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El barco ebrio

Introducción

José Mario, el entusiasmo esperanzado

Reinaldo García Ramos

     En un brevísimo texto que escribió como prefacio a mi primer poemario, el gran amigo José Mario, que me había estimulado a publicar esos versos, comenzaba citando al alemán Hölderlin ("porque lo viñetaque queda, lo instauran los poetas") y saludaba mi modesto libro con un entusiasmo esperanzado que incluso a mí mismo, por entonces un adolescente melancólico y dubitativo, me sorprendió por largo tiempo.  Decía él: "cuando el poema está (...), es entonces cuando es más necesaria que nunca la afirmación, la seguridad, comienza todo", aludiendo a la lucha de todo poeta (y de todo artista) por imponer su voz en un medio hostil, y concluía: "la poesía no reconoce claustros, lo único libre es la poesía (...), porque el poeta que es libre otorga su libertad, y los pueblos tienen muchísimo que aprender de los poetas" .
     Si ahora, poco más de 40 años después, y a sólo unos días de saber que nuestro querido José ha abandonado este mundo, alguien me pidiese que resumiera en pocas palabras el plan de vida de este hombre, yo diría que todo lo que él esperaba obtener de la existencia está en gran parte plasmado en esa altiva propuesta, en esa firme declaración de fe en el poder salvador y trascendente de la poesía.  Hoy en día su furiosa autoafirmación no me sorprende ya; al contrario, cobra ante mis ojos una solidez absolutamente genuina, pues comprendo que ésa era una de las pocas vías que la realidad de entonces nos dejaba abiertas para sobrevivir y para seguir estando en paz con nuestras conciencias.  Sólo un hombre imbuido de esa tenacidad, de ese fervor aglutinante, era capaz de crear y de mantener durante cuatro años, en La Habana de los '60, un proyecto editorial como Ediciones El Puente, que abría sus espacios con absoluta flexibilidad a los jóvenes escritores, sin imponerles restricciones estéticas ni éticas, ni mucho menos políticas, en momentos en que todo el país, o mejor dicho la nación, giraba enloquecida dentro de un maelstrom de aspiraciones al orden, la "pureza" y la disciplina; un vértigo en el que sólo se salvaban las restricciones y los reglamentos, y en el que tanto la experimentación como la especulación y el desaliento eran elementos considerados espurios, indignas excrecencias del alma que era necesario eliminar a toda costa.
     Rememorando en la medida de lo posible (pues el olvido, como bien decía Borges, nos salva con puntualidad de la locura), fue casi heroico --si no suicida-- que, en una sociedad sumida en las lógicas tensiones de todo tipo creadas por una reciente agresión originada en el extranjero (Playa Girón, 1961) y por el anuncio de un agresivo programa de socialismo pro-soviético para consolidar y proteger al nuevo gobierno, un grupo de individuos muy jóvenes (cuyas edades fluctuaban entre los 17 y los 22) se hayan aglutinado con pasión --y cierta indudable insolencia--en torno a José Mario y se hayan puesto a publicar libros que, en su mayoría, no reconocían ni acataban los esquemas que las estructuras de poder ya comenzaban a imponer a la creación literaria; esquemas que, por lo general, habían sido extraídos de los postulados del llamado "realismo socialista", en que la literatura es concebida exclusivamente como instrumento de propaganda o vía para expresar optimismos preconcebidos y elogios incondicionales a las autoridades.
     Esa circunstancia sorprende más aún si tenemos en cuenta que una gran mayoría de esos jóvenes escritores eran de extracción humilde o pobre (mi padre, por ejemplo, había sido chofer de rastras de carga durante 20 años) y muchos de ellos eran negros , detalles ambos que los convertían presuntamente, a los ojos del poder y de la burocracia incipiente, en beneficiarios por definición de las nuevas medidas y leyes populares.  Las explicaciones de esos hechos son probablemente demasiado complejas para que puedan examinarse en el marco ceñido de esta introducción; pero me atrevo a afirmar de antemano que uno de los factores decisivos fue la propia personalidad de José Mario, su tenaz fe en la autenticidad de nuestras obras y en la necesidad genuina de escribirlas y publicarlas, su convencimiento de la honestidad y el carácter constructivo con que queríamos liberarnos de las viejas ataduras (incluso, y sobre todo, las morales), participar sin trabas en el proceso de búsqueda de nuevas definiciones, y de ese modo engrandecer los resultados finales del cataclismo social en que estábamos sumidos; su firme esperanza (creo que ilusoria) de que las tendencias represivas y los criterios extremistas terminarían por ser superados y olvidados; y, desde luego, su determinación incansable de crear y abrir canales de expresión para los jóvenes artistas y garantizarles de ese modo su derecho a contribuir con lo mejor de sí mismos a la tarea colectiva.  Que nadie se llame a engaño: eran los días de la ilusión, de la alegría liberadora, de la unidad y el orgullo nacionales, de la creencia en múltiples posibilidades.  Con ese espíritu fue que José Mario, un joven airado y simpático, homosexual feliz de serlo y sin deseos de disculparse por ello, quería ayudar a que, según sus propias palabras, el proceso político no interrumpiera la continuidad de la cultura cubana .
     Y ese mismo espíritu abierto e inocente (siento la tentación de subrayar la palabra inocente) fue también el que ayudó a José Mario, este diablillo caribeño no previsto en las estrategias socialistas, aJosé Mario expresar en su propia poesía un alegato exasperado y medular en defensa del individuo y sus posesiones espirituales, sobre todo su derecho a la tristeza y la incoherencia, su necesidad de pasiones arbitrarias, su perplejidad ante la estrecha existencia y el desgarramiento y la desesperación ante las disyuntivas del amor y el desafecto; en fin, todas esas zonas oscuras y prodigiosas del alma que no estaban comprendidas en los programas gubernamentales ni en los editoriales de la prensa oficial.  Desde su primer libro, El grito, su voz se alza y desentona bruscamente con el aluvión de declaraciones optimistas que inundaba el país y la conciencia colectiva en esos días: "Recto a beber / el afilado mito / de la insigne / doctrina redentora".   Otra temeridad asombrosa que hay que mencionar en este ser: con intuición ejemplar, en un medio socio-político que se iba caracterizando cada vez más por un materialismo empobrecedor y restrictivo, el poeta José Mario comienza una obra que constituye un reclamo a favor de las realidades interiores del ser humano, sus accidentes intangibles.
     Y a partir de El grito no hubo vuelta atrás: sus demás libros, que fueron saliendo luego tanto en Cuba como en España hasta llegar a una buena decena de poemarios, reafirman y amplían esa convicción.  Estaba convencido, desde luego, de que nada nos quedaría en nuestro legado si pretendiéramos esquematizar los predios infinitos del espíritu para supuestamente enriquecer las "conquistas" de la materia humana, su grotesca tecnología y sus insuficiencias monumentales.  Ahí está bien clara, para demostrarlo, toda la sangrienta y torpe historia del siglo XX, plagada de esquemas "progresistas" y prisas mutilantes y planes para satisfacer el costado material del homo sapiens.  Esa fe omnímoda en la poesía que José Mario expresaba en 1962 al saludar mi poemario Acta le permitió ver de antemano muchas cosas, entre ellas el valor excepcional de nuestro dolor y de nuestra soledad, es decir, de nuestras ilusiones y de nuestra aventura interior.
     Es preciso destacar también, antes de terminar, que durante el exilio de José Mario en España, desde 1967 hasta su muerte, esa necesidad medular de seguir escribiendo y de seguir abriendo caminos para la expresión y la publicación de otros autores no declinó, sino que se mantuvo con similar vigor y dio lugar a una labor editorial y de promoción cultural que el poeta llevó a cabo de manera también asombrosa, casi tan asombrosa como la que había efectuado en Cuba, sobre todo si tenemos en cuenta que lo hizo con sus propios modestos recursos y sin recibir apoyo sustancial de instituciones ni mucho menos de entidades oficiales.  Claro está, los amigos le dieron siempre una mano; y en ese sentido hay que mencionar, entre otros, a Isel Rivero, Waldo Díaz Balart, Roberto Cazorla, Víctor Batista, Felipe Lázaro.  Esos amigos en ciertos casos facilitaron o propugnaron la consecución de los planes infatigables de José Mario durante esos duros años del exilio; pero la llama interior, el entusiasmo y la temeridad, residían y residieron siempre en el ámbito interior de este poeta, donde la fe en el poder liberador del arte y en particular de la poesía siempre mantuvieron su esplendor.
     Por todo eso y por más razones que más adelante expondré en otro contexto, me entusiasmó mucho el hecho de que nuestro ingente poeta y crítico, Francisco Morán, director de la revista digital La Habana Elegante, hubiera aceptado con tanto entusiasmo mi propuesta de organizar un homenaje a José Mario.  Le expuse esta idea en el verano de este año, cuando ya se sabía que la salud de Mario se había debilitado, y Morán la acogió y asumió con el mismo júbilo y la misma amplitud con que su hermosa publicación digital nos ha enriquecido a todos los cubanos desde su fundación.  Quiero dejar aquí expresados mi agradecimiento y mi admiración, tanto por él como por los demás que contribuyen al éxito de esta publicación.
     Por último, dejo patente que el trabajo de compilación y coordinación de este homenaje sólo ha sido posible gracias a la ayuda desinteresada de los amigos y colegas que se indican a continuación: Isel Rivero, poeta cubana y amiga entrañable mía y de José Mario; el profesor Jesús Barquet, de New Mexico State University; la investigadora literaria Isabel Alfonso; la señora Lesbia Orta Varona, directora de la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami; Felipe Lázaro, Waldo Díaz Balart, David Lago, Pío Serrano y otros, cuyos nombres ahora, por mi lamentable torpeza, no acuden a mi mente.  A todos ellos vaya de corazón mi profunda gratitud, como cubano, como escritor y como individuo que siempre quedará endeudado con José Mario por todo el luminoso ánimo que me dio desde los inicios.

