Penúltimo collage o defensa de Fernando Villaverde
Lorenzo García
Vega
1
Ya yo tengo la casita
que tanto te prometí,
muy llena de margaritas
para ti, para mí…
Será un refugio de amores
será una cosa ideal
y entre romances y flores
formaremos nuestro hogar.
Ahora seremos felices
ahora podremos cantar
aquella canción que dice así
con su ritmo tropical…
La ra la la ra la la ra ra
la ra la la ra la ra
que Dios nos de mucha vida, Negra
y mucha felicidad.
Para completar la dicha
y nuestra felicidad
hace falta una cosita
¿Qué será? ¿Qué será?
es una cosa chiquita
por cierto muy singular
es como una muñequita
que alegrará nuestro hogar.
Ahora seremos felices…
2
Fernando Villaverde se parece a un Greco albino (o sea, dicho
más claramente, a un Greco encarnado en esta Playa Albina donde
vivimos). También Fernando, sin ninguna duda, se parece al actor
Fernando Rey, ese genial intérprete de Buñuel.
Fernando Villaverde es el ciego de un viejo apartamento de la
sagüecera, donde ahora mismo lo estoy visitando. O, dicho de otra
manera, a Fernando, la noche pasada, acaba de darle una punzada ocular.
O, lo que es lo mismo, Fernando, quien acaba de tener un problema en
los ojos, se ha convertido, por su calidad de
sosias de Fernando Rey,
en alguien que está traduciendo a ese ciego de Buñuel,
que se hubiera encarnado en una Playa Albina. O..., pero ¿para
qué seguir? El lector que pueda comprender esto que lo
comprenda, y el que no, que no lea esto. ¡Fácil que es la
cosa!
Pues bien, Fernando, el ciego traductor de Fernando Rey, está
sentado inmóvil (inmóvil, por supuesto, porque
inmóviles tienen que estar aquellos a quienes les ha dado la
punzada), en una gran teatral butaca, con almohadones, de su
apartamento de la sagüecera.
Fernando, el ciego inmóvil, me habla de la necesidad de seguir
la ruta de Sterne para así acabar escribiendo una novela, la
novela de la Playa Albina. Y yo, caviloso, pero contemplando el todo
espectáculo de la ceguera de Fernando, no podía dejar de
cavilar en esas palabras que, en Llévame
al fin del mundo, decía el Blaise Cendrars: “Quizá el hombre no veía
bien a plena luz, como los albinos”.
Por lo que, ¡obsesivo que soy!, yo sólo atento a negar la
necesidad de llegar a escribir una novela le contesto a Fernando con
esta cita de Borges: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de
componer vastos libros; el decuplicar en quinientas páginas una
idea cuya perfecta exposición cabe en pocos minutos. Mejor
procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un
resumen, un comentario”.
-¿De acuerdo? -le sigo diciendo a Fernando-. Explayar en
quinientas páginas la novela de un ghetto, sería un
descarrío laborioso y empobrecedor, pues un ghetto es lo albino,
y aunque se vista de seda, lo albino sigue siendo albino.
Es decir, lo albino sigue siendo lo sin Forma, e ineluctablemente, lo
sin Forma sólo puede ser malamente dicho por inexistentes
Autores de medio pelo.
Así que, de acuerdo con eso, le propuse a Fernando que, en vez
de intentar la novela, se propusiera lo siguiente: inventar un
inexistente Autor de medio pelo; justificar la simulación de un
inexistente libro por el suso medio pelo; y ya, por último,
ofrecer resumen de lo inexistente, escrito por inexistente. Así
como, recuerdo, dije que, para intentar lo anterior, se debería
dar un salto de 180 grados para ver si, con ello, se caía en
territorio zen.
Y fue aquí, cuando Fernando (quien, por su inmovilidad obligada,
llegó a alucinarme de tal manera que, hasta inventé al
fondo que rodeaba su figura, aquel billar eléctrico, con estúpidos efectos en rosa
de que habló William Borroughs), imprevistamente me dijo lo
siguiente:
-Tú ves, nos pasa algo, y eso no importa, lo que importa es lo
que hacemos luego con eso, lo que pensamos de eso; el cuento que se
inventa cada uno y que no tiene nada que ver con lo que pasó.
Con lo que, como un loco frente a otro loco, yo di final a la visita,
poniéndome de pie y diciendo las siguientes palabras:
- ¡Bien! Tratamos de explicar lo inexplicable. Pero, eso
sí, es necesaria una comprensión por parte del Lector.
Una comprensión que consistiera en aceptar el hecho de que el
esfuerzo sostenido para resumir una obra inexistente y casi intolerable
puede, por carambola, inexplicablemente entregar el espacio de un
ghetto. Aunque, ¡ay !, dicho en confianza -y entonces, recuerdo,
le puse la mano sobre el hombro al inmóvil Fernando- todo este
matalotaje que acabo de decir..., comprensión, obra
inexistente..., etc., no creo que haya Lector que se lo trague. Bueno...
Y fue así, repito, como di fin a la visita.
Miñuca, la paciente esposa de Fernando, me
acompañó hasta la puerta.
Hice, pues, mutis.
Pero, al día siguiente, sufrí un paro en el
corazón, por lo que, entonces, no fue Fernando el enfermo, sino
yo.
3
Era el tenor de la voz de seda. Empezó con voz de soprano, pero
terminó con voz de tenor, y su nombre fue Juan Nepomuceno Arvizu
Santelices, quien nació en Querétaro el 22 de mayo de
1900.
El padre de Juan Nepomuceno fue telegrafista, razón por la cual,
en sus comienzos, nuestro tenor quiso también ser telegrafista
pero después estudió solfeo y armonía y al final
terminó debutando, interpretando La sonámbula en el Teatro
Esperanza Iris de México.
Y, precisamente, sobre Esperanza Iris, sabe hablarnos el defendido
Fernando Villaverde en su relato "El caso de la novia australiana",
relato que está incluido en el libro Los labios pintados de Diderot. Y,
además, el cineasta Fernando Villaverde tiene que saber (aunque
nunca he hablado con él sobre el asunto, que, junto con Mapy
Cortés, Juan Nepomuceno actuó y cantó en la
película Ahora seremos felices, film donde
también cantó los boleros del ínclito poeta
borinqueño Rafael Hernández. Y yo he paseado por las
destartaladas calles de la sagüecera, en busca de la casa de
Fernando Villaverde.
Recuerdo, sobre todo, uno de esos paseos. Había, en la
sagüecera de Fernando, una destartalada torre carmelita, y, a los
lados de esta torre carmelita, unas nubes de arena, procedentes del
Sahara, esmaltaban el cielo con un mezquino color grisáceo.
Pues, increíblemente, en esta Playa albina, algunas veces, en
sus horribles veranos llega, procedente del África, la susodicha
nube de arena del Sahara.
Así que es bueno, y culto, en una Defensa, citar a Spengler. Y como
Spengler, además, ha hablado de las nubes como motivo, me dedico
a citarlo en esta Defensa de
Fernando: “Los antiguos -dice Spengler sobre las nubes- desconocieron
por completo este motivo artístico, y los pintores del
Renacimiento lo trataron con una superficialidad juguetona. En cambio,
la pintura del Norte gótico nos ofrece bien pronto, entre las
masas de nubes, visiones lejanas de un misticismo maravilloso."
Y aquí, cerca del apartamento donde vive Fernando Villaverde, me
atrevo a añadirle a Spengler la observación de que, las nubes del Sahara, posadas sobre la
Playa Albina, ofrecen visiones cercanas de un misticismo inmaduro.
Pero Juan Nepomuceno, quien entregó su alma al Creador el 19 de
noviembre de 1985, no sólo cantó ahora seremos felices,
sino que también escribió, a manera de testamento, este
magnífico poema:
"Mis canciones fueron como golondrinas
Cruzaron el aire sin dejar su huella
Hoy, mis golondrinas, buscan el calor
de los que me amaron y me comprendieron.
En mi último vuelo al más allá
llegaré a una estrella
en donde se acaban todos los cariños.
Llevaré los ecos y las remembranzas
de nuestros amores, fallidos destinos,
y las golondrinas de tantos caminos,
les manden sus trinos: serán mis canciones…"
4
(ROSTROS DEL REVERSO. ABRIL 1983)
Y mientras tanto, Miñuca. Miñuca adoptando,
simultáneamente, las dos o tres versiones, contradictorias, de
un mismo sucedido.
No la puedo oír bien. Me trabo y me desespero.
¿Quién no se desespera con Miñuca? Laberinto de
caminos: ella dice, no dice; vuelve a decir lo no-mismo, o viceversa.
Los Villaverde, después de que se escachó el carro, han
conseguido un nuevo auto con Armando, un vendedor Jagüeyense que
les logré presentar.
-Es cosa de locos preguntarte, a ti, por un carro. Y más loco
todavía, que seas tú el que consiga al vendedor -comenta
Mamá en Vida con mamá.
Pero, ¡tan contentos! los Villaverde con su nuevo auto (nuevo
auto, por supuesto, no auto nuevo). Fernando dice que el auto gasta
poca gasolina.
Los Villaverde son como la yuxtaposición. Cuando pienso en
ellos, pienso en la yuxtaposición cubana.
Y es que tengo sobre ellos, una visión como de cosas montadas.
Traslapar lo que se añade: por ejemplo, las barbas de Fernando
se añaden a su cara. O casa de la familia, con la ventana bajo
noventa grados, pero abierta a un nevado paisaje neoyorkino (en la casa
hay, también, un toca-discos, un no-aire acondicionado, y la
servida mesa bajo ventilador que cuelga del techo).
Los Villaverde pertenecen, también, a la cubana zona del
destartalo.
La yuxtaposición villaverdeana está, por supuesto,
integrada por piezas fílmicas (Fernando y Miñuca han
filmado documentales); piezas literarias (Fernando es crítico
del Herald y ha escrito un
libro de cuentos); piezas científicas (Miñuca dice amar
las Matemáticas, y le cuenta, a los Decanos de los Colleges, un
relato, a lo Roberto Luis Balfour Stevenson, sobre un título de
Doctora en Ciencias Físico-Matemáticas que se
quedó en Cuba); piezas fotográficas (Fernando y
Miñuca no sólo son fotográficos, sino
también fotógrafos); y etc.
Los Villaverde escuchan el programa Abre
tu corazón a Walter.
A veces, Fernando, cuando habla de política a secas, o de
política literaria, adopta el tono de un conspirador. Fernando
Rasputín. Miñuca finge, o cree, o finge creer, o cree
fingiendo, en el espiritismo entreverado con un budismo yanqui de la
década del sesenta. Miñuca es capaz de hablar hasta de la
paz del alma, por lo que un día Fernando y un amigo se cayeron
al suelo, ¡cuán largos eran!, cuando ella, precipitada en
su entrevero, les habló de la filosofía de Lao-Tse-Tung (Fernando y el amigo,
al caer en el suelo, se convirtieron en los ayudantes del Castillo de
Kafka).
Miñuca, ahora, adora a los gatos. Con los gatos se ha convertido
en una versión sagüecera de Sidonia Gabriela Colette.
(¿Sidonia Gabriela amaba a los gatos? Creo que sí, aunque
no estoy seguro. Me parece haber visto en el Rex Cinema habanero, allá
por los tiempos de la nana, un documental sobre Sidonia con gatos. De
todas maneras, haya o no haya visto el documental, o sea o no sea
así, Lezama hubiese dicho que Sidonia con gatos era una imagen
posible.)
Una leyenda, sobre Fernando, dice que éste perdió la
vista en Nueva York. Trabajaba con ácidos, o con tiras de cintas
cinematográficas, o con algo por el estilo, y por ello
perdió la vista. Edipo en Nueva York. Pero Fernando
decidió venir para la Playa Albina, y en la Playa Albina
recuperó la vista.
Una vez, Miñuca al mediodía se sentó, con Octavio
y conmigo, en la mesa de un restaurante rococó. Octavio se
empató con una camarera vieja que le habló de los bailes
del Central España. Miñuca encendió un tabaco.
Octavio, entonces, deslumbró a la camarera con su conocimiento
(¡recordador el muchacho!) sobre viejos boleros cubanos; pero,
aquí, sucedió lo tremendo. Un camarero, recién
operado de la cabeza, resbaló, bandeja en mano, por el piso
acabado de encerar. El camarero, después de ejecutar unos pasos
de danza, acabó en el suelo, pero no sin antes, con una silla,
darse un tremendo golpe en la recién operada cabeza. La cosa fue
demasiado triste, y entonces la vieja camarera, levantándose el
vestido, nos enseñó sus heridas rodillas. Resulta que
ella, nos dijo, y las demás camareras, debido a la
obstinación del dueño por encerar el piso a la hora en
que el local no se ha cerrado, también se habían
caído.
