La poesía de Emilio Ballagas*
Cintio Vitier
Cuando un poeta muere, sus palabras se cargan de un sentido que
permanecía oculto o que es enteramente nuevo. La posibilidad
abierta les daba, como al hombre mismo, ese aire de cosa cotidiana y ya
sabida que uno maneja despreocupadamente. Al cerrarse su crecimiento
para siempre, al quedar como únicas herederas de la sangre que
las alimentó, adquieren otra dimensión sagrada, y,
abriendo entonces los ojos que mantenían adormecidos bajo las
manos amorosas de su creador, nos miran con la solemnidad del pueblo
que ha perdido a su rey, con la desolación de la madre que ha
perdido a su único hijo. Porque ahora son ellas, las palabras,
los guerreros que defienden aquella memoria y las madres que amamantan
al que las crió. Y el cuento que ellas nos dicen ahora, a la
lumbre de su hogar desamparado, es la historia siempre maravillosa de
toda vida humana.
Cuando Emilio Ballagas murió en la flor
de su madurez, yo hice la experiencia de releer sus versos
desde el
primero hasta el último. Esa experiencia es la que quiero
compartir con ustedes, como el mejor homenaje a su memoria de que soy
capaz. No esperéis de mí un trabajo crítico, un
estudio generacional, un catálogo de influencias, aciertos y
desaciertos. Las palabras del poeta me están mirando, nos
están mirando. Y lo que ellas nos piden – con esa súplica
inaudita que sólo puede estar en los ojos de las palabras –, es
el cuento de su vida, la aventura espiritual que las sostiene. Las
circunstancias en que empezó a escribir Ballagas y que
determinaron sus gustos formadores son además tan conocidas que
no vale la pena insistir en ellas. Baste recordar que, nacido en 1908,
tenía diecinueve años cuando apareció la Revista de Avance, memorable
órgano literario que, como todos sabemos, entre otras cosas
preparó el clima para el surgimiento de una nueva poesía
en nuestro país – agotadas ya, o languidecientes, las ondas de
nuestro modernismo. Brull, Florit, Ballagas y Guillén se
encargaron de hacer efectiva esa posibilidad, sacando a nuestra
lírica de las trivialidades vanguardistas hacia un ámbito
de seriedad creadora. En algunos poemas del primer libro de Ballagas – Júbilo y fuga, publicado en
1931 – se perciben todavía resabios de aquel momento
vanguardista. Pero nada de esto nos interesa mucho ahora. La historia
que nos piden las palabras, fieras y maternales, comienza en otra forma.
Comienza, más bien, con una voz
adolescente, casi infantil, que se alza en el húmedo silencio de
la aurora y dice estas sílabas blancas, entre lúcidas y
soñolientas: «Estarme aquí, quieto, germen/de la
canción venidera – íntegro, virgen, futuro –./ Estarme
dormido – íntimo – / en tierno latir ausente.» Sí,
es el primer poema de Júbilo y
fuga, el titulado «Víspera.» Pero hay algo
extraño en ese título, algo contradictorio, porque se
trata de unas vísperas cerradas, sin apertura de umbral hacia el
futuro. El futuro de que aquí se habla no significa posibilidad
efectiva, sino abstracta: es un «dulce mañana
intacto», esencialmente inusable, ideal. La pureza se da por
quietud, por íntima inmovilidad vital, por éxtasis de
ignorarse. Es la pureza adánica, anterior al conocimiento, no la
inocencia que puede atravesarlo. Y si nos fijamos bien, es en rigor un
anhelo de pureza adánica, porque ya el poeta sabe o presiente lo
que significaría abrir los ojos. Por eso quiere mantenerlos
cerrados como si buscara, en la radiosa nada de su inhibición,
el tiempo prenatal, el hermetismo del «nonnato de
claridades». Más aún que un tiempo adánico
busca un tiempo prenatal, donde en lo oscuro se siente «germen de
la canción venidera». De todos modos logra situarse en un
limbo de tiempo ahistórico, en una dichosa blancura de
página en blanco, de ausencia-presencia, que si produce la
fruición de un secreto, también la recorre la sutil
angustia de la pureza imposible, de la caída en la implacable
sucesión. Poema en vilo, al que la analogía formal con
otros de la época de Cántico
y Seguro azar no nos deja
acercarnos fácilmente, pero insondable en su transparencia,
prólogo maravilloso a la obra de Emilio Ballagas.
El poeta ha estado inmóvil,
extático, con los ojos cerrados, un tiempo enorme, indefinible.
Esta es la primera imagen que de él tenemos. ¿Cómo
va a salir de ese mutismo, de esa ceguera voluntaria, de esa quietud e
inhibición vital insostenible? ¿Echará a andar,
como todos los demás, por el común camino? No, su primer
paso será un salto de infancia, un salto fabuloso. «Al
fin» – nos dice, esto es, después de una larga
vacilación, oscura y angustiosa –, «como aquel gato / que
deslumbró a mi infancia: / he calzado las botas / de vencer los
caminos». Su primera salida a la aventura está llena de
júbilo matinal y tiene o quiere tener una fragancia de cuento de
niño. Pero fijémonos en que el poeta nos advierte
(recordándonos otra vez aquel angustioso momento de las
vísperas cerradas): «Hice trizas mi copa / de escanciar la
tragedia.» ¿Qué tragedia es ésa que el
adolescente ha vislumbrado en su meditación o su presentimiento?
¿Cómo, si no ha ocurrido nada, si el poeta estaba o
quería estar «íntegro, virgen, futuro», puede
hablarnos ya de una copa trágica que ha hecho trizas? En
sueño profético la ha visto y la ha destrozado: sabe que
volverá, inexorable, pero ahora tiene que dar, ligero y
fabuloso, el «salto a la mañana».
¡Extraño destino de vivir la alegría de la
mañana, cuando sabemos que lo sombrío nos está
mirando!
El poeta, el adolescente, pues, ha escogido:
dará su primera batalla («refriega de los árboles y
el aire ligero», que diría Rimbaud) en el mundo de la
fragancia sensual, en la fábula pura de los sentidos. Su edad
será la de los «dioses niños». Su tierra, un
paraíso de sensaciones virginales, trémulo y fugaz.
¡Ah, pero el tiempo, caballero enmascarado por la brisa o la
espuma, hace su aparición en el ansia del poeta que ya no se
conforma con ser como la gota de rocío «en el
pétalo fresco de la aurora», sino que ha pasado de las
herméticas vísperas a los «vuelos de presagios, de
prólogos»; del salto con las botas de las siete leguas a
la sensación de inminencia, de «ciernes», y de la
estancia «en tierno latir ausente» a la angustia del
«Yo querría... quisiera/ instante
fugacísimo!» Al júbilo del niño se opone ya
la huída del instante: «eternidad en fuga». El poeta
pasa del tiempo prenatal hacia el tiempo fabuloso y de las sensaciones
prístinas; pero todo ello al cabo es tiempo, nada más que
tiempo, como el otro, el del ansia, el del querer; y el tiempo es
siempre eso, instante inapresable, «eternidad en fuga».
Siente el poeta ahora cómo la mano de su pa!abra (no aquellas
«manecitas de niño», aquel «blanco batir de
alas», de su verso más ilusionado y débil) tiene
poder para «enlazar» el instante del ansia, aun cuando ella
escape de sí misma sin saber lo que ansía. Ansia pura,
querer puro, cuyo objeto huye indetenible y desconocido. Mas la palabra
la convierte a ella en su objeto, en su propia eternidad, «en
fuga», sí, pero fijada y poseída. El poeta, burla
burlando, ha descubierto dos cosas esenciales: la fuga de las cosas y
el poder de la palabra.
No es raro que ahora, después del
respiro de esas alegrías que quiere ver salir «en fugas
altas», asome un rostro que nunca hubiéramos esperado en
estos versos: el rostro, inquietante como el océano, del
destino: «Pero busca tu ola,/ en ella va tu sino/ más
claro» ¿Qué ola es ésa, «escapada
hacia dentro», que se torna posesión y plenitud:
«sagrada en la custodia/ de tu alborada íntima»?
Poema sibilino éste del «Júbilo de la ola»,
como corresponde a su tema turbador. ¿Será la ola
figuración de aquella «eternidad en fuga» que es el
instante? ¿Será el sino del poeta hacer suyo el instante,
adentrándolo como «ola libre» – rescatada del
inseguro y ciego azar exterior – en la hondura del alma: «alta
mar de tu júbilo»? Salvar el instante, convertirlo en
única y poseída «esfera de silencio», es sin
duda vocación esencial del poeta. Y la vocación esencial,
¿no es el sino? En todo caso, alguien que ha rozado tan oscuros
enigmas tiene ya a su lado el misterio adánico por excelencia:
el misterio de la mujer. Un solo poema le dedica Ballagas en este
libro, el titulado «Oasis», pero basta para medir el camino
recorrido en tan pocas páginas. La realidad pulposa y fragante
muestra su reverso árido; es ahora «seca realidad: arena,
desierto, vidrio, resol». La frescura frutal, el edén de
los sentidos («el dátil fresco») está en la
mujer, pero ella es un espejismo, una mentirosa ilusión
inalcanzable. Y cuando se esfuma, el poeta siente en su carne
«insomnes heridas secas», «gusto de arena
rajada».
La premonición es aguda, pero no puede
ser insistente, porque
los temas centrales del libro son otros. El «instante
fugacísirno», la «eternidad en fuga», va
revelando por contraste la quietud, ya no de víspera prenatal,
sino de pesadumbre y agobio que hace del hombre – que quiso dar el
salto a la mañana con las botas de la fábula – un
inútil, un tullido. En medio de la rápida, graciosa e
irresponsable fuga de las apariencias, entre sus gestos
fantásticos de dioses, elfos y hadas ingrávidas, el
adolescente descubre el peso de la sustancia reflexiva, que lo deja
torpe, opaco y arrumbado en un mundo donde hasta la noche es una
niña que «danza y agita en el viento/ una túnica de
olores». Este nuevo autorretrato del poeta («El
inútil») anuncia el temple taciturno que invadirá
el ámbito de su segundo libro confesional. La inmovilidad oscura
y absorta del hombre – el nonnato, el tullido, el solo consigo mismo –,
frente a la alborozada carrera y danza de las hermosas apariencias,
constituye uno de los temas fundamentales de Ballagas. Pero ahora el
poeta busca refugio por las dos vertientes que se reparten las aguas de
este libro: el abandono sensual o la metafísica huida. Y
entrelazado siempre, jugando a ser y no ser, el puro juego
arcádico de la fruición verbal.