Miami Beach, noviembre 2 de 2002

Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, 1944) ha publicado los poemarios Acta (La Habana, 1962), El buen peligro (Madrid, 1987), Caverna fiel (Madrid, 1993) y En la llanura (Miami, 2001).  Salió de Cuba en 1980 y reside en Miami.  El presente texto es un fragmento de un ensayo en preparación.
 

Ese deseo permanente de libertad

Conversación con José Mario e Isel Rivero en Madrid, el 4 de octubre de 2002

por Reinaldo García Ramos

García Ramos - ¿Cómo y cuándo surgió la idea de las Ediciones El Puente?

José Mario  -  En 1961, un día en que René Ariza y yo íbamos en una guagua por La Habana, José Mario y Reinaldo García Ramossentados en la parte de atrás y asfixiados del calor, empezamos a hablar de la necesidad de crear una editorial. Queríamos algo que se moviera, por donde pudiera pasar mucha gente. Empezamos a buscar nombres para ese proyecto y pensamos en "Rueda", la imagen de una rueda contenida dentro de un cuadrado, pero ya existía una editorial con ese nombre. Y en una de ésas se nos ocurrió que si cortábamos esa rueda por la mitad, quedaba un puente, lo que quedaba entre la rueda del centro y el borde del cuadrado, formaba un puente. ¿Y qué cosa mejor que un puente para dejar pasar a mucha gente? Sobre esa idea, el sello del Puente fue diseñado entonces por José Manuel Villa; y años después fue recreado por Gilberto Seguí, quien diseñó los últimos libros de las Ediciones.

GR - Y esa gente que ustedes querían que pasaran por el puente, ¿quiénes eran?

JM - Sobre todo la gente joven, la gente nueva. Queríamos encontrar talentos nuevos con obras de calidad dentro de la cultura cubana; eso es lo que más nos interesaba.

GR - ¿Y esa gente nueva no hallaba acogida en las estructuras que habían surgido en el país?

JM - Esas estructuras, por el contrario, estaban cerrando el acceso a la gente joven. Todo el mundo sabía que Lunes de Revolución, el suplemento cultural del periódico Revolución, órgano del gobierno, era un círculo cerrado, controlado por Guillermo Cabrera Infante, el director de ese suplemento.  Cuando Isel Rivero y yo publicamos nuestros primeros libros en 1960, La marcha de los hurones y El grito, Virgilio Piñera fue el único que hizo una reseña y la publicó en Lunes.  Pero eso fue casi un milagro, porque en Lunes no se reflejaban las actividades de nadie que no perteneciera al círculo de Guillermo, no se comentaban libros de escritores jóvenes.  El grito y La marcha de los hurones constituyeron el primer intento de hacer ese puente con los jóvenes del que hablábamos.

IR - Lo que queríamos era remover un poco las aguas. Yo había escrito dos cartas a Lunes,  criticándoles esa actitud y reprochándoles que se hubieran cerrado a los jóvenes. Si la revolución era tan abierta como se decía, un fenómeno que se suponía que abría puertas y creaba nuevas posibilidades, ¿cómo esa gente se había auto-otorgado la prerrogativa de ser los únicos que publicaban?  José Mario y yo nos entendimos perfectamente al conocernos, porque ambos estábamos furiosos por lo que estaba pasando.

JM -  Y ante esa situación, como Isel estaba ya en vías de irse del país, yo llevé los dos manuscritos a la imprenta de la Confederación de Trabajadores de Cuba Revolucionaria (CTCR) y ellos aceptaron publicarlos.

GR  - Muchas gentes me han preguntado, a mí como miembro del Puente, por qué al principio no usábamos los apellidos. Isel firmó La marcha... sin el "Rivero"; yo publiqué Acta sin el "García Ramos", y tú nunca has usado el "Rodríguez". Yo no sé por qué pasó eso.

JM - Fue una cosa muy simpática. El que nos dio esa idea fue Pablo Armando Fernández, que en la Bodeguita del Medio un día nos dijo que nosotros, Isel y yo, éramos "los hijos de nadie". Y entonces yo le dije que, como éramos los hijos de nadie, íbamos a renunciar a nuestros apellidos.

IR - Y además era un signo de rebeldía, de romper con las ataduras tradicionales.

GR - ¿Y ustedes trabajaban cuando eso, tenían sueldos? ¿Cómo se financió todo eso?

