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Homenaje a Alejandro García Caturla
 

AMADEO ROLDÁN-ALEJANDRO GARCÍA CATURLA

Tomado de: La música en Cuba (Capítulo XVII), fragmento*
 
Al calor de la abortada revolución de Veteranos y Patriotas (1923), que fue típico ejemplo de pronunciamiento latinoamericano, sin cohesión, ni dirección, ni ideología concreta, algunos escritores y artistas jóvenes que se habían visto envueltos en el movimiento, sacando provechosas enseñanzas de una aventura inútilmente peligrosa, adquirieron el hábito de reunirse con frecuencia, para conservar una camaradería nacida en días agitados. Así se formó el Grupo Minorista, sin manifiestos ni capillas, como una reunión de hombres que se interesaban por las mismas cosas. Sin que pretendiera crear un movimiento, el minorismo fue muy pronto un estado de espíritu. Gracias a él, se organizaron exposiciones, conciertos, ciclos de conferencias; se publicaron revistas; se establecieron contactos personales con intelectuales de Europa y de América, que representaban una nueva manera de pensar y de ver. Inútil es decir que en esa época se hicieron los «descubrimientos» de Picasso, de Joyce, de Stravinsky, de Los Seis, del Esprit Nouveau, y de todos los ismos. Los libros impresos sin capitulares andaban de mano en mano. Fue el tiempo de la «vanguardia», de las metáforas traídas por los cabellos, de las revistas tituladas, obligatoriamente, Espiral, Proa, Vért
ice, Hélice, etcétera. Además, toda la juventud del continente padecía, en aquellos años, de la misma fiebre.
     En Cuba, no obstante, los ánimos se tranquilizaron con rapidez. La presencia de ritmos, danzas, ritos, elementos plásticos tradicionales, que habían sido postergados durante demasiado tiempo en virtud de prejuicios absurdos, abría un campo de acción inmediata, que ofrecía posibilidades de luchar por cosas mucho más interesantes que una partitura atonal o un cuadro cubista. Los que ya conocían la partitura de La consagración de la primavera – gran bandera revolucionaria de entonces –, comenzaban a advertir, con razón, que había, en Regla, del otro lado de la bahía, ritmos tan complejos e interesantes como los que Stravinsky había creado para evocar los juegos primitivos de la Rusia pagana. Milhaud, seducido ya por las sambas brasileras, había escrito El buey en el techo, El hombre y su deseo, y las famosas Saudades que ya empezaban a tocarse. La conciencia de ello volvió rápidamente las ovejas al redil de una órbita geográfica. Los ojos y los oídos se abrieron sobre lo viviente y próximo. Por otra parte, el nacimiento de la pintura mexicana, la obra de Diego Rivera y de Orozco, habían impresionado a muchos intelectuales de Cuba. La posibilidad de expresar lo criollo con una nueva noción de sus valores se impuso a las mentes. Fernando Ortiz, a pesar de la diferencia de edades, se mezclaba fraternalmente con la muchachada. Se leyeron sus libros. Se exaltaron los valores folklóricos. Súbitamente, el negro se hizo el eje de todas las miradas. Por lo mismo que con ello se disgustaba a los intelectuales de viejo cuño, se iba con unción a los juramentos ñáñigos, haciéndose el elogio de la danza del diablito. Así nació la tendencia afrocubanista, que durante más de diez años alimentaría poemas, novelas, estudios folklóricos y sociológicos. Tendencia que, en muchos casos, sólo llegó a lo superficial y periférico, al «negro bajo palmeras ebrias de sol», pero que constituía un paso necesario para comprender mejor ciertos factores poéticos, musicales, étnicos y sociales, que habían contribuido a dar una fisonomía propia a lo criollo.
[…]