En la primera dirección apuntada (a la
que pertenece
también «Vendrán cinco estrellitas», con giro
más consciente) sobresale el poema titulado
«Sentidos» – uno de los más característicos y
hermosos que escribió Ballagas. La sensualidad adquiere
aquí una concentración, lentitud y opulencia que
contrastan con el aire de retozo y puericia que da tono de conjunto al
libro. Compárese con el líquido fonetismo del
«Poema de la ele» (Réplica más tierna al
«Verdehalago» de Brull) o con el deslumbramiento natural,
de agua y de aire, del venturoso «Poema de la
jícara». El poeta ha entrado, con un frenesí de
intensidad casi solemne, casi dolorosa, casi funeral, en la noche de
los sentidos. Y ya que no puede ser el «non-nato de
claridades», ya que en el translúcido mundo de las gozosas
apariencias no puede ser más que el opaco, el pesante, el
inútil – que lo envuelvan en sudario de sabores, perfumes y
colores, náufrago en la radiosa pleamar de los sentidos. El
ansia de frescura se torna ansia de anonadamiento. El júbilo por
el sabor paradisíaco del mundo – ya que hay un dato que no se
nombra, pero que en silencio actúa – se torna entrada en la
materia, tema que Pablo Neruda habría de cantar con más
decisiva elocuencia y aciagos esplendores. Aquí Ballagas,
según el modo natural de este libro, no hace más que
invocar, breve y enérgicamente, los lánguidos favores de
un ingenuo Dionisos tropical: «Que me envuelvan – presagio de
pulpa – / en ciruelas de tacto perfumado.»
La otra vertiente del cuaderno se ejemplifica
con «Huir»,
«Viento de la luz de junio» e «Inicial del
sueño». El poeta inmóvil, tullido, ansioso de
anonadamiento sensual, imitando imaginativamente el impulso de la
realidad que pasa indetenible y fulgurante, quiere también huir,
pero huir del tiempo y el espacio, de la historia y las formas, de la
costumbre y la lógica, libre de memorias y proyectos:
«desatado, blanco, eterno». Es un anhelo que de mil maneras
ha expresado la poesía contemporánea. El blancor, la
virginidad de la nada ontológica, del puro ser sin compromisos,
de la «luz de jugar y de huir», tientan al creador
gravemente presionado por un mundo de dilemas sombríos. Mundo,
sobre todo, que lo obliga a hacerse historia, a tomar partido, a
compartir los remordimientos de una culpa difusa. La pesadumbre de la
conciencia en lo interior y la presión de una circunstancia cada
vez más apremiante, comprometedora y apoética, lanzan a
la criatura por ese camino de evasión imposible, tanto
más bella cuanto más imposible, en la que logra Ballagas
expresiones de un dinamismo sorprendente – y muy distante por cierto de
la serenidad cultural, con puntas de ironía, de Mariano Brull en
su «Yo me voy a la mar de junio». Qué ingenuidad en
la pasión, qué rapto encantador e incontenible de la
palabra cuando al poeta exclama:
Llévame, llévame, llévame
a secuestrarme en lo eterno
– ansia, oleaJe, grupa, crin –
viento de la luz de junio.
Página memorable. Y luego, por
último, como programa
consciente, «¡cuánta nada que hacer!»
Sálvese el poeta jugando, haciendo puras nadas, desoyendo el
timbre eléctrico del mundo exterior, «desnudo de ayer, de
hoy, de mañana», hombre sin anécdota ni quehacer,
fugándose en la gracia de un sensualismo ontológico. Ah,
pero él sabe que ésa es la línea «por donde
se llega al sueño», no a la realidad. Porque el
sueño, para los poetas de esta generación, tanto en
España como en América – en el fondo, modernistas
últimos –, significa la huida de la realidad común. Ellos
no ven el sueño como sustancia de las cosas – al modo
clásico –, sino que – románticos esenciales
(recuérdese la pregunta de Darío) – lo sienten como
espejismo o miraje. Hay un dualismo radical en el planteamiento de esta
poesía: de un lado está la realidad impura, del otro el
sueño puro. Y esas nadas, ese blancor, esa
«perfección del sí», ese «remolino de
lo eterno», el poeta sabe ya que son mera ilusión, bellos
mirajes que cederán al empuje de la angustia real. Porque la
angustia está presente en este libro como un calosfrío
extraño, velado, sin explicación, en la forma
diabólica del perro:
Viene la noche a olfatearme.
La noche,
como la sombra de un perro
mueve la cola del viento,
la cola fría del viento...
Viene la noche a mis pies
– huraña –
como la sombra de un perro.
No olvidemos esta visitación infernal
de la angustia (insinuada
también en «Las Siluetas» y «Magia
negra»). No olvidemos tampoco la copa de la tragedia, que el
poeta creyó haber hecho trizas. Todo eso volverá, invasor
e inexorable, cuando al fin la criatura vulnerada, llena de humores y
experiencias, caiga en el polvo de su realidad sufriente.
Entre tanto, otra evasión más
fácil e inmediata se
le ofrece por el lado de la llamada poesía negra o mulata, que
había inaugurado entre nosotros Ramón Guirao en 1928.
Esta fase ocasional y secundaria de la poesía de Ballagas, no
significa sin embargo una desviación estética notable con
relación a la «pureza» de Júbilo y fuga. Por
el contrario, prolonga el júbilo elemental e infantil de las
sensaciones y del juego idiomático, y significa otro modo de
fuga. Lo real no es lo mismo para todos. Así, mientras el
negrismo conduce a Nicolás Guillén hacia el centro de su
realidad poética, para Ballagas representa sólo – contra
las apariencias de lo que entonces algunos llamaron poesía de
servicio – otro plano de evasión.
La búsqueda de una sensualidad sin
pecado, adánica o
pueril, que es uno de los motivos centrales de su primer libro,
prosigue en el Cuaderno de
poesía negra (1934), como un anhelo
absoluto que encarna o se especifica en los datos de la circunstancia.
La elementalidad sensorial y expresiva del negro antillano puede
corresponder, mirada con ciertos ojos, a los caracteres del estado
primigenio que soñaba el poeta. Si antes nos decía:
«La boca / sentirá el sabor blanco / de la espuma y del
júbilo», ahora dice: «A las bocas africanas asoma
por los dientes / la blancura, la espuma ingenua de las almas.»
Si antes pedía, utilizando frutas de categoría universal:
«Que me cierren los ojos con uvas», ahora escribe:
«Esta fragancia del tabaco fresco va a cerrarme los ojos.»
Y en vez del anonadamiento místico-sensual en «un incendio
de manzanas» o «ciruelas de tacto perfumado»,
más risueñamente nos dirá: «El oído
va nadando/en ríos de caimito y mango. / Y el olfato respirando
/ música en pregón de piñas.» En vez de
pedir que lo ciñan «de eclípticas azules»,
constatará: «Eclípticas encendidas de pereza
ciñe el trópico.» La voluptuosidad del fonema puro
es idéntica en el «Poema de la Jícara» y en
el «Solo de Macacas»: «Júcaro y
jácara». «Guáimaro. (Risa bárbara.)
Tocororo... (Risa bárbara).» Y el gusto por la
jitanjáfora del «Poema de la ele» se explaya en las
roncas onomatopeyas de la «Comparsa habanera», el poema de
más rica orquestación verbal que dio nuestra
poesía negra, así como «La rumba» de Tallet
fue el de más definitiva plasticidad.
Un poeta genuino siempre halla pretextos para
expresar las más
profundas apetencias de su sensibilidad. Ballagas atravesó la
moda de lo negro con decoro suficiente y con aciertos perdurables en su
línea, como la «Elegía de María Belén
Chacón» y «Para dormir a un negrito»: esto es,
la elegía y la nana, dos propensiones expresivas del poeta,
especificadas en la atmósfera de los tipos populares; sin contar
páginas que en la recitación pueden adquirir una gracia
de dicción y movimiento indiscutible, como «Lavandera con
negrito» (escena humorística de la calle) y «El
baile del papalote» (saturado de un erotismo elemental). Claro
que en la valoración de estos poemas deben intervenir factores
generacionales y de época que están en la memoria de
todos. ¿Quién no sabe el papel que jugó el
negrismo en la Europa de la postguerra, y su trasplante a las dos
Américas, y su llegada a Cuba en el propicio ambiente de la
revolución política y artística?
¿Quién no recuerda aquellos candorosos recitales de
Eusebia Cosme en La Habana llena de ilusiones del año 36? Pero
lo que aquí nos interesa es únicamente el valor
intrínseco que todo ese episodio tuvo en el proceso de nuestro
poeta. Hecha, pues, la experiencia de la ingenuidad popular por el lado
de lo negro, con una clara simpatía hacia el sufrimiento humano
que la risueña superficie oculta, Ballagas se vuelve a sus
íntimos lares para rematar, en un cuaderno ligerísimo y
seguro, las intenciones que le dan su encanto inmarchitable a Júbilo y fuga. Me
refiero a Blancolvido
(1932-1935), que
sólo figura en la primera edición de Sabor eterno,
retirada por el autor a raíz de su salida.
En Júbilo
y fuga el poeta nos dijo: «Todavía yo
siento este gozo inefable / de ser niño.» Blancolvido se
inicia con el «Soneto niño», única
exposición, dentro de una forma cerrada, de los ideales de
cantor esencial que aún sigue alimentando. Allí
encontraremos, situados en aérea arquitectura, los temas y
símbolos transparentes del poeta: la brisa, lo inefable, la
inocencia, la ola, el júbilo, el retorno a la mañana
prístina. Y todo ello envuelto en el sabor blanco de un
endecasílabo de vocales abiertas, infantiles, llenas de aire
limpio y redondo.
El segundo poema del libro, «Delicia del
tacto», resume la
dimensión sensual de la poesía de Ballagas anterior a
«Sabor eterno», con verdadera maestría. Una lectura
superficial pudiera llevarnos al simplismo de pensar en la
imitación de Jorge Guillén. Desde luego que la influencia
estilística del poeta español es innegable, en
ésta y otras páginas. Pero ¡qué distinta la
sustancia poética y humana que expresan ambos! En Ballagas, por
lo pronto, ni una gota de intelectualismo, ni una arista de estructura,
ni un amago de especulación. Su palabra, abierta y porosa, se
resiste al resguardo de la cerrada esbeltez guilleniana. Palabra
indefensa, expuesta, vulnerable, tan alejada en su profunda ingenuidad
de la enhiesta palabra de Guillén como de la metálica o
incisiva palabra de Florit. Y luego, el objeto hacia el cual se dirige,
que la condiciona: la pulpa o translucidez de los sentidos –
«ola, curva, brisa» –, tan distante del mediodía
perfecto del Ser, meta del autor de Cántico.
