Epístola
moral a un revolucionario zen
Con cuánta
habilidad mezclabas
materialismo histórico
y pauperismo evangélico,
pornografía y
redención, náusea por el olor
a trufa, el dinero que
te caía.
No, no estás errado,
Malvolio, la ciencia del corazón
aún no ha nacido,
y cada cual la inventa como quiere.
Pero, deja a un lado
las fugas, ahora que no se puede
buscar una esperanza
en su contrario.
Deja que mi fuga inmóvil
pueda dar
ánimos a alguien,
a mí mismo, pues el juego está abierto,
o sólo está
cerrado para aquel que repudia
las distancias y corre
como haces tú, Malvolio,
porque sabes que mañana
también tu astucia
será imposible.
Eugenio Montale, Lettera
a Malvolio
Ernesto Hernández
Busto
Hay algo extraño,
mi estimado amigo, en cómo una amistad adolescente, aquella que
suponíamos bien enraizada en una zona de afecto imperecedero, termina
sometida a los ineludibles rigores de la experiencia mundana, obligándonos
casi a imaginar un fatum, que, pasado por las horcas caudinas de
nuestros días más pesimistas, consigue a veces convertirse
en sospecha de maldición colectiva.
Se trata, tal vez, de una imagen fácil, la de esa nube oscura que
planea sobre nuestras vidas, para ocultar también otra combinación
de circunstancias, menos voluntariosa y trascendente, que sacaría a
la amistad de su reducto arcádico, sometiéndola a una implacable
confrontación con el presente. Un poema de Rihaku, que Pound traduce
libremente como “Despidiéndose de un amigo” hace pensar en esa degradación
inevitable, evocada en la imagen de dos jinetes que se alejan mientras
sobre ellos se cierne “el alma como una gran nube flotante”. Es una imagen
melancólica, sombría: la extrañeza escoltada por el
tiempo fugado. Pero debe haber algo más, ya que, si bien al comienzo
toda amistad parece inseparable de ciertos "intereses" comunes y de la
manera en que se historizan, en el sentido más habitual del término,
al final siempre acaba por resolverse en el otro sentido, más decisivo,
de aquello que se graba en territorio moral. Pues por muchas que sean ahora
nuestras diferencias, al menos convendrás en que el verdadero espacio
de la amistad no es literario, político, ni religioso, sino un coto
moral, al que los otros visitantes acuden sólo en determinadas circunstancias.
Algunas nociones de esa moral están en verso. Parecido desencanto,
singular extrañeza aparecen, por ejemplo, en un hermoso poema de
G. M. Hopkins, tan melancólico como el de Li-Po. Se llama The
beginning of the end, y en su última estrofa se menciona “the
sceptic disappointment and the loss / A boy feels when the poet he pores
upon / Grow less and less sweet to him, and knows no cause”. Aunque lo
parezca, ese poema no habla de literatura, no sólo. La búsqueda
de esa causa, la causa de las esperanzas perdidas, martillea inexorablemente
en dominios morales. Al cabo de los años uno se descubre preguntándose
qué le unía a cierta persona, a cierto libro, e incluso a
aquel antiguo e idealizado grupo de amigos escritores, a los que la prueba
del reencuentro ha terminado por despojar de antiguos dones. Una vez contrastado
tan lamentable estado de cosas con la idílica imagen incubada durante
años, resulta inevitable ceder a la tentación de someter
la amistad a un tratamiento criogénico; preservar sus trozos, aunque
sólo sea para paliar en parte la desazón que nos causa el
cambio de expectativas.
Algo así me ha provocado nuestro último encuentro, tan desafortunado.
Y no porque me permitiera comprobar lo que ya era vox populi entre
los numerosos (y severos) testigos de tu conversión, sino porque
nuestra breve charla me ha provocado la sospecha de que también
tú te sentías un poco incómodo con ese personaje al
que te has aficionado; como alguien que, después de probarse un
traje de época, decide que le queda muy bien, demasiado bien, y
sale a la calle para convencer a los demás de que están en
un error vistiendo como lo hacen.
Hay algo bufonesco en todo eso, y no precisamente del bufón shakespeareano,
lúcido y sarcástico. Aunque siempre has tenido sentido del
humor, ahora tus chistes son menos sutiles, y tu arrogancia, apenas encubierta
por sonrisas beatíficas, constantes invocaciones a la divinidad
y algunas boutades proporcionales en escándalo a tu falta
de lecturas, es la de quien se haya en posesión de una certeza o,
al menos, garantía, demasiado valiosa para ser sometida a discusión.
Esa imagen, doblemente chocante en alguien que presume de espiritualidad
tan ecuménica, me obliga a recurrir a varias fotos de época,
cuando tu inteligencia se acompañaba de singular irreverencia y
tus presunciones quedaban respaldadas por el esfuerzo de una escritura
lograda. Eso sí, no recuerdo que te mostraras satisfecho por los
términos en los que aquella realidad se enmarcaba. Más bien,
uno de los supuestos de nuestra amistad era la certeza de que vivíamos
en un mundo cuyos signos de pobreza (física y espiritual) evidenciaban
una catástrofe política, un estado de cosas que podía
(y debía) cambiar. Lo cual me lleva, inevitablemente, a aquellas
madrugadas de 1989 en tu casa de Brisas: tres amigos empeñados en
redactar un panfleto disidente que cumpliera, entre otros rigores, con
los de la gramática.
Entre aquellas personas que, irritadas ante la hipocresía de la
revolución, decidieron "meterse en política", parecía
lógico que se estableciera una solidaridad a prueba de circunstancias
extremas. Sobre todo porque en la hora incómoda de la búsqueda
de firmas, nuestros protagonistas constatarán sin remedio la desconfianza,
el desdén y la creciente hostilidad de sus propios colegas, en los
que suponían cierta dosis de lucidez o de entereza. La mayoría
tenía demasiado que perder, lo cual habla por sí sólo
del recurso del miedo y de un estado de cosas (político, moral,
literario) que ahora pareces empeñado en identificar con el summun
bonum o con el mejor de los mundos posibles. Tu reciente panglosianismo
sustituye, entonces, a la antigua soberbia, pues algo había de pecado
original en aquella insistencia por corroborar el miedo ajeno, el miedo
incluso de los más próximos, y ripostar de antemano sus endebles
justificaciones, su distancia ante algo que, sin duda, les cambiaría
la vida.
