Regresar a
La más verbosa

Gracia Divina

Sonero: ¿Cómo se llama la Reina?
Coro: Celia Cruz

Juan Carlos Quintero Herencia, Maryland

     La conocí antes de saberla. El mayor de los soneros gustaba de llamarla Reina rumba. Me arrebató antes de que alguien o algo quisiera condenarla a ser perpetuamente una cantante negra Juan Carlos Quintero Herenciacubana exilada en los Estados Unidos. Ese delirio magistral e imposible de describir en su “Quimbara” y aquella portada dándole la mano al dominicano Johnny Pacheco. La belleza de aquel afro y aquella bemba en la década de los años setenta del pasado siglo. Vestida con un gabán blanco junto a Willie Colón: Only They Could Have Made This Album, fronteando guillúa su plante con el malo newyorican que no enseñaba allí el trombón. No sabía creerle aquello de que “Usted abusó” mientras los trombones y las moñas de los puertorriqueños orquestaban una paliza. No sabía ni me interesó mucho, entonces, su pasado con la Matancera. Todavía no me despiertan mucho interés esas fotos de los años cincuenta con su traje de rumbera o dama elegante con el pelo alisado junto a los micrófonos de la CMQ. Eso sí, aún no puedo recuperarme de lo que significa su temprana discografía santera como jamás conoceré la ecuanimidad gracias a su despegue salsero con las orquestas de New York y Puerto Rico.
     El efecto Celia Cruz no es exactamente gentil. El misterio de esa potencia sonora con la que logra transformar la agresividad de los ritmos afrocaribeños en materia adorable y azucarada, como ha apuntado brillantemente Cachao, no prescinde de la explosión que, en ocasiones, demanda lo sabroso. Mi Celia Cruz no va de la mano de los Estefan en los Grammy Latinos, ni tampoco excede junto a Paulina Rubio vendiendo la obviedad de “nuestro exotismo latinoamericano”. Mi Celia no pegaCelia Cruz en los premios “Lo nuestro” y es lo burdo mismo de las prohibiciones ejecutadas por la cultura totalitaria en Cuba lo que, en otro registro, corona de gloria su cabeza. Tampoco mi Celia es parte de esa pretendida y futura administración comercial de “Lo Latino” que desde Miami ambicionan temibles manos. Mi Celia es un “Vámonos Pacheco” y la nave de la Fania All Stars entre explosiones remontando el cielo en el Coliseo Roberto Clemente mientras, Ismael Rivera, el Sonero mayor, esperaba tras bastidores a que Reina rumba lo llamara al homenaje en “Cúcala”. Mi Celia aparece en la portada de uno de sus discos junto a la Sonora Ponceña de Papo Lucca. Apoyada en la ceiba de Ponce, el dibujo de la Guarachera de Cuba parece que va escaparse tras la mata, se va por ahí a reírse de la pose o la han agarrado justo cuando le hablaba al Orisha del árbol sagrado y decide disimular con una sonrisa. La Celia que yo adoro canta “Bemba colorá” junto al maestro Tito Puente.
     La Celia que yo amo hasta el cansancio me acompaña en el automóvil vestida de “Gracia Divina” en la extraordinaria grabación de la Orquesta Harlow: Hommy. A Latin Opera. Qué gran nombre para Reina rumba: Gracia Divina. Celia Cruz representa para el Caribe una de las dotaciones del misterio que han colocado a la cultura de ese impreciso archipiélago fuera del trazo de las evidencias antropológicas. Esta Gracia cubana no fue la Gracia Iconográfica de la cristiandad, muchas veces representada como una hermosa joven blanca que en su resplandor lleva su cabeza coronada por la paloma del Espíritu Santo. A veces lleva cuerno de la abundancia que en vez de frutos prodiga el espejo de la Prudencia, el lirio de la Pureza o el Sol de la Sabiduría. Cercana, tal vez, a las Gracias de la antigüedad, diosas menores que acompañan y sirven a Afrodita en sus imantaciones, la Gracia Divina en su avatar guarachero es una divinidad menor o la emanación de un guía espiritual que musicalmente nunca sublimó la corporalidad de su don. Gracia cubierta de lentejuelas y abusando con todo rigor de la artificialidad que inunda esa catarata que es su colección de pelucas.