Blancolvido
es como una reexposición, más sosegada y
explícita, de Júbilo y
fuga. En el poema que nos ocupa,
«Delicia del tacto», puede seguirse, resumida en un
ámbito mínimo, la trayectoria de la fuga: desde el
sensualismo frutal (con rápida alusión a la etapa negra)
hasta la blancura virginal del olvido, o lo que en el libro anterior
había llamado «un júbilo de gritos sin
historia»:
Espuma del sueño.
¡Blanco, blanco, blanco!
Diente de la
negra,
cáscara de huevo.
(Sal, nieve, delicia.)
Yema, fruta, labio...
Se hunde nuestro barco
dentro de la música
jocunda del tacto.
¡Delicia! ¡Delicia!
Las aguas se cierran...
(¡Ya olvidé mi nombre!)
La blancura del olvido es la virginidad
sensual del sueño
adánico, la belleza que ronda al poeta sin encontrarse a
sí misma nunca (Blancolvido),
también la «Alta
soledad», que va callada en la tarde, «arrastrando cola /
de algodón dormido / de pluma y sigilo». Es la alta madre
que acuna al poeta, que le canta la nana del desnacer, que lo quiere
llevar otra vez a la dulzura de la noche prenatal, a las cerradas
vísperas del mundo. Ya en la «Ronda II», de
Júbilo y fuga, el poeta decía: «La noche nos besa
igual que mamá / y en sus frescos brazos nos quiere
dormir.» Y ahora de pronto tiene la visión de su voz
suspendida en el espacio, dormida en los brazos de esa madre alta que
es la soledad de la belleza y la blancura del olvido; su voz como una
niña ingrávida, que no quiere pisar la tierra:
¡Oh! Qué dulcemente boba
– suspendida flor de espacio –
secreta música escucha.
¡Ingrávida y muda está
disfrazada de silencio!
En esta colección alcanza Ballagas algunas de sus
manifestaciones más puras, con un sigilo y gozo que toca bordes
de dicha trascendente. Si la voz que el poeta vio tan dulcemente
embobada en brazos del olvido maternal, era en definitiva el espacio
suspenso de la tarde o de la noche, ¿no será este espacio
el sueño de sí mismo, no será lo real el
sueño de la identidad? He aquí un poema en el que
Ballagas, conscientemente o no, busca la brecha por donde superar el
dualismo que estaba en la raíz de su poesía. Es el
titulado «Unidad» y empieza con estas líneas:
El cielo, como un cielo
se despereza y canta...
Fijémonos en la audacia que supone usar
el nombre común,
por segunda vez, como nombre metafórico, buscando así la
identidad poética de lo real más allá de las
transmutaciones retóricas, en un reino donde el lenguaje ya dado
se levanta a perenne catacresis.
El agua juega a ser
agua... ¡y se sueña agua!
Entonces el juego y el sueño no
constituyen la fuga, sino el ser
de las cosas. ¿Hay tal vez alusión a los
platónicos arquetipos, y el agua que primero se nombra produce
ese reflejo de sí misma en el juego y el sueño de las
apariencias? Más bien parece que la unidad invocada por el poeta
es inmanente a lo real, pero la duda subsiste en los próximos
versos:
El árbol no coincide
más que con su secreto
pensamiento de árbol
que se desdobla en árbol.
Y finalmente, la soledad del poeta, a
semejanza de las cosas que son
sus propias imágenes, no necesita «espejo en qué
apoyarse»:
Ella misma es su imagen
singular, acabada.
Le basta con saberse
y errar desamparada.
Pensábamos que la angustia no afloraba
en esta colección
como en Júbilo y fuga y
damos ahora – en un verso aislado, pero
lleno de gravedad y resonancia – con el desamparo que
presentíamos detrás de las delicias y blancuras del
olvido. ¡Qué timidez alta, qué temblor ingenuo,
qué azoro ante la belleza tienen a veces las palabras de este
libro! Y cómo nos conmueve la inflexión de algunas
líneas, en las que parece acercarse el aliento del poeta, su voz
desarmada de escritura. Como cuando, después de escribir:
«Y la luna de mañana / tampoco es dalia segura»,
añade en otro tono, como metido en las lejanías,
frialdades y naufragios de la noche venidera: «sí,
vocecita angustiada». O cuando dice, con la deslumbrada
alegría del pobre de espíritu:
Sólo la luna de hoy,
la que está brillando ahora,
es luz grande y regalada,
sorpresa para mis ojos,
señora de mis sentidos.
El cuaderno termina con los epitalamios de la
palabra virgen. El poeta
vuelve siempre a la palabra, que es su cuerpo. Sabe que esa nada donde
todo está y no está, ese vacío lleno de
apariencias y apariciones, es al cabo su única posesión
real. Y entonces le canta como a una esposa, en un tiempo que
está fuera de la sucesión, que es el tiempo de nadie y de
nada («Epitalamio» l), el puro tiempo nupcial donde tiembla
como un alba el verso: «Pétalo, poesía, / enamorada
aurora.» («Epitalamio» II). ¿Qué
importa el quién o el dónde? «La rama y el ave y la
garganta» pasan; la canción no pertenece a nadie.
«La música es del viento / y del que la conquista.»
Por eso el poeta secretamente se pregunta cómo conquistarla.
En «Palabra virgen» nos ofrece
Ballagas una hermosa
poética o cacería espiritual de la palabra. Al inicio de
sus Intuiciones pre-cristianas,
observa Simone Weil que en todos los
relatos sagrados es Dios quien busca al hombre, más que el
hombre a Dios. La palabra constituye para el poeta la potencia nupcial,
el daimon mediador entre su
deseo y la divinidad. De raíz divina
ella misma, el poeta siente que, al buscarla, es ella quien lo busca.
Por eso ahora la ve como un pájaro en lo oscuro, como una
mariposa deslumbrada: «buscándote, buscándose
empeñada: / ciega, sin encontrarse ni encontrarte.»
Ángel – mariposa, pájaro-ángel (como en la
imaginación demonológica de René Portocarrero),
vislumbrándola se dice a sí mismo: «Tornasolada /
la veías / primero de un color, luego de otro.» Y en ese
relámpago de la entrevisión apresta sus mallas
aparentemente inútiles:
Para hacerla tu presa,
convocabas urgente a los sentidos:
Olfato, Vista, Tacto, Gusto, Oído...
que urdían la retícula
de donde siempre se escapaba ella
ilesa, indemne,
viva y azorada.
Se escapa, sí, porque es la palabra
anterior a la palabra, el
espíritu libre de la poesía; pero ese deseo de ella, esa
amorosa persecución, si no la apresa, la enamora, la rinde a las
finezas del amante. Y así, después de las naturales
travesuras femeninas ( Rápida/ alzaba un grito/ en el punto
brillante de los ojos:/ huía al pestañear»), de
pronto el poeta se siente navegado por la palabra como nueva sangre
solemne, y entonces ella baja, enamorada y siempre libre, ante sus ojos
sorprendidos: «Iba profunda, / majestuosa en el río de las
venas / y bajó por el lápiz a posarse / en la cuartilla
que tenías delante». Mariposa, pájaro, abeja,
ondina, hada, ninfa, mujer, estatua: es la escala de Jacob de este
poeta luchando con su ángel en el sueño adánico de
los sentidos, en la blancura cinegética y nupcial de la palabra.
La segunda parte de la primera edición
de Sabor eterno se titula
«De otro modo» (1935-1938). La segunda edición,
aparecida el mismo año de 1939, suprime Blancolvido y deja el
título general de Sabor eterno para los poemas que se hallaban
incluidos en De otro modo. El
libro se inicia con un poema –
«Canción» –, que asegura la continuidad con las
últimas páginas de Blancolvido,
aunque su forma de
romance con rimas generalmente aguda le da una rotundidad que no
muestra nunca aquel cuaderno, salvo en el «Soneto
niño». La nueva estación de la poesía de
Ballagas, sin embargo, hay que buscarla en los dos poemas que
constituyen el centro de Sabor eterno,
y que fueron publicados
separadamente en 1936 y 1938. Nos referimos, desde luego, a
«Elegía sin nombre» y «Nocturno y
elegía».
El primer texto de «Elegía sin
nombre»
apareció sin puntuación, al estilo de los poemas de
Vicente Alexandre en Espadas como
labios, y de Luis Cernuda en Donde
habite el olvido: Ballagas se acerca a la órbita de estos
poetas, y algo también a la de Pablo Neruda, impulsado por sus
nuevas necesidades expresivas. Nos atendremos a la versión
puntuada que figura en la edición definitiva de Sabor eterno.
Se trata, por lo pronto, de un poema
narrativo, autobiográfico,
donde se cuenta una experiencia del amor. Desde este punto de vista, y
considerando también el tono neorromántico que lo invade,
su concepción – salvadas las distancias de época – no
difiere en lo esencial de la que sostiene, por ejemplo, al romance
«Fidelia,» de Juan Clemente Zenea. Ambos son narraciones
elegíacas, articuladas en momentos discernibles. Los del poema
de Ballagas son tres: 1) Los amantes, sin saberlo, son empujados por el
destino hacia el fatal encuentro. 2) Los amantes se hallan frente a
frente y gozan la angustiosa dicha que se acaba. 3) El poeta canta el
fracaso del amor y su transmutación en el poema,
enlazándolo con la cita de Whitman que lo precede.
En la primera estrofa se describe el paisaje
natural de la inocencia:
la arena, el mar, el cielo. Blanco y azul. Los gerundios nos indican un
estado de duración ahistórica, un tiempo arcádico.
En la segunda estrofa el poeta empieza a describirse a sí mismo
en medio de esa soledad marina y virginal que va a convertirse en el
escenario del encuentro y la caída. Para hacerlo, utiliza ahora
los verbos en el pasado imperfecto, y su contraste con los gerundios
suficientes de la naturaleza (el mar «mirándose», el
cielo «continuándose»), nos indica que se trata de
una criatura vulnerable por el tiempo sucesivo, que va hacia la
historia, la decadencia y la muerte. El que habla, además, es el
hombre ya vulnerado y ensombrecido: su descripción retrospectiva
delata un temblor de amargura que a ratos parece trocarse en
advertencia, como si fuera posible – al revivir las imágenes de
lo pasado – impedir que se consume. Pero el poeta habla ya desde la
consumación de su tristeza:
Yo andaba por la arena demasiado ligero,
demasiado dios trémulo
para mis soledades,
hijo del esperanto de todas las gargantas,
pródigo de miradas blancas, sin vuelo fijo.
Pensemos en Júbilo
y fuga, pensemos en Blancolvido.
Sí,
el poeta iba demasiado ligero: su ligereza no era sólo tenuidad
de anécdota o condición adánica, sino
también indefensión de brizna arrastrada por el viento.
