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Fernando
Villaverde: el dossier Siguiendo la sabia recomendación de nuestro amigo Jorge Ferrer, dedicamos En la loma del angel al narrador cubano Fernando Villverde. A tal efecto hemos preparado un dossier que, estamos seguros, será de sumo interés para nuestros lectores. A la introducción de Villaverde -- escrita por Ferrer -- le sigue una entrevista que también éste realizara al escritor, y fragmentos de la novela inédita Desastres de la postguerra. A esto agregamos el artículo Penúltimo collage o defensa de Fernando Villaverde, de Lorenzo García Vega, y, para concluir, fragmentos de "Novias falsas", de Las tetas europeas (un libro tan difícil de encontrar hoy como las mismísimas tetas europeas). La Habana Elegante agradece a Jorge Ferrer, a Lorenzo García Vega, y, por supuesto, al propio Fernando Villverde, sus respectivas coolaboraciones en la preparación de este dossier. Introducción Jorge Ferrer Fernando Villaverde (La Habana, 1938) dejó Miami hace unos cinco años para venir a Barcelona. Alguna vez me contó que esta ciudad ganó la lotería de su jubilación entre otras varias: Avignon, París, Madrid, Toulouse. Y hasta aquí se trajo sus libros, los propios y los ajenos, y la condición de ser uno de los escritores menos leídos de la literatura cubana, esa enanita con ínfulas de leviatán, que menosprecia, desconoce y arrima, sorda entre los clamores del aúpa. Todo eso se trajo aquí Villaverde en su trashumancia, como los sirgadores del Volga o el Tajo, aunque en recio container trasatlántico, y también ese sillón thai desde el que conversa infatigable, y los cuadros de Arturo Rodríguez, y los muebles y toda una estética "Miami, años 80", que parece tan fuera de lugar en el barrio del Eixample, como Fernando parece haber estado siempre en cualquier sede de su literatura, sea en Nápoles, Praga, Boston o Rávena. La gentileza de Morán me ha permitido reunir aquí estos pocos indicios fernandianos: fragmentos de una novela recién terminada, uno de los relatos de Las tetas europeas, libro que parece ya imposible de encontrar, un texto que le dedicó Lorenzo García Vega hace más de una década y hasta ahora inédito ― el gran Lorenzo que sonríe gozoso ante los malabares del mencionado aúpa ―, y, por último, una entrevista a Villaverde. No me parece mala introducción para promover rastreos por librerías de segunda mano (sé de una en Eureka, California, que todavía tiene un par de ejemplares de Los labios pintados de Diderot) y ojalá que también la curiosidad de algún editor todavía ajeno al acarreo de tristes tópicos y peores trópicos. Lévi-Strauss decía que lo más curioso de los últimos es su sólido aire de pasados de moda. ¡Ay, Claude, si tú supieras! Entrevista a Fernando Villaverde Jorge Ferrer Jorge Ferrer - Hombre de letras, pero antes, o siempre, hombre de cine. Tus personajes se pasean por las salas oscuras, evocan escenas de las películas más disímiles, sueñan, como en "Las tetas europeas", con la desnudez entrevista de las actrices de los cuarenta y los cincuenta. Un fecundo trasvase hacia la literatura, pero también están las películas que hiciste en Cuba y Nueva York, casi todas irrecuperables. Fernando Villaverde - Cuando yo comienzo a querer ganar un modo de expresión, son al cine y el teatro a quienes primero echo el ojo. El cine como una cosa bastante utópica, porque qué cine había en Cuba entonces. Uno mínimo y sumamente comercial. No había nada, salvo las pocas cosas que se hacían, las coproducciones con Méjico… Pero todo eso era un mundo que estaba ya copado y en buena medida predeterminado. Por otra parte, ya comenzaban los grupos teatrales, el teatro de bolsillo y todo aquello, pero ese interés ya estaba claro en mí. Entonces, cuando se produce la revolución y surge el ICAIC, yo aunque ya había publicado un cuento y escrito algunas cosas… J.F. - Un cuento, cuya acción sucede en un teatro, publicado en la revista Carteles… F.V. - Exactamente. Pero aunque yo estaba dentro de todo eso, para mí no hay vacilación: me interesa más el cine que ninguna otra cosa. Bueno, pues el cine es para mí la metodología que me gusta, el mundo que me gusta… Pero yo no pensaba en el cine en términos de que alguien me traía de pronto un guión y yo me iba a un set a filmar. Para mí la idea de hacer una película era concebirla desde el inicio. Entonces, no veo una ruptura entre eso y escribir. Durante los años en que hice cine, yo estuve escribiendo, escribiendo dramaturgia, pero escribiendo, cosa que no es ninguna novedad, porque hay ejemplos de sobras de gente que saltaba de la novela al ensayo o de la literatura al teatro sin problema ninguno. Yo lo único de lo que tenía que darme cuenta, y no es cosa tan sencilla como pudiera creerse, era de las exigencias de uno u otro género. A veces, normalmente por torpeza mía, yo escribía cosas pretendiéndolas más, digamos, literarias y de pronto me daba cuenta de que tenía que borrar ciertas ideas de cine que se habían metido ahí, porque lo que estaba escribiendo se parecía a un cuaderno ilustrado. Nunca he dejado de escribir, salvo cuando hice cine experimental en Nueva York, período en el que aún cuando estaba trabajando sobre narraciones, no escribía físicamente, porque lo que hacía eran películas que yo quería que se crearan solas, hasta el punto de que llegué a ponerme a filmar, y fue lo último que hice allí, un montón de cosas de la ciudad que me interesaban: un muelle, el vuelo de una gaviota, una persona haciendo cualquier cosa, sin la menor idea de qué iba a hacer después con aquello. Esos metros de película ya no existen. Una de las personas modélicas del cine es Harry Smith, que hacía cine underground en Nueva York, y que jamás hacía copias de sus películas: las filmaba, las proyectaba, iba empatando la película a medida que se rompía y cuando ya se le había deshecho toda, la tiraba. De todo aquello he conservado un par de cosas, lo demás… Recuerdo que cuando vine a Barcelona, mi mujer encuentra una bolsa de esas enormes de basura que yo había llenado de películas sueltas, porque no había botado los reels enteros, no fuera a ser que alguien cogiera aquello, mi deseo es que fuera de verdad a la basura, y entonces me dice que cómo había botado aquello y me obligó a rebobinar parte de aquella película para conservarla. Tarea inútil, por cierto, porque eso debe estar ya medio sulfatado en nuestros rincones de aquí de Barcelona. A veces me llegan unos olores muy extraños del lugar donde están esas películas y me da la impresión de que eso ya terminó su vida, pero no fueron hechas con ningún propósito… son películas experimentales que haces con apenas 200 0 300 dólares, así que las ideas no tienen que ser muy perdurables que digamos. J.F. - Yo he visto algunas y son bien interesantes. En Lady's Home Journal, donde actúa precisamente Miñuca, a la que mencionabas hace un momento, hay un claro acarreo entre el teatro, una manera, digamos que literaria, de narrar y el propio arte cinematográfico. F.V. - La imbricación de cine y teatro… Mira, muchos de los mecanismos, que son semejantes a los que actúan en uno cuando se plantea una película argumental, como las que yo hice en Cuba, hacia el final, después de los documentales, son