¿Nos la cambió a nosotros? Supongo que sí, que aquel
libelo, debajo del cual apenas se juntó un puñado de firmas,
nos cambió un poco la vida. Creo recordar que te sacaron del trabajo,
no te dejaron publicar durante bastante tiempo, intentaron que te quedaras
en Italia, y ante tu tozudez, un buen día te fueron a buscar, por
sorpresa, para que cumplieras con el Servicio Militar en algún campamento
poco bucólico. Son cosas con las cuales uno puede llegar a reconciliarse,
a las cuales siempre es posible verles un lado bueno. Desde entonces, dicen,
Cuba ha cambiado mucho, aunque no parece haber cambiado lo que alguna vez
definiste como "la soberbia del señor que gobierna este país
como si fuera su potrero".
Exabruptos y anécdotas aparte, lo que sí parecía eterno,
incluso en la distancia, era nuestra amistad, puesta a prueba aquellos
días, a salvo de las frivolidades del "medio intelectual", cuando
uno aceptaba con dignidad su papel de apestado, y no precisamente por culpa
un estilo demasiado experimental. Fue entonces que subrayaste una frase
de Heidegger, en tu ejemplar, ahora mío, de la Carta sobre el
Humanismo: “Pero si el hombre ha de encontrarse en la cercanía
del ser, entonces debe, ante todo, aprender a existir en lo inómine.
De igual modo debe conocer tanto la tentación de la publicidad como
la impotencia de lo privado”.
No era una época fácil para ninguno de nosotros. Sin embargo,
nuestra alegría interior, la chisporroteante convivialidad de tres
o cuatro afinidades electivas, tenía su origen, o al menos así
lo creía yo, en una fe literaria a prueba de ninguneos y prebendas
oficiales. En aquel lugar y en aquel momento, nos resultaba imposible separar
vida y literatura, dos caras de una moneda todavía en el aire, aunque
ahora tú decidas mirar hacia otra parte suponiendo, como lo haces,
que la literatura por sí sola no basta. El cambio en esa fe ha tenido
que afectar, por fuerza, una amistad casi pedagógica, edificada
bajo el signo de una paideia, hoy en ruinas. Pero la frase de Heidegger
sigue mostrando su sentido recto a quien quiera escucharla.
Detallar mutaciones progresivas y, sobre todo, atreverse a calificarlas
de inevitables o de hijas más o menos legítimas de las circunstancias
(la imperiosa necesidad de un lugar después de tanto silencio, el
exilio impuesto o voluntario de tus viejos amigos, la disyuntiva moral
de una ambiciosa poética, todo eso que, en fin, los antiguos llamaban
“un destino”), sería una empresa larga e incómoda para ambos,
sobre todo ahora que prefieres otras formas de juicio, otras ordalías
en las que lo autobiográfico queda confinado al desván de
las frivolidades. Sin embargo, también hay frivolidades en nombre
del espíritu, y no es tan mal ejemplo de estas últimas la
actitud de quien defiende su verdad, sintiéndose a salvo de los
males del mundo, desde el estercolero de "La Jiribilla".
Permíteme, entonces, que aproveche esta carta pública para
recordarte que el pathos de lo confesional es un invento agustiniano
que no desmerece la Ciudad de Dios. Al colocar la pregunta por la amistad
en un espacio moral no hay más remedio que rastrear un poco lo autobiográfico
(Creeley, por cierto, traduce auto-bio-grafía
como “una vida que se rastrea a sí misma”), pues las precarias certezas
que estos asuntos suscitan tienen siempre que ver con el ego, ese mismo
ego, irónico y atónito, al que debes tus mejores poemas.
En esa pecaminosa Cartago, nunc delenda, leí con placer tus
"Contribuciones rudimentarias a una idea de nación", sugerencias
civiles para un cubano que se entrenaba, y aún se entrena, “para
la diversión o para la amnesia”. Ahora prefieres preguntar a tus
contemporáneos cuál es su idea de la Revolución y
cuál su compromiso con la cultura letrada, con el gesto imperioso
de quien decide, al fin, deshacer ostensibles equívocos. Pero sospecho
que en aquel momento te hubieras burlado de una ecuación tan simplista
como esa que arrojas al pasto de lo opinable: revolución+cultura=tradición.
Curiosa retórica, pues el proceso por el que lanzas esas preguntas
para acto seguido dar previsible respuesta y desarrollar prorrogado alegato
semeja un equívoco moral, ese que designamos con el término
“cargarse de razón”. Creo que es Sánchez Ferlosio quien explica
que en el “cargarse de razón” está implícito que el
que se carga no es quien hace algo, sino alguien que permanece inmóvil
mientras otros, los demás firmantes de la antología “Cuba
y el día después”, en este caso, añadiendo torpeza
sobre torpeza, error sobre error, injusticia sobre injusticia, nos convertimos,
de alguna forma, en el motor que te suministra potencial ético.
Ninguna evidencia más segura podría haber de la realidad
psicológica del fariseísmo (mecanismo moral definido por
Weber como “construcción de la propia bondad con la maldad ajena,
o utilización de la moral como instrumento para tener razón”),
que esa expresión tan castiza que conlleva la adquisición
de un derecho sobre el otro. Te arrogas el de aleccionarnos con el hoc
age: sean revolucionarios verdaderamente radicales, es decir, participen
de la razón poética, es decir, hagan zazen. Perdona
mi simpleza, pero, como dice Pound en uno de los Cantares, “hay que abrirse
paso entre la mierda con claridad”.
Supongo, sin embargo, que tanta injusticia y tanta indignación merecen
respuesta, una respuesta pública, aunque hables de un libro que
en Cuba no circula. Mi idea de la revolución, si en realidad te
interesa, es que ha encubierto su funesto destino de sacrificio moderno
con el ropaje de la renovación espiritual. No me siento en deuda,
como al parecer lo estás tú, con una revolución que
nació fusilando, que dividió a mi país, que usó
la buena fe de muchas personas para empujarlos a una furia mesiánica
en nombre de la redención. Ese revolucionario profesional --el más
espiritual de los revolucionarios-- a quien citas in extenso en
varios de tus ensayos, fue quien proclamó la idea del guerrillero
como aprendiz del odio: “Odio como factor de lucha, odio intransigente
al enemigo, odio capaz de llevar al hombre más allá de sus
límites naturales y transformarlo en una fría, selectiva,
violenta y eficaz máquina de matar”. No recuerdo que te hayas ocupado
de esta cita y lo lamento. El caso de Ernesto Ché Guevara
es un ejemplo de la poderosa seducción catártica de la guerra,
de cómo el fariseísmo revolucionario puede penetrar y corromper
lo más profundo del ser humano: la seducción del sacrificio
y el placer de la laceración resueltas en la catarsis, o sea, en
el sentimiento de estar acumulando un capital moral, con el que tú,
ahora, pareces identificarte.