Era una ligereza excesiva y peligrosa, un andar sin raíces ni
gravitación, un júbilo irresponsable acechado por las
potencias oscuras escondidas en esas soledades donde «se
hacían las gaviotas, se deshacían las nubes / y tornaban
las olas a embestir a la orilla», como si eso fuera todo, como si
nada más pudiera ocurrir. Hay un momento en que la radiante
inocencia de la naturaleza se nos transforma en máscara
impasible de las fuerzas demoníacas. Empezamos entonces a
inquietarnos. Todo nos empuja, con despreocupación fingida, al
sitio del destino. El poeta sentía ya una vaga tristeza
inmotivada, una premonición de palabras que aún no
habían llegado a sus labios. Y su andar no era ya el de un
«diós trémulo», el de un «fresco
niño del olvido», sino el de un sonámbulo, el de un
hipnotizado: «en un andar en andas más frágil que
yo mismo, / con una ingravidez transparente y dormida». Y a su
lado descubre entonces el testimonio de la opacidad, del volumen, de la
pesadumbre que va alcanzando su cuerpo. Porque aquel perro
huraño, animal de la angustia, que el poeta confundió con
la noche en Júbilo y fuga,
sale ahora de él, de su propia
noche, se proyecta en la arena y lo acompaña para siempre:
Mi sombra iba a mi lado sin pies para seguirme,
mi sombra se caía rota, inútil y magra;
como un pez sin espinas mi sombra iba a mi lado,
como un perro de sombras
tan pobre que ni un perro de sombras le ladraba.
Y de súbito entramos en el reino
sombrío. El poeta ya no
puede seguir en calma su relato; prorrumpe en amargas lamentaciones que
nos revelan la causa de su tristeza. Volvemos a encontrar, insuperado,
el dualismo que descubrimos como supuesto de Júbilo y fuga y que
parecía conjurarse en un poema de Blancolvido. De un lado el
sueño, la ilusión, el miraje; del otro, la realidad
«con la luz que recorta las cosas agriamente». De un lado,
el júbilo puro de huir; del otro, la gravitación impura
del pecado y el dolor: la realidad, que es un «secreto de
carne» y un «secreto de lágrimas». Hacia ese
amargo secreto era también empujado el otro, aunque su cuerpo
«reposara tendido»: «Tú avanzabas, amor, te
empujaba el destino, / como empuja a las velas el titánico
viento de hombros estremecidos.» Los dos arrastrados por esas
manos «que pueden más que nosotros mismos», llegan
al fin, fatalmente, al sitio del encuentro, y entonces el paisaje se
quita la máscara: lo que parecía inocencia
arcádica de cielo y mar, de nubes, gaviotas y olas, se revela
como escenario polvoriento de viejo teatro, con su tramoya gastada y
celestinesca de luces y sombras; y los amantes, en el centro de la
escena, fuertemente amarrados por los cables de seda y acero que
«tendió la mirada». Y esta escena venía
ocurriendo desde el principio de los tiempos, había ocurrido ya
en el tiempo inmemorial y onírico del deseo en que ha
caído el que se quería «non-nato de
claridades» o «fresco niño de olvido». EI
amante descubre, sí, la belleza exultante del cuerpo amado
(llamarada, mástil, columna, torre), pero también la
«noche morada de los siglos» que se acrisola en sus
«ojos oblicuos», y la indiferencia que 1evemente
«levanta las cejas». Rostro vagamente siniestro, como una
máscara de imperceptible ironía, donde está
cifrado el fondo irresponsable y fatal de las pasiones. Rostro
milenario, nocturno, anónimo, de la belleza intocable,
turbadora, profundamente frívola. Rostro en verdad
demoníaco.
El poeta ha perdido para siempre la paz; ha
caído en el mundo
del deseo. Y ha perdido su ingravidez, que le venía de la
comunicación con el espíritu libre de la belleza. Ahora
la belleza carnal, inalcanzable, inconsistente, vacía, es la que
vive y alienta «con un alma distinta» cada vez que respira,
mientras él – que andaba «sin vuelo fijo» a la
orilla del mundo – se ha fijado en la arcilla y se ha quedado a solas
con su «alma única, invariable y segura». Nadie ha
cantado entre nosotros el misterio teológico de la caída
con tanta lucidez. Ahora el poeta está inmóvil,
meditabundo, «con un libro entreabierto sobre las piernas
quietas». Ahora sabe, y
ese saber es un sabor amargo, no de
espuma blanca, sino de «limo oscuro de lágrimas», en
su lengua. Sólo le queda – como despojo del linaje divino – la
vida del poema. Porque lo decisivo en esta experiencia no es su
«gran fracaso», sino el haber entrado en el tiempo de la
muerte, de la carne, del sufrimiento; y entonces descubre la otra vida,
la de la creación, que vive del dolor. Por eso concluye:
«Los pechos de la muerte me alimentan la vida.»
El impulso narrativo y dramático de
«Elegía sin
nombre» desaparece por completo en «Nocturno y
elegía.» El verso irregular – aunque basado siempre en el
pie de siete – se remansa y cuaja en estrofas homogéneas de
siete endecasílabos blancos cada una. Esta forma regularizada
nos indica un estado de sombrío recuento, posterior a los
remolinos de la experiencia. El poeta habla con un tercero, en
ensimismado parlamento. Son los recados últimos a la persona
amada e irremediablemente perdida. Recados de un dulce desvarío,
precedidos por un ritual aciago que parece venir de costumbres
populares que el poeta del Cuaderno
de poesía negra conoce bien:
«Si pregunta por mí, traza en el suelo / una cruz de
silencio y de ceniza». Pero enseguida añade, recogiendo
todo el poso amargo de la elegía anterior: «sobre el
impuro nombre que padezco». Ya no sólo no puede olvidar su
nombre, anegado por las aguas deslumbrantes del sentido, como
quería en «Delicia del tacto», sino que lo sabe
nombre impuro, manchado, y lo padece como una maldición.
«Si pregunta por mí (continúa), di que me he
muerto». Vivir en el reino de la culpa y la impureza es estar
muerto: noción que aparece en todas las religiones, desde las
más primitivas hasta el catolicismo. Pero la idea de la muerte
nos lleva también al camino de las metamorfosis, vía por
donde toscamente busca el mundo de la fábula, anterior a la
Revelación cristiana, la salida de los ciclos fatales que
dominan la muerte y el destino, más fuerte que los dioses. Preso
en la pesadumbre de la culpa y la tristeza del amor fracasado, el poeta
quiere eva-dirse metamorfoseándose, aniquilando su conciencia
por la transmutación en formas inocentes, luminosas e
irresponsables. Es una nueva fuga sin júbilo, una fuga
desesperada por las galerías del sueño de las formas:
«Dile que soy la rama de un naranjo, / la sencilla veleta de una
torre».
Lo decisivo, repetimos, no es la
anécdota del amor imposible,
sino la entrada en la órbita de lo impuro, lo caído, lo
sufriente. Por si nos quedara alguna duda, «no le digas (prosigue
el poeta) que lloro todavía / acariciando el hueco de su
ausencia». Esto, con ser tan doloroso, es ya secundario frente a
la inmensa verdad que ha descubierto: la verdad de la carne, la
fatalidad inmemorial e inconmovible de ese «laurel que canta y
sufre»:1 Entonces el amante
quiere repartirse, donarse en
fragmentos de su cuerpo, viajando por el tenebroso río del
sueño de las formas: «Es verdad que estoy triste, pero
tengo / sembrada una sonrisa en el tomillo, /otra sonrisa la
escondí en Saturno, / y he perdido la otra no sé
dónde.» Enconderse, perderse, repartirse, nuevo Osiris
desmembrado en la vastedad del universo, regresar por el camino de la
disolución a las formas elementales y simples de la materia.
Recordemos a Darío: «Dichoso el árbol que es apenas
sensitivo / y más la piedra dura, porque esa ya no
siente.» El amante asciende y desciende, en su absorto
desvarío, por la escala de las metamorfosis. Tan pronto es
«mudo pececillo» como «oscura perdiz». Anhelo
de anonadarse en la mudez, oscuridad y lejanía del cosmos, que
en el fondo es un anhelo erótico, de entrega innumerable, porque
se funda en un animismo de raíz, caro a toda
desesperación romántica. Y sin embargo el niño, el
niño arcádico, marinero y pastoril, el niño
eterno, vulnerado pero indestructible, emerge para rechazar con un
gesto cristalino la montaña de impurezas y remordimientos que le
viene encima. Y su defensa consiste en su misma indefensión:
«Soy una verde voz desamparada / que su inocencia busca y
solicita / con dulce silbo de pastor herido.» ¡Ah,
rebaño, para siempre extraviado, de las sensaciones virginales!
Ahora las metamorfosis adquieren otro sentido: ya no recogen el anhelo
de una aciaga disolución, sino las formas escogidas,
difíciles, ocultas o tímidas en que sobrevive la
inocencia destruida: «la punta de una aguja, /un alto gesto
ecuestre en equilibrio; / la golondrina en cruz, el aceitado / vuelo de
un buho, el susto de una ardilla». Inocencia que sobrevive,
sí, pero con el torpor nocturno del buho, con el azoro de la
ardilla, condenada a las sombras, el peligro y el espanto. Y en todo
caso resistiéndose a ser «eso que dibuja / un
índice con cieno en las paredes / de los burdeles y los
cementerios». Porque quiere serlo todo, apariencia innumerable de
la imaginación del cosmos; «todo, menos la carne que
procura / voluptuosos anillos de serpiente / ciñendo en espiral
viscosa y lenta». Quiere perderse en lo ligero y gracioso, y aun
en lo oculto: azafrán, lirio, golondrina, buho, ardilla; pero no
en la serpiente. Porque la serpiente no es una forma de la
fantasía divina soplando a la materia (soplo donde el alma puede
imaginativamente refugiarse), sino la figuración sagrada del
Mal, que busca el centro libre del alma para ahogarlo en la viscosidad
y lentitud – cualidades ya no demoníacas sino satánicas –
de la Carne. El poema termina volviendo al tema de la disolución
y la entrega, en una atmófera de romanticismo desmayado, de
lánguida evaporación, de lejanías y entreluces
espectrales: «Dale el suspiro mío, mi pañuelo; /mi
fantasma en la nave del espejo. / Tal vez me llore en el laurel o
busque / mi recuerdo en la forma de una estrella.»