propios de patrones literarios ya aprendidos. De la misma manera que estoy seguro de que cuando escribo ahora, muchas veces lo hago siguiendo patrones cinematográficos que aprendí y de los que sigo disfrutando, porque el cine para mí es una curiosidad que jamás se ha agotado. Le dedico mucho tiempo al cine y al teatro. J.F. - Un autor de relatos que ha aparecido en varias antologías y al que normalmente lo asocian precisamente con esos cuentos y los que se publican, de tanto en tanto, en revistas. En tus libros, sin embargo, hay textos de una extensión que rebasa con mucho la que el canon y la costumbre adjudican a los relatos. Pienso en Los labios pintados de Diderot, del libro homónimo, y en Las criaditas, de Las tetas… F.V. - Sí. Hay una cosa: hablo de relatos y lo cierto es que todo el mundo habla de tres de los libros que tengo publicados, como de libros de relatos, pero yo veo esos textos como muy unificados. Yo no puedo decir que son novelas, porque se trata de un concepto ya fijado y que es mejor olvidar, pero para mí se trata de textos unificados, porque los tres, tanto Crónicas del Mariel, como Los labios pintados de Diderot y Las tetas europeas, están conformados por relatos que se escribieron como piezas de un libro que perseguía un propósito concreto como totalidad, como equilibrio. Crónicas del Mariel es algo totalmente diferente, aunque viene a ser lo mismo, en el sentido de que yo quería expresar un fenómeno específico a través de toda una serie de figuras y episodios. Al principio, le decía a la gente que se trataba de una novela episódica con un protagonista que es el Mariel, no es uno u otro de los personajes, sino el hecho específico, y es una novela que se escribió en continuidad. Lo mismo pasa con Los labios pintados…, cuyos relatos escribí uno tras otro. La única diferencia puede radicar en el orden que luego les di, cuya motivación claro que ya no tengo en el recuerdo. Esa es la única diferencia. Pero en todos los casos son libros que se han escrito continuamente. Y que al terminarlos tenían esa unidad. Ahora mismo, por ejemplo, estoy trabajando en un libro de relatos, pero también se trata de un libro cerrado, con una unidad muy concreta: todo sucede en Nueva York, todos los personajes son latinoamericanos. A veces me planteo mandar alguno de esos relatos a una revista o a un concurso y cuando lo veo separado del conjunto me quedo perplejo y me parece que no tiene suficiente fuerza, pero en realidad lo que pasa es que es un capítulo de un libro. En cuanto lo incorporo al libro en mi pensamiento, vuelve a ganar toda su fuerza, al religarse con el resto y me siento muy satisfecho con él, de la misma manera que al haberlo desgajado del libro comienzo a notar una cantidad de momentos tenues… pero lo son porque han perdido sus hilos. J.F. - Tu obra, desperdigada ella misma, parece un continuum de notas de viaje. Cuando comencé a leerte, me sedujo inmediatamente esa exterioridad, ese ánimo, casi apátrida, que alcanza lo mismo a París que a Miami, ciudades en las que has vivido durante años… R. Francamente, en "Las criaditas", cuando escribo sobre Miami, la consulta de ese médico y escribo sobre las cosas de Cuba…, que yo haya escrito eso estando precisamente en Miami no significa nada para mí. Yo miré el paisaje de Miami y todas las cosas que estaba recolectando de Miami con el mismo sentido de viajero que pude recoger las otras. Es decir, que me sentía tan dentro o tan fuera de Miami como me podía sentir dentro o fuera de París cuando escribía lo de Diderot. Escribo lo de Diderot sintiendo que escribo sobre un lugar que yo pienso haber conocido a fondo y haber vivido a fondo y lo escribo desde lejos. Y en "Las criaditas" sucede lo mismo: escribo desde cerca de un lugar que creo conocer a fondo, pero en cuanto a mi manera de enfocarlo, de retratarlo, de presentarlo, de crear relaciones, sus espacios, sus sonidos, me siento exactamente igual. Es decir que para mí todos son relatos de viajes, no importa si yo esté en un lugar específico. Luego, quizás sea porque no estoy en ningún lugar definitivamente. Yo siento que ningún lugar mío es definitivo y no porque sea un exiliado. Me acuerdo de cuando yo era joven en Cuba, y no había venido revolución alguna ni yo había oído ninguno de los nombres que llevamos tantos años oyendo, una de mis preocupaciones era no poder irme de allí alguna vez: ya yo tenía ganas entonces de irme a otro lugar. Cuba ya se estaba agotando para mí y necesitaba otros paisajes, otras latitudes, otros mundos… Por eso yo vivo una contradicción desde hace cuarenta años, porque a mí me dicen exiliado. Y lo soy efectivamente porque no puedo negar esa palabra: negarla sería afirmar que en mi país hay un gobierno lícito. Soy un exiliado porque en mi país hay un gobierno que es tan ilícito como para decirle a la gente que ha nacido allí si pueden entrar o salir de acuerdo a la voluntad de un gobierno, lo cual para mí es uno de los disparates más grandes que pueda haber en la convivencia humana en el mundo y por eso soy exiliado, pero a la vez jamás lo he sido íntimamente ni me he sentido exiliado en el sentido de desterrado, porque durante toda mi vida no he hecho más que responder a un deseo que tuve siempre: el de ir, ir, ir y seguir, y caminar… Llego a cualquier lugar y me siento allí dentro y fuera a la vez en el sentido de que al no sentirlo como un lugar ajeno, al día siguiente de llegar ya me siento conviviendo con la gente de allí, de la misma manera que lo hacía el día anterior en un lugar en el que llevaba años residiendo, pero al mismo tiempo en mi ser íntimo, me digo que esto tampoco es para siempre, que aquí estoy de paso. En lo que escribo siempre me ha pasado lo mismo: son lugares que a pesar de estar en ellos, los percibo como lugares que son parte del Viaje, un Viaje que continúo siempre. J.F. - No sé si esto te ha llevado a considerar tu literatura en términos postnacionales… F.V. - Tengo muy claro que la manera en que hablo y, por lo tanto, la manera en que escribo se fundamentan en mis primeros veintitantos años en Cuba. Decir que yo no soy un escritor cubano, aunque lleve muchos más años fuera de Cuba que los que pasé allí, sería una idiotez, porque el fundamento de lo que escribo está en toda aquella vida, en todo aquel aprendizaje, en aquel ámbito en el que aprendí a hablar, a pensar, a convivir y a leer. Aunque mi escritura haya ido muy lejos, y no creo que haya ido tan lejos, toda ella se fundamenta ahí. Me acuerdo que de muchacho, cuando comenzábamos a despertar a la literatura y al arte, nuestros modelos, la gente que veíamos como figuras míticas eran Rimbaud, Joseph Conrad, e incluso, más cerca, los escritores de la generación perdida que se habían ido a Francia o Italia… Y nosotros, de pronto, estábamos en un país, cuyo gobierno se proclama internacionalista, pero genera unas fuerzas contrarias, unas exigencias nacionalistas extremas, que te dicen que si te vas dejas de ser ciudadano de ese país por traidor, y que, además, es secundado en eso por montones de escritores del mundo entero, a quienes les parece maravilloso que un autor noruego decida instalarse pongamos que en Tanzania y ensalzan la curiosidad intelectual de ese sujeto, pero entonces