     Por haber sido contemporáneos, por haber aparecido en un mismo momento, por haber compartido ideas afines, Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla resultan dos figuras inseparables en la historia de la música cubana. Sin embargo, una cuestión de tendencias y de cronología no debe hacernos olvidar que sus naturalezas eran absolutamente distintas y que, si bien trabajaron en sectores paralelos, sus obras ofrecen características diametralmente opuestas.
     Discípulo de Pedro San Juan, y luego de Nadia Boulanger, Alejandro García Caturla fue el temperamento musical más rico y generoso que haya aparecido en la isla. Dotado de verdadero genio, su potencia creadora se manifestó desde la adolescencia en una serie de obras vehementes, dinámicas, incontrolables en su expresión como una fuerza telúrica. Este hombre refinado, con semblante de irlandés, que lo asimilaba todo con prodigiosa facilidad, que aprendió idiomas sin maestro, que se hacía abogado en tres años sin dejar por ello sus estudios musicales, había sentido siempre una atracción poderosa por lo negro. Y no como juego estético o reflejo de las preocupaciones de los intelectuales del momento. Desafió los prejuicios burgueses de su casta acomodada, tomando una esposa negra. No se ocultaba de ello. Por el contrario. En esto se manifestaba un aspecto de la furiosa independencia que lo caracterizaría en todos los actos de la vida. Esa misma independencia habría de ser la causa directa de su muerte: juez de instrucción en una ciudad de provincia, no quiso someterse a las presiones ejercidas para arrancarle la absolución de un delincuente. Fue asesinado, de dos disparos a quemarropa, por el mismo que se proponía condenar al día siguiente.
     Poco hay que decir de su vida. Fuera de dos viajes a Europa, Alejandro García Caturla sólo existió para crear su obra. Su necesidad de trabajo era tal que, durante su permanencia en París, apenas si visitó un museo o frecuentó las peñas artísticas – a pesar de que contaba con grandes simpatías en los medios surrealistas. No salía de una órbita que abarcaba, exclusivamente, las salas de conciertos, los ballets rusos, la casa de Nadia Boulanger y su mesa de labor. Relegado por las incomprensiones de su medio a ciudades de provincia, organizó orquestas y conjuntos musicales en todos los centros a los que lo conducía su profesión de juez. Nacido en 1906, fue muerto en 1940. En sus últimas cartas se quejaba amargamente de que no le fuera posible trasladarse a La Habana para estar más cerca de una vida musical activa.
     Alejandro García Caturla era casi un niño cuando dio a la estampa sus primeras composiciones de carácter popular: un bolero, una canción, tres danzones. En uno de ellos – El olvido de la canción – aparecían ya ritmos singulares, curiosamente tratados, como un principio de especulaciones sobre las bases del folklore criollo. El descubrimiento de la música contemporánea – de Milhaud, de Satie, de Stravinsky, principalmente – lo dejó deslumbrado. Por un corto tiempo estuvo ejercitándose la mano en imitaciones más o menos felices, que luego relegó al archivo de las cosas inservibles. No había cumplido veinte años, cuando ya regresaba sobre sí mismo, buscando un acento propio vinculado con el suelo natal. Pero Caturla tuvo, desde el principio, una manera muy particular de sentir el folklore de la isla. No fue hacia él, poco a poco, tratando de comprender primero y de acoplarse des-pués, como Roldán. Salido de su corta fiebre europeizante, volvió a los danzones de su adolescencia, partiendo de ellos nuevamente. Sin vacilación, comenzó a expresarse en un lenguaje nutrido por raíces negras – guiado por un obscuro instinto y por las afinidades que se habían manifestado ya, de modo elocuente, en su vida privada. Por otra parte, muy impermeable a la tradición hispánica – Manuel de Falla nunca ejerció la menor influencia sobre él –, estudiaba con apasionado interés la producción de los compositores cubanos del siglo XIX, y tenía un verdadero amor por Saumell y por Cervantes. Le atraía poderosamente aquella música, hecha de una lenta fusión de elementos clásicos, de temas franceses, de remembranzas tonadillescas, con ritmos negroides forjados en América. La última obra que nos dejó, una admirable Berceuse campesina, para piano, es un reflejo póstumo de estas preocupaciones. En una composición de una sorprendente unidad de estilo, logró una síntesis melódica y rítmica de lo guajiro y de lo negro – tema guajiro, ritmo negro – por un proceso de asimilación total de dos tipos de sensibilidad puestos en presencia. Como lo guajiro, por su monotonía e invariabilidad, no podía brindarle una materia rica, construyó una melodía propia, abierta sobre dos octavas, absolutamente incantable, y que tiene, sin embargo, un sorprendente perfume de autenticidad, sin observar el metro ni el ritmo tradicionales. Al situar debajo de esta melodía un ritmo de son logró un milagroso equilibrio entre dos géneros de música que nunca soportaron la más leve fusión en varios siglos de convivencia.