De los poemas que preceden en Sabor eterno a las dos
elegías
(descontado «Canción», a que ya nos referimos), los
más importantes son el «Nocturno»:
«¿Cómo te llamas, noche de esta noche?», cuya
tierna escritura, como el ademán ingenuo del poeta, parece
temblar en el aire enlunado; el «Poema impaciente», de
realización monótona, que expresa, al revés de
«Elegía sin nombre», la amargura de la
frustración por el desencuentro; «De otro modo»,
ardiente testimonio de la angustia metafísica ante la fijeza
irrevocable de la realidad, derivado luego hacia la resonancia
puramente sentimental, otra vez, del encuentro imposible: página
siempre emocionante y personalísima; y el «Retrato»,
coronamiento de una serie de esbozos iniciados en
«Víspera» y que hay que poner en relación con
el pasaje de «Elegía sin nombre» que comienza:
«Y yo con mi alma única, invariable y segura.» Poema
muy representativo de Ballagas, por ese aliento que empaña el
cristal de las palabras, y que de pronto alguien limpia y se ve al
adolescente inmóvil, volviéndose azorado al soplo
misterioso de su propio nombre. Retrato lleno de atmósfera, de
hálito, de aura, con fondo de tarde azul y primeros planos de
ventana habanera, dentro de ese vago teatralismo indefinible, donde el
gesto real y el gesto fingido se confunden, que es uno de los secretos
de esta poesía. Poesía de soplos, de sustos evaporados,
de manos que se alzan en el aire para acariciar el ánfora de una
frase, de voces que se ahuecan y quedan adorando una sola palabra
dolorosa como en el final de «De otro modo», que el poeta
decía tan bien. Porque no olvidemos que este lirismo tiene su
elocuencia, su teatro evanescente, sus efectos de buena ley.
Los poemas que siguen a «Nocturno y
elegía» son
«Elegía tercera» – desarrollo de la idea de la
muerte sucesiva, la muerte como espejos infinitos, lluvia incesante,
lento deshielo; «Psalmo».-–
meditación sobre el amargo
misterio de la carne, sobre el porqué y para qué de la
generación seminal; y el «Nocturno» que empieza:
«De pronto me he quedado como una rama sola», página
de temple desigual, con influjos heterogéneos que no logran
fundirse en la voz del poeta. En cambio el «Soneto sin
palabras» cierra el libro con fidelidad y maestría. De
él subrayamos la exclamación que lo preside: «
¡Angel caído a tu sentencia!», como tema fundamental
de este libro. Aquel cuerpo intacto y radiante que tan hermosamente se
evocó en «Elegía sin nombre», aquel cuerpo
cuya vida se dividía «como el canto en estrofas», es
ya una «inútil apagada carne» que se ofrece «a
los agudos garfios heridores». EI cuerpo se ha hecho carne, y
carne oscura, en los garfios de la muerte, podredumbre anticipada. No
puede imaginarse caída más profunda ni expresión
más violenta de la tristeza del espíritu en el hombre.
A lo largo de Sabor
eterno, y especialmente en «Nocturno y
elegía», puede seguirse el proceso por el cual el poeta
distingue el deseo del amor. Ese discernimiento va a cobrar fuerza
temática en un importante poema publicado por la revista Cuadernos Americanos en
su número correspondiente a julio-agosto
de 1943. Se titula «Declara qué cosa sea Amor» y lo
precede un soneto – «Invitación a la Muerte» – que
será incluido con algunas variantes en Cielo en rehenes.
El poeta ha hecho su experiencia y nos trae
sus definiciones, sus
antinomias, viejas como el mundo, nuevas como la mañana. A cada
una de las maldiciones de la Carne corresponde una bendición del
Amor, subiendo de lo natural a lo sobrenatural por un camino que – al
revés de lo que ocurría con el engaño de las
metamorfosis – realmente va a conducirlo a la liberación del
espíritu. El Amor no es el deseo («ese escuálido
aullido / de famélicos lobos extraviados»), sino el reposo
inocente de la Arcadia marina («Una dormida playa suspirante /
con esbozos de cuerpos que respiran / bajo su blanca sábana de
arenas») ; no es la fornicación («esa carpa difunta,
viscosa, irrespirable») sino un ímpetu luminoso
«como un gran caballo / de espadas con las crines de
diamante»; no es el remordimiento de la culpa (ese «dolor
sucio de los días / en que resbala lenta la llovizna / igual que
un lloro de pupilas ciegas»), sino el festejo de la alianza
(«un arcoiris / triunfal para que mozos y doncellas / desfilen
enlazados por los talles»); ni mucho menos la prostitución
(«Torpe moneda, alacranado labio, / bruja y raposa a un
tiempo»), sino la santa nupcialidad del mundo («las
cámaras nupciales / tibiamente alumbradas por los besos; / arpas
de fuego, cítaras de agua»). Pero en la tercera y cuarta
parte del poema, sube el Amor a su esfera espiritual. Puede ser ahora,
no ya alegría y gozo primaverales, sino arrepentimiento,
contrición, «dolor de hombre / que como el publicano hunde
la frente / y rasga el corazón sin que lo miren». Y puede
ser olvido, no de las cosas o los otros para ser más uno mismo,
sino, al contrario, del amargo yo para dejarlo en la transparencia de
la entrega. Y dulzura de las cosas humildes:
Pero el amor, ¿cómo diré que sea?
es el sencillo patio de mi casa, es mi niñez,
mi adolescencia pálida,
el naranjo florido, el venadito
que atado nos trajeron una tarde
y murió sin sus bosques en los ojos.
Amor sin sexo, goces del espíritu que
empiezan por la
aceptación plena de este mundo y paran en querer la muerte del
deseo, la renuncia a la belleza de las cosas, el camino que conduce a
Dios: «Amor, Amor hundiéndome en la muerte. / Es
renunciar, no estar preso en las cosas. / Desligarse de la trampa
mortal de las criaturas.» Desnudez, despojamiento, entrega. Amor
de salvación. Perder la vida para ganarla: «y en Ti
perderse / para encontrarse Contigo en tu Morada».
Del reino de la Fábula había
caído el poeta en
«los caminos nocturnos» de la pasión y la carne, por
donde se va «pisando arena y vidrios y espinas de la ira»
(«Psalmo»). De ese polvo se levantará
únicamente por el misterio de la fe, que es lo contrario de
aquellas evasiones místico-sensuales que tantas veces lo
tentaron. Porque la fe se funda en mirar la realidad de frente y
abrazar la Pasión, la Cruz que la abraza y la redime. Los
primeros pasos decididos que dará Ballagas por ese nuevo camino,
sin embargo, no aparecerán en un libro de poemas confesionales,
sino en un cuaderno – Nuestra
Señora del Mar, 1943 –
humildemente dedicado a la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba. El
cuaderno está formado por un soneto, diez décimas y unas
liras finales. Su sencillez nos alivia del tono un tanto
retórico de «Declara qué cosa sea Amor», cuya
coherencia conceptual no logra siempre convencernos de la absoluta
realidad interior que lo sustenta – porque en efecto, a veces nuestro
saber o nuestros credos pueden adelantarse a nuestra vida. Por lo
demás, en el «Soneto de los nombres de María»
hallamos la vinculación oculta de este homenaje – aparentemente
desasido de la intimidad del poeta – con la etapa anterior de su vida y
su poesía. El descendimiento y la encarnación, a
través de la Virginidad invulnerable, redimen a la arcilla
impura. Una nueva medida de Belleza se hace posible para el pecador. No
se trata de huir, de evadirse, sino de aceptar amorosamente:
Pero el amor que multiplica todo,
Panes y peces, el maná y la Forma,
Hace que la sin mancha baje al lodo,
Que la luz soberana tome forma,
Que la belleza, al fin, halle acomodo
Y al ojo pecador dicte su norma.
El catolicismo significa para Ballagas, en
primer lugar –
después de los excesos de un neorromanticismo que le han
estragado la palabra –, claridad y norma. Por eso busca ahora las
formas clásicas y cerradas, donde la palabra se somete a una
disciplina que la ordena y purifica. Las espinelas dedicadas a la
Virgen, por otra parte, constituyen un nuevo acercamiento – más
refinado y universal que el de la etapa negrista – a las fuentes
populares y folklóricas, esta vez por el lado guajiro y de los
loores anónimos. Sus décimas, siendo desde luego cultas,
se acercan con deliberada humildad a la sencillez de la décima
campesina, tratando de «aislar (como dice en las notas finales)
la luminosa religiosidad popular – tradición universal popular –
de la superstición plebeya que con innegables vetas de
pintoricidad étnica, carece de legítimo vuelo
espiritual». Ningún pintoresquismo, en efecto, mancha
estas páginas, próximas sin embargo a la frescura de lo
popular por la espontaneidad del tono y el candor de las concepciones.
Si las comparamos con las décimas de Eugenio Florit en Trópico, las
diferencias entre ambos poetas fraternos resaltan
violentamente. Mientras las décimas de Florit están
armadas de punta en blanco y tienden al perfil intelectual de la
palabra, con voluta a veces gongorina, las de Ballagas – como toda su
poesía – están desnudas e indefensas, sin otro escudo que
su propia carne emocional, en azoro tímido.
A pesar de su carácter de homenaje
objetivo, de estampas
poéticas iluminadas a imitación de los óvalos que
rodean la figura de la Virgen en su altar, percibimos la súplica
y la esperanza que delicadamente se transparentan cuando el poeta dice,
con gracia culta y popular a la vez: «Déjame tomar asiento
/ En tu preciosa canoa / Y poner al cielo proa / Navegando por el
viento»; o cuando, en la décima a la luna nueva que
está a los pies de la Virgen, exclama: «¡Luna que mi
angustia bañas! ¡Ojo que en la sombra vela!»; o
cuando dice cómo la Fe «abre la oscura mirada / Y le
ofrece Pan de Vida». Y aquel paganismo arcádico, de
radiosa sensualidad frutal o marina, que escondía en su aparente
inocencia la semilla de la corrupción, cede el paso a la Madre
que aparece flotando sobre las aguas, vencedora del reino de Venus:
El reino de Anadiomena
Parece, porque esculpida
Luce María adherida
A la concha cíe la aurora,
Perla de luz cegadora
Al amanecer mecida.
Algunas espinelas, como la que se titula
«Entrada en la
canoa,» se destacan por su delicadeza antológica, por la
delgadez cristalina del idioma. Después de su temporada en el
infierno de lo oscuro, lo cósmico y lo fosforescente;
después de atravesar lo morado y la ceniza, vuelve Ballagas a
encontrar su palabra blanca, pero ya no de un blanco fabuloso y pagano,
ni de un blanco de olvido, sino de humildad y rendimiento: el blanco de
la sal que recogieron los pescadores en cuya canoa entró la
Virgen, y que llevaron al hato de Varajagua. Esa blancura de los
pescadores, de los humildes, de los pobres de espíritu, es la
que ahora quiere el poeta, y la que le hace poner en boca del
ermitaño Matías de Olivera ese requiebro encantador:
«¿De dónde vienes, Señora,/ Con la ropa tan
mojada?»