un cubano que deja Cuba para instalarse en España, Canadá, Estados Unidos o Venezuela les parece un traidor, un sinvergüenza, alguien carente del sentido de nación. ¿Acaso Noruega no es una nación? ¿Qué exigencia es esa que se nos plantea a nosotros? Un absurdo. Absurdo que obedece a principios políticos, mientras olvida por completo cuáles son los verdaderos principios básicos del acto de pensar, que es para lo que un escritor funciona, para el pensamiento y no para la política. Aparte de eso, esto empata con algo que estaba leyendo hace unos días acerca de un personaje de Nabokov, un escritor que se horroriza al constatar que a partir de 1917 a los escritores rusos sólo les era dado escribir sobre la revolución y yo recordaba que algo similar nos había ocurrido a nosotros y no dejaba de preguntarme el por qué el hecho de que en Cuba se hubiera producido una revolución nos obligaba a escribir precisamente sobre ella. Yo he escrito sobre eso también, pero no siempre lo he hecho por una suerte de, digamos, obligación con mis congéneres. El libro del Mariel sí lo escribí al verme ante una situación que se me imponía: el ver a gente a la que era como yo, encontrármelos después de años de residencia fuera de Cuba… y decidí hacer la crónica de ese acontecimiento. Pero en general he escrito de lo que me ha dado la gana. El hecho de ser cubano no me obliga a escribir sobre Cuba. De lo que se trata es de hacer una literatura que esté siempre en la frontera. ¿Cómo se nos va a querer imponer una literatura dentro de fronteras? Eso no tiene ningún sentido. Pero, desgraciadamente, veo que se trata de algo que pesa en la obra de muchos autores cubanos. J.F. - Como rehuyes también el corsé de los géneros. Sueles tomar caminos que llevan a un excurso ensayístico, y metido ahí, en la arquitectura renacentista, la pintura de Ramón Alejandro o la teoría de la dramaturgia, parece que se te hiciera difícil volver al relato, como si no hubiera distinción precisa. F.V. - No es que yo quiera crear un sortilegio artificial. Hace unos cuantos años leí el libro de Adorno sobre Mahler y me causó un gran impacto por la manera en que se ajustaba a lo que yo busco al escribir. Adorno habla de la multiplicidad de elementos que componen cada sinfonía de Mahler, que él describe precisamente como novelas, y afirma que rompen con el clasicismo, porque en lugar de tener estructuras cerradas, tienen unas estructuras en transcurso, como las de la novela. Lo que me resultó más interesante de ese ensayo fue el peso que, según Adorno, daba Mahler a lo imaginario en sus sinfonías, a los sueños. Adorno afirma allí que todo eso es parte de la vida de uno, que lo que uno sueña o imagina es tanto parte de la vida como lo que vive efectivamente, son elementos que están dentro de uno. Creo que toda la literatura mía proviene de esa convicción que tengo de que no pueden establecerse límites entre imaginación y realidad, entre sueño y realidad. Y no te hablo desde una perspectiva surrealista, sino precisamente de algo que puede ser opuesto al surrealismo. Se trata de una continuidad, de una amalgama, que abarquen la manera en que vivo y percibo lo que vivo gracias al trabajo de mi imaginación, a la forma en que lo transforma, lo domina. Hay algo ahí que es absurdo separar. J.F. - Ahora has terminado una novela de la que reproducimos aquí unos fragmentos. Confirmo: novela, sin recurrir a la suma de relatos… F.V. - La escritura tiene momentos verdaderamente divertidos. Cuando comienzo a escribir trato de precisar claramente lo que quiero hacer, pero dejando que la idea salga al galope y me conduzca por caminos que no imagino. Con esta novela ha sucedido algo así. Nació de un relato que pensaba incluir en Los labios pintados de Diderot. Tenía escritas un montón de tarjeticas, porque así fue con Los labios…, que lo escribí en tarjeticas, para ese relato sobre Berlín, el Muro, la guerra y mis impresiones de esa ciudad en la que permanecí diez días al salir de Cuba. Y comencé a trabajar en ese relato, pero no acababa de unirse al libro, todo en él seguía siendo muy tenue, muy débil, flojo. Y las tarjeticas terminaron yendo a parar a un sobre manila, amontonadas. Y pasaban los años, publiqué Las tetas europeas… Y a cada rato me encontraba con el sobre manila al abrir alguna caja, un relato que nunca se escribió, pensaba, un episodio inconcluso… Pero se fue cocinando hasta que un día se me acumularon dos o tres ideas que lo rondaban y volví a él. Fue algo muy simpático, porque veía por primera vez la posibilidad de desarrollar aquello y engarzarlo sobre una base sistemática, y de pronto me dije que lo primero era copiar las anotaciones en el computer. Fue una diversión enorme, porque cogía cada tarjetica, escribía dos líneas y luego apartaba la vista de ella y comenzaba a escribir y escribir, y me fui percatando de que lo que en inicio debía resultar en un par de páginas, terminaba teniendo ocho o diez y aquello seguía y seguía creciendo. ¡Qué alegría! Primero me dije que iba a salir un relato largo como "Los labios pintados de Diderot" y de pronto siguió extendiéndose y terminó en una novela de doscientas y pico de páginas. J.F. - Es un libro todavía sin editor… F.V. - Sin editor. En una reciente entrevista dije que ya pronto tendré más libros inéditos que publicados. Es una especie de carrera a ver cuál de esas dos circunstancias gana. J.F. - La tuya es una obra que a pesar de su importancia y su singularidad no ha tenido una suerte editorial, una salida clara, aceitada. F.V. - Hay una serie de realidades concretas que me dificultan publicar en España. Y no voy a entrar en ellas, porque son demasiado triviales e, incluso, tontas. También es cierto que dedico el tiempo a escribir y apenas me empeño en conseguir publicar lo que escribo y, desde luego, a buscar los caminos que conduzcan a la publicación de lo que escribo. Hay una torpeza evidente en eso… Con respecto a la novela, te digo que sí puede acabar publicándose. Y me gustaría que se publicara, acaso por romanticismo, porque se trata de un libro muy entroncado con los momentos que está viviendo la literatura, si bien es un entronque que detecté a posteriori, porque no fue ese el propósito con que lo escribí. De publicarse ahora se verían más claros todos esos elementos que lo asocian con la literatura que se está escribiendo en estos años y con Alemania, con lo que sucede en Alemania. Y al mismo tiempo, también ronda cierta literatura escrita últimamente por cubanos dentro y fuera de Cuba, porque en el libro están presentes las perspectivas que traza toda transformación, todo cambio en una nación. Es una lectura que está más escondida, pero también se hace presente. J.F. - ¿Sigues la literatura escrita por cubanos? Tus lectores conocen de tus cuitas con la visión, que me consta te obligan a ser muy estricto con los libros que decides leer. F.V. - Bueno, hay muchas cosas que están ocultas por ahí y que uno descubre por casualidad. Textos de gente que está escribiendo sin más aliento que el de ellos mismos, sin el apoyo, como le pasa al noventa por ciento de los escritores, de las instituciones de su país. Hay otros que son glorificados por circunstancias extraliterarias. Hay que andarse, pues, con mucha