     Este acierto final explica toda su música. Caturla nunca tomó un género folklórico separadamente, escribiendo una danza, una rumba, para orquesta, con el espíritu que pudo animar el Batuque de Fernández, por ejemplo, o las Danzas africanas de Villa-Lobos. Cuando Caturla compuso La rumba, no quiso un movimiento rítmico para orquesta, una rumba


                               Alejandro García Caturla. La rumba. (Página autógrafa)

cualquiera, que pudiera ser la primera de una serie: pensó en La rumba, en el espíritu de la rumba, de todas las rumbas que se escucharon en Cuba, desde la llegada de los primeros negros. No pretendió especular con un ritmo, llevándolo en crescendo hasta el final, de acuerdo con una fórmula de la que se ha abusado mucho desde hace veinte años. Por el contrario. Desde la introducción, extrañamente confiada a las maderas graves, procedió por súbitos impulsos, por progresiones rápidas y violentas, con vaivén de marejada, donde todos los ritmos del género se inscribían, se invertían, se trituraban. No eran esos ritmos, en sí, los que le interesaban, sino una trepidación general, una serie de ráfagas sonoras, que tradujeran, en una visión total, la esencia de la rumba. (Es muy posible que un negro rumbero no halle dónde colocar un paso sobre esa partirura que expresa, sin embargo, sus instintos más profundos.) Del mismo modo debe considerarse el Bembé para maderas, metales, piano y percusión, estrenado en París en 1929. En él encontramos el alma del baile de santería.
     Entre la breve etapa en que Caturla trabajaba con los ojos fijos en Milhaud y otros compositores europeos, y la que se caracteriza por el hallazgo de su expresión propia, se sitúan varias Danzas para piano, visiblemente inspiradas por la manera de Ignacio Cervantes. Pero si bien el modelo es identificable, el tipo de escritura resuelve un singular problema: hallar una sonoridad absolutamente cubana, con procedimientos armónicos que respondían a las máximas audacias de su momento. Es interesante observar que, con acordes erizados de alteraciones, difíciles de tocar y de leer, obtuvo un tipo de sonoridad que se situaba dentro de la tradición cervantina, sin olvidar las inevitables terceras y sextas. Digamos, de paso, que ésta siempre fue una gran habilidad de Caturla. Cuando en el primero de los Dos poemas afrocubanos (París, 1929), escribió, con técnica propia, un acompañamiento de tres, el piano le sonó como un verdadero tres a pesar de los intervalos disonantes. Y es que en Caturla no obraba tan sólo un sorprendente poder de asimilación del ambiente, sino también una instintiva propensión a recrear el timbre de los instrumentos típicos, aun dentro del marco de la orquesta normal. (Cuando los empleó, el músico se contentó siempre con los instrumentos más simples de la percusión afrocubana, sinrecurrir a elementos dotados de un timbre inusitado.) Bastaba que utilizara un clarinete, para que ese clarinete se hiciera agreste, ácido, como hecho de la madera mal barnizada de los músicos callejeros.
     Caturla dejó una obra considerable, sometida íntegramente a un mismo orden de preocupaciones: hallar una síntesis de todos los géneros musicales de la isla, dentro de una expresión propia. Su producción comprende: Tres danzas cubanas, para orquesta (1927); Bembé, para