IR - Yo trabajaba en el Teatro Nacional. Hicimos un primer pago, pero ya no nos quedaba más plata; lo que yo tenía lo destiné a preparar el viaje. Después del ataque de Bayo en Camagüey, que dijo que todos los homosexuales éramos unos pervertidos y que no teníamos cabida en la revolución, decidí abandonar el país cuanto antes. El dinero que nos faltaba para la publicación de los dos libros me lo dio Mirta Aguirre.

GR - ¿Cómo fue eso del ataque de Bayo?

IR -  Fue en el verano de 1960, durante el Encuentro Nacional de Poetas que había organizado Rolando Escardó y que se celebró en Camagüey. Escardó estaba preocupado porque, según decía,Isel Rivero y José Mario los medios oficiales sólo estaban dando cabida a poetas de La Habana y Oriente y no estaban prestando atención a las demás provincias. Él, como buen camagüeyano, quiso celebrar ese encuentro en su propia provincia. En la clausura del Encuentro, al que asistieron personas muy prestigiosas, como Loló Soldevilla, Nicolás Guillén y hasta bailarines del Ballet Nacional de Cuba, salió este energúmeno, el coronel Alberto Bayo, de origen español, obviamente frustrado por lo que había pasado aquí en España con la República, y lanzó una invectiva contra los homosexuales en la que afirmó que éramos una "mala semilla" y que iba a pervertir la revolución. En aquel momento, todos los bailarines de Alicia Alonso salieron corriendo a preparar sus maletas. Bayo era un representante destacado del gobierno, y había que tomar en serio sus palabras. Esa noche vimos grandes carteles que habían escrito a mano, colgados en la entrada de una especie de campamento donde nos habíamos alojado, que decían: "¡Maricones, tortilleras, fuera!"  Lo primero que yo hice cuando regresé a La Habana fue informar de todo eso a Mirta Aguirre, con la que yo trabajaba, y recuerdo que Mirta se puso furiosa. Me mandó de nuevo a Camagüey a buscar los carteles que yo había visto y le pude conseguir dos o tres que estaban todavía allí, tirados por el suelo, y se los le traje de vuelta.

JM - Y los únicos que se pararon en el Encuentro y hablaron en defensa de los homosexuales fueron Loló Soldevilla y Nicolás Guillén. Especialmente Loló, que se indignó y habló con mucha valentía.

GR - ¿Y cuál fue la actitud de Escardó ante eso?

JM - No, ya Escardó estaba muerto; se había matado en un accidente de carretera, poco antes de esos hechos. Pero Escardó era un hombre que, a pesar de ser revolucionario militante, era también un individuo muy sensible y estaba ya criticando abiertamente ciertas cosas en público.

GR - Bueno, volvamos al tema de las Ediciones y el año 61.  ¿Cómo se integró el grupo de escritores que luego publicarían en El Puente?

JM -  Conocí a muchos de ellos en el Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional, que impartían Mirta Aguirre e Isabel Monal. Llegué al Seminario de casualidad; yo no había escrito teatro nunca antes. Por esos días escribí mi primera obra de teatro para niños y se la mostré a Nora Badías, que trabajaba en el Consejo Nacional de Cultura, y Nora enseguida decidió comprármela para ese organismo y dársela a los grupos de teatro infantil que se estaban creando en todo el país. Y así fue que comencé a escribir teatro para niños; ella me iba comprando las obras a medida que yo las escribía. Poco después, ella misma me ofreció empleo fijo en el Consejo y yo acepté. Fue por esos días que pasé al seminario, el cual estaba dirigido por Isabel Monal, más conocida entre los alumnos como Isabel "Manual", porque hablaba como si fuera el manual de marxismo de Konstantinov, aquel libro rojo horroroso con que los soviéticos querían adoctrinar a todos los cubanos. Afortunadamente, la que controlaba en realidad todo eso era Mirta Aguirre, una persona de mucho más nivel, profesora excelente, y yo entré en el Seminario gracias a Mirta. Las clases se daban en lo que iba a ser la Sala Covarrubias del Teatro Nacional, en la Plaza de la Revolución. Allí conocí a Gerardo Fulleda León, a Santiaguito Ruiz, a Eugenio Hernández. A Ana María la conocí un poco después, en la Biblioteca Nacional, donde nosotros nos reuníamos casi todos los días para hablar de teatro y de literatura.

IR - Pero hay que recordar que quien quería llevar a las masas y a los campesinos el teatro que esta gente escribía fue Fermín Borges, quien fue también la primera víctima del ataque contra los homosexuales. Fue eliminado por Isabel Monal.

JM -  Fermín era amigo personal de Fidel Castro; tenía muchas ideas sobre lo que debía ser un teatro popular y había escrito dos obras que se pusieron al principio de la revolución en la tintorería del Hotel Nacional, donde él trabajaba; la presentación estuvo a cargo de Jorge Mañach. Y Castro quería ponerlo al frente del nuevo Teatro Nacional, pero la "Manual" lo eliminó.

GR -  Yo quisiera determinar si esa sensación de cerrazón, de que se estaban cerrando los espacios para la libre expresión, ya se sentía en el Seminario.

JM -  No, en el Seminario no. En el Seminario nadie nos presionaba para nada, teníamos mucha libertad para escribir lo que quisiéramos. Pero, claro, las obras que eran bienvenidas eran las que trataban el tema de la revolución. Todas las obras mías de teatro para niños trataban temas relacionados con la revolución y los desajustes sociales; aunque lo hacen mediante símbolos o alegorías que resultaban atractivas para los niños. En muchos casos, los personajes son caricaturas de personas que existían en realidad; era un modo de aludir a ciertas cosas sin nombrarlas directamente. Muchas de esas obras mías, como El rey desnudo, tuvieron un éxito enorme; y yo empecé a recibir dinero por ellas y de ahí empecé a sacar ciertas sumas para pagar los libros que se iban publicando en El Puente. Varios de los autores, como Santiaguito Ruiz, no tenían dinero para costear la publicación de sus libros, y yo los pude ayudar. Los libros del Puente se pagaban con dinero de los autores o con dinero mío; nunca el gobierno nos dio un centavo.  Era un proyecto totalmente independiente.

GR - De modo que las cuestiones relacionadas con el teatro tenían mucha importancia y provocaban intensos debates, ¿no fue así?

IR - En esos años el teatro se discutía mucho, a veces demasiado: cuando fueron a montar Fuenteovejuna, una actriz, creo que fue Julia Astoviza, dijo que esa obra no se debía montar, porque era reaccionaria. Y tuvieron que llamar a Mirta Aguirre para que "explicara" por qué la obra no era contrarrevolucionaria. O sea, que sí existía dentro del teatro una tendencia terrible, un deseo de dominar e imponer puntos de vista, y el mejor modo de imponer esos puntos de vista era darles el carácter exclusivo de "revolucionarios". Mirta trataba de contener un poco las fuerzas más dañinas, pero su tarea no era fácil.

JM -  Mirta siempre respetaba mucho la calidad literaria; logró que pusieran Nuestro pueblito, de Thornton Wilder, una obra maravillosa, pero hubo gente que también se le opuso. Luego empezó la discusión sobre la obra que se seleccionaría para inaugurar el Teatro Nacional. Mirta quería que se hiciera con un texto escrito por uno de los alumnos del Seminario, formado por ella, y su preferido era Santiaguito Ruiz, pero eso se lo echaron abajo. Había mucha lucha por ocupar posiciones y echar a los que podían destacarse por méritos propios. Ya se empezaba a ver de cerca lo que iba a venir después.