suspicacia y mucha viveza, averiguando quiénes son, escuchando los juicios de los amigos en quienes uno a aprendido a confiar, en el olfato. Así que leo libros escritos por cubanos, pero no constituyen ni mucho menos mis lecturas ni mis afanes exclusivos.. Fragmentos de la novela inédita Desastres de la postguerra 13 No logro encontrar una farmacia abierta. En la forzosa media lengua con la cual pretendemos comunicarnos, deduje que la conserje del hotel me indicaba una, torciendo a la izquierda a unas dos cuadras. Pudimos entendernos: la farmacia está ahí. Pero cerrada; sería esto lo que trataba de hacerme saber ella con la matraquillosa palabra que me repetía y nunca le entendí. Me lanzo al albur por calles desconocidas, ateniéndome a la ruta más concurrida y procurando seguir un rastro que, si bien no de piedrecitas como el de Hansel, confío a mi memoria, con la esperanza de que esos signos particulares que voy descubriendo y pretendo hitos lo sean de verdad y no se me repitan luego cada dos esquinas. Al cabo de lo que calculo será más de media hora de marcha decido regresar al hotel con las manos vacías, sin esas aspirinas pedidas por mi mujer para intentar calmarse un dolor de cabeza. Peor que volver sin la medicina sería inquietarla con una tardanza más prolongada de lo lógico, desesperarla suponiéndome extraviado por calles desconocidas y solares yermos, sin saber a dónde he ido a parar y menos cómo preguntarlo. Y quién sabe si, en su asustada imaginación, metido en problemas o incluso detenido por haberme aproximado demasiado sin notarlo a ese infranqueable y vedado sector occidental que, por poco que llevemos aquí, va adquiriendo ya el color de un sublime territorio, una Arcadia feliz o un Shangri-la. Si esto es así para mí en tan corto tiempo qué fulgores místicos no podrá despedir el Occidente para estos alemanes orientales obligados a convivir con él, incapaces de ignorarlo; conocedores de que a su lado rebosan esos cuernos de la abundancia cuya existencia sus dirigentes no pueden sino resignarse a aceptar pero condenan por mal habidos, perniciosos; refiriéndose a ellos peor de lo que debe haber hablado Dios Padre a Adán y Eva cuando les prohibió acercarse al tentador fruto prohibido del Edén. Camino del hotel y concentrado en ir desgranando esas pistas confiadas al recuerdo para no desviarme en mi ruta de regreso, la concentración me va dejando absorto, pensando sin saber incluso lo que pienso, mirando en torno mío con ojos vacuos y dejando vagar mis pensamientos por donde ellos quieran, guiados por el mismo automatismo de mis mecánicos pasos. De repente noto, como si una mano agarrase súbitamente esos hilos dispersos por mi mente e hiciese poderosa un haz con todos ellos, que en esta ciudad, caminando como lo hago ahora por sus calles, me siento como nunca antes acompañado en mi andar por una presencia, mejor dicho por una multitud de presencias. Al instante, esta percepción me causa desasosiego, un sabor desagradable. No es para menos; no está en mí. No creo o por lo menos no me inquieta, no dedico cavilaciones a ninguna de las variantes que conozco o pueda concebir del más allá, así provengan del más hondo y elaborado misticismo o la más primitiva de las supersticiones. Lógico que me cause una sacudida descubrir que estoy dotando sin quererlo al aire mismo del espesor viviente achacable a la presencia invisible en él de un constante ir y venir, como soplos o caudales, las entrecruzadas corrientes de un sinnúmero de criaturas. Es un amago de certeza y, aunque recuperado de mi automático vagar, enterado ya de por dónde van mis pensamientos, no consigo disiparlo. Al contrario, se agudiza, me penetra. Miro hacia unos edificios y sobre el desolado solar yermo que me separa de ellos no veo como debería ver una absoluta transparencia sino, contradiciendo la evidencia de mis ojos, mi mente me convence de que allí flotan suspendidas infinidad de algo más que sugestiones, esencias que han perdido para siempre cualquier posibilidad de solidez pero sin embargo están innegablemente ahí, lo mismo desasosegadas y entregadas a ese perpetuo girar que las recorre y entrelaza que en una impávida resignación, inmóviles en la aparente espera de esa posible hora final que ansían les llegue de una vez. No se trata en modo alguno de hálitos fantasmales capaces de infundirme un infantil terror. Tampoco vahos espirituales transidos de revelaciones místicas; ni por un momento considero la ridícula presunción de haberme convertido en médium. Es otra cosa, un barrunto; fluye hacia la convicción de que, más allá de su muerte, de su desaparición de ante nuestros ojos, esa multitud de seres idos que rondan estas calles merodean por ellas en incesante alteración día y noche, en torno a quienes aún estamos vivos -no creyéndome único, debo pensar que lo mismo ocurrirá, de manera sensible, a muchos-, y no logran a su pesar la desaparición, ese perderse tan deseado. Quién sabe si esto les ocurre porque se sienten desorientados, no reconocen del todo el lugar en donde están, confundidos ante la desoladora transformación de que fue objeto el lugar donde sus vidas transcurrieron; un sitio abolido, irreconocible de la noche a la mañana, en ese indefinido período en que a todas estas gentes les habría demorado despertar a la muerte. Comprendo que estos pensamientos no son míos, no se adecúan a quien soy. Esta última frase aceptaría la otra vida, algo para mí irreconocible, una esperanza y un afán por los cuales realmente no puedo suspirar. Y sin embargo, no he podido menos que frenar mi marcha, sujeto por una desazón que ni siquiera es susto, detenerme en la acera a contemplar este espectáculo no presenciado sino infundido, inmóvil ante él como si de verdad pudiese verlo hasta en sus últimos detalles. Es más, según pasan los segundos, pues sólo eso ha transcurrido desde mi inicial asombro, diría que comienzo además a escuchar una especie de rumor disperso a la deriva; crece y se apaga impredecible, se disipa y renace en discretas marejadas, inteligible sólo como murmullo, y tan indescifrable como poco antes me resultaron las indicaciones de la conserje del hotel. Los sé suyos, sus llamados, voces que más bien buscan un afecto, en nada parecidas a ese lamento atribuido por los supersticiosos a los difuntos, aunque en ellas pueda detectarse por momentos el rumor de cierta queja. Es cuestión de instantes que mi conciencia vuelva en sí y vaya borrando con incómoda prisa las turbulentas impresiones que de manera tan singular y convencida han calado en mí. Tan penetrantes fueron que sin haber alterado en forma notable mi modo de pensar ni aproximarme a convicciones esotéricas, no me han abandonado desde entonces. La certidumbre de lo ocurrido en aquellos instantes de paseo, lo captado durante aquellas percepciones, para siempre ha quedado conmigo y he preferido dejarlo tal como fue, igual de inexplicable. Ponerme a dilucidarlo, como algunos intentan tras sentirse inmersos en experiencias similares, buscando explicaciones sobre auras o emanaciones cerebrales en intentos de conciliar un materialismo descreído con hechos de sutil explicación, me resulta un pobre y temeroso intento de restarles valor, algo así como pretenderlas algo estomacal. Sería