Y fue entonces que Miñuca se encabronó, y se
acordó de lo que pudo ser la revolución cubana. Y fue
entonces que yo me encabroné al pensar que el maldito
dueño del piso encerado todavía pertenecía a la
Cuba de antes (para entender esto, hay que leerse un libro de Historia
de Cuba). Y así, nos fuimos como un bólido del maldito
restaurante.
El suceso me puso sombrío. Miñuca también se puso
sombría.
Entonces al maldito Octavio se le ocurrió hablarle a
Miñuca sobre un filósofo llamado El senón de la Lea.
-Yo conozco a los pre-socráticos y no soy ninguna ignorante
-protestó Miñuca.
Pero Octavio, del todo, no tuvo la culpa, ya que,
simultáneamente, Miñuca es capaz de hablar de la
cuádruple raíz del principio de razón suficiente,
mientras que hace una de esas preguntas que sólo el Pequeño Larousse Ilustrado
puede contestar.
(Miñuca, quien se considera madre de una francesa, dice Mariquén cuando se refiere a
Maritain.)
Y los Villaverde tienen dos hijas: Viridiana y Paloma. Viridiana fue el
resultado de un íntimo homenaje que a Buñuel le hizo el
matrimonio (no sé si hay testimonio de ese homenaje.
Quizás lo haya. Pues los Villaverde cultivaron, en Nueva York el
Be-ing Without Clothes).
Paloma nació para nacer en París (esto es sintaxis de
Miñuca). Pero Paloma es ciudadana norteamericana, y así,
Miñuca simultáneamente nos dice que Paloma es francesa
pero que hay que averiguar si Paloma es francesa. En fin, que son dos
encantadoras muchachas estas Viridiana y Paloma: ellas pasan, por entre
el reguero de las yuxtaposiciones de sus padres, como infantas
velazqueñas a las que un estructuralista les hubiera retocado el
contexto.
Pero la cosa no termina aquí. La cosa es más complicada.
Yuxtaposición.
Pues los Villaverde son, y no son, al mismo tiempo. Esto del es y no
es, es algo de lo que hablé en los años de
Orígenes. Los Villaverde, por supuesto, no pertenecen a
Orígenes: ellos están, más bien, en algo que tiene
relación con el ICAIC: las barbas de Fernando son barbas ICAIC.
Ellos son, son y no son.
Los Villaverde son y no son por las siguientes piezas:
1.- Viven en la Pequeña Habana y oyen el programa Abre tu corazón a Walter,
pero no tienen nada que ver con la Pequeña Habana.
2.- Pudieran no vivir en la Pequeña Habana, pero nadie los puede
imaginar fuera de la Pequeña Habana. (De nuevo, para entender
esto, hay que leerse una Historia de Cuba).
3.- Son buenos padres de familia cubanos, pero nadie puede
imaginárselos como buenos padres de familia.
4.- Son padres de familia Be-ing
Without Clothes, y todo el mundo puede imaginarlos así,
pero entonces nadie puede explicarse por qué vinieron al ghetto
albino.
5.- Tienen un juvenil entusiasmo (Miñuca, a veces, dice ser
experimentalista) pero pueden ser amigos del anacrónico doctor
Fantasma.
Así que, en la yuxtaposición villaverdeana podemos
encontrar:
1.- Un reguero, pero reguero teñido con colorante de la Playa
Albina.
2.- Un cosmopolitismo que cabe dentro del folletín del ghetto.
3.- Una ventana abierta hacia un nevado paisaje neoyorquino, pero por
donde entra un soplo (Artaud habló de la numeración
cabalística del soplo) de 90 grados.
4.- Una nostalgia jipista de
la década del sesenta, pero una fatalidad de joven pareja que
comenzó con un primero de enero castrista.
5.- Y etc. Un etcétera con una posibilidad sagüecera
imposible, pues ellos, absurdos Villaverde, quieren ser
experimentalistas en una Playa Albina.
(A veces Miñuca, matemática escatológica, acaba
diciendo: Caballeros, no hablen
más mierda.)
Jóvenes fantasmas los Villaverde, también tienen, ellos,
algo de la vejez que nos toca a todos: son fragmentos de un
rompecabezas que nunca llegó a componerse.
6
Como acabo de publicar los penúltimos
poemas y los collages de un
notario, bien puede ser esta defensa de Fernando Villaverde como
lo semejante a un penúltimo...
¿Razón de ésta, defensa, para convertirse en
penúltimo? Pues, sencillísima la respuesta. Se trata de
que como estamos, bajo 94 grados, en una Playa Albina, tengo que
imaginar las piezas de esta defensa mientras conduzco, con mi brazo
izquierdo y evitando los desniveles, ese carro del Publix del cual ya
hablaré en mis próximos Espacios
para lo huyuyo, libro en preparación.
Imaginar, pues, con carrito del Publix y bajo 94 grados es, bajo esas
implacables leyes de la imagen (recordemos, sobre todo, esa ley por la
cual, al encender el chucho eléctrico se enciende la
constelación de Orión) que inventó Lezama, una
sorprendente manera de dar increíbles saltos.
Saltos, efectivamente. En mis susodichos espacios para lo huyuyo, he
matizado los relatos con la introducción de los boleros, y por
ello, consecuentemente, al sumergirme en ese mundo de chefleros
rococó, y de monóculo traducido de Max Ernst, que nos
ofrece el pintor Ramón Alejandro, no he dejado de introducir la
letra de aquel hermoso bolero (registrado en 1936, fecha clave para
mí) conocido como Campanitas
de cristal.
Por lo que, ahora también con Fernando Villaverde, no dejo de
colocar otro bolero del mismo autor de las campanitas, o sea, del
ínclito Rafael Hernández Marín, y que lleva por
título Ahora seremos felices.
Hay, en esta defensa, un fragmento de mis Rostros del Reverso, en que
amorosamente incluyo a los Villaverde. Y hay, también, la
inclusión de esa escena en que Fernando, como ciego
magnífico, me recibió bajo la espléndida
decoración de su apartamento de la Sagüecera.
Pero, ¿por qué no me adhiero a un Homenaje? Pues no, y
mil veces no, pues ya he dicho en mis Collages
del notario la aversión por los detestables homenajes
albinos.
Pero sí quiero que se lean estas líneas como testimonio
de adhesión a la labor llevada a cabo por Fernando Villaverde
con su libro Los labios pintados de
Diderot.
Novias
falsas
Del libro: Las tetas europeas, Término
Editorial, 1997
1
Desde Roma, por teléfono, pedimos a
unos amigos napolitanos que nos consigan un hotel no muy caro; he
estado llamando a algunos y es mi primer enredo con esa
caótica ciudad no logro comunicarme. Luego me
enteraré de que han añadido un prefijo a todos los
teléfonos de Nápoles.
Nos esperan en la estación,
frente al desordenado espacio de la plaza Garibaldi, un lugar que por
su fealdad sin orden ni concierto me parece de otro continente. Han
hecho, sin conocernos en realidad, son amigos de mi hija; ahora
los vemos por primera vez mucho más que tratar de
conseguirnos hotel barato. Nos llevan en auto, dándonos por
primera vez idea del empecinado laberinto que es conducir por
Nápoles, a un rincón escandaloso y mugriento, como tantos
tiene, de la ciudad. Es una tienda, prácticamente una covacha
abierta en la pared de un edificio; en su fachada, un letrero
pintarrajeado sobre un madero anuncia con nombre que se pretende
americano una tienda de discos y casetes: Bang Records.
Dentro me espera una patraña que mis
nuevos amigos me han explicado por encima durante el camino:
el
patrón del negocio, además promotor de
espectáculos de rock, nos va a presentar en un hotel cuatro
estrellas a orillas del puerto como colegas suyos, organizadores de un
próximo espectáculo, que vendrá de donde venimos
nosotros, la palabra mágica: los Estados Unidos. En el hotel le
harán, como de costumbre es lo pactado, a cambio de la
exclusividad para el albergue de sus artistas y de anuncios gratuitos
durante sus presentaciones , un sabroso descuento. Más que
sabroso: la rebaja lleva a cien dólares un hotel de casi
doscientos.
Lo que en cualquier lugar sonaría a
inocente trato entre negociantes, un favor por otro, aquí cobra
otro cariz: se lo dan el sitio en que estoy, este agujero donde los
discos se amontonan en depósitos improvisados con palos
claveteados y con rincones disimulados al fondo por cortinajes, como si
fuesen cabinas de audición, que dan, con su incesante entra y
sale de muchachos con sus lentes oscurísimos, sus orejas
perforadas por alfileres y atuendos abundantes en adornos de metal,
pretenden facha de peligrosos , la impresión infalible de que
aquí, para complacer los deseos de elación de la
clientela, se vende algo más que música. Mis amigos, a
quienes cuento luego esta opinión, no están seguros: a
veces es así, a veces no; en este lugar preciso ellos creen
más bien que ese ambiente oculto de la tienda es pala: ganas de
hacer pensar a una joven clientela con deseos de aventura que, al ir a
esa tienda, visitan un lugar del bajo mundo.
Sea realidad o teatro, el dueño
se ajusta a este paisaje torvo. De voz toscamente ronca, corpulencia
arremangada y cabeza rasurada de presidiario, es, en el mejor de los
casos, como si con esa indumentaria quisiera confundirse con sus
artistas más anárquicos, pasar por veterano
batería de un llamativo grupo punk. A su edad tiene de
sobra más de 40 , no importa lo promotor que sea, resulta algo
fuera de sitio, más bien un tipo abandonado, de malas
costumbres. A mis amigos les entiendo más o menos su italiano,
aunque se les sale mucho a ratos luchan, corteses, por
controlarlo, hacerse entender de mí, un extraño el
desgarbado acento napolitano, esa habla a la que las consonantes
resultan un estorbo. Pero a este hombre no le entiendo ni una palabra
cuando me pregunta, urgente mis amigos tienen que traducir, en
inglés atropellado , de dónde somos, mi mujer y yo.
Más preciso, tapando la bocina del teléfono y con un
chasquido fastidiado de los dedos: de dónde son nuestros
pasaportes. Americani, dice al fin, a la gente del hotel en el
teléfono. En la carpeta nos pedirán los pasaportes; el
dato es indispensable para el engaño. Un apretón de
manos, de persona acostumbrada a los tratos veloces, le basta como
agradecimiento.
A partir de ese momento somos mi mujer y yo,
para el hotel y quién sabe si para la Prefectura de
Nápoles, personajes falsos: promotores de espectáculos de
rock. Si no lo intuyo ya, lo sabré pronto: ahora sí
estamos metidos en Nápoles, ya somos parte de la ciudad, no
desentonamos. Nuestros mismos amigos nos lo confirman, cuando les
comunicamos cierta vacilación de nuestra parte: hay que
despreocuparse, en Nápoles las cosas son así; todos
están siempre tratando de entramparse mutuamente, de
engañarse.
Cuatro días son los que paso, en
total, en esta ciudad me bastarán para comprobar la verdad
de lo que me dicen. En diez viajes que doy, sólo un taxista me
cobra la tarifa; los demás manipulan el taxímetro de
maneras que ignoro y no puedo combatir, inventan sobrecargos que luego
me entero son inexistentes, insisten en llevarme a donde no voy, hasta
ponernos a punto del disgusto. En un estacionamiento, estando con mis
amigos y aprovechando que dos nos esforzamos por pagar, el encargado
nos cobra a ellos y a mí, y luego aduce que no puede dar marcha
atrás a la caja contadora, un antediluviano trasto que supongo
poco registrará. En la estación de trenes, cuando vamos a
tomar el Circunvesuviano, el cobrador trata de aprovechar mi
inexperiencia con las liras para darme menos cambio.
Y con todo esto no lo digo yo, lo saben los
músicos, muchísimos viajeros antes que yo, algún
embelesado poeta , algo tiene Nápoles. No sólo se
soportan estas constantes zorrerías, también esa
circulación enloquecida de autos a los que ninguna luz roja
detiene, calles lóbregas como pozos, de paredes color
alquitrán, agazapadas bajo los funiculares. Estas
sinvergüencerías acaban por comunicar algo de más
humano, más afable, que la exquisita corrección de otros
lugares, más asépticos y, en su trazado y
monumentos en cuanto al lugar, en geografía, muy
difícil vencer a Nápoles, hasta más hermosos.
Nápoles es una ciudad que se deja disfrutar y nosotros lo
hacemos: en unos días es como si pasásemos pasado casi un
mes, tantas vueltas damos, tantas cosas vemos.