     ¿Habrá mejor donación de la querencia para un niño boricua que la ofrenda prodigada por la Guarachera de Cuba? No sólo se abre aquí una escena para repensar las lógicas identitarias de lo Pedro Knight, Celia Cruz, Omer Pardillo y Johnny Pachecosalsero, también se extiende por el oído el entra y sale de cuerpos que lubrica el sabor de la inmensa Celia Cruz. El milagro de su voz, el ashé que pusieron en su lengua la escoltan en su entrada permanente a la invisibilidad de las tarimas. Eso es lo que le “ha pasado” a mi Celia en estos días. No hay consuelo, lo sé, ni tampoco valen los desgarramientos, sólo la máscara del carnaval o la buena cara ante el huracán del mal que certero se posa. Sin embargo, es muy probable que Celia hubiera muerto joven y en tarima hayamos contemplado su continua transfiguración. No sólo declaró que deseaba morir en el escenario pues allí encontraba la forma misma del tiempo que habitaba, tal vez en algún guiso se le aparecería la puerta por donde salir definitivamente de la escena de los mortales. Cuentan los que saben que la Reina, después de cierto tiempo, al llegar a una presentación pública mostraba a los músicos y a los encargados del evento las marcas de su edad. Caminaba lento, un tanto doblada, sus arrugas no las escondía el maquillaje y cubría su cabeza con un leve tocado o algún pañuelo ornamental. Pero, cuando la anunciaba la orquesta, aparecía aquel monstruo que nadie había visto llegar. Fuera de la edad y las palpitaciones de Cronos, mi Celia en la eternidad del tiempo de esa voz conducía la incertidumbre del más allá en el más acá. La Guarachera se robaba el sentido de todo y había que delirar puesto de pie. Como toda creatura de lo imposible en su cuerpo saciaba lo tremendo un apetito. Al finalizar su homenaje justo meses antes de morir, en tarima, apenas movió el cuerpo. ElCelia Cruz horror de la quietud es inaguantable para una sonera o el cansancio y el dolor de la enfermedad le recordaban el viejo pacto que otro cuerpo había contraído al nacer en Santos Suárez.
     Hoy, sin su cuerpo presente, comienza la dilatación requerida para que podamos atesorar la inmensidad de su regalo acústico. La voz que nos diera Reina rumba empieza a recamar, en el día de su muerte, su ingreso decisivo al espacio del silencio sonoro desde donde siempre la hemos estado escuchando. Se han escrito tanta estupidez y tantas sandeces sobre la tremenda alegría y el inevitable calor de los caribeños que apenas se asoma, por ahí, ese ahogo triste que amarra lo mejor de nuestra música, incluida la festiva, diría Luis Palés Matos. Sin embargo, ante la muerte de Celia Cruz esto parece ser sólo una conjetura. Nunca el llanto pareció prescindir del coral del ojo y se apoyó rotundo en su fluir a la escucha de esas canciones. Qué espanto tener que volver al murmurío de la isla sabiendo que piso una tierra que ya no verá en los escenarios a la mejor sonera del mundo. Sin descanso eterno queden los que no supieron agradecer su breve estadía.