GR - José, cuando yo te conocí en el año 1962, recuerdo que me dijiste: "Tenemos que apresurarnos a publicar ahora mismo, porque nadie nos puede asegurar que podremos hacerlo mañana". Aparte de la actitud de Lunes, ¿qué otras cosas te hicieron pensar de ese modo?

JM - Con la creación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) se vio que el gobierno aspiraba a controlar a los escritores y a los artistas como si fueran un gremio más; se sentía que la labor creativa estaba siendo vigilada. En el verano del '62, Roberto Fernández Retamar, que por entonces era Secretario de la UNEAC, nos llamó a los que dirigíamos El Puente, porque nos quería, como se dice, hacer la cama. Querían envolvernos en todo eso de las Brigadas Hermanos Saiz como un modo de neutralizarnos. Yo entré en la Unión en esos meses, pero no por Retamar, sino por invitación de Guillén. La actitud de éste era distinta; quería honestamente que las Ediciones funcionaran y cooperó con nuestro trabajo. Tanto él como Mirta Aguirre estaban muy interesados en que las Ediciones siguieran existiendo; veían en nosotros la continuidad de la cultura cubana, y buscaban que el proceso político no interrumpiera esa continuidad. En cambio, Alejo Carpentier, que por entonces dirigía la Editorial Nacional, quería también que continuásemos, pero sólo si él podía controlar el contenido de los libros. Cuando en 1964 nacionalizan la Imprenta Arquimbau, donde se hacían los libros de las Ediciones, tuvimos que recurrir a la Editorial Nacional y a la UNEAC para seguir subsistiendo. Los libros se empezaron a imprimir bajo el patrocinio de la UNEAC, pero en las imprentas de la Editorial Nacional, y para conseguir papel teníamos que tener el visto bueno de Carpentier; él no quería comprometerse y posiblemente accedió a ayudarnos por las presiones de Guillén y de Mirta. Yo le dije a Alejo al principio que las Ediciones tenían que seguir existiendo, porque íbamos a publicar una nueva traducción de Marcel Proust, y como él era tan afrancesado, esa idea le gustó. Imagino que luego se dio cuenta de que todo era un engaño; él era un viejo camaján, que se las sabía todas. Con Guillén fue distinto; yo le cogí un gran aprecio a Nicolás.

GR - O sea, ¿tú crees que pudiste engañar a Carpentier?

JM - Yo creo más bien que él se dejó "engañar", porque había gente más arriba que lo estaban presionando; gente como Herminio Almendros, que estaba a favor de las Ediciones y que siempre defendió mucho a la gente joven; o gente como Félix Ayón, que tenían muchas conexiones.

IR - En 1965, cuando ya yo estaba en Europa, pedí una cita con Alejo, que entonces trabajaba en la embajada de Cuba en París, y lo confronté. Fui a verlo y le dije que los cubanos del exterior estábamos muy preocupados por lo que estaba pasando en Cuba en el terreno de la cultura. Le conté todo el drama, lo que estaba ocurriendo con José Mario tras el cierre de las Ediciones, las persecuciones contra Silvia Barros, contra Ana María Simo, y él me lo negó todo. Le respondí: "¿Cómo usted me lo puede negar, si yo tengo cartas de esas personas en que me hablan del peligro que corren?" Me respondió que todo eso eran malas informaciones. Pensé que a lo mejor había micrófonos en la habitación y que él no podía hablar libremente, pero en ningún momento me hizo ningún gesto ni me dio a entender que nuestro diálogo estaba siendo grabado. En ningún momento reconoció que en Cuba hubiese ningún problema de libertad de expresión ni de represión.

GR - Al cabo de los años, al ver todos los libros publicados por El Puente, llama la atención el hecho de que había muchos autores negros, muchos autores homosexuales, muchos autores de extracción humilde, que provenían de sectores de menos ingresos, cuando del otro lado, del lado oficial, los que estaban publicando eran mayormente autores blancos, con carreras universitarias, heterosexuales, etc. ¿Eso obedeció a una decisión explícita o a una actitud consciente de la dirección de las Ediciones?

JM - Eso llamó mucho la atención a Nicolás Guillén.  Se fijó que en El Puente había muchos escritores negros, como Nancy Morejón, Ana Justina Cabrera, Gerardo Fulleda León, Eugenio Hernández, Georgina Herrera, Rogelio Martínez Furé, Pedro Pérez Sarduy y otros. Yo creo que eso ocurrió un poco por casualidad. Nos reuníamos en la Biblioteca Nacional, y detrás de ese edificio tú te acuerdas de que estaban algunos de los barrios más pobres; mucha gente que iba a esas reuniones venía de los "solares", tenía muy pocos recursos económicos. Eran barrios en que había muchos negros. Ana Justina y Eugenio vivían por allí muy cerca, detrás de la Biblioteca. Pero eran gentes que estaban escribiendo mucho y que no podían publicar en los órganos o instituciones que existían. El único que había podido publicar en Lunes era Fulleda León; una vez le habían publicado una obrita corta, pero él había quedado inconforme, no se sentía identificado con esa gente.

GR - Se ha dicho que Allen Ginsberg le dio una nalgada a Haidé Santamaría, ¿es cierto ese cuento?

JM  -  Bueno, sí, él le dio una nalgada; ¡tremenda nalgada que le dio! Yo estaba presente. Fue en una recepción en la Casa de las Américas, como parte de las ceremonias del Premio Casa de 1965. Allí estábamos un grupo de jóvenes bebiendo con Ginsberg, y ella se metió en el medio y empezó a interrumpir y Ginsberg perdió la paciencia. Haydée no dijo nada más y se fue. Pero en cuestión de horas expulsaron a Ginsberg de Cuba, y a mí la policía empezó a hostigarme. Me pusieron en la "lista negra".

GR - Entonces, ¿cómo ocurrió el cierre de las Ediciones, qué es lo que recuerdas de aquello?

JM  - El difunto Jesús Díaz, que entonces era profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, ya había empezado a formular ataques contra las Ediciones El Puente.  En ese Departamento, hay que aclarar, se reunían los intelectuales que el gobierno consideraba marxistas "puros"; allí también estaba Isabel "Manual", y tenían mucho poder, pues controlaban la revista Pensamiento Crítico, que era como el órgano del marxismo fidelista. Además, Díaz ya había empezado a agrupar a los jóvenes escritores que luego crearían El Caimán Barbudo, publicación que él dirigió y que empezó a propagar la poesía conversacional como única opción para los jóvenes revolucionarios. Pero El Caimán surgió en 1966. Un año antes, tras el incidente de Ginsberg, Fidel Castro fue una noche a la Plaza Cadenas de la Universidad, cosa que solía hacer, y se puso a conversar con los estudiantes que allí estaban. Alguien le preguntó qué medidas había que tomar contra El Puente, y él anunció que al Puente había que "volarlo". Algunos aseguran que Jesús Díaz se encontraba en el grupo de estudiantes que conversó esa noche allí con él.