Mi mujer tiene una razón particular
para darse banquete. Pocas cosas le atraen más en los viajes que
las bodas, las novias. Las ha seguido, fotografiado y
acompañado, hasta casi retratarse del brazo de los novios, en
Puebla, en Chartres, en Avila. Las persigue: apenas ve un lazo blanco
atado al banco de una capilla, se sienta a esperar la ceremonia; ve una
limusina frente a una iglesia y entra corriendo, dejando lo que sea;
hasta las busca en los avisos de los diarios. En Nápoles se
regocija: le tocan no sé cuántas. Ve preparativos, bodas,
festejos de bodas: nos asomamos a un refectorio del monasterio de las
Clarisas listo ya para el banquete tan suntuoso es que parece
irreal, una escenografía del Gattopardo: mesas con descomunales
manteles blancos, vajilla única con escudo, candelabros con
velones, servidumbre con una vestimenta que parece del Reino de las dos
Sicilias. Tomando un café al aire libre, vemos aparecer a una
novia que, con toda la magnificencia de su traje largo y hasta el ramo
de flores en la mano, se atreve a interrumpir a media mañana el
tráfico del centro de Nápoles y, viniendo de la iglesia
de san Francisco de Paula, entra con sus galas y sus principales
invitados a celebrar en lo que los siglos y las guerras han dejado del
café Gambrinus.
A todas las disfrutó en Nápoles,
a las novias y las evocaciones de las novias: la que abraza a su esposo
desde hace dos milenios en Pompeya,
la que ofrece un ex voto a san Gennaro pidiendo el retorno de un marido
que cree la ha olvidado, infiel en América. Disfruta hasta a las
que resultan falsas: más de una; no siempre lo sabemos de
inmediato.
2
Subo a la azotea del hotel, un undécimo
piso. Si desde mi balcón la vista era hermosa, desde aquí
es inigualable: las dos boquitas del Vesuvio, asomando entre la bruma,
la cordillera de Sorrento con sus playas que no visitaré, justo
enfrente el inesperado promontorio del Castel Nuovo. Una fortaleza
medieval que, con tantas fotos de Nápoles como me han pasado por
delante, jamás vi hasta hoy. Al fin, después de tanto
codiciarla, tengo ante mí Nápoles. Con esa curva de su
bahía que siempre, viviendo en Cuba todavía, me recordaba
la curva sensual, como el giro de una cadera con su nalga, de la
bahía de La Habana. Dos ciudades a cuál más bella;
las dos arruinadas sucesivamente por las guerras, declaradas o sin
declarar. Las dos, en su belleza, posibles sólo en estos mares
donde nacieron, mediterráneos.
Subo a la azotea esperándola
sólo para mí y me encuentro con que no es así.
Bien concurrida está, con una animación que no le supongo
demasiado habitual: un grupo, de cuatro o cinco personas, toma fotos a
unos novios. Es evidente: por la belleza de su paisaje han escogido
este sitio para la foto de bodas de la pareja; mucho mejor que
cualquier estudio, tenga los decorados que tenga, u otros
rincones muchos habrá de tono más
íntimo. Con la amplia vista que se contempla desde aquí
quieren presentar a estos novios como gente de fogaje, efervescente.
Ella lo tiene; desborda energía.
Ver a esta gente me alegra; es una
eventualidad que anima la azotea. Me entretengo observando
retirado a un lado su labor y, sin malhumor, no puedo evitar el
pensarlo: esto de las fotos de novias me
está resultando ya
excesivo, aquí y en todas partes. Demasiado andamiaje, como si
en vez de servir las fotos para registrar un acontecimiento,
éste se estuviera organizando, montando, por el solo gusto de
presentarlo ante la cámara. Este es por todo lo alto; traen
luces, una coqueta portátil con el maquillaje; para una foto,
han cargado con el estudio de fotografía completo, gente y
enseres.
Su labor es lenta, concienzuda; su aire es de
tener para esto, si se les antoja, toda la mañana. Preparan la
posición de la cámara y de los modelos, hacen pruebas:
ella sentada en un aparatoso butacón, colocado inesperadamente
al aire libre, con el novio, asumiendo el aire erguido y severo de la
más rancia tradición, de pie a su lado; un matrimonio del
siglo pasado a la intemperie. Luego ella de pie, con él al lado,
viéndola lanzar impetuosa, hacia el cielo encima de la
cámara un utilero tiene que correr a cogerlo por los aires
a cada foto, su ramo de flores.
Pasa tiempo entre foto y foto; hay que peinar
de nuevo a la novia; el viento, al deshacerle el pelo, hace resaltar lo
hermosa que es: un rostro de rasgos marcados, como en un grabado, por
el sol y la sombra, envuelto por el cambiante nubarrón de su
suelto y frondoso pelo negro.
En medio de esta sesión que tan
aparatosa me resulta y que presencio lo más discreto posible, un
detalle me choca, llega a molestarme, en la actitud del
fotógrafo y sus ayudantes con la novia.
Todos son jóvenes, es cierto. Tienen
derecho a jugar como muchachos. Nada mejor entre los jóvenes,
nada más sano que un poco de desfachatez. Tratar con
alegría, tomar a broma las cosas del amor, hasta tirarlas a
relajo, da bienestar. Pero aquí la cosa no es de compadres; con
el novio delante, tiene un lado oculto, como de broma agazapada, ese
trato que dan el fotógrafo y sus ayudantes a la recién
casada; como si tomasen a su pareja por tonto. Quizás lo sea;
pero en estos días de la boda, ese descaro de aprovechados me
fastidia. Son los días especiales de estos novios; por lo menos
ahora, deben, aunque sea entretenido, dejarlo disfrutar, a él
solo y sin interrupciones, de su papel.
La novia, por demasiado linda y acostumbrada a
los piropos, a los halagos y los constantes coqueteos eso no lo duda
nadie; únicamente metida en un convento no los habría
escuchado , no parece darse bien cuenta del papel que pinta, lo mal que
hace quedar a su prometido. Toma como si tal cosa, puedo verlo, los
insistentes escarceos de esta tropa fotógrafa, hasta cuando se
propasan no lo digo como medida moral, sino de tolerancia del
novio, y lo hacen con ganas.
La jarana llega al colmo: el novio deja unos
momentos la azotea para, huyéndole al viento, ir a encender un
cigarro al cuarto cerrado que forma el tope de las escaleras. Deja el
campo libre. El fotógrafo y sus ayudantes tan
jóvenes como la novia, un enjambre de codiciosos avispones ,
fingiéndose todos expertos modistas, compiten por ajustarle a la
muchacha el vestido, alisarle un pliegue, abofarle las capas de tul de
la falda; metiendo los dedos hasta donde quieren, le suben un poquito
el escote. En realidad lo que hacen sólo un cegato o un lelo lo
dejaría de ver es manosearla a su gusto, sacándole a
veces risas, más cómplices que cosquillas. En ese
trasiego que se pretende estético le registran, hasta donde ella
les permite boba no es, más bien experta; sabe pararlos como si
no lo hiciera ni le preocuparan: con un giro del cuerpo, un alzar de la
mano, movimientos pretendidamente casuales, los rincones.
El novio, en la luna. Ella, más falsa
no puede serle. Como si ese prometido y su dignidad, aunque fuese entre
apariencias de jarana, le importaran un bledo. Tampoco es como para
salir en defensa de este pazguato. Se pasea fumando al viento con aire
bobalicón, como si su rozagante novia fuese ya compra hecha; es
quien menos atención le presta. Más le dedica, con ese
peine que se saca del bolsillo cada par de minutos, a su apariencia.
Perdonándole esas presunciones de niño lindo, alguien
tendría que decírselo: arranca en el matrimonio con mal
pie; se está jugando exhibir en cosa de meses una corona peor
que la de espinas.
No dejan de hacer fotos; al paso que van,
tendrá ella un álbum de boda en dos volúmenes.
Compiten, el fotógrafo, sus ayudantes y los propios novios, por
inventar nuevas poses. La que más trabajo les da: la suben a
ella sola a una tarima, cerca de una esquina de la terraza por donde
corre el viento, y con el novio relegado al fondo se la merece,
esta foto simbólica, observándola desde un segundo
plano, la toman de perfil, de mil maneras, hasta encontrar la pose
favorita, a la que dedican medio rollo: con el vestido y su cola
flotando por los aires, levantados por el viento, como si ella fuese el
relieve de proa de un navío. Exageran: olvidados ya de lo que
son las fotos de una boda, la voltean en gesto de altiva diosa hacia la
cámara, le colocan los brazos algo hacia atrás las
cintas de su ramo de flores, todavía en su mano derecha,
también vuelan, entregada al viento, agradeciéndolo.
La pose de la muchacha, con el cuerpo algo
inclinado hacia adelante, esa algarabía que arman por los aires
las telas que la envuelven, evocan sin equivocación me
imagino que lo hacen a propósito, una imagen clásica,
bien conocida: la Victoria de
Samotracia, con brazos y vestido al viento en lugar de alas
extendidas. Esa noche, cuando hago el cuento a mis amigos, no
entienden, cuando llego a esta comparación, de qué les
hablo, qué les quiero decir. Me esfuerzo; pienso que algo digo
mal en italiano. No es posible que estos jóvenes, alguno
estudiante de diseño, no conozcan una imagen tan repetida como
la Victoria Alada. Al fin, uno de ellos cae: ¡Niké!,
grita, soltando carcajadas, cuando imagina ese exceso de rebuscamiento
para las fotos de una novia.
Con su grito, caigo en cuenta. En Nápoles, ese Niké es el
nombre de la Victoria. Aunque estemos en Italia, los milenios no han
podido borrarlo: esta ciudad fue parte, uno de los linderos de la Magna
Grecia.
(…)
5
Nos enteramos, por la televisión del
hotel, del escándalo que conmueve a Nápoles. Tenía
que ser: una novia. Es temprano y mi mujer prepara, antes de bajar a
desayunar, un maletín con unas pocas cosas para irnos dos
días a Capri. La noticia la interrumpe, deja de empacar; no
puede distraerse, quiere enterarse bien de qué pasa con esa
novia.
El acontecimiento, que tendrá en
suspenso a la ciudad por lo menos hasta que nos vayamos, es, como
cuento, poco novedoso: una jovencita se ha escapado de su casa el
día mismo de su boda. Más grave: dejó al novio
plantado ante el altar. Como es de suponer, no se ha ido sola; junto a
su foto, el noticiero matutino presenta la de un hombre más o
menos de su edad, en todo caso de aspecto más curtido: su
compañero de fuga. Son los pormenores, de los que nos iremos
enterando poco a poco, los que causan revuelo y dan interés a la
noticia, su sabor.
La novia es rica, hija de ricos; su raptor
así lo llama la familia, negando, contra la corriente de los
hechos
que pueden irse conociendo, cualquier complicidad de la joven en
su desaparición no. Los prófugos se conocían y es
de presumir que bastante bien; vivían, como quien dice, bajo el
mismo techo: el muchacho era guardaespaldas del adinerado padre.
Una nota de adiós de la desaparecida
parece desmentir cabalmente las acusaciones lanzadas por el furibundo
padre contra su aspirante a yerno. En ella proclama la joven su amor
sin límites por quien es ahora su compañero de aventura,
cuidándose además, en una solitaria frase gentil, de
pedir disculpas al novio abandonado en plena ceremonia; le pide
perdón, por haberle no es que ella use esas palabras, pero
eso es resultado falsa. El indignado padre más furioso se
le ve que pesaroso sólo ruega a su hija que regrese,
prometiéndole la luna si lo hace y acatando, si ésa es,
su voluntad de no casarse con el novio formal, quién sabe si
impuesto; con más tesón, no para de acusar al amante
cómplice, sustituto de última hora; doblemente culpable
lo considera, por raptor y traidor: ha burlado, desde dentro, la
confianza de una casa donde fue prácticamente un recogido.
Con frases como ésta empiezan a salir
otros detalles. No quisiera estar en el pellejo del fugitivo cuando me
entero, por la abundante noticia, del dato clave. Lo entiendo con
dificultad: mi mujer sabe menos italiano que yo y notando no
sé cómo; pero lo nota que me estoy enterando de cosas que
a ella se le escapan, me pide, insistente, que la ponga al tanto.
Intento callarla a manotazos, sin responderle; mi italiano está
bien lejos de ser perfecto y su voz, que me impide oír algunas
frases, se suma a las palabras que no entiendo para confundirme. Pero
aunque me pierdo algo, de lo más grave sí estoy seguro:
si el padre ricachón tiene guardaespaldas varios;
enseña la televisión a más de uno, apostados a las
puertas de la casa, no es porque la profesión de ejecutivo o de
político, ni siquiera de comerciante próspero, le haga
temer un inesperado secuestro que ponga en peligro sus millones. Sin
cuidar sus palabras así de notorio será el hombre,
el periodista de la televisión lo identifica como jefe de la
camorra, esa variante de la mafia que tiene su capital en
Nápoles y controla la Catania y más allá.