Lo más interesante del Mal, decía Joseph Brodsky, es el hecho
de que sea totalmente humano. Ello hace que las nociones de justicia social,
conciencia cívica, un futuro mejor, etc, puedan ser fácilmente
vueltas al revés para ser usadas con fines repugnantes. Seré
aún más preciso: la revolución cubana, a la que aludes
en tu filípica, no es un mueble ni está del todo muerta.
Sería conveniente que lo estuviera, pues así nos ahorraríamos
su incómoda putrefacción, apenas cubierta con la mortaja
del ultranacionalismo y el mal gusto de sus postreros abogados.
Supongo que a estas alturas no te cueste demasiado entender las diferencias
entre el fundamentalismo del revolucionario místico y el credo del
intelectual liberal. Eso que llamas “la cultura de los libros” contribuye,
creo yo, a protegernos del Mal, cuyo nombre es legión y cuya mascota
favorita ha sido siempre la pureza ideológica. Los buenos libros
protegen de la obscena atracción del número y fomentan el
individualismo extremo, la libertad de pensamiento, la singularidad. En
cambio, aquel “sueño de un mundo sin dinero y sin clases” encubre
hoy profundas frustraciones y demasiado rencor. ¿Acaso el anonimato
socialista devuelve el hombre a su esencia? ¿Acaso en él
encuentra el hombre su propia humanidad? Es la cultura de los libros, te
recuerdo, la que todavía nos permite formular estas y otras preguntas
esenciales.
"La necesidad de equilibrio entre tradición y revolución
-afirmas- requiere del intelectual un ejercicio imaginativo que rebase
los lugares comunes del desencanto y la ironía de salón,
del escepticismo sin rigor filosófico ni compromiso con el destino
humano, del cinismo sin espíritu de renuncia ni distancia crítica
y, en fin, de la crítica sin generosidad".
En uno de los ejercicios menos revolucionarios y generosos que pueda imaginarse,
presupones la necesidad de tan cuestionable equilibrio (otro nombre de
la “revolución institucionalizada), al tiempo que recomiendas rebasar
el umbral de un gay saber; deontología compleja, ilustrada con fálica
metáfora decimonónica y no desarrollada, supongo, por falta
de espacio. Ya puestos a hacer listas habría que agregar a ese singular
elenco de peligros el misticismo del converso, esa huída hacia adelante,
respaldada por tu actitud e ilustrada por tu división entre "intelectuales"
y "poetas". Los representantes de esa revolución tan esencial a
la que aludes, cuyo tablón de anuncios espero no sea la página
de Internet en la que me has obligado a leerte, se han ocupado a conciencia
de silenciar a los verdaderos intelectuales, o de comprar su silencio,
rodeándose de una abigarrada cohorte de siervos pragmáticos.
Algunos son martianos esencialistas, llenos de generosidad y buena fe,
que entre tanta largueza olvidan criticar ese mundo mezquino y mentiroso
que los rodea. Entre estos últimos, el caso más lamentable
es el de tu maestro y mentor Cintio Vitier, que ha dedicado demasiado tiempo
a redactar una vulgata para tiempos de reafirmación patriotera,
con la que ilustra, en realidad, su alegría por haber sido testigo
del Ser encarnado: "Tampoco puedes renunciar a los momentos --como fue
aquel de enero de 1959-- en que el ser asoma. Sencillamente asoma, no se
establece, pero asoma. Y es una compañía muy grata. Es algo
que se siente, que no puede convertirse en dogma, en doctrina; y que lo
siente el letrado y el iletrado". Al menos Vitier ha sido claro, casi tajante,
en su condición de nuevo intelectual orgánico. Tú
pareces estar aún en una cuerda floja: arrastrada por un servil
“vitierismo”, tu poesía empieza a resentirse, a volverse adusta
y previsible, al tiempo que tus ensayos más recientes (“El dojo
zen en La Habana”, las “Glosas al padre Gaztelu” y, sobre todo, tus sorprendentes
“Estudios a partir de Lezama”) se trocan en indiscriminados catauros de
citas y medias verdades.
Tus “Notas al vuelo...” se complacen, además, en menospreciar la
cultura entendida como frivolidad, “como mero capital o divertimento ad
usum delphini”. Ya te quedó estrecha aquella advertencia de
W. H. Auden: “Es posible que el campesino juegue por las noches a las cartas
mientras que el poeta escribe versos, pero hay un principio político
que ambos apoyan y éste es que entre la media docena de cosas por
las cuales un hombre de honor debe prepararse para morir si fuere necesario,
el derecho a jugar, el derecho a la frivolidad no es el menos importante”.
Aparentemente, eres un outsider, reacio a suscribir la idea del
Estado omnipotente. Mas para quien opina que lo radical, en Cuba, debe
ser un “fluir silencioso”, el papel de outsider se mimetiza con
la naturaleza. Me sorprende, lo confieso, tu desmentido de que en nuestro
país “el intelectual plenamente crítico sólo puede
ubicarse en la marginalidad, la disidencia o el presidio”. “Sabemos que
no es de rigurosa obligación operar con el Estado ni a su favor”
–dices. Bueno, tal vez para ti “La Jiribilla” sea una especie de ONG. Un
posible aporte a tus pininos de filosofía política podría
ser la cínica lucidez de Humpty Dumpty: “No es el sentido de las
palabras lo que importa; lo que importa es saber quien manda”. Sobre este
asunto, místico, político y literario, te invito a consultar
la posición de Constantino a propósito de la omoousía.
O a ver lo que le ha pasado a esos amigos tuyos que decidieron “independizarse”
realmente del Estado.
Del otro lado de tu maniqueísmo queda el estigma del mercado rampante
para impugnar a quienes optamos por irnos de Cuba, y no queremos pasar
por la humillación de pedir permiso para regresar a nuestro país.
Somos un club que, al parecer, detenta el patrimonio del cinismo. Tu idea
del capitalismo imperial, (¿o debo escribir KAPITALISMO?), esa lista
de siglas y de tópicos, es bastante caricaturesca. Tiene algo de
arielismo beisbolero, pasado por Toni Negri y Noam Chomsky, más
cinco o seis frases que Vitier descubrió en Juan Ramón o
en Larrea. Debes volver a Marx, mucho más prudente, que al menos
intentó la ontología del flagelo mundial. En resumen, la
tuya me parece una posición insostenible, frívola, que evita
la esencia del asunto. Niegas que alguien pueda ser programado para vivir
en el comunismo (y en eso tienes razón), pero sí crees en
el capitalismo programador, esa danza de espectros. Hoy que el mercado
también vende numerosas figuras de anticapitalistas y antiglobalizadores,
tú decides alinearte con quienes sólo ven en el capitalismo
un “arcaico cosmopolitismo imperial, empeñado en la transmisión
mediática de miseria espiritual y avidez material”. Hay algo pueril
e irresponsable (por inútil) en ese jueguito de sostener que el
capitalismo es enemigo del espíritu, algo así como la dictadura
del materialismo adinerado, en la que a duras penas se consigue acceder
a algún pensamiento que no provenga de la London School of Economics.