GR - ¿Qué pasó después de que las Ediciones se clausuraron?  ¿Cómo fue tu vida en Cuba hasta que saliste del país?

JM - Al perder la protección de la UNEAC y de Guillén, la policía me empezó a vigilar y a arrestarme con cualquier pretexto; me decían que yo y toda la gente de la Unión éramos unos "degenerados".  Me soltaban y me volvían a detener; me tenían la casa vigilada.

GR - ¿Tú en ese momento tenías intenciones de irte de Cuba?

JM -  No, yo quería quedarme en Cuba. Me quería quedar, porque ése es mi país, porque creía que todos los extremistas iban a ser derrotados. Al cabo de los meses, me llamaron para el Servicio Militar Obligatorio, y cuando ya estaba en el lugar al que me habían citado me di cuenta de que en realidad me habían reclutado para las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), a las que el gobierno mandaba a los desafectos, a los Testigos de Jehová, a todo el que no hubiera entrado por el aro. Eran como campos de concentración; había miles de gente. A mí me trataron de joder, todo lo que pudieron. Los militares trataban a los reclutas como bestias; a los Testigos de Jehová los enterraban en la tierra hasta el cuello para castigarlos y los dejaban toda una noche allí, para que los mosquitos acabaran con ellos. A mí me subieron encima de un coche y permanecer bajo los mosquitos; nos forzaban a aplaudir todo aquello, en la mejor tradición fascista. Cuando en La Habana y en la Unión se enteraron de que yo estaba en las UMAP, varias personas bien relacionadas con el gobierno empezaron a hacer gestiones extraoficiales para sacarme; entre ellas, Herminio Almendros, y también Marcia Leiseca, que trabajaba con Haidé Santamaría en la Casa de las Américas. Gracias a eso, pero sobre todo a las incesantes gestiones que hizo mi madre, me soltaron al cabo de unos nueve meses. Después de eso fue que decidí abandonar el país.

GR - ¿Cómo fue tu llegada a España?  ¿Quién te recibió?

JM -  Cuando yo llegué a España, Isel estaba viviendo aquí y ella me recibió y me alojó en su casa durante un tiempo.

GR - ¿Y ya venías con la idea de continuar con las Ediciones aquí en el exilio?

JM -   Yo venía con la idea de publicar en España el poemario de Delfín Prats, Lenguaje de mudos, que había recibido el Premio David de Poesía en 1968 y fue impreso en Cuba, pero fue retirado enseguida de la circulación, porque las autoridades lo consideraron peligroso para los jóvenes o algo así. Eran los años del movimiento hippie en La Habana, las "recogidas" de Coppelia, etc. Yo publiqué el libro de Delfín en Madrid con el sello de las Ediciones El Puente y también publiqué enseguida un libro mío, No hablemos de la desesperación. Después, en 1970, empecé con La Gota de Agua, que aquí en España tuvo mucho éxito. Se publicaron, entre otras obras, el libro Provocaciones, de Heberto Padilla, y El banquete, de Isel Rivero, un poemario excelente. Y también seguí con una idea que yo había tenido en Cuba, la de sacar una revista de los jóvenes, con el título de Resumen Literario El Puente. De éste salieron 31 números; en uno de ellos le hicimos un homenaje a Carilda Oliver Labra, que vivía en Cuba, pero no había recibido aún ningún reconocimiento del gobierno. La idea del Resumen yo la tenía desde Cuba; recuerdo que en el primer número, que estaba listo para imprimir cuando las Ediciones se clausuraron, había un texto inédito de Henry Miller, nada menos.

IR -  Hay que decir también que en esos años los españoles, a pesar del franquismo y todo lo demás, estaban muy receptivos a lo que podíamos decir nosotros, los supuestos "contrarrevolucionarios" que salíamos huyendo de Cuba; había mucha curiosidad, una actitud que después fue desapareciendo.  Yo di varias lecturas cuando ya estaba terminando de escribir El banquete y noté la gran atención que el poema despertaba en todos, no sólo en los intelectuales.

JM - Sí, después se volvieron castristas, y nos rechazaron violentamente. Empezó el miedo de los intelectuales europeos a atacar al gobierno cubano. José Hierro dijo en televisión que El banquete había sido el mejor libro de poesía que se había publicado ese año, 1981; y después, cuando supo que Isel se había quedado a vivir fuera de Cuba, se quedó callado, no volvió a hablar de ella.

IR - La única en España que fue siempre leal a todo lo que nosotros representábamos fue la poeta Gloria Fuertes.

GR - Cuando la Editorial Betania preparó hace dos años la nueva edición de El grito en el 40º aniversario de la aparición de esa obra, añadió al volumen una especie de recopilación de tu obra poética, pero no incluyó ninguno de los libros publicados en Cuba, ¿por qué?

JM - Lo que pasó fue que no encontramos ejemplares de los libros publicados en Cuba. El único que portada de El Grito (Betania)teníamos de esa etapa fue El grito. No, no es que yo considere que los libros publicados en Cuba antes de 1968 sean menores ni nada de eso; esas obras tienen para mí un gran valor testimonial. De la espera y el silencio  es un libro que yo valoro mucho; técnicamente está muy logrado. Cuando salí de Cuba yo traje conmigo la colección completa de los libros publicados por El Puente, pero aquí en España, con los años, las mudanzas y otras calamidades, esa colección se perdió. El único que sobrevivió fue El grito, y Felipe Lázaro impulsó la idea de sacar esa nueva edición hace dos años, por el aniversario. 

GR - ¿Y toda esta actividad que tú realizas en España la logras desplegar con tus propios recursos, no? ¿Recibiste algún tipo de ayuda monetaria de alguna institución?

JM - No había mucha gente que ayudara. Yo no tenía trabajo; le pedía dinero a todo el mundo para seguir con los proyectos, pero no recibí mucho apoyo. Están Víctor Batista y Roberto Cazorla, que me ayudaron en lo que pudieron. No había una comunidad cubana muy establecida que estuviera dispuesta a respaldar esas actividades. Lo que me guiaba era mi tenacidad, y mi obsesión por seguir abriendo canales para que las gentes se expresaran. 

GR - Y ahora, ¿estás escribiendo?

JM  - Ahora lo que quiero es seguir la novela mía sobre las UMAP, La contrapartida, que trata sobre la unidad militar en la que yo estuve. Es una novela que no se termina nunca. No le veo salida; la empecé a escribir desde que salí, publiqué dos capítulos en Mundo Nuevo y Víctor Batista me publicó un capítulo en la revista Exilio, pero ahora no le veo salida. Tal vez lo que pasa es que yo quiero escribir otro tipo de novela, una novela creativa, y esta tiene un material testimonial, que requiere otra óptica.

GR - Si alguien te preguntara qué es lo que más te ha aportado España, ¿qué responderías?

JM - El exilio en España me ha estimulado la facultad de seguir siendo individualista y de sobrevivir a toda costa, y más nada. Aquí no se puede contar con nadie.