Sólo supongo, al guardaespaldas
fugitivo, dos motivos: o una audacia que me resulta muy mal
aconsejada se cree capaz, él solo o con unos pocos
compinches, de burlar a esa vasta pandilla y arrancarle al padre varios
millones de liras, a cambio de devolverle a su hija más o menos
impecable, o un amor tan desesperado y ciego como el del joven Abelardo
por Eloísa y, mucho me temo, camino de tener para el impulsivo
enamorado consecuencias igual de lamentables.
No trata con principiantes; no le supongo
clemencia a sus perseguidores, por mucho que la novia pueda suplicar,
de ser cierto ese amor que proclama su nota de adiós, que se lo
dejen intacto. Por el colofón de la noticia, dado desde el
estudio de televisión, nos enteramos: la policía
está peinando, de momento, todo el sur de Italia. No dice el
noticiero una segunda parte, que imagino sin dificultad: lo mismo
estará haciendo a estas horas, con más celo y
probablemente más eficacia, hasta el último recluta de la
red de la camorra.
Doy un último vistazo, desde el
balcón de nuestra habitación en el hotel, a esta orilla
de Nápoles y su bahía. Es una vista que invita al
regocijo. Bajamos con las dos maletas pero no nos las llevamos con
nosotros: el hotel las cuidará en nuestros dos días en
Capri. Nos vamos con equipaje de luna de miel: apenas una muda para
cada uno, en un bolsón de mi mujer. Es bien de mañana;
regresaremos mañana por la noche. Imaginamos dos días
apacibles, con esa tranquilidad que no hemos tenido en estos
vertiginosos paseos por Nápoles, que ni siquiera me han dado
tiempo para contarle a mi mujer pienso que ahora, con toda mi
calma, podré hacerlo , lo que contiene el segundo recinto,
espeluznante, del museo de Sansevero.
6
Paso, una vez recorrida la muestra de
escultura, a la otra parte del museo [de Sansevero], bien distinta.
Aunque inseparable de éste de Sansevero se trata en esta
segunda estancia; el personaje que dio nombre a este edificio, su
palacio, es un ala bien dispar e inesperada para los no avisados: una
especie de homenaje a la alquimia, a sus hallazgos más
fúnebres. Comienza con un macabro monumento a una novia que fue
falsa, y a su amante.
Consiste, esta primera muestra impresionante
quien preparó el museo, no tuvo sentido dramático: lo
demás será anticlímax en dos figuras de
tamaño natural. Tienen que serlo: son dos personas, momificadas.
Digo momificadas y digo mal. Preservadas están, pero todo lo
contrario que momias, cuyo propósito es hacer al muerto real:
mantener la piel tersa en lo que cabe, fingir durmiente al fallecido.
En Sansevero los dos cuerpos se presentan, sin velos ni mortajas, como
dos cadáveres, en todo el horror de la muerte.
Más completos sus restos que ninguno:
como figuras anatómicas, para estudiantes, de tamaño
natural. Dos esqueletos, pero llenos: sus vísceras se aprecian
intactas en el interior de sus osamentas, como descarnados
recién muertos. Algo más extraño rodea a los dos
cuerpos: algo así como una nube de estropajo negro, a ratos
vaporosa, más densa a veces. Pertenecieron los esqueletos
a un lego como yo, nada lo indica así, al primer vistazo a una
mujer y un hombre; ella es la que fue esposa del pavoroso alquimista
Sansevero. El, el desdichado cuyo baldón recoge el largo
documento adosado a la pared, junto a estos restos: vino a parar a esta
innoble vitrina, a exhibir para siempre sus entrañas junto a las
de la trágica condesa, porque el implacable conde los
asesinó a los dos, creyéndolos amantes.
Con esta demostración de ferocidad
celosa, alucinada, quién sabe si lo fueron. Bien pudieran haber
sido víctimas de un Otelo que rumió solitario sus
sospechas, hasta creerlas, sin hacerle falta un Iago. En todo caso,
juntos han quedado para siempre, aunque sea como dos pavorosos
esqueletos, exhibidos en esta pública vitrina. No están
por el gusto de perpetuar una picota, de llevar su vergüenza a la
plaza pública: fue el poder alquímico del marido burlado,
el experimento para el que le sirvieron como primeros y únicos
conejillos de Indias el conde murió pronto quizás; como
Otelo, arrepentido, poco después de consumar su crimen,
llevándose a la tumba su secreto jamás reproducido, el
que los trajo aquí, a exhibir para siempre la desnudez penosa de
sus huesos y sus órganos. La sabiduría del conde
Sansevero, sacada de sus libros medievales algunos veré en
exhibición, más adelante, los dejó así como
los veo: dos fenómenos sin paralelo de la necrología.
La nota en la pared intenta explicarme: el
vengativo aristócrata, enterado de la infidelidad de su mujer,
vengó su deshonra probando con éxito en ella y su
enamorado el filtro que recién había logrado combinar en
sus alambiques; una sustancia cuyas propiedades, excepcionales para la
medicina y los estudiosos, resultaron, como puedo ver siglos
después, espectrales: al revés que en la
momificación, su extracto, al inyectarlo, destruye como un
ácido los músculos del cuerpo, junto con ligamentos y
cartílagos, esa arquitectura exterior que, sostenida por el
esqueleto, nos da forma. Deja en cambio en perfecto estado de
preservación, no sólo el esqueleto sino las
vísceras: el cerebro, las contenidas en el pecho y el abdomen.
Para mayor rareza, queda igualmente intacto el sistema circulatorio,
ese regadío por el cual el filtro bien puede llamársele
ponzoñoso en este caso llega hasta el último
rincón del cuerpo envenenado, lo mata. Es el sistema
circulatorio eso que envuelve a los cadáveres insepultos como
una extraña membrana, una malla de finísimos cables
negruzcos, entrelazados sin ton ni son, hasta los más tenues
vasos capilares. Con su color carbón, dan la impresión de
filamentos quebradizos, una intrincadísima red de finos cables
metálicos hace mucho enmohecidos.
Horrendo fue el castigo que propinó
Sansevero; haciendo honor a su nombre, severísimo. No sé
si, metido en sus experimentos, también eso pretendía:
dejó a su mujer y a su amante, para siempre, con la apariencia
de mayor fealdad posible, monstruosidades truculentas. Se
anticipó a la imaginación de los modernos
muñequitos de horror, dándoles esa combinación de
muertos vivos. El veneno del conde aniquiló la piel, lo que nos
resulta más humano, la apariencia; preservó en cambio,
visible, el interior, la bazofia. Ha dejado para siempre a la pareja
culpable, a esa esposa que le resultó falsa y a su galán,
convertidos en dos repugnantes sacos de tripas.
Un último detalle, el más
repelente. Se regodea en subrayarlo el volante que leo: puede notarse,
dice, cómo el vientre de la mujer delata, con su leve
dilatación, que la condesa asesinada estaba embarazada. No dice
el texto es también perverso; como no puede afirmarlo, lo deja a
la imaginación de los espectadores, sabiendo qué
pensarán lo que pretende insinuar con esas mañas: ese
feto que quedó ahí recién concebido es fruto
culpable, la razón patente de que exista esta macabra
exhibición. Lo sabía el conde quién sabe si
incapaz de tener hijos o hasta impotente; si, con rigor cartujo,
insoportable para su desposada, cumplía desde hacía meses
una casta cuaresma ; al notar preñada a su mujer, esa
concepción a destiempo, esa semilla dejada por el amante en un
vientre que jamás debió visitar, delata el engaño
y le hace decidir el horrendo castigo.
Insiste el documento del museo: no se sabe
cómo lo hizo; murió poco después.
Pensándolo bien, es lógico: Por muy cruel que haya sido,
imposible vivir viendo desintegrarse día a día, ante sus
ojos, a quien había sido su mujer; contemplar la repugnante
forma en que se hace realidad, en su laboratorio, la
descomposición de las dos macabras figuras.
La exhibición sigue, pero va en
pendiente. Visto el resultado, se exponen los medios, cuando
debió ser al revés. Un salón con probetas y
alambiques, que me recuerda el aula de química, anticuada ya
entonces, de mi bachillerato. Una escenografía, más que
antigua, pasada de moda, posible para filmar el laboratorio del doctor
Jekyll, el del doctor Moreau de Wells.
Ya en la calle, pensando en estas ficciones,
libre del impacto inmediato de tener los cuerpos delante, me los
represento y me viene la duda, a medida que los voy imaginando y revivo
los rasgos de esos hígados rojizos y esos pulmones cenicientos:
¿serán verdaderos esos cuerpos, esas entrañas?
¿Serán reales? Creí, por costumbre, lo que me
decían. No se va a un museo a dudar de la veracidad de lo que se
ve, como no sea por culpa de esos artífices, creadores de falsos
Vermeer o Cézanne, que engañaron
también a los expertos. La profesión del museo no es
mentir.
Pero ahora reconozco dónde estoy, me
veo otra vez en plena Nápoles. Paso ante la iglesia no
recuerdo su nombre por donde se entra al revés, por
detrás del altar. ¿Será cierto lo que vi, lo que
leí? Sospecho que, una vez más, me he dejado embaucar
en Nápoles. Recuerdo esas superficies viscerales tersas y
bien acabadas que el elíxir supuestamente preservó: el
verdor de la vesícula; ese corazón bien en su sitio, con
la aorta y las cavas encajadas. En la memoria, se me parecen cada vez
menos a una masa orgánica alguna vez viviente y más a
objetos fabricados para estudiar anatomía; de plástico o
de cera. Piezas articuladas incluso, que pueden zafarse, para permitir
al estudiante, una vez desenganchada la plancha exterior, ver por
dentro los órganos, las cavidades del estómago o los
alvéolos pulmonares. Esos filamentos circulatorios son muy
oportunos: nublan la vista, no dejan ver del todo bien, con claridad,
los restos. Rodean a los
fabricados cadáveres con esa brumosa enredadera de cables
ennegrecidos.
Debo reconocerlo: no lo sé. Me entra la
sospecha pero también me resulta un tanto excesiva; sería
un truco del mismo estilo que la sirena fabricada hace más de
cien años por el circense Barnum, al unir con poca piedad el
torso de una mona con la cola disecada de un pez. Para colmo, en estos
tiempos donde tanto abundan el fraude y, en consecuencia, la sospecha.
De haber subterfugio, alguien lo habría delatado. Más
fama tendría el truco por serlo, por su elaboración y su
osadía.
Al mismo tiempo, estoy en el sur de Italia.
Cerca, los napolitanos acuden anualmente al ritual de ver licuarse la
sangre de san Genaro. Pronto, en Sicilia, visitaré las
catacumbas capuchinas y veré en ellas cinco mil muertos y a una
niña tan intacta como el día que murió, hace
décadas. ¿Otra exhibición sospechosa o rasgos
macabros de una región, esta Italia meridional, en la que
parecen brotar y ser cosa de todos los días estas
fantasmagorías de ultratumba, sin que a nadie inquieten,
más allá de hacerse sin pensarlo cuatro cruces?
Me quedo, me quedaré sin saberlo a
ciencia cierta, sin el convencimiento. No sé cuánto de lo
que he visto la exhibición, las acusaciones contra su
mujer de Sansevero es cierto o falso.
7
Capri es, a la vez, un encanto y una
decepción. Sobrecoge su paisaje: esos dos peñascos que
salen del agua a pico en sus dos vertientes mucho más
alto, el de Anacapri y la han hecho comparar siempre, con su
hendidura central, a una montura; encantan sus callejuelas donde se
camina entre arbustos floridos, el desordenado reguero de sus casitas,
como derramadas por las pendientes. Decepcionan los turistas, el que
sean mayoría, de la que no me excluyo: nuestro congestionado
estruendo por lugares que debieran ser tranquilos, esa abigarrada
fachada de mal gusto que se ha armado para recibirnos, atendernos,
complacer nuestra sed de recuerdos baratos: sartas de tiendas de donde
se desbordan las chucherías repetidas, muchas idiotas. A veces,
qué remedio nos queda a los extraños, con el atractivo
artesanal de lo que no vemos todos los días y que saben dar los
pueblos del Mediterráneo hasta a sus peores baratijas.
Un amigo que visitó esta isla hace
veinte años me advirtió que no hiciera caso de esta
Capri: no es cosa de eludirla pero lo bueno es ir a sus senderos
campestres y, sobre todo, esperar a que caiga la tarde y se vaya el
último lanchón con turistas. Es entonces, me contó
con soñador disfrute, que Capri es Capri: un pueblecito
tranquilo, maravilloso; un rincón perdido en una de las islas de
más encanto de Italia, a la que le sobran. No sé si
creer
tan optimista vaticinio: el paso de mi amigo por aquí fue hace
ya demasiado tiempo.
Después que dejamos el muelle y subimos
al pueblo de Capri, el ambiente es algo mejor. Nunca agradable del
todo: las mismas filas de tiendas, cafetines y restaurantes con aspecto
agradable pero con colas de clientes esperando en la calle o a la
puerta, dándoles un aire de urgencia que los echan a perder.