En las liras finales se acerca más a un
barroquismo tierno,
blando y movido, con la indolencia de nuestro mar en una mañana
radiante. Los versos parecen, henchidos y puros, las olas sobre las que
apareció la imagen de la Virgen flotando después de la
tempestad, mientras el arcoiris «moja la tranquila / Cola de
faisán real entre la espuma». Catolicismo criollo,
fragancia de leyendas populares, estampa ingenuamente iluminada sin
literatura casi, limpia de oropel y vanidad. Eso es este cuaderno
ligerísimo, blanco, humilde, de Ballagas – alabanza fina
«a la que es salud y nos trajo la salud en las
entrañas», que señala su entrada en la libertad
verdadera del espíritu.
El próximo y último libro de
nuestro poeta – Cielo en
rehenes, que a pesar de haber recibido el Premio Nacional de
Poesía correspondiente a 1951 permanece inédito –,2 cuaja
su neoclasicismo de raíz católica en una serie de 29
sonetos repartidos en tres secciones – Cielo Gozoso, Cielo
Sombrío y Cielo
Invocado – donde se resume todo su proceso
espiritual. En el primer Cielo sitúa el júbilo de la
sensualidad, presidida por un tono de alabanza contemplativa. La
primera lección que aprende de Roma, es que no hay que renegar
de los sentidos – santificados por la Encarnación –, sino
ordenarlos en la jerarquía de lo creado. Queda muy lejos el
frenesí dionisíaco del anonadamiento sensual. Entre la
hermosura y el hombre se interpone una distancia respetuosa. Y para
expresar este nuevo estado, nada mejor que la ventana justa del soneto,
que «mide el paisaje» sin oponer pared a sus efluvios y
sugestiones. Porque ya el poeta no anhela el romántico infinito
del espacio nocturno y el deseo, sino la porción de mundo que le
toque serenamente disfrutar como en una «caja de divina
resonancia». Por eso es «adorable» la piedra de la
cárcel del soneto, y el poeta le dice hermosamente:
Entra y sale de ti la poesía
con la sombra imponente del abeto
y la fragancia de la rosa fría.
Siguen las alabanzas primorosas de la flor, de
la flor anónima y
fugaz, cuyo enigma remonta al origen de la belleza (soneto gue debe
relacionarse con «El que encuentra una flor»,
delicadísimo poema publicado en Clavileño); y las
alabanzas del clavel, flor nombrada, individual y en cierto modo
abstracta: «silencioso doncel de melodía». La
exaltación frutal (yema, pulpa, tacto, paladar) ha cedido el
paso al perfume dibujado y cantado de las flores, a la sensualidad
espiritualizada de la contemplación. Y si el poeta vuelve a sus
lares de paganía helénica («vierto en cratera de
oro vino griego / y mis sentidos visto de tu qama»), es para
hacer un brindis de sabor cultural, para rendir homenaje a la belleza
con fórmulas de noble secularidad. La segunda lección
aprendida de Roma es que la perfección material de lo creado
refleja una sabiduría que debemos venerar, aun en las criaturas
vegetales. Y así dice al clavel: «tu perfección es
tu sabiduría».
Del clavel pasamos al cisne. Pero el cisne de
Ballagas no es el
símbolo de Eros o el Enigma (como en Darío), ni de 1a
retórica impresionista e insustancial (como en González
Martínez), sino del rapto libre y salvaje de la poesía.
No es el cisne versallesco bogando por las quietas aguas del lago o el
estanque, sino más bien el cisne peregrino que, «olvidado
del pasaje» (esto es, de su función decorativa), alza el
vuelo con «ímpetu divino». Entonces le dice el poeta
– revelando ya aquí sus lecturas de los románticos
ingleses, por el tono y la mirada:
Espíritu pareces no criatura,
que el aire recorriera vagabundo
mojando de alegría el
firmamento.
En el fondo este soneto contiene una defensa
del cisne, frente al
ataque un tanto simplista – aunque magistral – de Enrique
González Martínez. ¿Por qué ha de salir
vencedor «el sapiente buho»? En su hora sombría el
poeta se vio a sí mismo como «el aceitado vuelo de un
buho». Góngora en las Soledades
por dos veces nos recuerda
que es el ave en que se transformó Ascálafo, hijo de
Aqueronte, acusador de Proserpina. En nuestros días José
Gorostiza nos habla del «solitario buho que medita / con su
antifaz de fósforo en la sombra». Su linaje infernal
está bien acreditado. Todo su saber debe ser plutónico y
satánico. Tal vez sea cierto que «interpreta/ el
misterioso libro del silencio nocturno», pero es justamente de
ese silencio de lo que huye ahora nuestro poeta, y por eso prefiere, no
el cisne «que da su nota al azul de la fuente», sino el que
alza el vuelo nómada como espíritu libre, «mojando
de alegría el firmamento». Visión luminosa y
enérgica del rapto poético, que desde luego preferimos a
las presuntuosas metafísicas del buho.
Sigue una serie de sonetos de temas insulares
(playas, bodegones,
idilios y paisajes), de los cuales destacamos, como antológicos,
el «Soneto rural», con su voluptuosa fruición de
eses antillanas, y el titulado «Fuente colonial»,
exquisitamente labrado desde la primera a la última
sílaba, joya indudable de nuestra poesía, por la escogida
perfección y el templado calor humano que se funden en su
hermosura:
No lloréis, más, delfines de la fuente
sobre la taza gris
de piedra vieja.
No mojéis más del musgo la madeja
oscura, verdinegra y
persistente.
Haced de cauda y cauda sonriente
la agraciada corola en que el sol deja
la última gota de su miel bermeja
cuando se acuesta herido en el poniente.
Dejad a los golosos pececillos
apresurar doradas cabriolas
o dibujar efímeros anillos.
Y a las estrellas reflejadas no las
borréis cuando traducen de los grillos
el coro en mudas, luminosas violas.
La belleza de lo creado, viene a decirnos el
poeta en esta primera
sección de su libro, es un cielo que tenemos en rehenes, como
prenda y garantía de que existe la Belleza increada, el cielo
del absoluto gozo. Mas para merecer la invocación de esa ventura
es preciso pasar – como lo hizo Cristo – por el cielo sombrío
del dolor, purgatorio que también comienza en esta vida. Porque
los dos mundos se entrelazan y unifican para el que ha alcanzado la fe.
Vienen ahora los testimonios de la purificación del «dios
caído», como se llama en el «Soneto
sombrío». Es la noche bíblica del temblor y el
crujir de dientes. El corazón del poeta, que anduvo siempre
desnudo y sin resguardo, está ahora en carne viva, profundamente
vulnerado, no ya por la angustia y la impureza, sino por el horror de
la ofensa cometida; no por el dolor que se padece, sino por el que se
inflige con el pecado. Es el miércoles de ceniza, la hora de la
indignidad y el remordimiento:
¿Quién con la uña de una lezna fría
sobre
mi corazón traza una estría
dejando en carne viva su
latido?
¿No callará el lamento que me eriza?
¿No habrá quien apostrofe al firmamento
por dar tregua a esta lluvia de ceniza?
El Enigma del tiempo es el del corazón
humano, que primero – en
la ciega expansión de la juventud – creemos que es un
pájaro volando sin rumbo por la niebla oscura, pero que
después sentimos «aletear en el pecho prisionero/ como en
un cielo breve e insondable», y que al cabo romperá su
cárcel para encontrar la perdición o salvación
eternas. Símiles sencillos, diáfanas alegorías,
vivencias entrañables. Y otra vez – pasados los sonetos a Lorca
y a un amigo muerto – el cisne que tiene el «don de
profética elegía», ahora como ejemplo de hermosura
y elegancia en el dolor – Poética que corresponde a esta segunda
parte de sonetos doloridos. Y finalmente, la «Invitación a
la Muerte», con resonancias clásicas de estoicismo
cristiano, en la mejor línea de tradición española:
Que si yo ardí, querer que se derrama
en mentira carnal y estéril vena,
por la verdad en tu reloj de arena
soy ora la humillada voz que clama.
Desengaño, confesión,
sabiduría casi
anónima, casi refranesca, de cristiano viejo:- «que el que
pierde la tierra, gana el cielo». ¡Ah, sí, pero
cuán difícil es perder la tierra! Hay que velar
continuamente, estar en vela siempre en el amanecer de Dios,
según nos dice Cristo (San Lucas XII): «Porque donde
está vuestro tesoro, allí también estará
vuestro corazón. Estén ceñidos vuestros lomos, y
vuestras antorchas encendidas; y vosotros semejantes a hombres que
esperan cuando su señor ha de volver de las bodas; para que
cuando viniere y llamare, luego le abran. Bienaventurados aquellos
siervos, a los cuales cuando el Señor viniere, hallare
velando.» Con un bellísimo soneto inspirado en esas
palabras comienza Ballagas la sección final de su último
libro. Se titula Hora de Laudes
y lo inunda una dorada luz matinal en
la que no sobrevive ningún color impuro, ningún gesto
voluptuoso o desmayado. Todo es aquí – bajo « la celeste
chillería de alondras» – enérgica vigilia del
espíritu:
Pero el buen siervo, anticipado al rojo
clarín que abre amapolas de bravura
(alumbrando el
oído antes que el ojo)
Ya está en vela, ceñida la cintura,
luz en la mano, pecho en el cerrojo,
atento a que regrese la Hermosura.
El paso del alma al espíritu se
confirma en los sonetos
siguientes. En «Pasión de la Inteligencia» (con una
cita de Helio sobre San Judas), nos sorprende un tono de discurso
intelectivo que no había aparecido nunca antes en la
poesía de Ballagas: «No la palabra, mas la idea pura, /no
la materia, sí la coincidencia / entre la forma y lo que la
apresura. / La cáscara mortal del accidente / disipada en las
luces de la esencia / y el lucero del Acto, permanente! » Tomismo
poético, sin duda. Y después de la visión, ya no
juglaresca y fina, sino trágica y entrañable, de
María en «Pietá» («tu sol desciende, se
consuma el día: / tu palabra debajo de la hiedra»), un
soneto fundamental: «La Mirada». Recordemos la
observación de Simone Weil: es Dios quien busca al hombre. Un
día sentimos su mirada en nosotros: hemos sido alcanzados, no
por su justicia, sino por su amor inaudito. En vez de entregarnos,
resistimos, queremos escondernos, vivir ocultos; pero
¿dónde, cómo? Su mirada lo atraviesa todo –
pecado, distracción, banalidad, azar. Estamos descubiertos. Y
descubiertos por una mirada suplicante, por la mirada del mendigo, del
pobre: «Aunque vaya a esconderme, Dios me mira / con ojo de
reproche sin venganza; /mientras más amoroso más alcanza/
a lastimar lo que de mí respira.» Vulnerado ahora por el
Amor que nos padece, le llega al hombre el tiempo de la
contrición, del llanto que fluye de la dureza del
corazón, «al acordarnos de que Dios nos quiere».