GR - Hay una antología que salió en Cuba en 1999, Las palabras son islas, que se presenta como un panorama de la poesía cubana del siglo XX, incluye a poetas que viven en Cuba y en el exilio,  y estuvo a cargo de Jorge Luis Arcos. El autor en su prólogo señala que no pudo incluir a todos los poetas que él hubiera querido y pone una lista de los autores que no están representados pero que, según él, "no deben ser pasados por alto de ningún modo en un estudio del proceso poético cubano".  Entre los numerosos autores incluidos en esa lista estás tú. Desde tu punto de vista, ¿cuál tu estimas que ha sido tu principal aporte a ese "proceso" de que habla Arcos?

JM - En mi obra lo que he buscado siempre es la sinceridad. Todos nosotros en el grupo de El Puente lo único que buscábamos era la libertad que nos faltaba, la libertad para expresarnos; no teníamos prejuicios de ningún tipo. Allí se publicaba todo lo que llegaba a nuestras manos y que tuviera calidad. Todo el mundo estaba incluido. Queríamos salvar nuestra individualidad, frente a aquello que estaba absorbiéndolo todo. En mi poesía lo que se expresa más que nada es ese deseo permanente de libertad.
 

Presencia de José Mario

Pío E. Serrano

     En La Habana convulsa y vibrante de 1961, el nombre de José Mario llegó a convertirse en una suerte de mágica enseña entre los noveles escritores de la ciudad. El panorama literario se José Marioconcentraba en el suplemento Lunes de Revolución que, de hecho, venía a ser el vehículo de expresión de la generación de escritores del cincuenta. Los “lunes” se convertían en una cuña entre los origenistas, que rechazaban, y la nueva promoción, que ignoraban. En ese contexto, los afanes editoriales marginales de José Mario llegaron a ser un centro de imantación de los jóvenes universitarios ansiosos por dar a conocer sus primeras escrituras.
     José Mario, menudo y activo, con su rostro de chino viejo, de fácil risa, pero severo y preciso cuando de su tarea editorial se trataba, era la figura central en el salón del apartamento de Josefina Suárez, en San Lázaro 1176, esquina a Infanta. En aquel cuarto piso, interior, con una amplia ventana a los patios comunes, se fraguaron algunos de los proyectos que José Mario se encargaba de convertir prontamente en realidad. El apartamento ofrecía la doble ventaja de matizar la siempre excesiva luminosidad solar de la isla y ponía sordina a los desmedidos rumores y ruidos de la calle.  Recién llegado a La Habana, vivía yo por entonces en la casa que Josefina compartía con sus padres y hermanos. Confieso que no salía de mi asombro ante aquellos jovencísimos escritores que, ajenos a las pugnas por el poder cultural que se desarrollaban en otras instancias, se proponían, sencillamente, asaltar el cielo.
     Así, casi sin proponérmelo y con un pobre bagaje que aportar al cónclave, quedé inserto en el grupo literario El Puente. Y el grupo era exactamente eso, un puñado de jóvenes interesados en la literatura que buscaba su propio sitio. En el seno de El Puente había desde los fervorosos revolucionarios de los primeros años hasta los tibios contempladores de aquella agitada realidad: Isel Rivero, Ana María Simo, Reinaldo García Ramos, Belkis Cuza Malé, Josefina Suárez, Gerardo Fulleda León, Nancy Morejón, Miguel Barnet... Constituíamos la primera promoción de los jóvenes autores de la revolución. Sólo la terca y pertinaz constancia de José Mario hizo posible que aquellas tormentas de apasionadas ideas se convirtieran en la maravillosa sucesión de libros, modestos y decorosos, que se hacían de un sitio en las librerías.
     En realidad, los participantes de El Puente no estábamos vinculados por una poética común ni por una homogénea disposición política. Esta disimilitud no era obstáculo entonces para la fraternidad compartida en un proyecto común. Lo que sí nos unía era una voluntad de independencia, de autonomía, manifiesta en la variada dicción de nuestra escritura, opuesta tanto al origenismo, como lo entendíamos entonces, como al bloque formado por la generación del 50. En este sentido, José Mario dio siempre una lección de tolerancia y de pluralismo, distanciada de cualquier tipo de capillismo o de jardín vedado a muchos. La amplia muestra de los autores que firmaron la treintena de títulos publicados, disímiles en sus edades, orígenes sociales, géneros y estilos literarios, permite verificar la flexibilidad de criterios con los que José Mario y Ana María Simo seleccionaban los proyectos.
     Vivimos aquellos años con intensidad extraordinaria. Todo resultaba precario y enfervorecedor a la vez. Cada nuevo libro significaba una lucha por la obtención del papel, la disponibilidad de una imprenta (todavía había imprentas independientes), distribuir los ejemplares. José Mario era el factótum y cada dificultad la vencía con la tenacidad del que se entrega por completo a una obra en la que se lo juega todo. Pero el dinamismo de José Mario también nos conducía a una Habana vertiginosa y proteica. Por las madrugadas se nos podía encontrar en los cafés del puerto, en El Gato Tuerto escuchando el tenso decir poético de Miriam Acevedo o en La Red, entre las violentas y pasionales convulsiones de La Lupe.
     Después, después vino una larga y densa noche. Entre 1965 y 1968, la oscuridad se apropió de aquel fervor y el entusiasmo fue metódicamente perseguido, encarcelado o forzado al exilio. Después de publicar la decisiva antología Novísima poesía cubana, quedó en pruebas la Segunda Novísima de Poesía Cubana. El período de existencia de El Puente coincidió con el de lo que apropiadamente podríamos llamar “revolución cubana”. A partir de 1968, la revolución se convierte en “régimen”, pierde su espontaneidad, abre las puertas a la influencia soviética y el país todo --incluso la cultura-- asume los instrumentos de una sociedad totalitaria, excluyente, intolerante. Un proyecto como El Puente no tenía cabida en ese nuevo diseño. Para adecuar las necesidades de los jóvenes creadores, el régimen buscó un sustituto --orgánico, oficial y ortodoxo-- de El Puente –-independiente, plural y heterodoxo-- con la creación de El Caimán Barbudo, suplemento del órgano de la Unión de Jóvenes Comunista, Juventud Rebelde.
     La obra poética de José Mario se inscribe en lo que provisionalmente llamaremos Segunda Promoción de la revolución cubana, una promoción que el tiempo habría de fraccionar en tres grupos: el grupo de El Puente, el del Caimán Barbudo y el de los que habrían de publicar sus primeros libros en el exilio. Históricamente se caracterizan sus autores por haber depositado su adolescencia en el año 1959, al triunfo de la revolución. Los signos de ese tiempo histórico --rebelión enardecida, enfebrecido entusiasmo colectivo, subversión de todos los valores, apuesta por la utopía-- coinciden con sus determinantes biológicos. Con edades comprendidas entre los 17 y los 20 años sólo se podía ser revolucionario en la Cuba de 1959.