16 de julio de 2003
 

Un corrido de amor para una diosa negra

Eliseo Alberto

     La vida es un carnaval. ''Los muertos que uno ama no se mueren'', me dijo en sueños un amigo muerto. Ayer fue un día raro en la Ciudad de México. Muy raro. Con vibra. Acá le llaman vibra a ese nosequé que de pronto nos posee de adentro hacia fuera, debilitándonos y al mismo tiempo Eliseo Albertofortaleciéndonos. Luz y progreso. Corría la brisa de escalofrío en escalofrío. Al doblar una esquina, por ejemplo, una ráfaga tibia te palmeaba la cara, en gesto de cariño; el aire decía: ``Ya pasó, mi niño. Tranquilo, corazón, candela al jarro''.
     Una nube se estacionó en el cielo, al despuntar la mañana. Una nube carnosa. Luego, avanzado el día, se partió en dos: una mitad tenía forma de caimán, como la isla de Cuba; la otra, recordaba un péndulo: la península de la Florida. Se fundieron al atardecer, y entonces el nuevo cúmulo parecía una peluca que Dios hubiera colgado del gancho de la luna. Una peluca anaranjada, celicruzana. La noche se podía tocar con la mano.
     Una habanera que sabe de estos asuntos me explicó el misterio con un argumento que nos puso a los dos la piel de gallina: los santos difuntos estaban de pie. Desatados. Sueltos. Tenía razón. CeliaCelia Cruz Cruz nunca había cantado tanto como este primer jueves de su eternidad. Era el acabose. Su voz invadía la calle. La acompañaban en la serenata (no me pregunten cómo) Beny Moré, Daniel Santos, Compay Segundo, Bola de Nieve, Barbarito Diez, Pedro Infante, José Antonio Méndez, Elena Bourke, Dámaso Pérez Prado, José Alfredo Jiménez, Rita Montaner, Carlos Gardel, Cantinflas, Pedro Vargas, Chano Pozo. Candela. Hasta María Félix, ronca pero decidida, decía Pachito Eché con cierta gracia.
     En los mercados populares, las vendedoras de piñatas tarareaban sones viejos, a coro con los gordos de los puestos de frutas, que hacían malabares con jícamas y toronjas. Yerberito, el yerberito llegó. El chamán de las raíces curativas bailaba (fuera de ritmo) con la señora de los cachivaches, a la entrada de la tiendita de antigüedades donde un viejo tocadiscos milagrosamente hacía sonar un acetato de la Fania All Stars. Todos los radios de contrabando, todas las grabadoras chuecas, todos los timbres de los teléfonos celulares, voceaban la misma guarachita. Los taxis recorrían las avenidas en zigzag, de aquí pa'llá. Qué le den candela. Lejos de lo que podía temerse, la comparsa de los coches no complicó el movimiento de la ciudad. Los agentes de la policía, siempre tan malencarados, organizaban el tráfico con un sospechoso tumbaíto de cadera, en verdad impropio de la autoridad que representan: químbara quimbara.
     Para los mexicanos, la muerte no es más que una forma distinta de estar vivos. Por eso Celia rumbeaba en los vagones del metro, en los restaurantes japoneses (los comensales marcaban la clave con los palitos), en las cantinas de tequilas adulterados y en las fondas de mala muerte (donde jamás se habían vendido tantas tortas cubanas o arroz a la habanera, un platillo intragable). La negra con tumbao rumbeaba y rumbeaba sin dar ni pedir tregua, en franco desafío a las leyes de la lógica y Celia Cruza los mandamientos de la física.
     México se negaba a despedirse de la cubana más querida entre tantos cubanos que aquí adoran. Los amigos de Celia fueron invitados a los noticieros estelares y no hubo uno solo que no sonriera al evocar su majestuosa sencillez, su calibre de oro puro, sus graciosas pelucas, sus puntadas. Esa mulata era tremenda. La reina de las reinas. La mejor. Santa mujer. Los hombres declararon en público y sin recato cuánto la amaron desde la primera vez que la escucharon cantar, híjole, ni modo, ándele, y las mujeres le lanzaron al noble Pedro Knight un alud de besos, papacito, para así abrigarlo en su viudo desconsuelo. En los partes del tiempo se dijo que una onda triste enlutaba la ciudad, por lo cual se esperaban diluvios de lágrimas en Veracruz y Yucatán.
     Este viernes me levanté a las cinco en punto para escribir esta descarga. Mi homenaje. Colé café. De repente, desde alguna parte, oí bajito la voz de Celia. Cuando salí de Cuba... Me consoló pensar que alguna pareja desvelada estaría haciendo el amor a esa hora. ''El mañanero'', le dicen aquí a esos duelos madrugadores. Cuerpo a cuerpo. El inesperado canto de un gallo me vino a recordar que la patria se lleva adentro o no se merece. En el Distrito Federal, sin embargo, no cantan gallos. Pero yo lo escuché, se los juro, mezclado el cantío al rumor de un mar tan lejano como imposible. La voz de Celia se fue apagando entre los murmullos. Debe ser que Dios le dio un abrazo. Alabao.

