La carta de los cubanos
Pablo Neruda
HACÍA TIEMPO que los escritores peruanos, entre los que siempre
conté con muchos amigos, presionaban para que se me diera en su
país una condecoración oficial. Confieso que las
condecoraciones me han parecido siempre un tanto ridículas. Las
pocas que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor,
por funciones desempeñadas, por permanencias consulares, es
decir, por obligación o rutina. Pasé una vez por Lima, y
Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos, que
era entonces presidente de los escritores peruanos, insistió
para que se me condecorase en su patria. Mi poema «Alturas de
Macchu Picchu» había pasado a ser parte de la vida
peruana; tal vez logré expresar en esos versos algunos
sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la gran
construcción. Además, el presidente peruano de ese
tiempo, el arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque
la revolución que después lo expulsó del
país con violencia dio al Perú un gobierno
inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la historia, sigo
creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable
honestidad, empeñado en tareas algo quiméricas que al
final lo apartaron de la realidad terrible, lo separaron de su pueblo
que tan profundamente amaba.
Acepté ser condecorado, esta vez no por
mis servicios consulares, sino por uno de mis poemas. Además, y
no es esto lo más pequeño, entre los pueblos de Chile y
Perú hay aún heridas sin cerrar. No sólo los
deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben
empeñarse en restañar esa sangre del pasado, sino
también y con mayor razón los poetas, cuyas almas tienen
menos fronteras que las de los demás.
Por esa misma época hice un viaje a los
Estados Unidos. Se trataba de un congreso del Pen Club mundial. Entre
los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos Ernesto
Sábato y Victoria Ocampo, el crítico uruguayo Emir
Rodríguez Monegal, el novelista mexicano Carlos Fuentes.
También concurrieron escritores de casi todos los países
socialistas de Europa.
Se me notificó a mi llegada que los
escritores cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen
Club estaban sorprendidos porque no había llegado Carpentier y
me pidieron que yo tratara de aclarar el asunto. Me dirigí al
representante de Prensa Latina en Nueva York, quien me ofreció
transmitir un recado para Carpentier.
La respuesta, a través de Prensa
Latina, fue que Carpentier no podía venír porque la
invitación había llegado demasiado tarde y las visas
norteamericanas no habían estado listas. Alguien mentía
en esa ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres
meses, y hacía también tres meses que los cubanos
conocían la invitación y la habían aceptado. Se
comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a última hora.
Yo cumplí mis tareas de siempre. Di mi
primer recital de poesía en Nueva York, con un lleno tan grande
que debieron de poner pantallas de televisión fuera del teatro
para que vieran y oyeran algunos miles que no pudieron entrar. Me
conmovió el eco que mis poemas, violentamente antiimperialistas,
despertaban en esa multitud norteamericana. Comprendí muchas
cosas allí, y en Washington, y en California, cuando los
estudiantes y la gente común manifestaban su aprobación a
mis palabras condenatorias del imperialismo. Comprobé a
quemarropa que los enemigos norteamericanos de nuestros pueblos eran
igualmente enemigos del pueblo norteamericano.
Me hicieron algunas entrevistas. La revista Life
en castellano, dirigida por latinoamericanos advenedizos,
tergiversó y mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando
se lo pedí. Pero no era nada grave. Lo que suprimieron fue un
párrafo donde yo condenaba lo de Vietnam y otro acerca de un
líder negro asesinado por esos días. Sólo
años más tarde la periodista que redactó la
entrevista dio testimonio de que había sido censurada.
Supe, durante mi visita – y eso hace honor a
mis compañeros los escritores norteamericanos –, que ellos
ejercieron una presión irreductible para que se me concediera la
visa de entrada a los Estados Unidos. Me parece que llegaron a amenazar
al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio del Pen Club, si
continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión
pública, en la que recibía una distinción la
personalidad más respetada de la poesía norteamericana,
la anciana poetisa Marianne Moore que murió muchos meses
después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se
hubiera logrado mi ingreso legal al país por medio de la unidad
de los poetas. Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras,
fueron objeto de una gran ovación.
