son contornos bajo su mando, que puede nombrar y (re)conocer. El espacio doméstico, de nuevo es refugio, ante la vastedad poderosa de lo natural, que no le está dado a la mujer domeñar, de esa naturaleza que quizás, es la misma que  traga a la Bárbara de Jardín
Si Bárbara es un espejo posible, lo son esas otras que la viajera contempla a distancia, las pescadoras en su afán, las mujeres domésticas y las poetisas. En este último reflejo especular  la condición femenina y la poesía se aúnan, cuando Loynaz alude al proceso de ser haciéndose (no se nace mujer, se deviene mujer, decía Beauvoir), pues una mujer no nace poetisa, sino se vuelve poetisa, por maduración. Paradójicamente, la naturaleza puede resultar imponente por indomable, pero al mismo tiempo, es el punto de referencia de la mujer y la poetisa. Loynaz ve a las islas como mujeres, se ve a sí misma como una isla (¿condición claustrofóbica de la isla y de la mujer?), y la metáfora vincula a la naturaleza con la poetisa: Una poetisa es siempre flor de tierra muy fina y trabajada...
     El homenaje a la tierra natal de Pablo, el testimonio a aquellos que los acogieron, es sólo el impulso literal a la evocación de este verano en las Canarias. El metafórico, que tiene su asiento en la letra, en ese hacer explícitas dudas y certidumbres, es el viaje personal en el cual la escritura es el espacio a recorrer, y el tiempo la instancia en que la huella, siempre en movimiento, es perseguida y asediada por la palabra, que se esfuerza en fijarla, en codificarla, aun cuando su eternidad paradójica consiste en su intangibilidad, en su producción incesante de significados. 
     Si el relato de este verano tiene como centro aparente a las islas por su vínculo con Pablo, cuando el núcleo verdadero es la experiencia creativa existencial del yo femenino, la memoria  del esposo es la razón supuesta para dar fe de su vida, aun cuando ésta  sea un lapso --influyente, es cierto--, en la vida de la escritora. Si Un verano en Tenerife es un relato autobiográfico porque se traman, asunto, tema y motivos, y sobre todo, se enfrenta el problema vital de la creación artística, también lo es Fede vida, cuyo subtítulo, Evocación de Pablo Álvarez de Cañas y el mundo en que vivió, anticipa la ampliación de ese propósito, y en el cual, el superobjetivo de la (re)presentación es la figura de la autora: su familia, sus amores, su escritura, y el dilema de apresar esa huella en la escritura.
     Esta dominante – principio organizador de un texto artístico para el formalismo ruso --, es el mirarse a sí misma, que de nuevo establece un pacto de lectura: el lector es interpelado desde una discreta e inicial NOTA NECESARIA, pues en él se ha pensado para recuperar estas páginas olvidadas, y actualizarlas, ya no vislumbrando  la muerte, sino acariciando la vida: el renacer de sus libros y de ella, rara avis, ave fénix. Cumpliendo ese pacto, a la largo de su recuento la narradora se interroga, desde un extrañamiento, si su lector potencial –el  de la Cuba nueva--, podrá comunicarse con un mundo fenecido. 
     Más allá de blanquear y enaltecer la compleja sencillez de su segundo esposo -- polémico cronista social de un periódico habanero antes de 1959 --, este objetivo queda superado por aquel que da fe de una época perdida y del barrio del Vedado, una Atlántida, que fueron los de Dulce María.  Nonagenaria, percibe un retorno de la hija pródiga a esa isla de la cual no se separa nunca aunque esté (a)islada, y cuenta su vida a través del otro. La dominante autobiográfica del sujeto que escribe,  subordinando a los restantes elementos del texto, se constituye en  el proceso mismo de la escritura --iniciado desde esa NOTA NECESARIA. 
     La autorreferencia (sigo dudando mientras escribo...), la interpelación al lector (pido perdón por haberme alejado un poco de nuestra historia / Las gentes de ahora o de mañana, si disponen de tiempo para leerme...), el metadiscurso que interrumpe, con paréntesis, el hilo de la narración centrada en Pablo, para desplazarlo hacia el sujeto autobiográfico (Muchas veces me he preguntado si un extraño impulso...no lo hubiera arrancado en el preciso instante de aquel sitio, cuán distinta hubiera sido mi vida  /...mi vocabulario ha perdido casi dos terceras partes de su contenido y prescindiendo de ello, que ya es prescindir, yo no me he propuesto escribir una obra maestra de la literatura. Me conformo con haberla vivido.), la ironía (--cosas así podían constituir un problema en una era en que no había que hacer colas, ni pensar en la carrera armamentista--), son alusiones a la agonía de la escritura, de aquella que, como en Un verano...,se enfrenta a la huella y el tiempo, y a la condición evasiva del lenguaje (Razón tienen los que dicen que el idioma se nos escapa de las manos. Podemos más o menos encauzarlo, pero no sujetarlo a normas fijas).