El Nuevo Herald, 19 de julio
 

La cruz de Celia

La Reina fue un ejemplo de la Cuba posible: la imagen de un exilio que mira hacia el futuro

Alejandro Armengol, Miami

     Affair in Havana es una película que no tiene que ver nada con la canción Havana Affair, donde los Ramones se burlan de la CIA, porque fue realizada en 1957 por un director de oficio como fue Lázló Benedek y sus actores principales son John Cassavetes y Raymond Burr. Sucede que el tema de la cinta es que un autor musical se enamora de la esposa de un inválido y sucede también que se desarrolla en La Habana y que en ella canta Celia Cruz.
     Celia ya había participado en el cine antes — Una Gallega en La Habana es de 1955 —, peroThe Mambo Kings tuvo que esperar hasta The Mambo Kings, de 1992, para que la dejaran hablar en una película. Sucede también que su medio natural, que era el cine cubano, le estuvo vedado porque fue una exiliada. Así que cuando finalmente Celia pudo hablar en el cine tuvo que hacerlo en inglés, un idioma que siempre le fue ajeno.
     Celia habló en la pantalla norteamericana, por primera vez, en un idioma extraño para ella. En este hecho simple se resume una historia de pesar y logros. Si alguien se atrevió a dejarla actuar, no lo hizo pensando en sus cualidades interpretativas — cualidades que por otra parte demostró, tanto en el cine como en la televisión, con su naturalidad y carácter histriónico —;  sino porque era lo suficientemente famosa, y lo suficiente buena como artista, para contar con que el público le perdonaría el acento y cualquier torpeza. Pero podría parecer más extraño aún encontrar su presencia en los lugares más disímiles: en el concierto de Pavarotti y sus amigos en favor de Afganistán, en un programa especial de la serie infantil Sesame Street o en La venganza de la momia, una película de 1974. Por su parte, ella volvió al cine estadounidense en The Pérez Family, de 1993, y además trabajó en novelas e infinidad de programas de la televisión hispana.
     Es imposible encasillar a Celia más allá de decir que fue una gran cantante de música popular. Las etiquetas de "guarachera"y  "reina de la salsa" no la definen por completo, porque nunca se negó a otros ritmos y otros ámbitos y al mismo tiempo siguió siendo siempre la misma. Su muerte es un duro golpe para el exilio cubano, ya que representó mejor que nadie lo mejor de ese exilio. Fue intransigente en su esencia más pura, pero al mismo tiempo no fue extremista e intolerante y vivió fuera de su país sin intentar el crossover, aunque manteniéndose al mismo tiempo abierta a los cambios musicales con una frescura y un entusiasmo que impidieron definirla como una voz que recordaba la Cuba de ayer, porque lo único que se podía decir de ella sin temor a traicionarla es que era una refugiada cubana cantando por el mundo.