rebajar con arrogancia la veracidad de unas constancias irrefutables y reales que, sin temor a lucir mago de feria, diría pudieron acercárseme. A lo más que han llegado mis pensamientos en sus fugaces intentos por dar coherencia a un suceso de sustancia tan irracional ha sido a una conclusión basada en intuiciones ilógicas, ese frágil lecho en bastantes ocasiones más acertado que ninguno: demasiados muertos hubo en Berlín, en demasiado poco tiempo. Su multitud fue mucha; excesivas también, hasta el punto de resultar incomprensibles, las ruinas -por lo menos en aquel momento; después nos hemos habituado a más-. Viéndose en medio del territorio lunar en que se había convertido su ciudad, creyeron equivocados, sin necesidad de irse bajo tierra a sus sepulcros, que estando aún sobre la superficie reposaban ya en su destinado cementerio. No habiendo estado yo hasta entonces en otra de las tantas ciudades donde igual o peor devastación sucedió o luego ha sucedido fue en ese primer cruce por un sitio donde por un momento pasó la aniquilación donde pude sentirlo, me caló. Pienso, también sin poder explicarlo, que semejante percepción pudo serme posible una sola vez. De viajar ahora a otros sitios incluso más diezmados, no volvería, lo sé, a percibir aquel espesor desconsolado del aire, aquel rumor lejano de zozobra que sentí entrar por mis oídos y me dejó aterido. (…) 23 Corremos el riesgo de echar nuestro viaje por la borda y eso que nadie nos obliga, hemos aceptado por voluntad propia la insólita invitación de Veronika de seguirla a un sitio que con chispas traviesas anuncia desde el primer momento como lugar de citas secretas; nos encantará conocerlo. Salimos tras ella con impulsividad adolescente, en una expedición mal definida por las nocturnas calles de Berlín que circundan nuestro hotel. Desde abordar la acera, da ella a nuestra salida, con su calculada discreción y vistazos de vigilancia en torno suyo, visos de expedición con malos propósitos, empresa criminal. Estamos actuando, lo sabemos mi mujer y yo, como niños que se creen inmunes a los riesgos. Pero puede más nuestra curiosidad y desechamos molestos las probabilidades de que nuestra gentil Veronika, al comprometernos con un paseo de cuyas metas sólo ha revelado la emoción de la aventura, esté sacando sus uñas y pretenda hacernos caer en una trampa policial para con ello ganarse unos galones. Detrás de su semblante de juvenil retozo pueden esconderse los taimados cálculos de una delatora que, aunque bisoña, trae consigo un probado entrenamiento familiar, esa estirpe paterna de la cual reniega sin demasiado énfasis ni enfado; como si su posición jerárquica en un gobierno impuesto fuese un adorno sin mayores consecuencias. Se nos ha aparecido de improviso en el hotel, como persuadida sin vacilar de encontrarnos en él y también de que para convencernos de descartar cualquier temor ante las incógnitas de su proposición de acompañarla le bastará la confraternidad de la velada compartida hace dos días. A fin de disipar dudas nos elogia: de todos sus conocidos en Berlín somos nosotros los más adecuados para disfrutar junto con ella esa sorpresa que nos aguarda y de la cual se niega a proporcionar mayor explicación. Sólo una cosa nos ha dicho y varias veces: no podemos ni soñar con el asombro que nos causará lo que veremos, se trata de una ceremonia indescriptible programada a intervalos imprecisos y a escondidas en algunas noches de Berlín. Se selecciona con atención a los participantes e incluso entre éstos hay a quienes, como nos sucederá a nosotros, se les permite sólo presenciar. Es el caso de ella, su estatura familiar -al escucharla no sé si debo asustarme más; esa estatura va creciendo- la deja sumarse a capricho a este círculo selecto, como si ello fuese parte del adiestramiento de una elite a la cual por derecho de sangre pertenece. El hecho de que a mi mujer y a mí nos queden como quien dice horas de este lado del muro la ha inducido a venir a buscarnos sin pensarlo más. Aunque quiero descartar aprensiones, me intranquiliza oírla definir así nuestra partida. Es como si la calculase sin regreso y esto diera el toque final a su decisión de seleccionarnos; será el regalo de despedida que nos llevaremos de este mundo, conoceremos uno de sus rincones improbables. Da lo mismo si luego resolvemos desechar la discreción, si nos pasamos de lengua y pregonamos a los cuatro vientos las escenas presenciadas. Tan inconcebible para quien no lo viva es el ritual al cual estamos a punto de asistir que así alberguemos el propósito de proclamarlo en la primera plaza pública, sólo con pensarlo dos veces concluiremos más prudente nunca hacerlo. Nadie nos creería, pasaríamos por locos, enajenados que lanzan injurias sin sentido, propagandistas de tercera. Me pone febril la caminata por las mortecinas callejuelas del centro de Berlín. Algunas las habremos recorrido pero ni soñar en medio de esta tenue media luz con identificarlas, aparte saberlas por lo poco andado de nuestra vecindad. Me siento estúpido. ¿Cómo se nos ha ocurrido hacer caso a esta mujer, meternos en semejante atolladero? Espero ver de un momento a otro a varios policías surgiendo de una bocacalle a interceptarnos; motivos no les faltarán, nuestro merodeo por estos intrincados callejones, siguiendo rutas sin aparente rumbo entre construcciones semiderruidas, basta para volvernos sospechosos, da la apariencia indudable de que se trama algo indebido. Le habrán soplado a Veronika el recelo de que nuestro secreto plan consiste en irnos, le han sugerido que indague en nuestros proyectos, y ella, en vez de acatar el tedioso papel de minucioso detective, prefiere el sendero fácil y expedito de enredarnos en esta trampa que a la vuelta de la esquina nos acecha. Si algo me hace desechar estos temores es nuestra mínima, por no decir nula, importancia. ¿A quién puede preocuparle a estas alturas que en efecto nos vayamos? Llegados a este punto, contiguos al cruce de frontera, es como si nos hubiésemos ya ido. Desembocamos en una plazoleta y ni que esperar tengo a la inmediata mirada de complicidad que me lanza mi mujer para sentir poderosas ganas de dar marcha atrás y echar con ella a correr sin mirar atrás por donde mismo hemos venido, sin pararme a pensar tampoco en lo irracional de una fuga así. Preferible sería a seguir adentrándonos por esta ruta de esa mano que sin atenuantes creemos ya culpable de Veronika, quien sin inmutarse y como protegida por un halo, pues ningún celoso centinela nos sale esta vez al paso, nos guía sin titubeos hacia su meta y ésta no se nos puede hacer más clara: la casita cuya aislada presencia campestre tanta curiosidad nos despertó no más llegar y donde a punto estuvimos de tener un encontronazo con las autoridades. Imposible olvidar, menos ahora, la estrepitosa alarma demostrada por aquel riguroso vigilante ante nuestra imprudencia de aproximarnos a espiarla. Aquella primera vez lucía, no diré desierta, sí vacía. Tanto que la pensamos museo, quizás sitio venerable puntillosamente preservado. En todo caso cerrada, por no definirlo mejor: clausurada, sin síntomas de vida. Ahora le ocurre lo contrario, vibra en la noche impávida de Berlín que la rodea. En medio de la apagada