Sobre todo, el ir y venir constante de los turistas sin rumbo; son, con
su lento andar contemplativo, filas de zombis.
De todos modos, he aprendido en otros lugares
igualmente hermosos, imán de viajeros de un día, a pasar
esto por alto. Capri es demasiado bella como para no disfrutarla y al
fin y al cabo, no podemos ser pretenciosos: somos como ellos, turistas
de paso. El mejor secreto es serlo: confundirse con el enjambre para no
verlo. Decido disfrutar Capri y ser en ella, hasta que no llegue ese
prometido atardecer autóctono, un turista más: y aunque
sean miles, me agradan los títeres, de todos los tamaños,
que representan a Pinocho: demasiado quise siempre a este personaje
para no sentirme feliz de verlo aquí en su tierra, así
sea en esta excesiva abundancia. Aunque no deja de pasarme gente por
delante, como si estuviera presenciando un desfile, me siento feliz en
la terraza de un café con la vista que se abre intermitente ante
mí: ese mar muchos metros más abajo, y a lo lejos.
Queremos hospedarnos en un hotel de las
afueras, que da sobre un camino de campo retirado, pero no podemos. Es
octubre y hemos ido a la aventura, sin reservación, contando con
encontrar sitio vacío, ya que la temporada está en sus
últimos días. Es así, en efecto; pero no como
esperábamos. Igual que los turistas son menos no quiero
pensar en las hordas del verano; volverán infernal un lugar
llamado a ser paradisíaco, también muchos hoteles, sobre
todo ésos que preferimos de las afueras, han ido cerrando hasta
la primavera que viene. En uno de los más distantes del
centro más bien una pensión, una casa de familia de
dos pisos, más allá de una especie de túnel de
buganvilias, nos vuelve la esperanza: en el portal tiene colocado
todavía el letrero donde anuncia habitaciones disponibles.
Pronto se nos va la ilusión: cuando,
después de subir al portal está en un primer piso;
ahí empieza la casa, adosada a la colina, llamamos al timbre,
sale de mala gana, después de hacer lo posible por ni siquiera
abrirnos, despidiéndonos a voces desde el otro lado de la
puerta, una vieja. Por su uniforme y sus maneras cortantes pero siempre
con la condescendencia de quien sirve, una criada. No hay caso: la
pensión cerró ya por el invierno, abrirá de nuevo
en abril. Como para compensar la mala noticia, la mujer nos entrega una
tarjeta de la casa, con el teléfono, de Nápoles, al que
podemos llamar en el invierno para hacer reservaciones, siempre
necesarias en esta concurrida isla. Como si llegar a Capri no la culpo;
no lo sabe fuera para nosotros cosa de tomar el tranvía.
Mientras nos da sus razones, retira presurosa
la mujer, con gesto de quien ha sido sorprendida in fraganti en un
error, el engañoso letrero que anuncia las habitaciones
disponibles. Es seca, rápida; tampoco puedo decir que grosera;
nos sugiere un hotel cómodo, barato, y enterada por encima de
qué buscamos, no tan céntrico.
No tengo por qué no creer lo que me
dice; lo acepto y no me ofende la premura con que nos despide.
Querrá cerrar la casa ese mismo día, terminar de una vez
sus labores en ella e irse, a pasar los meses de invierno en la suya de
verdad, tal vez en Nápoles. Eso pienso conforme, yéndome
ya, cuando al disponerme a bajar las escaleras descubro a un costado de
la casa, a este mismo nivel, una terraza. Tiene varias mesas,
dispuestas como para servir allí los desayunos, puede que
meriendas. Me detengo un instante observando esta terraza; dos
segundos. Me da tiempo a mí y a mi mujer; lo
comentamos enseguida, bajando las escaleras para ver cómo,
por un ventanal de la casa que da a la terraza y ahora está
cerrado, se asoma, retirando con disimulo una cortina, una mujer. Si no
quiere ser vista, es imprudente. El sol da de una manera que la deja
ver con claridad; ningún reflejo en el vidrio, ningún
resol, la esconde. Ese segundo es suficiente: es una mujer de
más de sesenta, bien llevados; elegante, aunque sea informal,
con ropa mañanera. Debe ser la señora de la casa,
propietaria de la pensión. Otra cosa también es evidente:
ella, la casa entera cuántos más serán,
quién sabe ha estado espiando nuestra conversación
en el portal.
Mi primer pensamiento es bien sencillo: la
casa no está cerrada; simplemente, esa mujer selecciona a sus
huéspedes y no nos quiere allí. Lo que nos dijeron fue
cuento, un subterfugio. A media cuadra, le cuento esto a mi mujer. Me
mira con ojos que le conozco: no puede creer que sea tan tonto.
Rechaza, sin aclarar por qué, mi hipótesis. Y cuando le
pregunto, debo escucharle la suya y no puede resultarme más
novelera: esa vigilancia, el gesto a hurtadillas tras la cortina, le
revelan, a las claras, una situación mucho más espinosa:
tras esa puerta donde estuvimos están, ocultos, los novios
fugitivos.
No puedo creer que sean en serio semejantes
elucubraciones y se lo digo. Me da más intuiciones que razones;
le riposto con las mías, también endebles estamos
hablando, los dos, de lo que no sabemos y nuestra
conversación se va acalorando, deriva inevitablemente hacia lo
personal. Mejor dejarla; no hemos venido a Capri a pasar malos ratos.
La interrumpe del todo la llegada al hotelito donde, por fin, nos
quedamos. Aunque está en zona ruidosa y transitada, conseguimos
un cuarto al fondo, desdeñado por pequeño, donde altas
enredaderas sirven de tapia al ruido de la calle. Desde la cama,
tumbado, veo las colinas.
8
En unas horas nos instalamos, paseamos,
almorzamos pasamos de nuevo por delante de la pensión que
no nos recibió. Vamos de excursión a un extremo de la
isla, a las ruinas del palacio que se construyó allí
Tiberio. Más bien, uno de los palacios; el emperador, que amaba
a Capri, tuvo aquí varios. Vamos al que apunta a Nápoles,
el dedicado a Júpiter. Está en uno de los lugares que el
sibarita monarca supo bien escoger; con ellos dejó
señalados, a generaciones posteriores, algunos de los paisajes
más hermosos de la península desde cuyo centro gobernaba
medio mundo de entonces, sus dominios romanos. Este sitio, al que
llegamos al cabo de una hora de marcha, es realmente hermoso como
pocos: desde él, sobre un promontorio que cae varios cientos de
metros hasta el mar, se domina, a la inversa que desde la ciudad, el
panorama de la bahía de Nápoles; cuando no hay bruma se
divisa la silueta de la ciudad. Hoy hay poca pero basta para hacerla un
espejismo.
Habiendo previsto el engaño, aunque
fuese por motivos distintos a los de mi mujer, menos accidentados, no
me sorprende descubrir, estacionado delante de la pensión, un
auto. Pequeño, como todos los de Capri, pero debe ser una
especie de limusina para viajeros especiales: un chofer de uniforme se
recuesta en su asiento dentro del auto, arrimado a un lado del camino
para que no estorbe el paso. Está claro: en él llegaron
los esperados huéspedes; ocupan ya las habitaciones que no
quisieron alquilarnos. A mi mujer le es fácil rebatir esta
impresión mía en un dos por tres; como en mi caso, la
presencia de ese auto no hace sino remachar su deducción. No hay
viajeros tras esas paredes, no hay huéspedes. Dentro de la casa
está ahora, no le cabe duda, el capo camorrista; vino en ese
auto que, me restriega, es un Mercedes. Lo dice con una seguridad que
no comprendo, como si esto fuese una playa para obreros. Al fin,
terminamos poniéndonos tantos obstáculos mutuos que
discutimos en el aire, como bobos, con nuestras dos deducciones
deshechas. ¿Por qué iba a andarse ella con tanta
prosopopeya con nosotros, en vez de decirnos simplemente que
tenía alquiladas las habitaciones?, me dice mi mujer.
Difícil contestarle de manera rotunda, aunque puedo suponer
huéspedes habituales y tardíos, esperados hasta
último minuto. ¿Qué iban a hacer los fugitivos
aquí, después de tanta alharaca, en un lugar al que el
padre ha venido como quien va a un sitio conocido, de visita? Tiene
todavía menos sentido, como si los sucesos del mundo vinieran
siempre a ponerse a nuestros pies. Afanes de aventura.
Y en el instante en que, camino arriba, dejamos atrás la casa,
se oyen venir del interior voces más altas de la cuenta, de
pronto descompuestas. Son de un hombre y la respuesta, nada
débil pero breve, cortante, de una mujer. Al escuchar el
desusado griterío, mi mujer me mira sin decir nada, con aire
triunfal. Como si, en Italia, el que un hombre y una mujer discutan sea
algo insólito, un acontecimiento. No comprendo esos aires de
victoria; mi mujer calla, como si los hechos le diesen la razón
y no le hiciese falta una palabra más.
Dos veces, en dos días, visitamos las
ruinas del palacio de Tiberio. Aunque en sí mismas son notables,
damos la caminata por ellas y por el sitio: los riscos hasta el mar, el
panorama: al frente la bahía, detrás Capri, su verdor y
sus casitas en pendiente. La segunda vez que vamos es al día
siguiente, casi con el amanecer. La víspera, al caer la tarde,
visitamos Anacapri: una decepción, mejor el viaje que el lugar.
Este, se nota a la legua por lo menos esa impresión nos da
, es una escenografía para atraer turistas y aliviar la
congestión de Capri, un lugar a lo Walt Disney. El viaje en
ómnibus, en cambio, emocionante: la angosta carretera, carente
de bordillos, asciende rodeando las laderas de la montaña hasta
verse por la ventanilla los veleros un kilómetro más
abajo, como desde un avión, al pie del abismo que sólo
centímetros separan de nuestras ruedas.
Mi amigo tuvo razón: de noche Capri
tiene, por lo menos en otoño, vida propia: la animación
de un pueblito visitado, de un lugar a donde se va a ser feliz y en el
que los locales tratan de obsequiar esa felicidad a los visitantes,
compartirla. Tienen de sobra. Han cerrado casi todas las tiendas y
desaparecido la ansiedad por ver, comprar, mirar, andar. Todo se hace a
su debido tiempo, con su ritmo propio, la vida por delante. Ahora, al
ser pocos los que nos hemos quedado, nos tratan mucho más como
en familia.
Al día siguiente, el último de
los dos que pasaremos en Capri, ningún plan nos parece mejor,
para disfrutar la luz de su amanecer, que otro recorrido por el trillo
que lleva a las ruinas de Tiberio. Hay otros lugares recomendados al
turista que no veremos pero nada nos importa menos: mejor
familiarizarnos con uno solo que dispersarnos por un montón de
sitios que, vistos a la carrera, se nos borrarían pronto de la
memoria, se los llevaría el viento.
Aunque hemos dormido poco, echamos a andar con
el sol, tampoco demasiado madrugador en octubre. Paseamos hasta tarde.
Me traje en el minúsculo equipaje un libro de Georges Perec, su
Cabinet d'amateur, pero no lo abrí. No es éste el momento
para sus juegos de apócrifos, que en algún momento me
entusiasmarán. La noche en Capri no es para lecturas.
Camino de las ruinas nos espera una sorpresa;
echa por tierra del todo mis elucubraciones de la víspera: la
pensión está cerrada a cal y canto. Cadenas en las
verjas, aseguradas con candados; tapiadas, como quien dice, las
ventanas, con sus batientes de madera asegurados. Clausurada por el
invierno; si hubiera huéspedes, no iba a trancarse, así
sea de noche y alejado, un hotel de esta isla donde la luz es el
principal tesoro, la divisa de Capri. Por si comprobación
hiciese falta, la tendremos a la vuelta, con el sol ya alto: sigue
hermética. Cerró. Era al revés de lo que con
tantos pormenores di por seguro: el auto no traía gente,
venía a buscarla; se llevaba a la que supuse, sin duda con
acierto, propietaria, a su servidumbre y sus equipajes. Andarán
ya lejos; instalados en un piso de Nápoles, o más lejos,
por Roma, a disfrutar de su animada vida de invierno, sus temporadas.
La casa no está sin embargo sola del todo; nos enteramos a la
vuelta, cuando nuestra curiosidad y la certeza de no cometer una
indiscreción frente a una casa vacía nos llevan a
acercarnos demasiado a ella. Cuando lo hacemos, nos ladra, desde una
zona que calculo patio, un perro guardián. Por la fuerza del
ladrido y la ferocidad que comunica, no debe ser cosa de juego. Lo
alimentará un vecino o un empleado a quien esa fiera ya conoce.
Nos ladra, sin parar, desde que siente nuestras pisadas en la menuda
gravilla que comienza a un lado del camino: son dos pasos junto a la
escalera que conduce al portal.