metales, maderas, piano y batería (1929); Bembé, versión para instrumentos de percusión (1930); Yamba-O movimiento sinfónico (1928-1931); Primera suite cubana, para instrumentos de viento y piano (1931); La rumba (1933); Suite para orquesta (1938); Obertura cubana (1938). Dejó escritas un gran número de obras para voz y piano, con poemas de Nicolás Guillén y del autor de este libro. Un poema, Sabás, para voz y cinco instrumentos de viento y piano, sobre un texto de Guillen. El caballo blanco (1931) y Canto de los cafetales (1937) para coro mixto a capella. Entre sus obras pianísticas, deben citarse, además de las Danzas de corte cervantino, un Son (1930), Comparsa (1936), la Danza lucumí y la Danza del tambor (1928), una Sonata corta (1934), y la Berceuse campesina, estampada conjuntamente con otro Son, en Nueva York, en 1944. Más afortunado que Roldán en lo que se refería a la edición, muchas de sus obras fueron publicadas por la New Music Edition de Nueva York, y por las Editions Maurice Senart, de París. El Instituto Interamericano de Musicología de Montevideo dio a la luz sus Dos canciones corales. Al morir dejaba sin estrenar una ópera de cámara, Manita en el suelo, sobre un texto nuestro que debía movilizar, escénicamente, algunos personajes de la mitología popular criolla: Papá Montero, Candita la Loca, Juan Odio, Juan Indio, Juan Esclavo, la Virgen de la Caridad del Cobre, el Gallo Motoriongo, el Chino de la Charada, Tata Cuñengue, etcétera.
     Ciertas partituras sinfónicas de Caturla pecan por exceso de riqueza. La pasta sonora es trabajada a mano llena, sin miramientos para el ejecutante. En esto se advierte una vez más la diferencia existente entre Roldán y Caturla. En Roldán, director de orquesta, todo es medido, colocado en tiempo oportuno, merced a un cálculo previo que no se exime, a veces, de una cierta frialdad. En Caturla, por el contrario, la orquesta puede ser terremoto, nunca relojería. Una fuerza bárbara, primitiva, es llevada al terreno de los instrumentos civilizados, con todos los lujos que puede permitirse un músico conocedor de las escuelas modernas. Y sin embargo, salvo muy breves y fugaces influencias stravinskianas (tan poco señaladas que apenas si se advierten), algo, muy inteligentemente observado por Adolfo Salazar, contribuye a alejar la obra de Caturla de toda atmósfera armónica catalogada: las raras escalas que forman parte integrante de su lenguaje. «Giro típico de Caturla – nos dice Salazar – es la estrechez del ámbito melódico y el evitar en él los intervalos de segunda menor.» Muy a menudo la asimilación de lo negro le hace concebir sus temas dentro de los límites de una
escala pentatónica. De ahí que si suele usar la politonalidad, el carácter de sus ideas le impide encerrarse en una fórmula mañosa. Sus temas tienen siempre el frescor de un canto primitivo. El espíritu peculiar que la inspiraba comunicó a la obra de Caturla un carácter inconfundible.
     Algo parecía faltarle todavía en sus últimos años: el don de simplificar, de alcanzar con la mayor economía de medios aquello que había logrado, hasta ahora, permitiéndose todos los lujos. La Berceuse campesina, obra póstuma, escrita con pasmosa sencillez, como para manos de niño, nos demuestra que Caturla había llegado a domar su temperamento, poniendo riendas de ángel al demonio que lo habitaba.


    Fragmento para piano del poema sinfónico del mismo nombre sobre texto de Alejo Carpentier.


Alejadro García Caturla. Pasaje del primer tiempo de «Sonera», de la Primera Suite Cubana.




             Alejandro García Caturla. Fragmento de Yambambá, 1933. (Página autógrafa)