desolación de cuanta calle desemboca en esta plaza reluce como una estrella polar que lanzara destellos en el centro del cielo nocturno más oscuro. Son luces cuyo origen se deduce sin poderlo precisar; las cortinas esconden posibles salones de atrayente resplandor. De ellos emana una vibración, el bullicio de una música apagada por celosías y ventanas, el amplificado murmullo de numerosas voces conversando al otro lado de esas paredes exteriores que, si bien dotaron a la casa en nuestro primer encuentro de un inequívoco aspecto humilde y rural, su nueva presencia brillante en plena noche la dota sin embargo del distinto aspecto de palacio reservado, íntimo retiro de príncipes de la época galante. Ni que decirlo: a Veronika de sobra la conocen, la presumo asidua. O bien esta labor de flautista de Hamelín que no dejo de recelar le rinde dividendos o, como ella misma nos ha a medias sugerido, estamos al presenciar, no importa si de lejos, un insólito espectáculo. De natural tan entregada al entretenimiento y el disfrute, no la imagino asistiendo a ceremonias ni remotamente taciturnas. Pero aspecto de entretenida fiesta no tiene por de pronto el lugar. Desde abrírsenos la puerta y cedérsenos el paso, lo cual ocurre nada más reconocerla, más bien descubro en torno un ambiente y una decoración impersonales, con bastante de vestíbulo de gran hotel, un espacio que se pretende acogedor no más al tránsito. La casa, que de mansión tiene si acaso pretensiones, está bastante llena, una habitación tras otra, tampoco a rebosar. Gente repartida en grupos de similar presencia respetable, no necesariamente dignatarios pero por lo menos funcionarios de algún rango, y a partir de vocablos que alcanzo a distinguir, no pocos visitantes extranjeros, entre quienes la diversidad es mayor: lo mismo comerciantes que políticos y hasta algún que otro aventurero. Y algo patente en todos ellos: sus bolsillos están llenos. Pronto tengo la sensación de verme en una especie de recepción de embajada, un agasajo de carácter diplomático, aunque ni por un instante me creo que lo sea. Ni hubiese impuesto Veronika tanto sigilo a la visita ni puedo suponerla atraída por una velada semejante, no es su estilo una recepción donde los fruncidos prevalecen. Ni estando a punto de iniciarse un suculento banquete de langosta y ciervo puedo suponerla interesada en lo que sugiere este sitio, menos en invitarnos a él con semejante cuota de advertencias. Lo que por fuera parecía vivienda no lo es, a no ser que al fondo haya cuartos escondidos. Pausadamente la hemos ido recorriendo entera y sus salones van apareciendo sucesivamente iguales al primero: mesas centrales, algunas de regular vistosidad y otras con fiambres poco apetitosos a los que casi nadie atiende, más bien puestos ahí como un cumplido. Bastantes sillas, apenas ocupadas; al estilo de las citas diplomáticas, los asistentes prefieren permanecer de pie. Algo esperan, a punto de ocurrir. No están aquí para conocerse, saludarse o conversar. Vienen con una idea bien precisa, ese misterio del cual Veronika, pícaramente muda a cuanta pregunta se nos ocurre hacerle, de viva voz o con los ojos, nos ha invitado a ser testigos. Se produce un movimiento. En una sala contigua detectamos una pequeña conmoción que a no dudarlo, quienes nos rodean reconocen. Se vuelve ese salón vecino un vórtice hacia el cual convergen todos, arrastrándonos en la general marea. Al entrar descubro abierta en el piso una especie de trampa; por quienes me preceden comprendo que abre una ruta hacia abajo, será un sótano. Construida sin atención a su elegancia aunque con gran cuidado. Nada de escalerilla tiene, es una escalera con todas las de la ley, con balaustrada que un resorte eleva hacia la sala desde la cual descendemos, a fin de cuidar que no se baje ni un peldaño sin apoyo. Nos toca el turno, Veronika nos cede el paso con ojos relucientes y tras bastantes más escalones de los que supuse accedemos a una caverna gigantesca, una bóveda subterránea con puntal de varios metros que no más verla deduzco sean bodegas, antiguos depósitos de vino. Me equivoco y con el desmentido comienza al fin Veronika sus explicaciones. La escuchamos; sé que mi mujer, como yo, con aprensión. Si bien la ordenada compañía ha disipado en algo nuestro temor a una alevosa celada, la curiosa situación en que nos vemos no acaba de resultarnos convincente; no hay cómo garantizar que no nos estemos hundiendo en cenagales capaces de costarnos caros, tanto como destruir nuestras esperanzas de viaje. Veronika me aclara: no son bodegas donde estamos, es parte del antiguo metro de Berlín. Tal como ha sucedido a las calles en la superficie, muchos de sus túneles han quedado clausurados por muros de ladrillo, réplicas del muro superior como si lo prolongasen a través del asfalto. Nos encontramos en una de las que fueron sus estaciones principales, ahora boquete inútil. La red del metro, cortada en infinidad de puntos, sirve de poco comparada con lo que fue, con lo que debe ser cualquiera. La mayoría de las combinaciones y transferencias proyectadas cuando las distintas líneas se cruzaban han dejado de existir. En cada uno de sus dos lados ha quedado el metro limitado a hacer más bien las veces de local tranvía, que transporta a la gente en elementales recorridos. En este sitio preciso en donde estamos, las vías han sido cubiertas para dotar a la estación de la totalidad de su posible espacio, tan enorme que se diría un hangar de dirigibles. En un extremo ha sido erigido un estrado de madera y sobre él se alza una mesa, en torno de la cual y más allá, cubriendo el suelo en derredor y varios metros por detrás, se amontonan cajas y paquetes, grandes y pequeños, dando a ese perímetro aspecto de depósito del transporte ferroviario. Ante la mesa está dispuesto alrededor de un centenar de sillas y es a ellas a donde nos encaminamos, sentándonos nosotros tres, obedientes mi mujer y yo a las menudas señas de Veronika, en una de las últimas filas. El programa previsto, el que sea, procede con animación. Se abren dos puertas al fondo, en uno de los lados de la bóveda, y una especie de comité de recepción va a dar la bienvenida a un conjunto bastante numeroso que entra al salón y va a ocupar las primeras filas de nuestro auditorio, muchas de cuyas sillas habían quedado vacías, ahora sé que reservadas esperando la llegada de estos personajes. Se tienen con los recién llegados amplias cortesías; está claro: son gente de buena posición, menos por alcurnia que por poseer mucho dinero. “Son del otro lado”, es el previsible anuncio de Veronika, quien de este modo nos hace conocer el asombroso dato de que por esa puerta puede accederse al Occidente. No imagino en dónde terminará ese pasadizo; si acaso alcanzo a suponer al otro lado una teatral casita de muñecas semejante a la que nos franqueó la entrada a este escondite. Una vez en sus puestos los occidentales, comienza la subasta. Pues a eso estamos asistiendo, una subasta de despojos y algo más, bastante más, un caudal imprevisible. Según vamos enterándonos, a medida que procede sin necesidad de más aclaraciones de Veronika, trasiegan en secreto aquí los dos mundos rivales mercancías cuya negociación les interesa y que su ostensible