Ya en las ruinas, las recorremos con
más desenvoltura que el día antes: nos resultan
conocidas, sabemos explorarles nuevos recovecos; tampoco tenemos que
desviarnos, cuando emprendemos un recorrido, para evitar grupos
aglomerados junto a un guía, muchos escuchando con desgano su
explicación, o una excursión más numerosa que,
cuando se agolpa, ocupa toda una terraza. Estamos solos con lo que
queda del legado y el recuerdo de Tiberio
y sus placeres, su vida hedonista. Por eso nos sorprendemos más
de la cuenta al descubrir que esa impresión de soledad puede ser
engañosa: en una altura a la que voy en conocedor
allí estuve un rato ayer; me gusta el espacio que domina,
abarcando los mosaicos de un piso especialmente conservado, otros
restos del palacio, y de fondo, las colinas , me encuentro un
montón de basuras abandonadas, restos de suciedad: latas de
comida vacías, un trapo sucio hecho jirones que quizás
sirvió de colchoneta, pedazos de cartón ennegrecidos por
una fogata. No comparto esa vocación de explorador ni para
gozar al aire libre la noche luminosa de Capri; me desagrada dormir
entre insectos , pero tampoco la rechazo de plano. Sí me
resulta innoble haber venido aquí a pasar una noche, puede que
única, para dejar luego estas inmundicias de mal gusto; suciedad
pura y simple.
Quizás los responsables de esos
desperdicios anden cerca: se refugiaron entre los arbustos o las rocas
al escuchar nuestra llegada y nos vigilan, esperan que nos vayamos
pronto, a ver si les toca un último momento de sentirse como de
noche, dueños absolutos de estos dominios. Me doy cuenta: sin
vacilación, los hago una pareja. Es lo natural, cualquier otra
idea me resulta rebuscada. Me molesta otra posibilidad, algo
neurótica: pronto llegarán otros turistas y al
encontrarnos aquí tan de mañana podrán atribuirnos
ese chiquero.
Mi mujer disipa cualquier molestia; sabe hacer
menos caso a lo que le disgusta que yo. Olvida pronto, con desprecio
que le sale natural, lo que considera tonterías. Ahora le da
literalmente la espalda a las ruinas y sus senderos; subida al mirador,
el punto más alto, está vuelta hacia el mar, a sus
orillas en la isla. Mira hacia abajo, a esa costa de Capri que tenemos
a nuestros pies, donde nace este peñasco.
Llegándome junto a ella descubro lo que
observa. Desde donde estamos, se ve sólo a medias, la
caída es demasiado vertical: un bote de vela, no se sabe si
detenido del todo o arrastrado sobre la arena. Tampoco se sabe si son
pescadores, que como vi en el viaje desde Nápoles, abundan por
la bahía, o los primeros turistas de los miles que traerá
el día; dedicados ya a esos infinitos bojeos de la isla con que
compañías de viaje, guías y pescadores se
confabulan para saquear a los visitantes desprevenidos. Aprovechando la
belleza y la fama de las numerosas grutas que en Capri horadan los
peñascos de su costa, los llevan en un viaje que, sólo
una vez a bordo, se enteran de que se les cobra por etapas.
Avanzo cuanto puedo por la roca, cuesta abajo
hasta un borde; sólo un consumado alpinista podría
seguir
en línea recta por la ladera hasta quienes veo trajinar junto a
la pequeña embarcación. Desciendo un poco más por
un tramo inclinado, más cerca aún del borde,
entreteniéndome con este desafío a mi torpeza. Mi mujer,
conociéndola, se alarma. No ha visto que pretendo una
hazaña cuando en realidad he descubierto un esbozo de sendero
con escaso peligro; me permite contemplar con más holgura
qué pasa allá abajo: descifrar si son pescadores o
turistas los ocupantes del bote; unos cinco, me parece. Mi mujer,
tranquila ya al acercarse y comprobar mi prudente descenso, aventura,
obsesiva, una tercera hipótesis: A lo mejor son los novios, me
dice.
En ese momento veo al bote hacerse a la mar.
Al oír sus palabras me esfuerzo, pero es imposible: no distingo
cómo son los que están a bordo. Ni qué ropa
llevan, ni siquiera de qué sexo. Me sucede entonces algo
imprevisto: acicateado por las palabras de mi mujer, identifico el
recuerdo de la imagen que tengo ante mis ojos: La Aventura, la
película de Antonioni. Es un momento muy similar, casi
idéntico: las palabras de mi mujer hacen gemelos los dos
episodios, el cinematográfico y este real, que vemos. Sucede
cuando, en medio de la general búsqueda de Ana, la hastiada
heredera desaparecida, por una casi desierta isla del cercano
archipiélago de las Eolias, sus amigos que se desesperan al no
encontrarla ven zarpar del islote, justo al amanecer, un botecito no
identificado con ocupantes imposibles de divisar, de un punto tan
inaccesible para ellos de la escarpada costa como lo es éste
para mí. Nunca se sabrá en la película qué
fue este bote, qué llevaba: si a Ana, fugitiva, o a pescadores
ajenos a la trama.
Desandamos el trillo, de vuelta al centro de
Capri. Durante la caminata de regreso mi mujer desenreda, convencida,
el hilo de esa fuga su versión de la pareja de
enamorados. Segura de estar siempre en el centro de las cosas, no hay
quien le quite de la cabeza la idea, ningún razonamiento
mío hace vacilar su convicción: el campamento abandonado
junto a las ruinas era el rastro palpable de los prófugos, que
pasaron ahí, bajo las estrellas, su noche, si no de
nupcias demasiada trastienda deben tener esos amores , solos y ya
unidos. La que debió la novia haber vivido bajo techo, en un
hotel de lujo, con el galán abandonado en la iglesia. Luego se
fueron, en el velero matinal que vimos en la rada caprense.
Ha cubierto todas las esquinas: al
guardaespaldas, hombre de indiscutibles lazos con los bajos fondos, le
sobran amigos fieles y guaridas donde ocultarse con su amante hasta
pasar, si pasa, la tormenta, o irse con un rumbo lo bastante rebuscado
como para perderse para siempre. Aduciendo rutas fáciles,
conocidas de los lugareños, descarta una de mis más
sólidas objeciones: cómo logró la novia
prófuga, sin ser mejor trepadora que una cabra montés, lo
cual no le supongo ha sido siempre niña linda, eso se
sabe; otros son sus deportes, más elegantes, cosas de patio,
descender desde lo alto de esa cumbre, casi a pico, hasta las arenas de
la ensenada donde la esperaba el bote.
Habla sin parar, todo el camino; tan confiada
que adorna sus especulaciones de detalles. Sólo la calla unos
momentos el feroz ladrido que provocamos al inspeccionar demasiado de
cerca, animados ahora por este relato que nos inventamos de la fuga, la
pensión trancada. Esa tarde, después de paseos y de
contemplación ociosa en el café, volvemos a
Nápoles, a la hora del poniente.
9
Me es difícil recordar una puesta de
sol más deslumbrante, y eso que soy de La Habana, ciudad donde
la despedida diaria del sol es un acontecimiento a menudo inigualable.
Pero ésta, vista mientras el lanchón cruza la
bahía de Capri a Nápoles, me asombra: es
apoteósica. Advierto a quienes consideren excesivo mi
entusiasmo, mis calificativos: no soy hombre de paisajes, de conmoverme
así con la naturaleza y sus despliegues. Cuando aprecio sus
bellezas, incluso cuando las considero insuperables, noto que guardo,
frente a esa hermosura, cierta distancia. Al contrario de lo que pasa a
casi todos o lo que reconocen; a veces pienso que la
admiración de muchos ante la naturaleza es cosa aprendida; en
cuanto pueden, corren a refugiarse de nuevo a la ciudad , son las
ciudades y sus hervideros, sus avenidas y edificios y sus monumentos,
hasta sus parques, vistos con la perspectiva de ser refugios del
enjambre urbano, lo que más logra tocarme la emoción. En
una palabra: lo hecho por el hombre, quizá por detectar
ahí la hazaña de la razón. Este atardecer
napolitano me alucina en cambio, como si sus luces fuesen un embrujo,
los pases de un hipnotizador. Más que deslumbrar, como tantos
otros presenciados en el Malecón habanero, éste tiene la
propiedad de hechizar.
Hago bien en decir presenciados; eso eran. La
inmensidad celeste que cubría el mar con mil matices de colores,
el movimiento permanente de sus rayos y las cintas de colores en el
horizonte, entre las nubes, componían un vasto y
magnífico espectáculo que se contemplaba en paz, como si
esa vista de nubes violetas y azules, anaranjadas y
escarlata,
entrelazadas con el amarillo y el naranja de los rayos solares,
mostrasen calma, como un preludio a la noche, la mayor magnificencia de
los trópicos a la hora de sus crepúsculos. Una hora
dejada pasar viendo caer el sol, sin notar los minutos;
acompañados los colores de ese cielo en marcha por el variado
chocar de las olas contra las agujereadas rocas. Como a las luces del
cielo, era imposible, aunque se creyese lo contrario, captar ritmo al
oleaje: cada ola venía con fuerza distinta, creaba un rumor
distinto; sólo podía conocerse de verdad su
estrépito en el momento último, cuando chocaba al fin con
el dienteperro: una ola que venía rodando en espuma, amenazante,
se revolvía sobre sí misma y se disolvía entre los
charcos de la roca con el apacible chapoteo de una fuente de
jardín, y otra, que apenas se descubría entre las otras,
que parecía apenas una vibración sobre la superficie del
mar, chocaba estruendosa contra las rocas y lanzaba chorros de espuma
por los aires, poniendo a correr a los cangrejos, que dejaban asustados
los escondites de sus cuevas; y quien no se quitaba a tiempo, saltando
a la acera, se empapaba. Había entonces que buscar otro sitio en
el muro, seco, para seguir contemplando en calma la puesta del sol.
En la bahía de Nápoles, la
sensación es otra: el crepúsculo se viene encima, marea.
Será la lancha: la velocidad de la embarcación a motor en
que avanzamos. Pero siento que hay más: aunque el sol se
esté poniendo, desapareciendo, su luz es lo contrario. Da la
impresión de crecer; de abarcar más cielo cuanto
más cae. Lanza fulgores de un amarillo cegador, que llegan al
cenit, caen sobre nuestras cabezas; las nubes, en vez de atenuarlo, lo
amplifican como un prisma. Como si, con esta conclusión del
atardecer, la fuerza del universo nos estuviese cayendo encima. Es una
apoteosis: el día está resumiendo, en estos momentos
finales, el poderío abrumador de su luz, y nos la echa encima,
nos baña en ella, nos envuelve, quiere saturarnos; el sol,
transformado en espejismo por el cielo de cristal de estas regiones,
refleja la incandescencia de un fragor rojizo: como si se mirara
en un espejo el cráter ardiente del Vesubio. No hay calor, al
contrario; con la marcha del lanchón, la brisa, fresca de por
sí, cala. Y sin embargo, se siente penetrar por los poros la
energía caliente de ese sol, de esa luz que todo lo cubre, que
azota el cuerpo como un vendaval luminoso. De pronto me siento como me
imagino se sentirán los árboles: solo con el Sol.
Dependo, para mi subsistencia, de su fuerza, estoy sometido a ella.
Siento hervir mi cuerpo, envuelto como en un manto multicolor por esos
rayos que, aunque ya algo mortecinos, con una palidez que va penetrando
y endulzando sus tintes más rojizos, disuelve este espacio por
el que navego, licuado por el aliento de esa luz, como si
fuésemos, nosotros y este paisaje que nos rodea, y el planeta,
una presencia virtual, que existe sólo al conjuro de la luz y
desaparecerá disuelta dentro de unos momentos, al caer la noche.
Tuerce el lanchón, enfila hacia los
muelles de Nápoles; dejo el sol algo a mis espaldas. La luz se
va haciendo gris pero mi cuerpo sigue latiendo con ferocidad; vibro de
pies a cabeza, aunque nadie a mi lado pueda sentirme ni un latido; mis
sacudidas interiores son más enérgicas que las del
lanchón en sus saltos sobre las olas. Crece por momentos el
fresco que trae la noche, agita el mar; en los últimos segundos
antes de atracar, se encabrita más la lancha, a pesar de que nos
acercamos a la costa.
Escribo esto y al terminar la
narración, pienso que me he dejado llevar por la literatura; mis
lecturas y sus ecos. Las huellas de lo leído se han superpuesto
o se han entrelazado con el poniente napolitano y ansioso de comunicar
lo mejor posible la experiencia hipnótica de esa
navegación, fui siendo devorado por citas aunque no sean
textuales, lo son de otros relatos; de lo aprendido, sin
estudios, sobre adjetivos, comas y ritmos.
