A
Cara, Celia y Cruz
Norge
Espinosa Mendoza, Londres
No empecé a escucharla sino mucho después de que ella se
alejara de Cuba, abandonando un lugar donde su voz tenía una razón
de ser que, según pensaban muchos, no se repetiría en otro
lugar del
mundo. Radio Progreso, la emisora que más oí durante mi infancia,
no colocaba su nombre ni sus interpretaciones en la Discoteca del ayer,
ni en ninguno otro de sus programas en los cuales, para respiro de quienes
no toleraban tanta marcha militante ni tanta balada sosa, se rescataban
las grabaciones sobrevivientes de CMQ, la Mil Diez, y otras tantas emisoras
de un tiempo ya ido. Tampoco escuché nunca a Olga Guillot en mi
niñez. Aun – da vergüenza decirlo – no he disfrutado sus duos
con Benny Moré, a quien si rendían tributo constante esos
espacios que Radio Progreso, casi siempre con la voz del inefable Eduardo
Rosillo en la presentación, emitía con fe y persistencia.
Nacer en 1971 significaba, en Cuba, haber renunciado a unas cuantas cosas.
Entre ellas a su voz, que se había reducido al nombre de su poseedora,
oída sólo de vez en vez de manera clandestina en las antiguas
grabaciones con la Sonora Matancera. Cuba era otra, o pretendía
ser otra entonces. Ahora sabemos, por el dolor que esta pérdida
nos causa, que la escisión era pura mentira, renuncia fácil
de novela radial.
Debo mi fervor por Celia Cruz a unos cuantos amigos habaneros. Es decir,
residentes
hoy en la capital cubana, pero la gran parte de ellos provenientes, como
yo mismo, de Santa Clara, Santiago o Bayamo. Enrolados todos en el mundo
de la radio, ya en los años 80 comprendieron que no se trataba sólo
de devolver a la audiencia los temas de los Beatles que alguna vez fueron
prohibidos, o de actualizarlos con los nuevos temas de Queen, Metallica
o Charly García. Lentamente, la música cubana ganó
en ellos un modo de ser que se complementaba con las noches de una ciudad
enferma de nostalgias. Una nostalgia por voces casi desaparecidas: fantasmas
de un tiempo que podía ser casi palpado todavía en la presencia
silente de Marta Strada, o en la poderosa vitalidad de ese mundo vocal
unico que se llamó Elena Burke. Celia, de algún modo, palpitaba
aún en esa capital amenazada
por un mar eterno. En los bares, en los cabarets, en las victrolas empolvadas,
en la luna que pendía sobre el aburrimiento de una noche matancera.
Y mientras se le podía oir y ver en Miami, Barcelona, Tokyo, New
York, en Cuba unas cuantas almas que no contaban más de veintitantos
años, empezaban a recuperar el culto, el mito, que las viejas grabaciones
de “Yerberito moderno”, “Tu voz”, “Saoco,” y tantos otros temas, afirmaban
alrededor de La Guarachera de Cuba.
En casa de Bladimir Zamora hallé un libro que sobre esta mujer escribió
Guillermo Cabrera Infante. De golpe, dos nombres tremendos y temidos estaban
allí, juntos en la portada de aquel volumen que iluminaba una foto
de Celia en pleno trance, agitada en medio de uno de sus números
más fogosos. Hoy, sus grabaciones son también mías.
Su voz es mía. Y el dolor que me sorprendió en pleno Londres,
a unos pocos días de la muerte de Compay Segundo, es también
mío y auténtico, aunque los nacidos en una isla del Caribe
en 1971 tuviéramos que esperar y ganar por nosotros mismos el derecho
a rendir tributo a una mujer excepcional, sin la cual el nombre de Cuba
no tendría una resonancia tan perfecta, tan hecha para el gozo y
el baile, en cualquier lugar del planeta.
La nota con la cual la prensa cubana de la Isla quiso despedirla es, cuando
menos, mezquina. Ella es mucho más que un rostro en la multitud
de quienes disentían de la realidad de ese país al cual no
se le dejó volver cuando su madre agonizaba. Debiéramos,
los cubanos, ser más orgullosos de lo que somos como valor real,
y no sólo como consigna. Ella nunca cupo en una consigna, y su libertad
fue la del canto que protagonizó perennemente. Oirla, ahora, es
saber el modo en que una Cuba es posible, sostenida por la música,
esa otra sangre del cubano, esa otra calidad de su memoria.