Me siento un poco ridículo recordándote que el capitalismo
también ha hospedado una tradición espiritual, que permite
libertades privadas y públicas que tus vecinos no tienen derecho
a defender públicamente, aunque ya las prefieran en privado.
Luego está el tema Orígenes, la arrebatiña
por la herencia de Orígenes, un legado, aseguras, aún pendiente.
En efecto, Orígenes no ha sido asimilado. Permíteme
decir también que lo que has escrito sobre el tema no contribuye
a esa asimilación. Tras esa pared de glosas, Lezama se evapora,
tal y como nos anuncia en su último poema; un poco a la manera de
Garcilaso, que, convertido en pastilla de incensario, se esfumaba en vapores
no previstos por sus contemporáneos.
En tus notas a veces regresan el espíritu y la letra de Lezama.
Pero no vienen juntos: ahora son fantasmas enemigos, hermanos hoscos tras
los que adivinamos una historia de traiciones mutuas. Una historia turbia,
de la que empezamos a desconfiar cuando Lezama el Venerable se convierte
en Beato: un “mito” (en ese sentido tan vulgar del término, que
incluye lo mismo a un atleta que un automóvil último modelo),
avatar obeso y asmático de nuestro señor Barroco --sonrisa
entre volutas de un habano tópico-, convertido en ruta de peregrinaje
turístico. La estetización de la ruina Lezama, “restaurada”
hasta convertirle en muñecón de una política cultural
con sospechosa urgencia de “raíces”, resulta doblemente patética,
pues lo devuelve a ese entorno folklórico de los años 30
y 40, que él mismo impugnó como la peor representación
de “lo cubano”. Me extraña que no lo hayas notado.
Ese revival nacionalista y una cascada de efemérides bastaron
para que Vitier empleara buena parte de la pasada década en “traducir”
una “política de Lezama”, hasta casi conseguir el milagro de convertirle
en ideólogo revolucionario. No eres un mal discípulo, pero
repites por fuerza la gran trampa del magister: lo que Vitier entiende
por “encarnación histórica de la poesía” no es otra
cosa que un estado revolucionario (“Estado operativamente jurídico,
pero sobre todo, es lo esencial, protoplasmáticamente histórico”
–precisará en otra parte, anunciando la revolución infinita
de tu artículo). Entonces la asimilación de Orígenes,
esa prestigiosa herencia en litigio, queda en manos de su vicario, la Revolución
como “Estado protoplasmático”.
Para Vitier, la tradición cubana es una pastorela en la que celebramos
siempre a los mismos actores: Luz, Varela, Martí, Lezama, padres
fundadores de la Revolución de 1959. En los últimos años
ha repetido machaconamente que en la literatura cubana no hay generaciones,
que los verdaderos creadores sólo deben aspirar a pertenecer a “la
generación de José Martí”, administrador exclusivo
de nuestra poiesis. De alguna manera, tú le das la razón
en ese desvarío. Al pretender convertir a Orígenes
en una summa excepcional, en un “estado de concurrencia” protoplasmática
te sumas a la comparsa de su mistificación, e igualas la realidad
y el deseo en un falso continuum. Porque la mistificación
primero se disfraza de magma intemporal, donde lo mismo cabe Buda, Lezama,
Fidel Castro, el Ché Guevara, la alquimia y el Zen. De esa mezcla
ascienden luego los vapores corruptos de la razón poética,
la obsesiva presencia del infinito y la soberbia anti-intelectual del Poeta
empeñado en instaurar su “reino”, en cambiarnos la fede por
la sede. Como si escribir poesía no bastara, como si la poesía
debiera ir más allá de la escritura para “realizarse” en
alguna empresa de redención, que, en realidad, terminará
desfigurándola, reduciéndola a una alabanza y ocultando el
digno rostro del poeta bajo una casulla prestada.
“Uno de los dilemas de los artistas en tanto seres humanos --escribe tu
admirado Robert Creeley--, particularmente de los escritores, en la medida
en que participan de una clase de elaboración de imágenes
que tiene como medio a ésa que es posiblemente la más poderosa
de las abstracciones humanas, el lenguaje, es la megalomanía,
las ilusiones de grandeza, de inmenso poder u omnipotencia. Hay una permanente
impaciencia hacia los que no desean entrar al mundo así propuesto”.
Todo eso tal vez esté detrás de tu defensa del “poeta” a
costa del “intelectual”. Sin embargo, “lo creativo”, según Creeley,
no es patrimonio de un tipo especial de imaginación mística
o poética, procreada en un mundo sin dinero y sin clases, sino de
toda imaginación que persevera honestamente en su propia materia
y evita las fáciles coartadas espiritualistas. Olson decía:
“Poetas, deberían conseguirse un trabajo”. Y Robert Duncan: “Nadie
necesita un arte, a no ser que tenga que juntar por sí mismo las
piezas”. Y Creeley, de nuevo: “La escritura es una actividad que depende
de las palabras como material. Puede sentirse que importa lo que ellas
‘dicen’, pero mucho más decisiva es la energía alcanzada
en el campo o sistema que contribuyen a crear”. Y Gregory Corso, ante un
grupito de budistas que cacareaban sobre la pérdida del ego: “Ustedes
ni siquiera son tan buenos como para tener egos”. Y Williams: “El poeta
piensa con el poema, allí reside su pensamiento, y eso en sí
mismo es la profundidad”. Tú, en cambio, nos vienes ahora con eso
del “lenguaje universal” y de las “transformaciones trascendentes”, de
“lo cubano” y otros asuntos “que van más allá de la escritura
misma y su prestancia”, de Lezama como émulo del Bautista.
¿Por qué, me pregunto, has preferido imitar servilmente el
pasado y convertirte en ventríloco de Cintio Vitier, en vez de emprender,
por ejemplo, el poundiano make it new? En cualquier caso, para hacer
algo comparable a la empresa de Pound o a la de Orígenes,
el presente tiene que indigestarnos un poco. Y ya has dejado claro que
a ti no te indigesta. Los otros podremos equivocarnos, pero al menos damos
fe de un aparato digestivo, mientras que en tu caso corroboro la irresponsable
aquiescencia de quien prefiere el ayuno obligatorio, sucedáneo de
esa “metafísica de la privación” que, en su momento, criticó
Lévinas.
Como ves, mi puente de peros es lo bastante largo como para que el futuro,
el de nuestra amistad y el de nuestro país, aparezcan un poco difuminados.
Ahora que releo lo anterior descubro demasiados argumentos ad hominen.