¿Qué hacer? En lo ya escrito
está la verdad por lo menos, una manera de la verdad ,
para mí, de esa relación, y quién sabe si la
desconfianza mía es arbitraria. Si, atemorizado, entresaco, si
me pongo a hurgar en esos párrafos hasta quedarme con lo que
considere médula estricta, sin aspavientos ni adornos
inútiles, podría ser peor: me quedaría en ese
esfuerzo de hablar sin prosodia lógica que una vez
intenté, en mis caligrafías, un libro de poesía, y
que sólo pocos apreciaron, tomándolo casi todos por una
pedantería hermética. Cuando fue al contrario: nunca he
sido, así, escueto, más yo, mi yo profundo. Palabras que
sueltas, incorpóreas, definen mi alma, por llamar así a
lo que llevo dentro. Será que ese idioma personal que cada uno
de nosotros usa consigo mismo es como el del aborigen australiano que
en una película mostró Werner Herzog: en el mundo,
sólo él lo habla. De toda su raza, es él el
único sobreviviente. Su idioma morirá con él,
incomprendido del resto. Lo triste en este caso el mío , y
eso sí lo sé, es que, si bien puede no ser el
único veraz, es el idioma mío, el más
legítimo. Al contrario de lo que se piense, son estos vuelos de
ahora, más inteligibles pero donde, mucho me temo, tanto
hay prestado , los balbuceos, lo aprendido, los intentos del
niño por hacerse comprender de los demás.
Mejor dejar entonces las cosas como
están: en ese revuelo de crepúsculos abigarrados y, como
es justo en Nápoles, barrocos, engañosos, como un cielo
de volcanes, de fogatas que se apagan; dejar que se haga de noche en el
relato, al dar esa curva final en que nuestro lanchón avanza y
atraca por fin en Nápoles.
10
Nada más bajar al muelle la descubro.
Domina, luminosa e inmensa, la noche de Nápoles. Es la novia que
vi coquetear en la azotea de mi hotel con sus fotógrafos. La que
sorprendí viene mal el verbo, no se ocultaba, sin
importarle su novio a unos metros, relajeando con los jóvenes
que, rodeándola, la halagan, le jaranean, se divierten con ella
mientras preparan sus poses para la cámara.
La creí novia falsa y lo es. No con el
novio; no es novia, no lo fue, al menos en aquel momento en que la vi.
Si los fotógrafos le disfrutan la cintura, fingiendo necesario
tomarla por ella para hacerla girar, o si otro, para colocarle un
zapato, tiene que guiarle la pierna sujetándosela casi a la
altura de la rodilla, nunca esto significó que la muchacha fuese
falsa con su novio sino que era una falsa novia: hacía un
anuncio; modelo, se daba a la jarana con amigos, disfrutaba con ellos
de ser apetitosa y verlos con ganas quizás alguno ya lo
haya hecho y quiere repetir de comérsela.
Ahora la tengo delante, enorme, allá en
lo alto. Está espléndida, en la mejor de las
fotografías de aquella mañana, la que tanto
divirtió a nuestro amigo: su vestido blanquísimo vuela al
viento -velos, mangas, la cola, como la estela de un cometa , y ella
con los brazos exageradamente altos, abiertos, sin soltar el ramo de
novia en la mano derecha, como si navegara contra el viento, que vuelve
espuma los tules del vestido. Está, el anuncio, sobre uno de los
edificios más altos de esta avenida costanera, haciéndolo
visible desde el muelle y por muchas cuadras de esa transcurrida ruta.
Su rostro, apenas vuelto hacia el espectador,
es una mirada a punto de comenzar, una decisión de última
hora de volverse. Sonríe y, enterado ahora de cómo me
engañó cuando la creí recién casada, me
cojo esa sonrisa para mí, viéndola burlona. Me dice: te
equivocaste, te pasaste de listo. Es verdad que era una novia falsa
pero no falsa como creíste. No mentirosa sino de mentiras.
La novia, gigantesca en su foto iluminada, desde la valla de varios
metros de alto que domina el puerto, anuncia un producto de limpieza,
un detergente cuyo nombre italiano no conozco y ya olvidé;
promete dejar limpísima la ropa lavada con él, tan pulcra
como ésa es la muestra el blanquísimo vestido
de novia de la muchacha; a la que, ahora veo que con mente algo
libidinosa me disculpan su gracia, su impetuosidad juvenil, ahora
veo hasta qué punto bien escogidas, supuse burlando descarada a
su novio el mismo día de sus juramentos ante el altar.
11
Nos quedan dos días en Nápoles y
uno lo dedicamos a dar un salto a Pompeya. En estos dos días,
imposible pasar delante de un estanquillo de periódicos sin que
mi mujer se detenga a dar un vistazo a los titulares, pendiente como
está de los novios fugitivos, que no aparecen. Noto y
notaré que, en Nápoles primero y luego en Roma, hasta el
último día de las vacaciones, me hace un truco: cualquier
excusa una ducha, cambiarse de ropa, una siesta es buena
para coincidir en el hotel con la hora en que la televisión
trasmite el noticiero de la tarde. Sé cuál es su
interés; el tema que sale a relucir en sus conversaciones a cada
rato: se desespera por saber en qué terminará la historia
de los enamorados fugitivos, no se resigna a irse de Italia sin conocer
el desenlace. En medio de esta persistencia, delata algo de humor en su
curiosidad; como tantas otras veces, es una curiosidad con mucho de
infantil, de conciencia juguetona: más que interesarle lo que
pase en realidad o angustiarle un posible hecho de sangre bien
lejos de su espíritu está la angustia su
atención por el hecho es como la que se le presta a un cuento; a
una historia inventada, irreal. No quiere irse del cine sin saber en
qué termina la película.
Nada pasa, de momento. Si acaso mencionan algo
las noticias es que la búsqueda se amplía: se ha
extendido al norte de la península, a las islas; abarca las
fronteras. Mi mujer se irrita conmigo cuando le insisto: no hay caso,
se escaparon; nada se sabrá. No quiere que los cojan; es que le
molesta que la historia se le deshaga así entre las manos, poco
a poco. Le molesta intuir que tengo razón cuando recalco: ya no
hay quien los encuentre; tienen tiempo de haber llegado a China. Ella
se defiende: ese decisivo salto fuera del país no es tan
fácil; más probable es que estén agazapados cerca
del lugar de donde huyeron, esperando a que pase la tormenta para
deslizarse fuera de Europa. Le recuerdo, para enfurecerla más,
sus dos improbables hipótesis: tú misma me
enseñaste cómo pudieron hacerlo; están de sobra
fuera del alcance de sus perseguidores si, como pensaste, eran ellos y
sus cómplices los ocupantes de aquel velero que vimos zarpar muy
de mañana de la escondida rada de Capri. Si eran ellos, ese
mismo día, cuando más al siguiente, estaban ya en Malta o
Túnez, donde un poco de dinero compra abundante
protección. Y si el camorrista no olvides que el
guardaespaldas lo era tenía la cosa bien planeada, con
amigos en algún carguero anclado en la misma Nápoles o
cerca, ¿quién sabe ya por dónde andan? A mil
leguas, puede que hasta desembarcando en América.
No son estas posibilidades, que echan por
tierra sus deseos de conocer de cerca las peripecias de un romance
aventurero, lo que más le molesta. Al fin y al cabo, le agradan
por felices; sé desde un principio de qué lado
están sus simpatías; ni que decirlo: de parte de los
novios. Aunque piense que es mentira y juegue con sus propios
pensamientos, la regocija imaginarlos triunfando, apasionados; burlando
a quienes quisieron hacer imposible su ilusión.
¿Cómo no va a ser así si algo parecido hizo
conmigo, en su momento? ¿Si en una escapada parecida
empezó nuestra relación? Al pobre novio burlado la
desgracia eterna del perdedor, aunque tenga la razón , se lo
representa, sin motivos, como niño bitongo, marido impuesto por
convenciones de familias ricas y necesidades dictadas por negocios
dudosos; un burguesito de salón sin una gota de salsa en las
venas. Al guardaespaldas fugitivo lo ve, sabe que porque quiere y no le
importa, como un bandido cuyas capa y espada se han transformado en
chaleco antibalas y pistola, pero a quien el trance convierte en igual
de romántico que un caballero andante.
En cuclillas ante los estanquillos de
periódicos escudriña las noticias una a una, no tolera
que pase lo peor: la fuga será olvidada poco a poco, como muchos
crímenes inexplicables, y nada se volverá
a saber de los
novios fugitivos, que vivirán su vida ocultos, convertidos en
otros, a pocos kilómetros o a medio mundo de su tierra
napolitana. ¿Por qué no?, la detengo, cuando va a
responderme. Ahí tienes tu coincidencia: el velero que vimos
desde el risco en Capri, semejante al barquichuelo de la Aventura en el
que Ana desaparece para siempre o no, fue justamente el presagio de un
desenlace similar, la señal de algo más que una
coincidencia: los novios desaparecerán, nada más
volverá a saberse de ellos, nunca más. Por muertos
podrán darlos.
La única pista distinta nos la dan, no
las noticias sino la desganada propietaria de la minúscula
pensión donde vamos a vivir, en el barrio antiguo de Roma. A una
pregunta de mi mujer sobre algo que cree haber oído en ese radio
que ella tiene siempre encendido, en un extremo del mostrador donde
sirve los desayunos, se entera de su interés en el destino de
los novios napolitanos. Entre bocanada y bocanada de ese cigarro con
que mata el aburrimiento por sus gestos y su calma chicha, se
diría que permanente y llena de humo el comedor de la
pensión, dice, con la despreocupación y pretensiones de
sabiduría con que los del norte ven al sur de Italia:
será una guerra entre camorristas. El padre lo sabe, agrega, y
lo llama secuestro por darle empaque al asunto. El guardaespaldas le
jugó cabeza: era el soldado bien situado de una familia del
hampa rival. No se sabe nada porque no se puede decir nada:
están negociando en secreto la suerte de esa hija tan querida. O
todavía no tienen bien escondida a la muchacha; cuando
esté a seguro avisarán, pero serán negociaciones
en secreto, ropa lavada en casa. Los demás no nos enteraremos de
nada.
Así son siempre las cosas por
allí, dice extendiendo la mano con que sostiene el cigarrillo y
señalando hacia lo que supongo piensa que es el sur, sin
necesidad de decirnos con mayor claridad a qué se refiere con
ese despectivo allí.
Nos vamos de Italia y dejamos la
situación en la misma insondable encrucijada.
(…)
13
Sin que me diga una palabra, noto el
sobresalto de mi mujer frente a la revista abierta. Me basta su gesto:
un aspavientoso movimiento de sorpresa. Como si se hubiese descubierto
ella misma retratada.
Lee Oggi. Lo hace con frecuencia; usa la
revista para, aprovechando esas lecturas de léxico sencillo, no
sólo no olvidar el italiano aprendido en los viajes; en Oggi se
entera de giros que no conoce, rasgos del habla popular abundantes en
el tipo de reportaje, entre crónica roja y rosa, de que se nutre
esa revista.
La sorpresa es tanta que la ha sentado.
Acostumbra leer tumbada en el sofá; ahora me llama con urgencia
y me muestra una página.
Nada me atrae la atención. Fotos de una
mujer con un bebé; un hombre; gente que no conozco. Me corrige
enseguida: no los conozco pero sé quiénes son. Lo supe
muy bien, hablé de ellos y escuché hablar de ellos,
varios días, hace casi un par de años. Es un reportaje
sobre los novios napolitanos fugitivos. Se publica a raíz de un
trágico suceso: el jefe camorrista ha muerto. Nada imprevisto ni
policial: de un cáncer, en su cama. Eso ha inducido a la hija, a
la pareja lo dije en broma y resultó verdad: fueron a
América a salir a la luz pública. Todavía
prudentes: hablan, delatan su escondite, pero prefieren no volver a
Italia por ahora; no asistieron al entierro. Olvidada del asunto
no me lo había mencionado en más de un año
mi mujer se entera al fin, como tanto quiso, del desenlace de su
aventura.
Me desconcierta saber de qué se trata.
No por la noticia; no tendría por qué considerarla
imposible. Mi asombro viene de una coincidencia tonta, poco más
que una minucia; pero es como si las cosas más dispares las
armaran hilos tenues, imperceptibles, hasta en su menor detalle. Como
si episodios afines, no importa cuánto los separe el
tiempo, tuvieran que corresponderse hasta en su más
mínima faceta, ajustarse sin dejar resquicio, como las piezas de
un rompecabezas terminado.
Cuando mi mujer me llama, me le acerco con un
libro en la mano. Me sacó de su lectura; lo tengo marcado en la
página con el índice, sin dejarlo cerrar del todo. En esa
página y en ese momento leía un ensayo sobre Georges
Perec y su Cabinet d'amateur, el mismo autor y el mismo libro que
leía en Italia cuando ocurrió la desaparición.