enemistad -testigo de lo que presencio, llamarla así es pecar de tonto, mejor decir pretensión de enemistad- no les permite comerciar públicamente. Sea como sea, mil detalles me faltan por descubrir y precisar. ¿Qué conveniencias, qué afanes guían a los participantes, qué propósitos han inducido a ambos gobiernos -de que están los dos de acuerdo en un sinfín de cosas sólo podría caberle dudas al más empecinado de los fanáticos- a permitir esta especie de mercado de valores subterráneo? No me bastará una noche para acceder a la respuesta y no lo intento, sólo podría aventurar hipótesis elucubradas. Mejor que este cavilar es concentrarme en lo que en esta única ocasión tendré delante, captar cuanto me sea posible del desconcertante acontecimiento. Identifico una porción ínfima de los objetos que desfilan por la mesa del subastador. Me asombra ver pasar ante mis ojos el neceser de baño de Francisco José, sacar de él para exaltar a los postores la navaja y las tijeras con las que sus barberos, escultores de una imagen perdurable, le arreglaban el bigote, las patillas y la barba, y observar a este invitado que se deslumbra lo bastante como para desembolsar por este peculiar tesoro una cifra que entiendo tiene muchos ceros. Se muestran con frecuencia cuadros, no sólo de autores para mí desconocidos sino de una escuela igualmente ignota. Con contadas palabras me susurra Veronika: son obra de pintores de los tiempos nazis, algunos favoritos de la más alta jerarquía. Comienzo a comprender esa figuración tardía de cuerpos heroicos, escenas bucólicas o representaciones familiares con aroma a folclor falso, tradición de pacotilla. A pesar de su escasa calidad no despiertan menos interés; será más por su valor histórico que estético pero los eventuales compradores se arrebatan las muestras de esta peculiar pinacoteca y advierto que procede el entusiasmo de ambos lados; si de simpatía por herencias ideológicas se trata, no podría acusarse de ello a una sola de las partes. Más esotérica pero igual de remunerativa para quienes organizan la subasta es una partitura manuscrita e inédita, y previsiblemente minúscula, de Anton Webern, hallada en su habitación con la firma al pie del pentagrama al rato de caer baleado en plena calle. Y entusiasmo es poco para describir la conmoción que desata la aparición de dos caricaturas de George Grosz que, a partir de las explicaciones de Veronika, me entero de que acarrean un historial inverosímil, y, asegura el subastador, probado y demostrable: estando ya en Estados Unidos el pintor, son, más que sarcásticas, hirientes representaciones de Hitler y Hess. Fueron enviadas desde allí subrepticiamente a Goebbels y éste, aunque denostase del estilo de expresión que Grosz con tal ferocidad capitaneó, tuvo la prudencia de conservarlas entre sus papeles personales y quién sabe si además, en secreto, el talento de apreciar, guardándolas como botín a negociar en futuros tiempos de más calma que a él nunca le tocaron. Bien claro lo previó; aunque no acabó por ser suya la ganancia sino de quienes él consideró sus peores enemigos, el blanco de sus más enconados anatemas. Voy corroborando tendencias e inclinaciones favoritas que pronto se define en las dos partes en puja. Los de Occidente prefieren los objetos preciosos, obras de arte mayores o menores. Los de acá, como obedeciendo a esa deificación de que sus doctrinas dotan a la historia, enloquecen tan pronto se muestran documentos o papeles, si bien a veces dudo entre si los ansiarán por el puro placer de poseerlos o si pretenden ocultarlos, considerándolos inconvenientes documentos, datos que lo mejor es sepultar. No rumor de admiración sino silencio venerable se produce cuando saca el subastador de su caja un cuadro que hasta un inexperto y desmemoriado como yo puede sin vacilaciones identificar: la cabeza decapitada que sostiene la mujer me lo insinúa; me lo confirman los transparentes velos y la figura estilizada, el marcado trazo en capullo de esa boca que hace a su autor inconfundible. Es la Judit de Lucas Cranach. Como a los demás me emociona contemplarla, sabiendo cuánto hace que fue dada por desaparecida para siempre entre las llamas que consumieron Dresde. La conozco de un raro libro mío que quedó en La Habana, un volumen de intenciones imprecisas que enumeraba y reproducía numerosas obras perdidas en la guerra. Cuando le doy al oído este dato, a mi mujer primero y luego a Veronika, ésta no puede menos que censurar la ingenuidad demostrada por mi asombro ante la existencia de esta pieza. “¿Tú crees que los curadores eran tontos?”, pregunta, dejándome a suponer el resto: cómo aprovecharon el generalizado desconcierto para sustraer obras y ocultarlas, dándolas por perdidas para siempre en uno de los apresurados traslados a la indecisa seguridad de la lejana horadación de un monte o al amanecer siguiente a un bombardeo. Demora la puja por Judit y alcanza una cifra impresionante, que añade perplejidad al modo en que funciona la subasta, aunque debió serme lógico; no va a aparecerse aquí quien sea -en este caso parece el comprador un nórdico; para siempre imaginaré a Judit, no me queda más remedio, metida en latitudes sin mediodía- con semejante suma de dinero. Casi que no le cabrían en un maletín los billetes y los pocos dineros para pagar en efectivo vienen en bolsillos. De manera que este mercado procede con la más acabada pulcritud: se transan compromisos, se aceptan pagarés, confianza cabal de unos en otros, ésos que allá afuera se piden la cabeza. Es posible, como nos ha dicho Veronika con k, que esta especie de almacén enorme sea una estación de metro, inutilizada por los muros que también dividen bajo tierra la ciudad. Voy intuyendo con alarma otra posibilidad: de ser correcta, se la querrá ocultar tras siete hechizos; escamotear, divulgando a propósito el engaño de que es ésta una estación de tren desafectada. Sé cómo después de entregarse desaforados al saqueo de los tesoros artísticos de Europa debieron lanzarse igualmente frenéticos los nazis a registrar todo su territorio, lo mismo el alemán que el conquistado, en busca de minas y cavernas. Necesitaban hasta el último boquete bajo tierra para proteger de la destrucción que a cada momento se les venía más encima, no sólo las obras de arte realizadas por su civilización a lo largo de siglos sino también ésas que venían de robar y que su vandalismo amontonaba en cúmulos descomunales en sus arcas. Muchos de los depósitos fueron localizados, se asegura que todos. Ya no me siento tan seguro. Metido bajo el suelo de la propia Berlín me prende la duda de si esta nave en la cual estamos no habrá sido uno de esos escondites; por lo poco aconsejable de su ubicación, justamente el más perdido y exquisito, como la mujer que se lleva puesto el vestido robado en una tienda. Mientras los aliados rebuscan lienzos y altares por Silesia, un botín inapreciable duerme callado bajo sus botas y es en esa cueva de Alí Babá cuyo ábrete sésamo nunca se adivinó donde nos encontramos. En su interior -ninguna derivación más natural- nació este rito del intercambio de fortunas, esta programada dispersión de un tesoro al parecer inagotable. La principal sorpresa de la noche nos está reservada a mi mujer y a mí, y