¿Podría ser de otra manera? Al final de mi ensayo “Entre
difuntos” hablaba de zombies, de un paseo por túmulos rituales.
Tú, en cambio, mencionas un “impulso hacia la curación”.
Pero para curar a un muerto-vivo hace falta uno de esos remolinos de tiempo,
un exorcismo más poderoso que cualquier escritura. Ojalá
que ese futuro que nos quitas te sirva para ello.
Barcelona, mayo de 2002
Carta
de Gerardo Fernández Fe a la narradora Ena Lucía Portela
sobre la antología Cuba y el día después
Estimada Ena Lucía,
De tanto libro y tiempo ido, confieso que dejé a un lado tu ejemplar
de "Cuba y el día después", préstamo tardío,
como muchos de los libros que a mí llegan, aunque no menos valioso.
Pensarnos y repensarnos (representarnos) en un futuro no muy lejano ha
sido una constante en estos últimos años. No creo que en
la España de Franco o en la Argentina militarizada se haya pensado
con tanto fervor en el "día después": desde la calle, la
cátedra o el frío restaurant de un aeropuerto.
Un buen día de estos --típico inicio para un cuento
de hadas: porque aquí habrá búsqueda de pociones mágicas,
temeridades y cacería de brujas--, interrumpí mi rutina para
leer el número 46 de la revista UNION, exactamente a partir de su
página 89. "Vaya número", me dije y corrí. No al apuntador
de la bolita, sino a viejas carpetas también dejadas a un lado,
oscuros archivos de la memoria. Entonces, tras leer con detenimiento el
libro en el que has participado, extraje los 11 folios de papel gaceta
escritos a máquina justamente en el año 89 y en donde quedaba
escrito (mejor queda) "Proyecto Paideia: por la coralidad y la polifonía"...
Sonreí, recorrí con mis dedos la textura de aquella primera
hoja grisácea y en vez de proyectar un futuro posible, recordé
el pasado.
Seré breve. Tenía entonces 18 años y una novia en
Bauta que me fascinaba. Del resto guardo escasos recuerdos, más
bien imágenes turbias, también sensaciones. Algunos amigos,
escritores todos, se habían reunido en "un intento por potenciar
un espacio para la praxis democrática de la cultura". Eran los tiempos
de "Naranja Dulce", elitista, frívola, diferente (¿alguien
dijo coqueta?), en la que tuve la suerte de participar. Recuerdo la calma
escandinava de Cayo (ahora olvido su nombre: ¿Prats?), la temprana
lucidez de Radamés Molina en una sonada reunión, no sólo
filosófica, en 15 y F, las insistentes llamadas de Omar Pérez
a casa -y la evidente inquietud de mis padres-- para
convocarme a una reunión, domingo en la mañana, bajo el puente
Almendares, y no puedo olvidar la increíble vehemencia -- hasta
agresividad -- con que el mismo Omar defendiera los postulados de Paideia
en otro de los encuentros, esta vez en La Madriguera. Se discutía
sobre el hombre real y el hombre nuevo, se atacaban las "visiones teleológicas
de la historia", se pretendía una "atmósfera de reales libertades"
y se abogaba por una revaloración de la función del intelectual
dentro de la política diaria. Estábamos evidentemente leyendo
demasiado a Gramsci. No se trataba de "ironías de salón".
Tampoco se aludía a "escuelas del Imperio", "razón imperial",
"funcionarios imperiales" como lo hace ahora Omar Pérez --con
hybris-- en la pagina 89 de una revista del año 2002.
¿Qué extraña simbiosis se habría producido
en Omar Pérez para que después de proyectos político-intelectuales
incómodos para el Poder, después de campos de trabajo (¿en
Pinar del Río?,
¿recogiendo tomates?, no sé, mis referencias son brumosas:
¿sería preferible llamarlo "escuela al campo"?), después
de alguna que otra estancia en el extranjero (Italia quizás) y ya
sumergido en un fértil retiro espiritual, repito, qué extraña
simbiosis pudo haber padecido (o gozado), qué rara luz haberlo iluminado
para que ahora hable de "pretensiones mercenarias" en los colaboradores
del susodicho libro, desconozca "las mentiras que nos vimos obligados a
decir" y erija un discurso de Superman de la honestidad?
Para mantener el equilibrio entre tradición y revolución,
según Omar Pérez, se "requiere del intelectual un ejercicio
imaginativo". Claro está, y este lo es. Invocar en un mismo acto
al maestro Deshimaru, a Martí, a Lezama y a la Revolución
cubana es a todas luces un complejo "ejercicio imaginativo".
¿Pretenderá Omar Pérez para el "día después"
y como antes lo hiciera el maestro Deshimaru, "interpretar
la conversación entre las montañas y relatarla a sus discípulos",
según queda escrito ya no en su reseña sino en el texto con
que participa en el libro? El simple hecho de considerar a los cubanos
no como ciudadanos comunes, sino como discípulos es una evidencia
de la interpretación fundamentalista de la vida social, política
y hasta doméstica, de su trasmutación en religión,
y en ello no dista para nada del espíritu revolucionario-religioso
(Mesías incluido) en el que nos han educado (discípulos al
fin) en estos últimos cuarenta años.
¿Estará ideando Omar Pérez un país futuro de
cubanos "con la columna recta (...), las manos formando la mudra del universo,
los ojos ni abiertos ni cerrados", cubanos a los que les sería aislado
"el hemisferio izquierdo" del cerebro, el que "nos vincula al ámbito
estrecho de lo personal, con sus cálculos de pérdida y ganancia,
con su olvido de la poesía"? Al anhelar un estado total recto (¿estado
rectal?) para nuestras columnas nos trae a la memoria los tantos proyectos
de homogenización social y hasta cerebral de los que el siglo XX
fue testigo. La idea ingenua de "no reprimir las ambiciones personales
sino trasmutarlas en dones colectivos" recuerda aquella sentencia popular
de que "de buenas intenciones está empedrado el camino del Infierno".
En su espiritualismo a ultranza, Omar y sus "maestros ambulantes" han olvidado
la claridad de Fourier (otro proyectista del Futuro) cuando sentenciaba:
"la gloria y la ciencia son muy deseables, sin duda, pero muy insuficientes
cuando la fortuna no las acompaña". ¿Pretenderá Omar
Pérez una Cuba futura de doce millones de discípulos, humildemente
vestidos, en silencio, haciendo zazén, ajenos al dinero, a los frijoles
y a los chocolatines suizos? ¿Será este entonces el "espíritu
de renuncia" por el que aboga en la tercera columna de su reseña
en UNION? No me cabe duda, y en este breve texto su tono es mas categórico
al anunciar su posición de no abandonar ahora "el sueño de
un mundo sin dinero y sin clases". (¡!) Y para ello, además
de hacer zazén en silencio, estudia a sus "maestros ambulantes":
Shakyamuni, Kosen Thibaut, Taisen Deshimaru y Ernesto Che Guevara. "¿Creen
que vivo del alma?" -- le respondería una de las voces de "La Reunión",
de Rolando Sánchez Mejías.