Pero debo relegar por el momento ese asombro,
poco fácil de explicar, de comunicar; no sé si yo mismo
lo recordaré. Por ahora me concentro en Oggi; en lo que del
episodio me cuenta mi mujer antes de pasar a leerme, de cabo a rabo, el
reportaje.
Tuvo algo de razón; tal como se
olió, Capri figuró en la fuga. Pero su olfato, como el de
sus perseguidores, estaba lejos de la presa. Mientras sus dos bandas de
cazadores rastreaban a la pareja por la isla, buscando sus huellas por
tierra y mar, por trillos y ensenadas, y por las rutas hacia el sur,
suponiendo al guardaespaldas amigos por esas regiones, los novios
andaban lo menos por Roma, si no más. En todo caso, con
acelerado rumbo norte.
No sólo Capri tuvo que ver; para enorme
regocijo de mi mujer, cuyas amplias sonrisas me restriegan su triunfo
por la cara, fue la pensión donde no nos admitieron, como supuso
con convencida tenacidad, la que atrajo a Capri a quienes, con el padre
de la muchacha a la cabeza, intentaban atrapar a los prófugos.
Recuerda su nombre y ahora lo vuelve a leer: Port'alba.
Pero si sus sospechas del lugar eran justas,
sus suposiciones de lo que pasaba dentro estaban totalmente
equivocadas. No seguían estos rastreadores la pista a los
prófugos; no los llevó allí el despreciable aviso
de un delator. La presencia de la pensión en el relato da a
éste un giro todavía más romántico:
Port'alba era, fue, refugio de otros fogosos amores, ligados
inseparablemente a éstos de una segunda generación: la
propietaria de la casa, aquélla que vimos asomarse
disimuladamente tras las cortinas no cabe otra , había
sido era todavía; una mujer de madurez vistosa,
más que amante, el verdadero amor, aunque ilegítimo, del
jefe camorrista que ahora exige probidad a su progenie. Machaca mi
mujer y debe tener razón: el auto que vimos frente a la
pensión y al que tantas interpretaciones dimos, llevó
allí al capo. De él y su querida eran las voces que
oímos discutir con acaloramiento emocionado,
disculpable cuando seguimos trillo arriba, hacia las ruinas de
Tiberio.
Pero del motivo, bien preciso, que mueve ese
viaje, jamás habríamos podido sospechar. Quizás
gente del siglo XIX, atarugada por constantes lecturas de amores
trastornados; nosotros, con la sequedad de nuestros tiempos, imposible,
ni con las ondulantes raíces del Caribe. No es cuestión
de refugiar su desasosiego en los brazos de una sabia confidente lo que
trae al desesperado padre a la pensión. Razones mucho más
precisas tiene para acudir a este lugar. Las aclara al fin Oggi;
aparecen en una carta del padre, recibida en la revista por
trasmano. Habla en ella el hombre de la hija y el despreciado yerno,
ahora padres de una niña esa bebé que veo, cuya
edad no permite pensar mal de sus amores, achacar la fuga a un embarazo
clandestino. Revela la carta, en toda su gloria, el rasgo retorcido y
novelesco de esta historia: ese guardaespaldas con quien la joven
escapó había sido fruto, muy oculto, de esos amores, no
tan ocultos, del capo con la hotelera caprense.
De ahí el terror del hombre, su
búsqueda angustiada; no se trata de sentirse burlado. Esto,
aunque importante, es preocupación mucho menor. La fuga de su
hija con un amante de tan baja estofa un criado, no de otro modo
ve él a sus custodios sería comparativamente
tolerable; el enlace de la muchacha, en un matrimonio no convenido,
decidido por encima de su voluntad. Lo que lo aterra hasta
enloquecerlo, desde enterarse de la fuga, es que se sabe padre de ambos
fugitivos, los sabe medio hermanos: una verdad compartida sólo
con esta mujer de la pensión, puede que con una o dos personas
más, pero tan secreta, más, como sus clandestinos tratos
con altas figuras. El enamorado de este cuento ignora su
situación: jamás le dijeron quién era su padre, la
madre atribuyó su nacimiento a un amor pasajero, ilocalizable.
Demasiadas complicaciones habría traído, en un mundo
napolitano donde la Iglesia es poderosa, reconocer ese hijo, aunque
fuese de reojo, al camorrista. Hizo lo segundo mejor: protegerlo. Ahora
esa protección y ese silencio le están costando caros, a
él y a los suyos. Le horroriza el pozo donde ve caída a
su hija: la abyección monstruosa e imperdonable del incesto. Lo
trastorna además pensar en lo que traerá como
consecuencia al mundo esa pasión, para él una de las muy
pocas prohibidas: de ese amor incestuoso nacerá un hijo deforme,
deficiente. Anticipa a su hija una vida desdichada, atada a ese
fenómeno que intuye ya concebido, o a punto de serlo, por muchos
apuros que estén pasando los enamorados en su carrera.
Fue larga: los llevó, por etapas se ve
que bien planificadas, a Montevideo, con otros nombres. Allí
estaban ya cuando policías y bandidos seguían peinando la
península. Su vástago: esta bebé fotografiada
junto a ellos.
La foto parece desmentir los temores paternos.
Es demasiado pequeña como para un diagnóstico cabal pero
la niña luce bien hecha; se la ve alerta, vivaz. No hace falta,
sin embargo, mirarla con lupa; el reportaje lo dice: los
médicos, los padres, el reportero, disipan cualquier duda; la
niña es normal. Tenía que ser así: con la salaz
revelación con que comienza el reportaje, Oggi aleja cualquier
temor; pone las cosas en su sitio, dispuestas para un final que se
augura feliz. No habrá genes demasiado afines capaces de sumir a
esta niña en un retraso, comunicar el desorden que sea.
14
He dejado para el final esta clave del cuento;
lo que da al relato su peculiaridad y lo hace merecedor, cuando ya el
episodio estaba olvidado, de una doble plana de la revista. Hago al
revés que el artículo: el reportero empieza por
ahí, siguiendo una costumbre del periodismo que no entiendo:
empezar por lo mejor e ir descendiendo paulatinamente a lo más
bobo. Como si, ignorantes de clímax y anticlímax, se
resignaran de antemano los periodistas al desinterés, por el
camino, del lector; no va a terminar el texto, aunque sea breve;
aceptan, estos escritores, que la gente no les llegue al punto final.
Lo más lamentable: como si este postulado de empezar al
revés fuese un importante hallazgo matemático, le han
inventado sus descubridores americanos el nombre euclidiano de
pirámide invertida.
Dije que no entiendo por qué lo hacen y
no fue verdad; era una manera de hablar para ir llevando las cosas. Les
resulta a fin de cuentas un acierto, la única manera de atraer a
los lectores, aunque sea por dos párrafos, a interesarse por
tanto texto insulso, sin importancia, mal escrito. Otro invento de
quienes creen haber descubierto por segunda vez el mundo y lo que han
hecho es, metiéndose tan a menudo por donde no saben, poner un
sinfín de cosas patas arriba, cuando no causar desastres. Para
colmo se ufanan de todo eso que hacen; como si vivieran en un mundo sin
espejos.
Después de esta perorata, que no le
hago a mi mujer me la interrumpiría, aburrida, a la mitad,
diciendo que no le venga con discursos, viene la revelación, tan
humillante para el camorrista, sin duda siempre orgulloso de su
hombría dependió de ella, que sólo puede
hacerse ahora que acaba de morir.
Figura central en este capítulo
final ella tiene la llave, el secreto es la amante, la
madre hostelera del traidor guardaespaldas.
Primera confesión: es ella quien, con
los muchos recursos que le da ser concubina del mafioso, ayuda a los
novios a preparar y consumar su fuga. Más allá, calla: no
explica cómo; no quiere implicar cómplices. Sobrada
influencia debe tener, muchos resortes, para hacer desaparecer tan
totalmente a la pareja y luego transportarla de un continente a otro,
cuando tras ella andan la policía de Italia y una poderosa red
de delincuentes.
La segunda confesión, la más
jugosa, la hace posible la muerte algo prematura del hampón. Lo
cuenta con pelos y señales, con ese afán final de dejar
claras las cosas, esta mujer de armas tomar: al capo le pagaron, por
decirlo así, con su misma moneda.
Demasiado soleadas las tardes de Capri,
demasiado luminosas sus noches, como para conformarse esta mujer,
todavía codiciable, con pasarlas esperando al camorrista, como
si fuese poco más que la favorita de un harén. Vivir
esperando esos momentos en que él, adulado y vanidoso, viene a
hacerle lo que considera, no importa cuánto la quiera su papel
de jefe rodeado de gente obsequiosa le ha vuelto congénita la
jactancia, la merced de sus esporádicas, a veces espaciadas
visitas.
También ella sabe gozar la vida: amores
tiene por su cuenta, al abrigo de la retirada pensión. Siempre
ocasionales, aclara sin avergonzarse: es la terminante
condición. Podrá haberlo engañado, aclara, pero el
hampón fue su único, su verdadero amor; no le duele, al
contrario; está segura de haber reciprocado. Lo
demás bastantes parece, por un tonito soñador y
galante que se adivina entre líneas, incluso con la distancia de
un texto, sólo diversiones, aves de paso. Aunque no sin
consecuencias. De una de esas noches de placer pasadas en ausencia de
su oficial concubino, nace el guardaespaldas. Una noche de descuidada
alegría que asegura ella, delatando tácitamente que
sabe quién es el responsable jamás
identificará. Desde sentir al niño dentro, la mujer no
vacila en mentir: achaca el embarazo al camorrista; aturdido por
líos y peligros, lo sabe incapaz de ponerse a sacar cuentas.
Ni entonces ni después le resultan
visibles al falso padre los indicios. Como bien anticipaba ella, se
acostumbra, viéndolo crecer, a los distintos rasgos de este
niño ajeno. Su orgullo puede más: muchas veces ella le
oye asegurar que es su vivo retrato. Encogiéndose de hombros a
sus espaldas pero ignorantes también de la verdad, no se
atreven, ni amigos ni compinches, a contradecirlo, como no sea para
encontrar al niño idéntico a la madre.
Ahora está claro: no sólo quiso
la mujer apañar enamorados; al ayudar en su fuga a los amantes,
busca buen partido al hijo. Al verlos nacer, estimula unos amores que
sólo ella sabe posibles. Le da felicidad esa pareja de dos seres
queridos. Sabe además ella sola la verdad; al enterarse de
los amores clandestinos, en una noche de crisis digna de ser
presenciada por D'Annunzio, le cuenta a la pareja la verdad: a partir
de ese momento, saben ellos que su secreto es doble. Deberán
huir, no sólo de las iras del padre sino para proteger a esta
mujer, madre ya para los dos, que promete ayudarlos hasta el fin, no
dejarlos jamás solos. A Montevideo los envía y
allí los asiste, sin saberlo nunca el padre, que aún los
busca; ella sabe con qué mañas sacarle el dinero. Gracias
a sus envíos, la pareja es pronto dueña, en la zona de
vida nocturna más elegante de la capital uruguaya, de un
restaurante. Lo bautizan con un nombre que tan lejos debe sonar algo
pomposo: Los jardines de Tiberio.
Cuando leemos este nombre, nos divierte.
Luego, de pronto, da el pie a mi mujer para otra conjetura, que en sus
labios no lo es: pura certeza. Ese nombre lo escogieron los enamorados,
dice, en recuerdo de aquella noche a la intemperie pasada entre las
ruinas de la Villa Jovis, en la extremidad de Capri. De ellos eran, las
trazas de su paso, aquellos trapos sucios que encontramos, residuos de
su campamento. Le quito la ilusión: acuérdate que
escaparon, enseguida, vía Roma. Jamás pasaron, en su
fuga, por Capri. Ni tuvieron que ver con las ruinas, ni con el velero.
Eso que dices habrá sido otra pareja de jovencitos, sin dinero
con qué pagarse un albergue; disfrutaron, con la noche al aire
libre, de sus años de vagabundaje. Pero no eran la pareja
fugitiva. Debe aceptarlo, aunque lo hace con reservas. Con timidez poco
suya, sugiere: a lo mejor lo que cuenta la mujer de que se fueron por
Roma es para no delatar a un cómplice. No me hace falta decirle
que no lo creo. Pero si prefiere confiar en sus suposiciones, da lo
mismo. Cada cual con su verdad; ninguna será completa.
Termina el texto de Oggi con las palabras de
la novia Clelia es como se llama , con una disculpa suya,
reiterada; ya la hizo en la nota dejada al fugarse. Lamenta haber
dejado plantado a su novio no lo quería mal, aclara
aquella mañana en las escaleras del altar napolitano, haber sido
falsa con él; tan falsa como ahora lo sabemos lo fue
su suegra con su padre, tan falsas como lo son no pocas de las
historias o sus fragmentos, o simplemente algunas de sus
frases que, como en el gabinete de Perec, componen los relatos de
este libro.
(…)
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