a la salida no podrá negarme Veronika que lo sabía de sobra. Así lo niegue mil veces, tendré para siempre la certeza de que tuvo acceso a los más mínimos pormenores de cuanto se planeaba sacar a subasta aquí esta noche. La súbita presencia de un personaje más inesperado que Cranach me lo garantiza sin reservas. Es Isis, nuestra cónsul, en quien si estaba aquí no había reparado; aparece por un lado cargando un cartapacio lleno de papeles y mediante un asistente lo hace llegar a la mesa del subastador. Debe haber llegado tarde; la mercancía a subastar estaba toda colocada en exhibición desde entrar nosotros al salón. Habrá venido ahora mismo con su prometido lote; por los movimientos de numerosos espectadores, me da la sensación de que esperado con fruición. No es para menos. Lo que Isis trae, y habrá traído otro de Cuba, es una colección de papeles de puño y letra de Paul Lafargue. A mi mujer el nombre no le suena y debo explicarle: fue yerno de Marx y fue cubano. Esto porque nació en Cuba, no por mucho más. De Haití venía su familia y en el Oriente de Cuba se asentó, y francés, mucho más que el español, el idioma de Lafargue. No sólo el habla. En cuanto puede y es bien pronto, se larga para Francia, de donde nunca regresó, la prefirió a Santiago. Si primero vino el amor y luego la vocación política, o al revés, como me pregunta mi mujer, lo ignoro. Sí sé que se casa con la hija menor de Marx, Laura, y que del filósofo es dedicado discípulo, lo mismo en la teoría que en la práctica. Su suegro, dejando traslucir, así fuese judío, visos de sentirse muy puro alemán, lo apoda ‘el Moro’, con por lo menos un ápice de broma y quién sabe si algo de desdén por el mestizaje de su tez. Azarosa vida la de los Lafargue, que, tras larga lucha proletaria en variadas ocasiones y países -les tocan tiempos turbulentos en la expansión de esas doctrinas socialistas-, acaba de insólita manera: entrado el siglo XX, en su año 11, la pareja se suicida. Son, si no ancianos, algo viejos, fuera de fecha para pactos de este tipo que puedan basarse en desengaños, ni de amor ni de otro género. La explicación que suele darse es la curiosa del agotamiento. No podían más; desesperaban al no ver en el horizonte ni siquiera distante el advenimiento de su ansiado comunismo. Se demuestran poco avizores, imprudentes: se matan pocos años antes de conseguir Lenin el triunfo; con algo de paciencia, quién sabe si hubiesen fallecido casi centenarios, con sus restos en las murallas del Kremlin. Veronika nos cuenta. No es la primera vez que Isis se aparece con despojos cubanos como éste. Luego nos traduce punto por punto. Presenta el subastador el cartapacio como una colección de papeles de Lafargue conservados en Santiago por su familia, sobre todo cartas a parientes con los que, así es como se sabe, mantuvo de manera permanente cierta dosis de contacto. Mayormente cartas a una tía, luego a una prima hija de ésta y que se deduce por su modo de expresarse inocente amor de infancia, compañera única de juegos. Lo jugoso de las cartas son sus francas opiniones; parece que Lafargue, aunque para vivir hubiese preferido Francia, mantuvo con su gente de Cuba mayor grado de confianza, se atrevió a contarles cosas de las que en París, es evidente, nadie se enteró. Seguro no las dijo; de una figura con tan múltiples enemigos como fue este Paul Lafargue se hubiesen conocido hasta sus conversaciones con la almohada. A la tía, en el primer manojo, no le habla del todo bien de Marx. Apóstol de sabiduría lo considera, maestro que le ha revelado cuanto sabe. En cuanto a suegro, otro es el cantar. Despótico, altanero. Las peores acusaciones que aparecen en las cartas: si por su hija debemos guiarnos, discrimina a la mujer; a Laura la trata como un capataz al último de sus peones. Lo de llamarlo Moro le parece indicio de algo más; le sospecha rechazo a quienes como él proceden de países donde cunde el mestizaje, dándole al fin lo mismo si son negros que indios. Se lo ha escuchado, los confunde sin dar a la distinción mayor importancia. No en balde los considera pueblos atrasados, incapaces de alcanzar mientras no transcurran siglos la civilizada meta comunista. Por suerte, dice a la tía Lafargue, en una frase rotunda que el subastador lee de entre notas quizás preparadas por Isis para valorar su lote, es Marx filósofo; de ser político y ganar poder, dice su yerno, tendríamos entre nosotros la posibilidad de un nuevo Gengis Kan. Más íntimo y penoso lo que cuenta a la prima, puede que a escondidas hasta de su mujer: los motivos del suicidio. Se confirma con ello en hombre honesto; no se ha rendido al capital. Tampoco misántropo; considera a las pobres gentes merecedoras del sacrificio de cualquiera, no se arrepiente de los muchos suyos ni los de su mujer. Lo que a los dos mueve a abandonar la vida es una terrible convicción, que va creciendo en ambos espíritus hasta poseerlos: la certeza de que la doctrina que han contribuido tanto a promulgar y defender adolece de mil boquetes, es impracticable como tal. Se lo prueban sus mil esfuerzos fracasados, la patente imposibilidad de que, por denodados que sean los empeños, la toma proletaria del poder sea posible con las pautas de la doctrina marxista bajo el brazo. Da el toque de queda a los afanes de su vida con una de las últimas frases de la carta. Sus cavilaciones lo han llevado a concluir que no es dable alcanzar eso que Marx soñó de los proletarios al poder o por lo menos tal como él lo concibió, sin estructuras políticas de un rigor y solidez que desvirtuarían la doctrina, serían su propia negación. Se lo dice a la prima con palabras pesarosas: “Pensaría haber perdido el tiempo de no ser porque luché por quienes tanto lo merecen y ni de lejos me arrepiento. Sólo el hecho de haberles dedicado a los obreros nuestras vidas da a éstas un destino noble. Sé ahora sin embargo algo terrible que, de haber conocido en un principio, nos habría conducido por senderos muy distintos. Lo que mi suegro concibió, tal como su mente lo hizo, es irrealizable sin mentes y puños de hierro que vuelvan esa dictadura del proletariado, que tan bien suena a oídos revolucionarios, un horror, una terrible tiranía que sofocará y ahogará como a ninguno a esos mismos proletarios, aherrojándolos en la más desoladora y abyecta de las servidumbres. ¡Ay de ellos si se persiste y se alcanza en algún país ese objetivo con el cual tanto hemos soñado! Nos desespera tanto a Laura y a mí sentirnos siquiera en parte responsables de haber promovido tal traición a nuestros fines, que esta carta es para despedirme, en nombre propio y en el de ella, aunque jamás te conoció. No nos queda otro remedio, menos a nuestras conciencias. Somos además viejos, incapaces de proseguir ni de corregir nuestra tarea, ¿de qué podríamos servir? Adiós, nuestra vida ya está escrita”. Al final aparece una frase que hubiese preferido no escuchar. Dice Lafargue a su prima cubana: “Ojalá no toque, ni a ti ni a tus descendientes, vivir estos espantosos trastornos que anticipo. Mi esperanza es que la distancia que nos ha desgraciadamente separado sea en este caso una fortuna, un océano que vuelva improbable una desgracia semejante”.. |
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