Desde su vocabulario severamente encopetado, Omar Pérez no puede
entender el modo en que los jóvenes rusos (también los cubanos!)
salivaban ante las mangas raglán y los chocolatines suizos, según
el ingenioso texto de José Manuel Prieto. No puede. Tanta severidad
lo obnubila. No puede entender el gesto de Ponte ante un Sloppy Joe's y
una ciudad olvidados por sus conquistadores. No puede entender que a su
lado conviva, como queda en tu relato, una masa de individuos (súbditos
díscolos, diría yo) "que no daría su vida, y mucho
menos gustosa, en defensa de ninguna causa".
Hay una frase de Prieto (José Manuel!) que es bastante explícita:
"Puesto a escoger, el ruso bueno prefiere la consecución de la Verdad
a un lavabo limpio, porque, ¿cómo darle importancia a un
lavabo cuando está en juego la salvación del alma?" No cabe
duda entonces de que a Omar Pérez --que no es ruso, pero sí
bueno-- no le interesa el lavabo ni los chocolatines suizos.
Y es que este singular gesto de cubano bueno entronca con una tradición
literaria y del espíritu que no por habernos legado mucho de lo
mejor del siglo XX cubano, deja de ser conservadora y acomodaticia en términos
políticos. Cuando elogia el espíritu de renuncia o cuando
dibuja a Deshimaru, un monje con "un inmenso desinterés a cuestas",
Omar Pérez procede a entroncar valores del budismo, ¡en Cuba!,
con la "pobreza irradiante" enarbolada por sus otros padres espirituales;
cuando critica la falta de fe en la razón poética y la ausencia
de un impulso hacia la curación, dotes del mundo moderno y antípodas
del espíritu zen ¿no entra acaso en paralelo, o mejor roza,
abraza, la idea de redención a través del verbo poético,
de la palabra?
El neorigenismo de Omar Pérez es sorprendente, sobre todo, por su
carácter convoyado (¿recuerdas aquellos regalos mixtos de
los 80's?), por su hibridez con una religión oriental ajena a nuestros
calores y por su carácter impronosticable para un escritor
--entonces enfant terrible-que leía a Elliot, traducía a
John Donne y escribía excelentes artículos periodísticos
sobre cine norteamericano. Ni siquiera Sarduy, con su excentricidad búdico-parisina,
sus sesiones de escritura al arrebato, desnudo en su apartamento de Saint
Leonard, puede compararse con este caso único en las letras cubanas.
("Hay que ser Severo con Severo", escribe García Vega en alguna
parte. ¿Y con Omar Pérez? --pregunto yo).
Su intolerancia y su afán moralizador alcanzan sus niveles más
altos cuando en respuesta a Víctor Fowler el reseñista golpea
el estrado y levanta el índice acusador de su mano derecha: "Que
cada cual se haga responsable de sus propias mentiras y que en el silencio
de la honestidad individual se pueda creer en lo posible de aquella digna
creatividad que nunca culpabiliza las circunstancias".
Enredo y arenga de profesor de secundaria al que le han dedicado una caricatura
en la pizarra.
Pero sorprende además la beligerancia de Pérez contra el
poco imaginativo texto de Víctor Fowler, su menguada capacidad para
descubrir en él los síntomas de una posición "que-le-hace-la-media",
que lo acompaña desde su enorme temor ante futuro de la nación.
Fowler no se separa para nada de la actitud de Omar Pérez cuando
le aconseja a la Revolución "incluso tolerar la proliferación
de un universo mercantil donde producción, distribución y
consumo se organizan al margen del Estado". En una misma oración,
el verbo "tolerar" y el adverbio "incluso" dan cuenta de lo poco que cree
su autor en una sociedad futura diferente a la actual: no perfecta, mejor
abierta, aunque de rima asonante.
"Incluso": adverbio indeciso, remota posibilidad, última opción.
"Tolerar": algo así como "permitir a regañadientes".
Ahora comprendo mejor el sentido del artículo "De un regreso confiado",
publicado en La Gaceta de Cuba (N. 4, p. 64), en donde Fowler, como si
regresara a Troya tras una batalla de años, se muestra sorprendido
por "la ausencia de vida" en las calles de La Habana "cuando ni siquiera
habían
dado las diez de la noche", por "la escasez de lugares para la interacción
social de que hoy disponemos", y termina proponiendo fórmulas para
"administrar la alegría". Tras el entarimado de nostalgia por los
mejores tiempos del socialismo cubano, su inocente propuesta de cambiar-sin-cambiar
y algo de crítica light, se esconde (y no es difícil descubrirlo)
el horrible temor ante un futuro diferente de que ya había hecho
gala en su contribución al libro "Cuba y el día después".
Las últimas líneas de su artículo en La Gaceta, efervescentes
y patéticas, compiten con el fervor con que en 1964 (foto de Calvert
Casey incluida) en la misma revista se publicaban poemas dedicados a la
zafra, y con la euforia con que en 1980 (Gerardito de 9 años incluido)
sacamos a pedradas a nuestros vecinos díscolos e individualistas
y nos aprestamos a construir un futuro mejor. "Vivamos, despidamos, regresemos
a otra ciudad" no es una consigna de entonces, sino la última frase
de la crónica de marras.
Regreso a tu libro y ya casi termino.
Fowler escribe: "No veo qué evitará la desnacionalización
de la producción y los servicios; (...) qué podrá
impedir la extensión de un racismo que hoy (...) multiplica sus
brotes".
Fowler no ve, no ve..., y esa ceguera no es borgiana, sino política.
A lo largo de su artículo, a Fowler, un intelectual acucioso, no
le interesa la futura posibilidad de leer periódicos verdes, rojos
o azules sin que por ello sea "una prensa del escándalo" (¿o
no hay prensa seria en el mundo?) y según nuestras convicciones
o antojos, votar verde, rojo o azul según nuestros plurales daltonismos,
o simplemente pensar en verde, rojo o azul sin que por ello seamos apartados
mediante eufóricas pedradas o sutiles cacerías. Esa sería
--entre otras buenas y malas-- una realidad del famoso "día
después"; un Estado un tanto (sólo un tanto) menos feudal,
menos pendiente de sus fieles e infieles --aunque, no seamos ingenuos ni
patéticos ni eufóricos, después de Deleuze y Foucault
sepamos que nadie escapa a Estados de Control.
Fowler no ve y teme.