Los adversarios de las tendencias nacionalistas que prevalecen hoy en Brasil, en México, y, con mayor o menor fuerza, en casi todas las naciones del Nuevo Mundo, se valen a menudo de un argumento polémico que es, poco más o menos, el siguiente: inspirarse en música de negros, de indios, de hombres primitivos, no es un progreso; desligarse de la gran tradición artística europea, sustituyendo las grandes disciplinas de la cultura occidental por el culto del vodú, del juego ñáñigo, del batuque, del candombe, equivale a renegar de las raíces más nobles de nuestra idiosincrasia, colocando un tambor en lugar del clavicordio.
     Sin embargo, los que así razonan olvidan demasiado que el compositor latinoamericano, vuelto hacia Europa en busca de la solución de sus problemas estéticos, no oye hablar más que de folklore, de canto popular, de ritmo primitivos, de escuelas nacionalistas, desde hace más de cuarenta años. Después de Grieg, de Dvorák, de Los Cinco rusos, que le rodearon en los días de su adolescencia, conoce a Stravinsky a través de Petrouchka, de La consagración de la primavera, de Bodas, de El zorro, España le llega en la voz de Albéniz y del Falla de El amor brujo y del Sombrero de tres picos; Hungría, en la de la Béla Bartók; Italia, en La giara de Casella. Ve cómo Milhaud se apodera de músicas brasileñas y de danzones cubanos,1 introduciendo güiros y maracas en su orquesta (El buey en el techo). Los norteamericanos, Copland y Mac Bride, saquean el folklore mexicano. Schonberg hace el elogio de Gershwin, huyendo de los atonalistas norteamericanos. En Rusia se exalta la música regionalista. Claro está que, al lado de esto, hay también el Concierto de Falla, el Concert champetre de Poulenc, el Schwanendreher de Hindemith, la Obertura concertante de Rodolfo Halffter. Pero, mirando bien esas obras... ¿no son también en cierto modo, un exponente del nacionalismo musical? ¿No responden a conceptos profundos de genio racial y expresión de idiosincrasias?...
     El joven compositor latinoamericano vuelve los ojos hacia su mundo. Ahí están todavía frescos, vírgenes, los temas que Milhaud le ha dejado; los impulsos primitivos que no aparecen en La consagración de la primavera; una polirritmia al estado bruto, que aventaja la de los compositores más «avanzados» de Europa. Pero, además, lo que el compositor francés ha utilizado como elemento exótico, desconcertante, inesperado, es material y cabal, auténtica, para el brasileño, para el cubano, para el mexicano, que lo lleva en las entrañas. ¿Qué hace, pues, al crear una obra de tipo nacionalista, sino responder, en plena sinceridad consigo mismo, a un orden de preocupaciones que ha sido producto, precisamente, de la más alta cultura occidental en estos últimos años?
     Claro está que el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función de un folklore. Es un mero tránsito. Pero tránsito lo bastante inevitable para haberse hecho necesario a todas las escuelas musicales de Europa. Gracias al canto popular – bien lo señaló cierta vez Boris de Schloezer – las escuelas del Viejo Continente adquirieron su acento propio. Esta verdad es tan evidente, que nos exime del trabajo de citar ejemplos. Rodeado de expresiones populares en continuo proceso de creación – no de un folklore agonizante como el de Francia, por ejemplo, donde el campesino canta los últimos éxitos de Maurice Chevalier –, el compositor latinoamericano comienza por trabajar con lo que encuentra al alcance de su mano, en busca de las características que, de hecho, le pertenecen. Por lo menos se evade, con ello, de un peligroso deseo de imitar lo que está perfectamente realizado y logrado del otro lado del Atlántico. Hallado el acento nacional con ayuda del documento viviente – no de otro modo procedió un Glinka –, el músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folklore, por proceso de purificación y de introspección, hallando en su propia sensibilidad las razones de una idiosincrasia. Entonces es cuando nace, por lógico proceso, un Concierto para piano y orquesta de Carlos Chávez. La aventura que estamos viviendo en estos días es la de todos los países ricos en folklore, donde la conciencia musical ha tenido, por diversas circunstancias, un despertar tardío.
     Con su producción llena de tanteos, Roldán y Caturla liberaron a los músicos cubanos de las generaciones actuales de un buen número de angustias, reduciendo el alcance de ciertos problemas cuya solución podía haber parecido todavía extremedamente difícil hace veinte años. Por lo pronto, abrieron anchas y buenas veredas en la manigua de lo afrocubano. Sus muertes significan una gran pérdida. Pero, por suerte, ahí está el pueblo, ese pueblo sorprendentemente impermeable a las influencias extrañas, que sigue concurriendo a bailes en que se le invita a «sacar el boniato», como se «rajaba la leña» en los días de la Ma’Teodora. El criollo del arrabal y del poblado sigue produciendo música. Su folklore está más vivo que nunca. En Manzanillo se baile el son, al compás de los órganos de Borbolla. En casas de Regla y de Marianao percuten los batás. El danzón, rechazado por los editores de París y de Nueva York, está manifestando una rebeldía sorda, bajo aspectos más o menos vergonzantes. De pronto, el juerguista de cuarterías se las arregla para imponer a toda La Habana – incluyendo los salones burgueses – una novedad rumbera del tipo de El bote. Muy lejos, más allá de los campos de caña, cuando se encienden las luciérnagas, las noches de ciertas aldeas se pueblan de tambores, de maracas y de cantos.
     Y sigue bien presente, en el hombre de la calle, el espíritu garboso, ocurrente y chévere de Papá Montero, el «ñáñigo de bastón y canalla rumbero», que Alfonso Reyes cantara cierta vez en un poema famoso.

Nota

1 La «Obertura» de la versión orquestal de sus Saudades do Brasil está escrita sobre un danzón de Antonio María Romeu, Triunfadores, oído por el músico en Puerto Rico, según él mismo nos lo reveló.

*Sólo incluimos, de este capítulo, la introducción y aquellos fragmentos que se refieren directamente a la obra de Caturla.



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