     El estado entonces de la poesía cubana giraba en torno a la generación de Orígenes, fatigada ya a los impetuosos y precipitados ojos de los jóvenes, que sólo y erróneamente veían en ella la hermética cúspide del neobarroco lezamiano, olvidando los plurales discursos poéticos que los origenistas habían engendrado. Por otro lado, la generación posterior a Orígenes, poetas nacidos casi todos en la década del 30, que conformaron la Primera Promoción de la revolución, habían comenzado el asedio a Orígenes y desplazaban su escritura poética desde lo oscuro hacia la diafanidad del diálogo abierto, hacia un moderado coloquialismo. De la aventura sigilosa avanzaban hacia la aventura cotidiana; de la limpidez a la impureza; de la conciencia apolítica y ahistórica hacia el compromiso y el vivir la historia. Y aunque sobre ellos pesaba el severo juicio del Che Guevara, “No hay grandes artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria...”, es decir, la lápida del “pecado original”, se instalaron en el territorio del poder cultural de entonces.
     Libres del “pecado original” por su edad, los poetas de El Puente carecieron de cualquier sentimiento de culpa y asumieron su compromiso con la nueva sociedad desde un sentimiento de absoluta libertad. El Puente se alzaba entre el origenismo, aparentemente agotado, y el dominante bloque formado por la generación anterior, considerado como excesivamente acomodado al nuevo poder revolucionario y cuya postura acrítica era tachada de panfletaria y populista.
     A pesar de que este posicionarse incómodo le reservara acerbas críticas, tanto de índole política como literaria, lo cierto es que los poetas de El Puente no sólo constituyeron un referente importante para la poesía cubana de entonces, sino que todavía hoy, cuatro décadas después, la mayoría de sus figuras continúan pesando en la plural cartografía de la poesía cubana. Tal es el caso de Isel Rivero, de Reinaldo García Ramos, de Nancy Morejón, de Lilliam Moro, de Gerardo Fulleda León, de Belkis Cuza Malé, de Luis Rogelio Nogueras, de Miguel Barnet, de Delfín Prats, de Guillermo Rodríguez  Rivera, de Pedro Pérez Sarduy, de Georgina Herrera, de Manuel Granados... y, por supuesto, del propio José Mario. En otras palabras, que la experiencia de El Puente no fue ni tan disparatada, ni tan irresponsable ni tan prescindible como algunos han insistido en juzgarla.
     José Mario, con casi una decena de títulos publicados en Cuba en la década del 60, manifiesta desde sus primeras entregas una inalterada tendencia hacia la minuciosa exploración de un sentir atormentado. Sus primeros textos parecen provenir de una sustancia magmática donde la desesperación y la angustia segregan una escritura fragmentaria y desgarradora. Es el testimonio de un malditismo irreverente, lenguaraz y heterodoxo, que no deja de estar recorrrido por delicados estremecimientos líricos, propios de su íntimo trato con la poesía española de los siglos de oro. Uno de sus primeros libros, El grito, es una perfecta muestra de esa dicción atropellada, igniforme.  Tempranamente mordido por la angustia vital, José Mario, adolescente ardiente como Rimbaud, nos estremece con un alarido prófugo de la esperanza. Importuna canción para un tiempo que se quería fundar en esa esperanza desacralizada por el poeta. La desesperación existencial del autor fue cruelmente confundida por los comisarios con la desesperación y la inadecuación política. Sus versos, diríamos hoy, eran “políticamente incorrectos”. Cuando todos se empeñaban en cantar a un renacido optimismo, a un solidario presente positivo, venía el aguafiestas a importunar el jolgorio.  Pero se equivocaban, lo leyeron mal, José Mario sólo quería, nos dice en sus versos: “Se ofrece un poeta / Se ofrece un poeta a velar por la verdad”; sólo deseaba: “Quemar los diccionarios / para hacer nuevas palabras”; en fin, sólo anhelaba, lo inscribe en su último verso: “La esperanza de mi pueblo se enfrenta al medio hasta derrotarlo”.
     Su obra, junto al resto de las publicaciones de El Puente, siguió creciendo y multiplicando sus lectores. La influencia no sólo de su voz, sino de su actitud, quedó latente aun cuando debió marchar al exilio. Borrado su nombre de los diccionarios, silenciado El Puente de las historias y resúmenes literarios, su figura quedó latente en el imaginario poético de las nuevas generaciones. Cuando hoy leemos los provocadores e irreverentes textos escritos en Cuba por algunos de los jóvenes poetas del 80 y del 90 no podemos dejar de pensar en aquella llama que dejara prendida la labor de José Mario.
     Ya en el exilio, José Mario continuó en Madrid, donde volvimos a encontrarnos, su apasionada labor de editor y difusor de la poesía cubana, a la que añadió ahora la presencia de poetas españoles e hispanoamericanos.  Así nacieron en España las prolongaciones de Ediciones El Puente, bajo los sellos de La Gota de Agua (1970) y el Resumen Literario El Puente (1979-1981). A su nueva aventura, José Mario, con entusiasmo y laboriosidad incombustibles, logró integrar las jóvenes voces que en el exilio despertaban a la poesía, tales como Felipe Lázaro y Edith Llerena, o sostenía la presencia de algunos de los fundadores de El Puente, como Isel Rivero y Delfín Prats; al tiempo que rescataba a uno de los mayores poetas de la generación del 50, Heberto Padilla (Provocaciones, 1973), sujeto de una severa represión por el régimen cubano.
     La continuidad de la obra de José Mario escrita en el exilio nos devuelve al poeta desasosegado, inquieto siempre por la desazón existencial, pero renovado en su escritura, aposentado ahora en el versículo reflexivo, en una expresión menos atormentada formalmente. No hablemos de la desesperación (1970) contiene algunos de los poemas más hermosos de José Mario. Pienso, sobre todo, en aquellos alimentados por el transtierro, donde se recupera una ciudad, La Habana, con sus ángeles y sus demonios, los seres queridos y esa madre “que hace la historia de todos los que han muerto en mi familia”.  Incluso los poemas amatorios, por más escepticismo que segreguen algunos de sus versos, están cargados de una intensa humanidad, de una profunda intimidad dolorida y serena.
    Falso T..., un largo poema unitario de 1978, a pesar de ciertos elementos herméticos, revela la misma pasión intimista, restitución de la memoria, inventario de naufragios. El poeta atrapado entre la memoria del amor y el Tiempo, confiesa su feliz fracaso: “la imaginación es mi derrota”.
    Trece poemas, escritos entre 1973 y 1987, publicado en 1988, es una colección de textos donde la pasión por lo bello, la nostalgia de la espiritualidad, el gesto erótico se convierten en memoria y conciencia ardientes. Laberinto de pálpitos, conjuros de la desesperación para mantenerse vivo, como esa vela que, nos recordaba Pasternak, se consume por sus dos extremos.
     Así es la obra editorial y la poesía de José Mario. Por una parte, el entusiasmo y la constancia del animador generacional que no se rinde a las circunstancias, por adversas que sean, y abre un espacio coral para sus contemporáneos; por otra, el poeta. La conciencia de un héroe trágico que se sabe solo --la soledad es uno de sus temas recurrentes--, pero que desde la duda revela el anhelo de la presencia de la divinidad, del padre, de la madre. Paradójica nostalgia de la plenitud de un iconoclasta irreverente. Desesperado grito que sólo busca el gesto, la palabra que lo reconcilie con el todo.

Pío E. Serrano (San Luis, Oriente, 1941) ha publicado los poemarios A propia sombra (1978), Cuaderno de viaje (1981), Cuaderno de viaje II (1987) y Poesía reunida (1987).  Dirige la Editorial Verbum en Madrid, donde reside desde 1974.
 