"Miro y miro y no veo nada (...)/todo lo importante está pasando
ahora /lo único que vale está pasando ahora", dice otro de
los invitados a "La Reunión", de Rolando Sánchez Mejías,
también en este libro que ya casi te devuelvo. Un libro que felizmente
no propone proyecto alguno para el "día después"; un libro
escrito no por politólogos ni economistas, sino por escritores.
Por eso es tan curiosa y desatinada la reacción de Omar Pérez
en su reseña sobre un libro que no es un coro y en el que no todos
opinan, cuentan ni fabulan lo mismo: Omar asume su posición, posición
física y del espíritu, cruza las piernas, hace zazén;
Fowler no ve, teme, y luego se imagina a sí mismo integrando "formaciones
de izquierda", en una ciudad que (quizás, tal vez, quién
sabe) para entonces será menos oscura y, además de sus desdichas,
habrá administrado su felicidad.
Ya termino. Regreso a mis lecturas,
un beso,
Gerardo
Carta
de Iván de la Nuez
Barcelona, 14 de noviembre,2002
Queridos amigos:
En un artículo aparecido en La jiribilla -- el cual es también
la introducción a la antología Pensar y vivir en Cuba --
se alude a Cuba y el día despues como "una antología que
manipula un texto" (de Omar Pérez). Les envío, tanto
la nota aclaratoria emitida conjuntamente por la Agencia Literaria Carmen
Balcells y la editorial Random House Mondadori como la nota de desmentido
del propio Omar Pérez.
Al mismo tiempo, me complace informarles que se han enviado otros 500 ejemplares
de Cuba y el día después a México para continuar su
distribución allí.
Aprovecho para ratificarles mi agradecimiento por vuestra presencia en
la antología, así como por su apoyo ante esta falsa noticia.
Reciban un fuerte abrazo,
Iván de la Nuez
I.
Nota de la Agencia Literaria Carmen Balcells y la editorial Random House
Mondadori
En el último número de la revista La jiribilla, aparece una
alusión a la antología Cuba y el día después,
compilada por Iván de la Nuez, representado por la Agencia Literaria
Carmen Balcells y publicada por la editorial Mondadori. Allí
se alude a este libro como una antología que manipula un texto (en
este caso, de Omar Pérez). En tanto editores y agentes literarios,
no es nuestra tarea intervenir en las polémicas estéticas,
ideológicas o filosóficas que desatan los textos de nuestros
representados. En cambio, sí que es nuestro deber responder por
la integridad intelectual de nuestros autores, en este caso Iván
de la Nuez, cuya antología, no puede acusarse impunemente de "manipular"
el texto de uno de sus invitados, sobre todo teniendo en cuenta las interpretaciones
equívocas que pueden emanar de este tipo de frases.
Como gestores de todo el proceso, contractual y editorial, de la citada
antología, es nuestra obligación puntualizar lo siguiente:
Que por expreso deseo del antologador, la ALCB se encargó de negociar
la contratación de los invitados.
Que esa contratación fue pactada con la editorial Random House Mondadori
en condiciones editoriales y económicas altamente profesionales
y satisfactorias para todas las partes.
Que los autores de Cuba y el día después recibieron en su
momento el siguiente pliego de condiciones del antologador: haber nacido
después de 1959; tener al menos un libro publicado; entregar un
texto inédito; ejercer el ensayo como una creación literaria;
e imaginar el futuro.
Que estas condiciones fueron aceptadas por todos los escritores invitados,
quienes además conocían los nombres de los demás participantes.
Que la aceptación de esas condiciones está ratificada en
la firma de los respectivos contratos editoriales entre Random House Mondadori
y cada uno de los autores.
Que, una vez publicada, la antología Cuba y el día después
ha sido presentada única y exclusivamente en Barcelona, en un circuito
estrictamente literario.
Que el propio Omar Pérez, escritor aludido en esta supuesta manipulación,
la ha desmentido categóricamente en una nota enviada a La Jiribilla.
Que obran en nuestro poder todos los documentos, con las fechas exactas,
que acreditan lo antes expuesto.
Por último: que nuestro representado, el Sr. Iván de la Nuez,
ha publicado sus libros en editoriales como Destino, Península,
Suhrkamp, Casiopea, o Mondadori; sus artículos y ensayos aparecen,
entre otros, en El País, La Vanguardia, El Periódico de Catalunya,
Nouvelle Revue Francais, Encuentro, Lápiz o La Gaceta de Cuba; y
sus proyectos de exposición itineran por varias ciudades del mundo.
En todas estas labores no ha habido, jamás, ningún contratiempo
intelectual, moral o contractual con el Sr. De la Nuez.
Agradeciendo vuestra atención y comprensión, esperamos poder
contribuir, con estas precisiones, a esclarecer y rectificar este malentendido.
II.
Nota de desmentido enviada por Omar Pérez
Sr Enrique Ubieta,
Tomo nota de un error, seguro estoy involuntario, en su redacción
del prólogo a la antología Pensar y vivir en Cuba, que reproduce
La Jiribilla, en el cual se le adjudica a la antología Cuba y el
día después una manipulación de mi texto "Notas al
vuelo...". No hubo tal manipulación.
El desacuerdo con dicha antología proviene de una raíz filosófica,
cultural si se quiere, pero no tengo nada moral que reprocharle a ese libro
ni a su organizador, Iván de la Nuez, cuyo trabajo, sea como antologador
o como escritor él mismo, encuentro estimulante y ejemplar en el
intento de rebasar fronteras y límites. Sin más, atentamente,
Omar Pérez.
Carta
de Víctor Fowler a Enrique Ubieta
Ubieta:
Aún no he leído los textos compilados en la antología
Vivir
y pensar en Cuba, sino su prólogo. Sin embargo, por mera cuestión
de orden, no puedo dejar de hacerte algunos comentarios, pues es la única
forma en la que dejaría de ser un acto esquizofrénico mi
presencia en ella. Primero, la incomodidad que provoca la infeliz frase
en la que te refieres a una “manipulación” del texto que Omar
Pérez entregara para Cuba y el día después, antología
compilada el pasado por Iván de la Nuez para la editorial Grijalbo-Mondadori
y que parece ser el referente sub-textual –al menos inmediato- de no pocas
de tus afirmaciones. Según mensaje de correo electrónico
que Omar Pérez enviara desde Holanda sabemos, en sus propias palabras,
que no hubo manipulación alguna y que, con más que delicadeza,
te concede la oportunidad de haberte equivocado al así decirlo.