Acaso resulte extraño que un poeta dedique estas palabras a una
reina de la salsa. Acaso no. Yo quiero, desde lo único que en verdad
poseo: las palabras, lanzar un homenaje, a cara y cruz, en el cual ella
sea siempre la triunfadora. Aunque Radio Progreso nunca me haya regalado
su voz cuando era niño. Aunque ahora sospeche que, como ha sucedido
con tantos artistas cubanos que murieron en el exilio (no todos, sólo
los no demasiado incomodos: Reinaldo Arenas es aún un cadaver demasiado
vivo), su desaparición fisica sea el pretexto con el cual algunos
se permitan recolocarla en un lugar del cual no estuvo ausente en verdad
nunca. Yo, en todo caso, me alegraría infinitamente de que su voz
llenara otra vez la Isla. Los jóvenes cubanos de hoy merecen saber
de su país en el color de toda su memoria, una memoria donde ella
es sencillamente La Reina. Ante esa majestad, y por encima del dolor, me
inclino con la certeza de que, donde quiera que ahora se le recuerda y
escucha, está empezando a latir una nueva manera de decir Cuba,
Cuba, Cuba...
Cimarrones
del socialismo
Arrollando
en El Prado, Celia no hubiera sido un fantasma del pasado, sino una cosmonauta
que regresa más joven de su viaje en el tiempo
Néstor
Díaz de Villegas, Los Angeles
Dentro de pocos años las nuevas generaciones de cubanos no entenderán
el sentido de ¡Azúca!. Esa sustancia sagrada de nuestra mitología
habrá dejado de existir; y su lugar en un ideario socioeconómico
que se remonta a los tiempos del esclavismo habrá quedado vacante.
Como queda vacante ahora el puesto de la "reina" de la Rumba. Hemos pasado
del feudalismo a la era poscomunista, sin transiciones.
En lugar de ¡Azúca! ahora consumiremos otro cristal dulzón.
Un substituto, producto de otras destilaciones
culturales: la música republicana pasada por agua y la "bastardización"
del imaginario asociado a ella. Innumerables "salseros" y otras antiguallas
seguirán saliendo al escenario, bajo los arcos de cristal, para
representar la farsa del Ancien Régime. La realidad habrá
sucumbido a la Idea. Viviremos, literalmente, de las imágenes.
Una era que debía haberse puesto a descansar hace cuatro décadas,
va por fin a la tumba con la Guarachera de Cuba. Pero, como no hubo otra,
tampoco quedó más remedio que repetir eternamente la misma
Historia, como en la Invención de Morel. La generación del
Centenario pudo, efectivamente, destruir a la Cuba clásica, pero
no fue capaz de sustituirla por una nueva. Sin reconocerlo, hemos vivido
detrás del vidrio de un cuadro de las Hermanitas Scull. Nosotros
éramos los cadáveres; nosotros los embalsamados. Ahora, con
la muerte de la Reina, no hemos hecho más que ponernos al día.
La Rumba — y la imago de La Habana que la creó — es hoy el principal
producto de exportación de la dictadura. El gobierno castrista le
negaba la entrada a la rumbera, por razones obvias. Celia, arrollando en
El Prado o cantando en Tropicana, hubiera sido, no el tan socorrido fantasma
del pasado, sino como una cosmonauta que regresa más joven de su
viaje en el Tiempo. Hubiera sido el fantasma del futuro. La aparición
de la rumbera significaría la destrucción del principio de
realidad que mantiene vivo al régimen. La naturaleza de holograma
del castrismo quedaría al descubierto.
Con Celia muere también el joie de vivre de una época que
tratamos de enterrar antes de tiempo. Pero la República se resistió
a morir. Celia Cruz, como un ejército de una sola persona, defendió
la alegría, la decencia, el patriotismo sencillo y la visión
del mundo de aquella edad de oro. Tendida en la Torre de la Libertad encarna
la paradoja de un país que marcha hacia atrás para reencontrarse.
Su capilla ardiente, y la procesión del pueblo que desfila por las
antiguas oficinas del "Refugio", iluminan el sentido de la oscura consigna:
"¡Adelante, adelante, adelante!".
El principal producto de exportación cubano es hoy la alegría
de la República. La dictadura explota despiadadamente esa mina de
oro, de grandes éxitos —en la arquitectura, en las artes, en la
literatura, en lo social, y hasta en lo político— para mantener
su averiada maquinaria. Venden, empaquetados por los estudios Unicornio,
trozos de la época que destruyeron. Mientras tanto, en esas nuevas
galeras en que se convirtieron los sótanos de los hoteles, el esclavismo
light florece. Un ejército de camareras, valets, choferes, mucamas
y lavaplatos muele en los trapiches españoles el azúca con
que los mayorales endulzan su inconciencia. Y sobre los escenarios del
mundo, los músicos entretienen a la clientela "acubanada".