Lo cierto y lo inaudito es que después
de esa gira, signada por mi actividad política y poética
más combativa, gran parte de la cual fue empleada en defensa y
apoyo de la revolución cubana, recibí, apenas regresado a
Chile, la célebre y maligna carta de los escritores cubanos
encaminada a acusarme poco menos que de sumisión y
traición. Ya no me acuerdo de los términos empleados por
mis fiscales. Pero puedo decir que se erigían en profesores de
las revoluciones, en dómines de las normas que deben regir a los
escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago,
pretendían enmendar mi actividad poética, social y
revolucionaria. Mi condecoración por «Macchu Picchu»
y mi asistencia al congreso del Pen Club; mis declaraciones y
recitales; mis palabras y actos contrarios al sistema norteamericano,
expresados en la boca del lobo; todo era puesto en duda, falsificado o
calumniado por los susodichos escritores, muchos de ellos recién
llegados al campo revolucionario, y muchos de ellos remunerados justa o
injustamente por el nuevo estado cubano.
Este costal de injurias fue engrosado por
firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa espontaneidad
desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas.
Comisionados corrían de aquí para allá en La
Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos,
bailarines y artistas plásticos. Se llamaba para que firmaran a
los numerosos artistas y escritores transeúntes que
habían sido generosamente invitados a Cuba y que llenaban los
hoteles de mayor rumbo. Algunos de los escritores cuyos nombres
aparecieron estampados al pie del injusto documento, me han hecho
llegar posteriormente noticias subrepticias: «Nunca lo
firmé; me enteré del contenido después de ver mi
firma que nunca puse». Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido
que así pasó con él, aunque nunca he podido
comprobarlo. Lo he comprobado con otros.
El asunto era un ovillo, una bola de nieve o
de malversaciones ideológicas que era preciso hacer crecer a
toda costa. Se instalaron agencias especiales en Madrid, París y
otras capitales, consagradas a despachar en masa ejemplares de la carta
mentirosa. Por miles salieron esas cartas, especialmente desde Madrid,
en remesas de veinte o treinta ejemplares para cada destinatario.
Resultaba siniestramente divertido recibir esos sobres tapizados con
retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se acusaba a
Pablo Neruda de contrarrevolucionario.
No me toca a mí indagar los motivos de
aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades
ideológicas, los resentimientos y envidias literarias,
qué sé yo cuantas cosas determinaron esta batalla de
tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas
redactores, promotores y cazadores de armas para la famosa carta,
fueron los escritores Roberto Fernández Retamar, Edmundo Desnoes
y Lisandro Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído
nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En La Habana y en
París me persiguió asiduamente con su adulación.
Me decía que había publicado incesantes prólogos y
artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo
consideré un valor, sino uno más entre los arribistas
políticos y literarios de nuestra época.
Tal vez se imaginaron que podían
dañarme o destruirme como militante revolucionario. Pero cuando
llegué a la calle Teatinos de Santiago de Chile, a tratar por
primera vez el asunto ante el comité central del partido, ya
tenían su opinión, al menos en el aspecto político.
– Se trata del primer ataque contra nuestro partido chileno – me dijeron.
Se vivían serios conflictos en aquel
tiempo. Los comunistas venezolanos, los mexicanos y otros, disputaban
ideológicamente con los cubanos. Más tarde, en
trágicas circunstancias pero silenciosamente, se diferenciaron
también los bolivianos.
El partido comunista de Chile decidió
concederme en un acto público la medalla Recabarren,
recién creada entonces y destinada a sus mejores militantes. Era
una sobria respuesta. El partido comunista chileno sobrellevó
con inteligencia aquel período de divergencias, persistió
en su propósito de analizar internamente nuestros desacuerdos.
Con el tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los
dos partidos comunistas más importantes de América Latina
un
entendimiento claro y una relación fraternal.
En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo que escribió Canción de gesta.
Es un libro que me sigue gustando. A través de él no
puedo olvidar que yo fui el primer poeta que dedicó un libro
entero a enaltecer la revolución cubana.
Comprendo, naturalmente, que las revoluciones
y especialmente sus hombres caigan de cuando en cuando en el error y en
la injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por
igual a revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar
de las equivocaciones. Un punto ciego, un pequeño punto ciego
dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una
causa grande. He seguido cantando, amando y respetando la
revolución cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas.
Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo
muchas. Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo que siento
por mi inflexible actitud de combatiente revolucionario. Tal vez
será por eso, o por otra rendija de mi pequeñez, que me
he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a
ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella
carta que me sigue pareciendo una infamia.
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