El dato es menos interesante que el hecho de que hasta hoy, y han pasado
casi dos semanas desde el desmentido, todavía no haya aparecido
en las páginas de ese mismo La Jiribilla en el cual apareció
tu prólogo con el “involuntario error”. Si a ello agregamos el hecho
de que Gerardo Fernández Fe, narrador y poeta, el único intelectual
de la isla (hasta donde conozco) que escribió un artículo
crítico de la antología de Iván de la Nuez, se ha
visto obligado a transformarlo en un mensaje electrónico para escasos
interesados, hemos de aceptar que este Vivir y pensar en Cuba nace
rodeado de contaminaciones. Aunque no leí el texto de Fernández
Fe me cuentan que contiene un muy profundo ataque al mío en Cuba
y el día después (The day after, que igual se encuentra
en la tuya). En el mundo al que aspiro todos esos textos serían
publicados, leídos, discutidos, dialogados, mejorados, superados
o echados al cesto cuando dejaran de valer. Ellos y las posiciones que
representan. No es un mundo con debates depurados y controlados, que fenecen
en el ambiente “intelectual” donde surgen, sino de ideas que estremecen
poblaciones, generan cambio y enfrentamiento. De que no haya sido así
no tienes culpa, pero sí vale transmitir la pena que siento al comprobar
el daño que a las condiciones en las que se vive y piensa en Cuba
hacen tales hechos. Otra cosa es cuando pensamos lo anterior a la luz de
otras expresiones que sí han sido sacadas de tu prólogo:
“No se fueron.
No abjuraron. Tienen su propia visión crítica, comprometida,
del país que sus padres les legaron. Vivieron la caída del
socialismo soviético, que tan bien conocían en sus virtudes
y defectos. Y la súbita transformación de algunos contemporáneos
que abandonaron sus proyectos de vida para asumir sin júbilo, con
escéptico cinismo, la doctrina que se vislumbraba como vencedora.”
“Estos intelectuales no
buscan el afuera y el después, más bien parece lo contrario:
se juegan la vida en el adentro y el ahora. No desconocen a los que se
fueron, discuten con ellos.”
“No son extranjeros en
ningún sentido: ni física, ni espiritualmente.”
Mi diferencia contigo aquí es cultural, política, de doctrina.
Si para algo nos tiene que servir la dialéctica, de la que presumimos
quienes nos educamos en el marxismo, es para entender la pertenencia en
términos de entrada y salida. No para sancionar cualquier otredad
mediante el recurso salvador de la moral. Si el fin del socialismo histórico
fue una debacle, también generó un inmenso espacio de meditación,
de posiciones constructivas sobre la Nación y el sujeto, sobre los
destinos, que el intelectual debe respetar puesto que son pensamiento hecho
de sangre. Para nosotros, que permanecemos en Cuba, ha sido la oportunidad
maravillosa de –sin el peso agobiante del marxismo- poder al fin pensar
el marxismo; dado que el marxismo fue nuestra mundivisión y la Revolución
la única forma concreta de estado que conocimos, toca ahora razonarlas,
revelar su verdadera esencia, superarlas quizás. Esto último,
la mayor dignidad a la que debe aspirar el pensamiento -poder decir siempre
“no”- es algo que debemos preservar, defender a cualquier precio a nombre
del hombre. Por ello, para mí, repito, la dialéctica de entrada-salida,
posterior discusión-reingreso o no, es un principio innegociable.
Ello sin contar que esas posiciones “otras” no son concebibles más
que como el mismo inmenso abanico de posturas subjetivas que hacen a las
personas permanecer, negociar, intercambiar su aceptación de la
Revolución, el socialismo y el marxismo. Si bien existe una distinción
geográfica radical cuando se toma el estar o no en Cuba como rasero,
la situación cambia (se humaniza) cuando se le analiza desde lo
que ambos grandes grupos aceptan o rechazan de los espacios en los que
han decidido o podido insertarse. Por ello me parecen simples, y sí
una manipulación (en el nivel de la teoría), las oposiciones
que planteas según las cuales quienes van a vivir a otra geografía
se convierten en extranjeros física o espiritualmente, así
como aquella otra según la cual ellos “buscan” otra vida mientras
los que permanecen adentro “se la juegan”. Creo que ambos buscan y se la
juegan. No es un problema intelectual, sino de decenas de miles de historias
de cubanos lavando platos, pasando frío, con dos o tres trabajos,
tratando de insertarse en otras culturas y espacios sociales.
Dejo para el final otras diferencias que igual me es difícil no
fijar. Escribir un párrafo, dedicado a hacer un diagnóstico
de la contrarrevolución, y definir como el gran reservorio teórico
con el que ésta opera en el terreno intelectual a “… las teorías
de la llamada post-modernidad (que) proveen a las ciencias sociales de
una amplia gama de recursos seudo científicos que parcelan, dividen,
y minimizan los diferentes objetos de estudio, hasta hacerlos ininteligibles.”
es una falacia discursiva que sólo justifican la total ignorancia
o la mala fe, pues muy dudosamente entrarían en la definición
escritores como Jacques Derrida, Frederic Jameson, Jurgen Habermas, Hal
Foster, Michel Foucault, Gianni Vattimo, Gachatry Chakravorty Spivak o
bell hooks. En este caso, como ensayista que eres, sabes que lo primero
a discutir es si la post-modernidad es una corriente filosófica
más o, como señalaba Lyotard, una condición epocal;
con lo segundo, no importa si nos molestan presupuestos o evidencias, pues
estaríamos de todos modos dentro de su tiempo. Tu reserva parece
apuntar a las zonas de pensamiento reciente que se refieren a la fragmentación
adonde conducen los “nuevos sujetos sociales”, pero incluso allí
(y pongo el “incluso” por lo que de perturbadora dicha categoría
tiene para la teoría clásica del marxismo) hay que distinguir
el oro de la paja. Por último, y de algún modo conectado
con lo anterior, queda esa noción primitiva según la cual
primero afirmas que “no fue habitual en el siglo XX leer o escuchar declaraciones
políticas que se autodefinieran sin pudor en la derecha” para un
poco más adelante continuar con la pregunta: “¿Podría
alguien imaginarse a un político latinoamericano que no expresara
su intención de revertir el empobrecimiento de las mayorías,
que no hablara de la justicia como trasfondo de su gestión de gobierno?”.
Aquí sí me asombras, pues la idea de que la filiación
en la derecha es, de modo automático, índice de maldad, revela
un entendimiento de las estructuras y tradiciones políticas casi
infantil.
Y una última aclaración necesaria. Tengo bien claros los
riesgos que se corren al pensar como pienso, la proximidad entre la elección
que hago y la utopía de una sociedad integrada por hablantes ideales.
Pero es de la meta de lo que hablo, de un estado hacia el cual tender.
Con estas reservas a tu prólogo, puedo sentir que me salvo de la
esquizofrenia.
Víctor Fowler |