     Esa presencia y actualidad de Celia debe disgustar mucho al régimen de Castro. No se lo perdonan ni aún muerta. La nota publicada en la sección Cultura del periódico Granma no puede ser más mezquina: dos párrafos. En uno se destaca su importancia artística. En otro su labor "contrarrevolucionaria". Como suele ocurrir, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba desperdicia palabras. Debían haber escrito: "Murió Celia Cruz. Era una gran artista, pero no era de los nuestros". Es el mismo empeño de siempre: usurpar la nación a través del Estado. Celia trasciende las fronteras políticas porque es una gloria para Cuba, para el país, no para gobierno alguno. Lo demás es entereza moral: que se avergüence Granma. La nota es mezquina, además, porque limita el papel de la artista a los Estados Unidos. Dice el periódico: "popularizó la música de nuestro país en Estados Unidos", y por vileza o ignorancia —o ambas— omite el éxito de la cantante en países tan distantes como Finlandia, Argentina, Japón y España.
     ¿Por qué ese empecinamiento con Celia? No es sólo porque fue un "icono" del "enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida". Hay más. Representó al exilio, a la Cuba de los años 50, pero ella misma superó esa imagen. Celia en realidad es un ejemplo de la otra Cuba, o mejor dicho: un ejemplo de la Cuba verdadera, no sólo de la Cuba posible. Durante muchos años su nombre fue borrado del panorama musical reconocido por el gobierno de la Isla, y trataron de catalogarla como una figura del pasado, del país desaparecido tras el primero de enero de 1959. Celia, sin embargo, no se anquilosó en la guaracha prerrevolucionaria, y saltó a la salsa y a cuanto ritmo surgió Celia Cruzposteriormente y extendió su repertorio para incluir piezas latinoamericanas. Resultó el paradigma de las posibilidades de una música popular cubana que no tenía que aferrarse a glorias pasadas. Su muerte, a pocos días de diferencia de la de Compay Segundo, sirve para establecer un contraste que va más allá de las fronteras musicales.
     No se trata de comparar artistas, aunque en justicia Celia supera al músico santiaguero en versatilidad, potencia y registros de voz y repertorio. Lo curioso — por no decir patético — es que Compay Segundo alcanzara la fama mundial casi a las puertas de la muerte, luego de vivir olvidado por muchos años, de haber abandonado su carrera musical por el oficio de tabaquero y de malgastar su talento tocando en recepciones protocolares donde nadie le prestaba atención. Su resurrección, que en nada resta valor a sus méritos interpretativos, fue un fenómeno tanto sociológico y político como musical: una vuelta al pasado. Al país que había olvidado a sus intérpretes de antaño —pese a la propaganda oficial en sentido contrario— llega un extranjero capaz de convertir a unas pocas empolvadas piezas de museo en máquinas de hacer dinero. El resto guarda más relación con el mito que con la calidad artística: el triunfo tras largos años de olvido, el camino de la pobreza a la fama, el renacer cuando todo parecía perdido.
     La carrera de Celia fue todo lo contrario. No se limitó a ser una figura local. No se encerró en un restaurante o establecimiento de La Pequeña Habana para cantar nostalgias a exiliados añorando la patria. Ni siquiera vivía en Miami. Era negra y no hablaba inglés, y llegó a Estados Unidos y no optó por el camino más fácil que era quedarse en esta ciudad para vivir del recuerdo. Celia será siempre la imagen del exilio, pero de un exilio que mira hacia el futuro. Su verdadera grandeza no fue, sin embargo, triunfar. Su verdadera grandeza fue no olvidar: fue querer regresar a Cuba, pese a ser más famosa en el extranjero de lo que nunca hubiera sido sin tener que abandonar su país. Esa fue su cruz. ¿Debo decir también que su gloria?