      A la deriva, el sujeto autobiográfico quiere dejarse conducir por la memoria, --aun cuando ésta, por ser afectiva, puede suprimir o hacer resaltar, en dependencia del carácter de la huella--; por la Memoria, como sustituto del Olvido. Pero, ¿cómo enfrentarse entonces con Cronos desde esta opaca vejez? ¿Cómo lidiar con su acción sobre la memoria del yo que escribe, memoria parcial, que selecciona y combina? Cómo componer los fragmentos, las confidencias, los relatos de los otros ? (Hay un desmembramiento de situaciones y sucesos, que ya no sabría dónde colocar, y si he de proseguir con mi relato, tendrá que ser un poco a la deriva, dejándome llevar por la corriente, o sea, por lo que buenamente vaya acudiendo a mi memoria, extrañamente lúcida unas veces, otras negadas a recordar).
     La inscripción en la letra se hace en 1976-78,  se informa al lector en personalizada nota al pie de página y en el enunciado final; pero éste ha sido advertido desde el inicio, que casi veinte años después, desde un presente que actualiza aquel presente del pasado, la escritora  se esmera en lograr la comunicación, reiterando los requisitos de legibilidad: Yo hablo de un mundo fenecido, y los que quieran seguir mi relato, tendrán que situarse en él.
     Los saltos en la diégesis, los retrasos y desvíos, las anticipaciones y los retrocesos, la dominante intervención de la voz narrativa -- redondeando, y perfeccionando, imaginando e inventando, atribuyendo y suponiendo, dando sus criterios, hablando de sí misma --, contrastan con la explícita y marcada división de esta fe de vida (de Dulce María sobre su propia vida). Un Intermezzo separa la Primera de la Segunda Parte, la primera organizada alrededor de Pablo, la segunda, de ella misma. Este Intermezzo, (o pausa que pudo ser epílogo), está precedido por una especie de recapitulación de propósitos, de preparación para la segunda parte en que su vida será centro – de manera más explícita porque lo ha sido  desde el inicio --, mediante un metadiscurso, dispuesto con ordenamiento de poema, sin ser poema.
     Esta pausa es zona de meseta y anticlímax al punto de llegada de la Primera Parte, la muerte de Pablo, sólo nombrada, en el vacío que el relato no quiere cubrir, entre el exilio del esposo y su retorno a Cuba, para morir. Ese hueco no será llenado, corresponde al lector concretar la indeterminación (diría Iser), suponer él también, inventar. Su matrimonio y la muerte de Pablo son un punto de llegada para ir en la Segunda Parte hacia atrás, aún más, y de nuevo llegar a ese, su segundo y feliz matrimonio, el eterno retorno. 
     El cansancio y las dudas, el dilema de la escritura, asuntos hecho arte, por el artificio de la narración en primera persona, y del tono, de su diálogo con el lector y de la revisión de lo escrito/leído hasta ahora, preparan  sabiamente  para  la fe de vida  de Dulce María: su infancia y su familia, sus hermanos y sus juegos, sus casas y sus amistades, su salón literario, y sus iniciales anhelos de autoría, su primo/primer esposo y su infertilidad, sus viajes y su divorcio, su encuentro, ruptura y unión definitiva con Pablo. Su deseo persistente e imposible de libertad: ¿Habrá que no ser para ser libre?
     Más allá del (re)conocimiento – quién soy, y quién fui, de dónde vengo y a dónde voy --, en la mise en page de la propia existencia como material que el procedimiento  combinatorio hace arte, está en juego el juego de la escritura. La autorreferencia, el metadiscurso, la puesta en texto del  pasar de la huella a la letra, ella misma una huella, como una mise en abîme, se imbrican en un discurso confesional, a ratos novelesco --trama, personajes, narratividad--, en que la verdad de la vivencia se convierte en verdad literaria, en verdad otra. 
     El lenguaje tropológico, las metáforas y otras figuras retóricas, las sentencias, lo connotativo, forman parte del procedimiento artístico, de su intencionalidad. La interpolación de sus versos, el fragmento final ENVIO, diálogo de la escritora con el alma de Pablo, todo indica el artificio, cuyo asunto es una historia de vida, pero cuyo tema sería, una vez más, la dilucidación del enigma de la escritura.
  Con esta nostalgia moderna del todo, de la que hablaba Lyotard, ahora nostalgia posmoderna del fragmento, mi imagen de aquel verano y de aquella vida, es parte de esa dilucidación, activa su potencial latente y contribuye a su visibilidad, a su Juego. Estoy (¿estoy?) en los márgenes de estos textos, en las marcas de mi pasado, y en este presente cuyas certidumbres son lo arbitrario del signo y lo inasible del tiempo, fugaz. Escritura y lectura instauran un simulacro de la presencia, de un Referente siempre ya, ausente. 
     Mi huella en la huella de la huella,  y nada más.
 

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El barco ebrio