Qué sencilla elocuencia tiene ese giro familiar: «al
acordarnos». Sí, porque lo habíamos olvidado, y de
pronto, en un momento cualquiera – que es tal vez el instante de la
gracia – vemos otra vez la mirada de infinita súplica.
Los últimos cuatro sonetos del libro
muestran una reciedumbre y
una plenitud insólitas en la poesía de Ballagas. Ya no
queda en su palabra ningún dejo balbuceante, ninguna blandura
sensualista. Y si a veces se insinúan, es para fundirse al punto
en la llama de la voz espiritual. El segundo movimiento de la gracia es
la sequedad y el silencio.3 Dios,
que tan ardientemente nos buscaba,
desaparece. «Dios silencioso, Dios desconocido, /
¿porqué si más te busco, más te
escondes?» Pero esa sequedad y ese silencio constituyen el
disfraz de su ternura, la brasa de su purgatorio, el imponente sitio de
la plaza fuerte del alma. Porque se trata, como nos dice «la voz
penitencial», de desprenderse del «hombre viejo» de
que habló San Pablo y de la «ensombrecida vestidura de la
serpiente antigua» que era su piel. Pues no se puede rechazar a
la serpiente, como tantas veces lo intentó el poeta enceguecido,
sino más bien desprenderse y desnudarse de ella, que está
adherida a nosotros desde el Génesis. Y así llegamos a
uno de los mejores sonetos religiosos de nuestra poesía, el
«Soneto agonizante», milagro de impulsión y
clausura, de exactitud y aliento. Conmovedor milagro del amor
apremiando por sus más vivos centros la palabra de un hombre que
ha subido, tras una larga y penosa jornada, con sus débiles
fuerzas, a los alcores de la Pasión del Espíritu. Y
qué riqueza, qué hondura, qué fuego adquiere
entonces su palabra anhelante. Y qué transfiguración de
la voluptuosidad la satura de un Sabor y un Deseo que han vislumbrado
el Horno subidísimo de la Dicha:
¡Ah, cuándo vendrás, cuándo, hora adorable
entre todas, dulzura de mi encía,
en que me harte tu presencia. Envía
reflejo, resplandor al miserable!
En tanto que no acudas con tu sable
a cortar este nudo de agonía,
no habrá tranquila paz en la sombría
tienda movida al
viento inconsolable.
Luz increada, alegra la soturna
húmeda soledad del calabozo:
desata tu nupcial águila diurna.
Penetra hasta el secreto de mi pozo.
Mano implacable... Adéntrate en la urna:
remueve, vivifica,
espesa el gozo.
Termina el libro con la Poética que
corresponde a esta
última estación: «La clave mortal.»4 Si
primero el soneto se vio como ventana enrejada que «pauta la
distancia», y después como cisne que enseña al arpa
adolorida «a no quebrar su línea de hermosura / cuando en
puro sollozo el canto prende» – ideales, respectivamente, de una
fruición neoclásica y de un romanticismo sometido a
contención estoica –, se ve ahora como llama purificadora, como
disciplina del fuego que trasciende el esteticismo a que parecía
conducir el culto de la forma. Y es ganancia notable que Ballagas – tan
condicionado por los designios de belleza fruitiva de su
generación – haya podido trascender ese culto inmanente de la
forma, de la «muda, pura, inviolada» rosa que suena la hora
exacta en su «reloj sin tiempo». Ahora el poeta la baja de
ese cielo abstracto a su humilde función decorativa. Porque
ahora sabe del carbón encendido que abrasó los labios de
Isaías:
Pues si la soledad de mi garganta
pide al fuego su prueba dolorosa
aniquilando todo lo que canta,
No es para decorarse con la rosa,
sino para poner en muerte tanta
centella de una vida más hermosa.
La forma no es la rosa bella, sino la
llameante muerte que
«divide el alma de su tosco velo» («Invitación
a la Muerte») para llevarla a la frescura de las aguas
esenciales, «junto al venero / donde la sed no quema la
garganta» («Soneto por un amigo muerto»). La forma no
es entonces un ideal estético sino el dinamismo de la
purificación, la llama que traspasa y transfigura. Lo inmanente
se ha vuelto trascendente. La perfección estética se ha
transformado en camino de perfección.
Después de «Cielo en
rehenes», escribió
Ballagas sus Décimas por el
júbilo martiano, premiadas en
el Concurso de! Centenario. No ocultaba el poeta su carácter
ocasional de versos escritos para un certamen. Por lo demás, no
parecía su voz la más indicada para dar el tono requerido
en estos casos. Lo dio, sin embargo, con una frescura y
gallardía que salvaron, en la mayor medida posible, los escollos
del obligado canto cívico. Al revés de lo que ocurre con
las décimas a la Virgen, detenida cada una como estampa en su
óvalo, muestran estas décimas a Martí un impulso
de sucesión que las encadena alegremente como en las
improvisaciones populares. Ballagas tuvo siempre un instinto certero de
lo popular. Los pregones, nanas y bailes de la población negra o
mestiza; las estampas de la devoción humilde; y ahora el tono de
los rústicos improvisadores, hallaron en él un captador
capaz de finas estilizaciones.
Como ocurre en Nuestra Señora del Mar, las
vivencias religiosas
del poeta se filtran en estos versos últimos, dándoles su
mejor calidad. Ballagas ve en Martí, esencialmente, el inmolado,
el que vivió y murió a imitación de Cristo. Y en
seguida le acuden las referencias a las Epístolas y los
Evangelios, como en la décima que empieza: «Porque si el
grano no muere / será su estirpe abatida»; o en la que
termina: «¡Oh! Martí, padre leal, / en la Patria
redimida / eres blanca sal de vida / y Ella el sabor de la sa!»;
o cuando lo llama: «El Cordero de Dos Ríos»; o
cuando le pide al Apóstol: «El labio de tu poeta /
purifica con un ascua». También se advierten alusiones a
los Versos sencillos en varios
pasajes, y sobre todo resonancias de su
estilo en algunas décimas, como la 9 y la 17, que es a mi juicio
una de las más afortunadas. Después que ha hablado
Martí, dice el poeta:
Y la voz torna a callar,
mas la canción es tan vasta
que se va extendiendo hasta
perderse sobre la mar.
«Cuando un poeta muere»,
decíamos... Y ojalá
que hayamos hecho hablar a sus palabras, en el silencio ávido de
nuestra atención, como querían ellas, que aún nos
miran ardientes. Pero no créais que las apreciaciones de estas
páginas han sido influidas por ese temple respetuoso del
ánimo que suele presidir a las evocaciones póstumas. Ya
en mi Recuento de la poesía
lírica en Cuba de Heredia a
nuestros días, había observado, sumariamente, que
Ballagas es «entre los poetas de su generación, si no tan
decantado como Brull ni tan antológico como Florit, el que
ofrece un proceso espiritual más dinámico e
interesante». La verificación de ese proceso ha sido el
principal propósito de mi trabajo. Y en verdad no es nada
frecuente, en ninguna literatura, que un solo poeta pueda ofrecernos
una trayectoria vital y religiosa tan abarcadora como la que hallamos
en la obra de Emilio Ballagas – que además selló con su
nombre un momento característico e indeleble de nuestra
poesía. Del anhelo de una inocencia arcádica a la
caída en el tiempo taciturno del deseo y de la muerte. De la
paganía fabulosa de los sentidos al romanticismo elegíaco
del alma. Y después, la ascensión a los misterios de la
fe, al tiempo trascendente de la Pasión del Espíritu.
¿Cabe más completa expresión de lo que puede ser,
como historia espiritual, una vida humana?
En sus últimos tiempos, Ballagas
parecía estar ordenando
toda esa experiencia dentro de una visión cultural. Había
sido siempre un poeta ingenuo, en el sentido de que escribió con
absoluta inmediatez, sin preocuparse del ámbito en que su obra
podía lograr una coherente perspectiva. Daba por ello la
impresión de escribir poemas aislados, sin conexión
interior unos con otros, sin intencionalidad que los uniera e
impulsara. La verdad, como hemos visto, es muy distinta de esa
impresión superficial, causada por lo ingenuo de su actitud ante
el poema. Últimamente, repetimos, parecía buscar las
líneas de su paisaje. Su curiosidad intelectual se ensanchaba,
abarcando desde Teócrito y Ronsard hasta John Donne y Gerad
Manley Mopkins. Acercábase también al guiñol, al
teatro, a la novela. Estaba, en suma, en ese momento de madurez en que
el poeta busca la integración de su lirismo en dimensiones
objetivas. Lo que nos deja, sin embargo, es algo mucho más
precioso aun: la obra de un lírico puro, cuya voz desarmada
cantó, esencialmente, la vulnerabilidad de la criatura humana. Y
el recuerdo inolvidable de un hombre que en su hora postrera – cuando
se acercaba a la muerte como un cristiano ejemplar – parecía ya
entender, con toda su alma, las palabras suavísimas del
«Esposo a la Amada»:
Vuélvete, paloma,
Que el ciervo vulnerado
Por el otero asoma.
1954
* Esta conferencia fue
escrita, para el homenaje que el Lyceum
de La
Habana ofreció al poeta con motivo de su muerte ocurrida el 11
de septiembre de 1954.
Notas
1. Es posible que en este
verso haya también alusión a la
fábula de Apolo y Dafne, según la cual esta última
acaba transformándose en un laurel, árbol que «como
la virginidad misma, verdece y no da fruto», según la
moraleja medieval añadida al pasaje de las Metamorfosis, de
Ovidio (Gilbert Highet: La
tradición clásica, p. 107 –
108, nota).
2. En el momento en que
se pronuncia esta conferencia.
3. Hablamos aquí
de los «movimientos de la gracia»
en cuanto pueden ser expresados simbólicamente por la
poesía, sin cometer la imprudencia de referirnos directamente a
su íntima realidad espiritual, que pertenece al más
sagrado e inviolable misterio de la persona.
4. Posteriormente
hallamos otra copia de Cielo en
rehenes que termina
con el bellísimo y conmovedor soneto «La pobreza
merecida», plenamente situado dentro del sentido espiritual que
venimos comentando. Véanse también «Alto
diamante» y «El escultor».