Encuentro, 21 de julio, 2003
 

¡¡¡Azúuucar!!!, la nueva consigna

Ileana Fuentes, Miami

     Hace cuatro días que estoy "lela", fuera de mí. El nudo en la garganta no se deshace. Esta tarde rompí en llanto detrás del volante en medio de un aguacero torrencial, sólo porque una estación de radio local decidió rendir otro homenaje y empezaron a escapar por las bocinas miles de "caramelos de a quilo", con sabor a piña "para las niñas" y miel de abeja "para las viejas". ¿Qué chip de mi aún buena memoria activó esa mágica voz, que se me nubló la vista?
     Ayer, la atea irreverente, la anticlerical por excelencia, se estremeció con la imagen — aunque deˇˇˇˇˇˇAzúcaaaaaarrrrrrrr!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! poco auténtica muñequita de biscuit — de Cachita. Me estremecí con la descomunal bandera y con la torre que en mi época de wendy pedropanera no conocí. Me ahogué cuando el honorable anciano arribó para acompañar a su reina, y cuando la frágil hermana, recién llegada del paradiso perdido, besó aquellas manos frías — no lo sabe la gente — de tanto esperar. (Cualquiera se entumece esperando cuatro décadas, y algo más, por un abrazo).
     Con disciplina de convento escuché el sermón, inspirado y bello, de Martín Añorga, y las lecturas bíblicas de Alberto Cutié. Me sometí paciente a la fila extensa que frente al ataúd comulgó, y a los esmeros del coro — más criollo que gregoriano —, y a la purificación con el incienso, y a la paz compartida, y a las encomiendas a todos los santos, mártires y vírgenes de esa alma sandunguera y buena. "No me sentía tan triste", pensé en uno de esos lapsos, "desde la muerte de papá".  Y me di cuenta en ese instante que estaba de nuevo — casi seis años más tarde — en el velorio de mi padre.
     Hay que llevar cuatro décadas en exilio para entender, en todas sus manifestaciones, lo que significa la muerte de Celia Cruz. Y no solamente su muerte, sino el hecho de que se haya marchado sin haber podido volver a la tierra de sus amores. Ese es el simbolismo que esconde esta congoja: ser testigo de que se muere sin haber logrado regresar. Así se murió mi padre en el trigésimo quinto año de exilio: añorando volver a La Habana, pero atado al nunca jamás. La vida — la muerte — no perdona, y el requisito —la patria libre del innombrable— tan difícil como un milagro.
     Sé que con Celia Cruz enterraremos de nuevo, allá en el Bronx de los boricuas, a miles y miles de cubanos. Cubanos como mi padre, que jamás salieron de la patria antes de 1959, ni siquiera de vacaciones, hasta que la debacle se impuso y no quedó otro remedio. Mi padre amaba a esa Isla que recorrió de punta a punta tocando sus maracas con el Conjunto Casino. En el Nueva York de los años sesenta, mi padre emprendió en voz alta un recorrido pictórico de la Isla, y otro anecdótico de la era republicana. Y así, cuento sobre cuento, me colmó de nostalgia. Entre historias y canciones, mi padre me inculcó un amor por Cuba que vino a reforzar lo ya aprendido en mi infancia. En los años ochenta se lo inculcó a mi hija, su única nieta. "Mueve los hombros, mi china, que tú eres cubana de La Habana". Fue ella, precisamente, la portadora triste el pasado miércoles: "Mami, te tengo una mala noticia, pero no llores: acaba de morir Celia Cruz". Mi hija gringa cubanoamericana, nacida en North Bergen, New Jersey, criada entre anglos y judíos a base de matzas y platanitos fritos, hoy anda por este Miami con todos los periódicos a cuestas, y las fotos de Celia, y los CDs. Ese es el bendito misterio del exilio: Celia es tan mía, a los 55, como de ella, a los 23.
     Hay que llevar cuarenta años errantes y tener por himno nacional el poema de Pura del Prado para entender a fondo la desaparición de Celia Cruz: "El día que yo me muera", nos decía Pura, "se va a morir Cuba un poco, porque mi espíritu loco tiene embrujo de palmeras". Hay que haber vivido casi toda una vida añorando la latitud de origen para saber que eso de andar "sin descanso, tendré una cruz vagabunda, si mi tierra no me enfunda y me acoge en su remanso", es la absoluta verdad. ¡Maldición este destierro! ¡Bendición esta nostalgia! Por eso su muerte ha vuelto a matar a los muertos, y a los vivos nos ha fulminado de forma virtual. El asunto no es que se llegue al final del camino, sino la geografía de ese final.
     A Celia se le harán miles, millones de homenajes. La historia le brindará la máxima recompensa, porque dentro de doscientos, trescientos años, cuando los mortales del siglo XXIII — y quién sabe cuántos extraterrestres amigos — hablen de Cuba, hablarán de los talentos inmortales de esa Isla, y sobre todo, de quién en vida proclamó a los cuatro vientos: "Yo me llamo Celia Cruz". Cuando nadie se acuerde ni del más mínimo discurso, a Celia de Cuba la estarán adorando con guaracha y guaguancó.
     Yo propongo que nosotros, los testigos presenciales del siglo XXI, aportemos algo colectivo a su legado. Pidámosle prestado a esa hija de Santos Suárez su cubanismo más genuino. Hagamos de su grito emblemático un nuevo clamor para la nación cubana. No más opciones revanchistas desde las tribunas. No más patria, no más muerte, no más reveses ni victorias, no más paredones ni tapiadas, no más delación ni vigilancia, no más balsas ni remolcadores. No más sangrientos venceremos, ni milicias territoriales, ni actos de repudio, ni desfiles en la Plaza.

     ¡Que la agenda nacional se desborde en vida, prosperidad, justicia, alegría, música, hermandad, reconciliación, libertad!

     ¡Que arrolle la gente por las calles y se haga el carnaval!

     ¡Que el tumbao de la negra acabe de tumbar al tirano!

     ¡Que tiemble toda Cuba, desde Alto Songo hasta Guane, con una nueva consigna: ¡Azúuucar!
 

Regresar a
La más verbosa