Una mirada cómplice

Por David Lago González
 

     Conocí a Jose Mario en algún momento posterior a marzo del 82, fecha en la que arribé a España.  De su etapa cubana y de Los Novísimos, a una cierta fracción de la temprana juventud de aquellos años sólo nos llegó un amasijo de ecos y rumores seguidos por un profundo silencio, como el que deja un cuerpo al hundirse en ese extenso mar que por todas partes nos ahogaba y continúa haciéndolo.
     En el año 1998 publiqué con Editorial Betania un segundo libro de poesía, La Resaca del Absurdo.  Dada la admiración y la confianza que me inspiraba, tanto como poeta y como persona, le José Mariopedí que fuera uno de los presentadores de aquel poemario. En ningún momento sentí que al acceder a ello lo hiciera de forma comprometida, sino como correspondencia de una mutua empatía que se había establecido entre nosotros desde que fuimos conociéndonos. En compañía suya nunca me he sentido un extraño ni alguien meramente aceptado o tolerado socialmente, sino que me ha transmitido una llana accesibilidad sin conciencia ni propiedad de su peso cultural simbólico.
     Años después y con la participación de Orlando Fondevila, de la Revista Hispano Cubana, pusimos en marcha una tertulia, un intercambio de conocimientos y obra entre autores españoles y cubanos, acercamiento que iba adquiriendo una buena marcha. Por razones personales que no vienen al caso me retiré del proyecto. Durante el tiempo que éste duró, Jose Mario fue uno de los escasísimos creadores cubanos que salió de esa cápsula insular, en la que tantos ahogados por ese inmenso mar “nuestro” que transforma pulmones en branquias aislantes, encuentran su lugar, y acudió a cada una de las sesiones. Nunca le había dicho que al recorrer la mirada de los asistentes, el  encontrarme con la suya como signo de aprobación era para mí toda una alegría. Aprovecho la invitación del poeta Reinaldo García Ramos a este homenaje para hacerlo.

Madrid, 25 de septiembre de 2002

David Lago González (Camagüey, 1950) ha publicado los poemarios Lobos (1975), Los hilos del tapiz (1994), La mirada de Ulises (1999) y La fascinación por lo difícil (1999).  Salió de Cuba en 1982 y reside en Madrid.
 

El poeta de la camisa blanca

por Lilliam Moro

     En ese gran álbum fotográfico que es la memoria, siempre lo veo en La Habana con su camisa blanca de mangas largas recogidas en dos vueltas, y un pantalón azul marino. Imprecisa, sin embargo, me resulta su imagen en Madrid, vestido con ropa de invierno.
     Era un provocador por naturaleza, y con esto quiero decir que lo era por condición natural, no premeditadamente. Era un provocador porque era, simplemente, él, en aquellos años difíciles de losviñeta sesenta. Tenía todos los elementos entonces para resultar escandaloso: era poeta sobre todas las cosas, era homosexual y no trabajaba --quiero decir que no estaba sometido a ningún régimen laboral.  Sin embargo, nunca vi en él ninguna postura o actitud con la que quisiera reforzar estas características; recuerdo que la única manifestación "escandalosa" que le vi, ingenuamente escandalosa, fue romper un plato contra una silla en un arranque de vehemencia poética cuando una vez le mencioné al poeta ruso Alexander Blok.
     Yo viví en su casita de Buena Vista durante un tiempo, un espacio sin muebles porque en algún momento los fue vendiendo con la idea de irse del país; sólo conservó su cama en el último cuarto.  Allí, sobre una manta en un rincón de la sala, vivía Reglo, el pintor --y digo vivía, porque siempre lo vi en ese espacio, a cualquier hora, leyendo el "Quijote" y sin comer, pero agradecido de tener un hábitat por la generosidad de José Mario; generosidad que lo hundió en un momento dado: Pedro Pérez Sarduy se apareció una vez con un joven francés que había encontrado en un banco del Paseo del Prado, un muchacho --como tantos entonces-- que decidió quedarse en Cuba un tiempo más --aunque se le habían acabado las vacaciones y el dinero--, porque quería estudiar el maravilloso misterio de la caña de azúcar. José Mario accedió a que estuviera allí, y muchas veces lo vi desentrañando a la luz de una linterna --habían cortado la luz eléctrica-- un manual que debía contener la conexión esotérica de la caña con la Revolución cubana.
     Unas semanas después, cuando ya el francés se dio por vencido y decidió regresar a París --seguramente para participar unos años después en el Mayo del 68-- llegó Seguridad y se llevó a José Mario para la UMAP: ya no había testigos extranjeros.
     Los preliminares de esta represiva decisión los viví cada noche, cuando en medio de la oscuridad abrían las persianas y una mano metía una linterna para escudriñar el interior de la "subversiva" casita. Una de esas noches regresé a la casa acompañada en un taxi por Reinaldo García Ramos, quien se bajó y esperó hasta que yo abriera la puerta: allí, en el portal de la casa, en medio de la oscuridad, había un hombre, como posta de guardia, quizás del Comité o de Seguridad; yo estaba junto a él mientras abría la puerta, como si no existiera, como si fuera un convidado de piedra.
     Conversé con José Mario cuando salió de la UMAP y entre las anécdotas que me contó recuerdo sólo una: le dijeron que se vistiera de limpio porque le iban a dar pase --por supuesto, se puso una camisa blanca--; lo montaron en un jeep y le estuvieron dando vueltas; finalmente pararon en un descampado y le dieron una pala para que abriera una zanja, para que la abriera, la cerrara y la volviera a abrir, así hasta muy entrada la madrugada.
     Han pasado 36 o 37 años de esta anécdota, de esa manifestación del lado oscuro del ser viñetahumano, de unos esbirros de los cuales nadie recuerda el nombre, contra un poeta, un creador, cuya única culpa era ser él mismo, sin componendas al uso hasta hoy, sin máscaras. ¿Qué pudieron, fuera de esa noche kafkiana?  Esos hombrecillos anónimos, sin rostro, esos bultos en la oscuridad, resultan patéticos y grotescos frente a un ser cuya única motivación era la poesía, lo único que realmente le importaba, un ser diminuto con camisa blanca que cuando descubría a un poeta entraba en una especie de embriaguez: así fue con Quevedo, cuyo hálito impregna su poemario "La torcida raíz", o cuando lo vi una noche en la Avenida de los Presidentes emocionado incluso con los poemas de Gabriela Mistral.
     Mucho se escribirá sobre Ediciones El Puente, sobre esa década esperanzada y terrible que fue la de los sesenta.  De esos poetas que compartimos con José Mario y con Ana María Simo --que codirigió con él las Ediciones-- unos están dentro y otros estamos afuera, y todos somos representantes de nuestra esquizofrénica historia.  Pero la razón primera y última de toda cultura son ciertos individuos que se constituyeron en paradigmas de una época.  José Mario fue uno de ellos, con sus poetas queridos, con su camisa blanca.

Lilliam Moro (La Habana, 1946) ha publicado los poemarios La cara de la guerra (1972) y Poemasdel 42 (1989).  Su libro de poemas Cuaderno de La Habana saldrá próximamente.  Salió de Cuba en 1970 y desde entonces reside en Madrid.

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El barco ebrio