Celia Cruz, y Pedro Motica de Algodón, son los cimarrones del socialismo.
Así los verán las nuevas generaciones que ya no entiendan
el sentido de su grito de ¡Azúca!: como esclavos liberados,
como la imagen, retrospectiva, del futuro.
Encuentro,
21 de julio
Azúcar
eterna
Enrique
del Risco
Hace apenas dos semanas, un amigo me contó cómo alguien de
un país que no recuerdo le había preguntado de dónde
era Celia Cruz. Mi amigo, paciente y pedagógico, le explicaba que
Celia era cubana, cuando tropezó con la sonrisa burlona de su interlocutor.
El otro había fraguado la pregunta como una provocación,
una trampa para que mi amigo se ofendiera con una ignorancia que se le
antojaba impensable. Ignorar que Celia Cruz era cubana era para él
como ignorar que el hielo es frío o el algodón es blanco.
Yo, en cambio, no siempre supe siquiera quién era Celia Cruz. En
la Cuba que viví un espeso silencio rodeaba su nombre. Un día
tuve que confesarle a un amigo puertorriqueño que nunca la había
escuchado. "¿Pero cómo va a ser posible? — me dijo alarmado
— ¡La voz de la tierra!"; y en el siguiente viaje atenuó mi
ignorancia con una grabación de las más antiguas y selectas
que pudo encontrar. Desde entonces, Celia me acompañó como
hacía décadas había acompañado la alegría
de tanta gente en este mundo. Ahora, por primera vez y en contra de su
voluntad, Celia nos ha puesto tristes. Tanta tristeza por la muerte de
una persona, ya anciana y enferma, puede explicarse de muchas maneras:
se ha muerto una de las grandes cantantes de todos los tiempos y de cualquier
parte (no existe cantante que haya conseguido éxitos ininterrumpidos
por todo el mundo durante medio siglo); se ha muerto el alma de una de
las músicas más alegres de este mundo; se ha muerto sin que
sus compatriotas de la isla tengan derecho a escucharla. Se me antoja otra
explicación que no excluye las anteriores: tanta tristeza sólo
se explica porque no contábamos con su muerte. Contábamos,
en cambio, con la sorpresa de qué sería lo próximo
que se le ocurriría cantar, de qué otro modo iba a embrujarnos
desde su garganta.
Y hay otra cosa que hace aún más triste su muerte. Todos
esos lugares comunes que se prodigan cuando se muere alguna personalidad
de la cultura, al contacto con una figura como Celia Cruz se vuelven insólitamente
reales. Decir: "Se ha muerto una parte de Cuba, se ha muerto una parte
de nuestra cultura" o "su muerte deja un gran vacío" o "seguirá
viviendo eternamente con nosotros" pierde su manida ridiculez para adquirir
una consistencia indiscutible. Celia era, en efecto, una parte de Cuba,
parte de su mejor parte. La de la alegría generosa, la más
activa y creadora. Y como dos o tres elegidos, su presencia será
irremplazable y sobre los hombros de todos los nuevos cantantes cubanos
pesará para siempre el obstáculo insalvable de su comparación.
Y sí, desde ahora uno sabe que siempre estará aquí,
con nosotros, y no sabremos cómo olvidarla si no es a costa de olvidarnos
de nosotros mismos.
He dicho antes que Celia era Cuba, pensando — entre otras cosas — en que
ella se bastaría para darle sentido a ser cubano. Era ella, a diferencia
de casi cualquier otra cosa, ese mínimo común denominador
que podía servir para identificarnos como nación. Pero ahora
caigo en que es una buena pero falsa ilusión. Como antes perdimos
la oportunidad de disfrutarla juntos, ahora ni siquiera hemos podido llorarla
al mismo tiempo. La nota brevísima que apareció en el principal
periódico de su país fue aún más breve que
la que recuerdo que apareció en el mismo periódico cuando
Lennon murió. Que hoy se venere a Lennon en La Habana podría
servir de consuelo a largo plazo, pero tal ironía nos sabe demasiado
amarga. Celia Cruz muerta en el exilio, sin haber podido nunca reencontrarse
con su país, termina resumiendo de un modo siniestro la vida cubana
de las últimas décadas: Cuba ha muerto lejos de Cuba y la
isla ni siquiera ha tenido la oportunidad de llorarla públicamente,
como antes no tuvo oportunidad de escucharla. Algo muy terrible ha pasado
en un país al que no le es dado reconocer lo mejor de sí.
En este caso, tenemos al menos algo a nuestro favor. Celia, a no dudar,
es eterna, de modo que siempre tendremos tiempo de enmendar el crimen terrible
de obligar a un país a ignorar su mejor parte. |