Ballagas
en persona
Virgilio Piñera
Escuchar a Rimbaud, absorber a
Rimbaud, encontrar al "verdadero”
Rimbaud, me parece, en fin de cuentas menos humano que considerar a
Rimbaud devorado por los hombres, por los hombres de la Historia real y
no por los hombres del Empíreo literario.
Roland Barthes, Petite mythologie
No bien Ballagas murió, sus amigos comenzaron esa labor de
enfriamiento que consiste en poner la personalidad
del artista a punto
de congelación; es decir, en nombre del sentimiento, de la moral
al uso, de las buenas costumbres, sobre todo, en nombre de ese precepto
de gente bien nacida que dice “olvidemos sus imperfecciones y
destaquemos sus perfecciones”, Ballagas, al día siguiente de su
muerte comenzó a enfriarse de tal manera, que no podía
levantar un brazo ni abrir la boca a fin de impedir que sus amigos
hicieran de él un personaje fabuloso.
Cuando el artista se encuentra con tales
amigos, le toca vivir, además de los años que pasó
en la tierra, los que ellos le obligarán a pasar en el cielo de
los intachables. En ese cielo el poeta será pura
convención: es ahora un sacerdote que oficia para sus amigos; ya
no habla en su propio lenguaje ni tampoco se mueve con sus movimientos;
ellos le han cambiado en otra cosa que no fue en la tierra: espejo de
buenas costumbres donde poder asomarse sin riesgo alguno.
Pero hay todavía más, hay
más fango perfumado que remover. Sus amigos nos dicen: “He
aquí a un artista, también a un buen hombre; he
aquí a un sólido pilar de nuestra sociedad; vedlo con su
amante esposa, con su adorado hijo; vedlo buen católico y hasta
buscador infatigable de la Gracia.” Todo esto, presentado tan
bonachonamente, parece la vida del panadero o del lechero. He
aquí al pobre poeta post-mortem,
obligado a ser el Panadero de
la Fama o el Lechero de la Inmortalidad...
Ahora bien, lo que ellos no nos dicen es
cómo Ballagas, además de artista, pudo llegar a ser
esposo ejemplar, padre amantísimo, buen católico, en fin
ese sólido pilar de nuestra sociedad. Visto así
parecería que Ballagas tomaba tales decisiones con suma
facilidad, con plena soberanía: ahora me caso, ahora tengo un
hijo, ahora soy católico fervoroso, ahora soy un sólido
pilar... Lo que costaron esas decisiones, las noches en vela, los
días pugnando con los días, las luchas con el
Ángel, las caídas y recaídas, el sentimiento de
culpabilidad, las tremendas frustraciones, no, nada de eso tuvieron en
cuenta sus amigos. Entonces, ¿se luchó como león
en la vida para terminar como carnero en la muerte?
Tal dialéctica idiota produce tales
mitos idiotas. Si tuviéramos que dar un nombre a tales
procedimientos los llamaríamos “procedimientos provincianos”. En
cierta ocasión me decía el escritor Charles Steinberger
que nuestra historia era tan cercana, nuestros héroes tan
recientes que el también reciente crítico de esa historia
y de esos héroes produciría de seguro irritación
en sus lectores si se decidiera a decir toda la verdad. Esa reciente
historia es compromiso, paliativo, concesión y acomodamiento a
nuestros provincianos procedimientos críticos. Así,
Martí es puro, Maceo es puro, Gómez es puro y tutti
quantti... ¡Cuánta pureza! ¿Y ni una gota de
cieno?
¿Ni una? No, ni una, porque esas vidas no son las vidas de esos
héroes sino nuestra propia tontería produciendo pureza en
gran escala.
Rechazo esa pureza que mancha de blanco hasta
dejar sin rostro alguno al poeta, al soldado o al héroe
indefensos. Sus amigos olvidan que la mitad de toda pureza es impureza,
lucha, espanto, tinieblas y horror. No veo en razón de
qué sacrosantas leyes tengo yo que hablar páginas y
páginas de un Ballagas que ya no sería Ballagas sino su
envilecida mistificación. No veo por qué tenga yo que
envilecerme y prostituir mi pluma ocultando más y más en
sus trazos la verdadera personalidad de este poeta. Si yo fui su amigo
del alma por diez años, si es cierto que su muerte me
dejó sin resuello, si ella me echó a correr como un loco
por las calles de París (allí un amigo me reveló
esa muerte) y si también me sentí muerto, como el propio
poeta sin sangre en mis venas, ¿cómo, entonces, pregunto,
si uno ama, si uno casi muere de dolor, si día a día se
vio la convulsa faz del amigo y si él me confió sus
tormentos, cómo podría yo emblanquecerlo con “fango” de
amigo puro hasta hacerle perder su cara y darle esa otra de lechero de
una Inmortalidad acomodaticia?
Si los franceses escriben sobre Gide tomando
como punto de partida el homosexualismo de este escritor; si los
ingleses hacen lo mismo con Wilde, yo no veo por qué los cubanos
no podemos hablar de Ballagas en tanto que homosexual. ¿Es que
los franceses y los ingleses tienen la exclusiva de tal tema? No por
cierto, no hay temas exclusivos ni ellos lo pretenderían.
Franceses e ingleses no parecen estar ya dispuestos a hacer de sus
escritores ese lechero de la Inmortalidad que tanto seduce
todavía a nuestros críticos.
No voy a caer en el método
crítico-paliativo. Por ejemplo, no voy a hacer más
hermética la imagen de Ballagas, y por hacerlo más
“blanco” no lo voy a oscurecer con juicios como el de Vitier, que no
aclaran absolutamente nada al lector. “‘Pero fijémonos en que el
poeta nos advierte: ‘Hice trizas mi copa de escanciar la tragedia.’
¿Qué tragedia es esa que el adolescente ha vislumbrado en
su meditación o su presentimiento?”*
Vitier no contesta, a través de un
ensayo de cincuenta páginas, la pregunta hecha tan
dramáticamente. Es que su afán de pureza, su anhelo de
que el poeta sea el lechero de la Inmortalidad le han impedido
responder a su propia pregunta-clave.
La verdad es que Ballagas nunca “hizo trizas
su copa de escanciar la tragedia”. Lo quiso con todas
las fuerzas de su
alma; para hacer trizas esta copa dio pasos decisivos: se casó,
tuvo un hijo, complicó su religiosidad – todo eso, debemos
aclararlo en honor suyo, hecho con entera sinceridad, con verdadera
grandeza de alma. Los amigos pérfidos (tan peligrosos como los
puros) dicen que todos esos actos responden a miras interesadas, que el
poeta quería procurarse un estatus social que no tenía.
Pero no hay tal cosa. La lucha de Ballagas no era con la sociedad sino
consigo mismo. Su error – y por él luchó a brazo partido
– fue estimarse él mismo como un ser, no al margen de esa
sociedad, no como un hors-la-loi,
sino al margen de sí mismo,
fuera de la ley de sí mismo. Y aquí el problema entronca
con su religiosidad: Ballagas no podía dormir el sueño
del justo en tanto que pecador. Su inversión sexual se le
presentaba siempre y únicamente a título de pecado, de
“pecado nefando”. Todos sus actos, comprendiendo en esos actos su obra
entera, son el reflejo de esa lucha a brazo partido con el pecado.
¿Qué es esta obra, en definitiva, sino un largo y
reiterado De Profundis del
cual quizá Ballagas habría
salido victorioso de no haber muerto tan joven? En relación con
esto es conveniente destacar un rasgo determinante de su personalidad,
que viene a ser ccmo el leit-motiv
de su complicada psicología:
Ballagas no tuvo tiempo para fijarse en los demás. Hasta que la
muerte lo sorprende (¡y cómo lo sorprende y qué
manera de sorprender!) sólo existe para él una persona
interesante, un ser problemático: Ballagas. El resto – como se
dice en Hamlet – es silencio...
Silencio hasta cuando habla del hijo.
¿Quién escribe ese soneto “El hijo”? ¿Un padre que
se contempla renacido en el hijo? ¡Ay, sólo aparentemente
porque no es del hijo que se habla en ese soneto sino del padre, o para
decirlo en otras palabras, se habla del hijo, pero qué hijo,
hijo-padre, convertido por su padre en padre, es decir, padre que se ha
tenido a sí mismo. ¡Pocas veces he visto en la vida un
caso tan patético de autontimourumenos!
Este soneto recuerda a la Esfinge: arriba
rostro de mujer, abajo garras de león. Los cuartetos de este
soneto son normales, armoniosos; casi diría que escritos por “un
buen padre poeta de afición”:
Si la raíz se cambia en primavera
y en colibrí la rama re florece
es porque el árbol de la cuna mece
la sangre iluminada en lo que espera.
Si la mano coincide con la esfera
y el corazón con el amor que crece
es porque ya lo que de mí perece
halló compensación más duradera.
Si el soneto hubiera terminado ahí todo sería
lógico: un padre canta el nacimiento de su hijo; para ello
utiliza las amables convenciones del caso: habla de raíz,
primavera, colibrí y, por supuesto, de la cuna. Finalmente, el
recurso de la buena filosofía casera:
es porque ya lo que de mí perece
halló compensación más duradera.
Mas quedan los tercetos y ésos pertenecen por entero a Ballagas.
¿Cómo podía él dejar de ser él y
solo él y llamar la atención del lector sobre su
tragedia? Una vez más (¡y qué vez, la del hijo!) no
logra Ballagas hacer trizas su copa de escanciar la tragedia; por el
contrario, helo aquí hablando de sí mismo; es como ese
huésped inoportuno que viene a turbar la alegría de la
fiesta. Todo perfecto, él se ha perpetuado, está salvado
pero... queda algo en la sombra, no todo es luz; su sombra es mayor que
la luz de su hijo, y el hijo termina por desaparecer en el negro embudo
del padre:
Porque toda la luz que de esta zona
alumbra los contornos de mi vida
pide maciza forma de corona.
A tiempo que al huir desvanecida
en aguas primerizas se sazona
y a su pasar y a su pesar olvida.
Aclaremos un poco más; evitémosle al poeta una
posición demoníaca – seductora pero falsa. Ballagas tiene
este hijo de buena fe, lo engendra en tanto que padre, le depara una
alegría vivísima y no es, en modo alguno, un tour de
force. Ahora bien, lo que falla en todo esto es que ese hijo no
logra
borrar su sentimiento de pecado. Recordemos la célebre estrofa
del soneto que Verlaine dedicara a Rimbaud:
Quel Ange dur ainsi me bourre
entre les épaules tandis
Que je m’envole au Paradis?
Para Ballagas es la misma cosa: su luz, que huye y que se desvanece
(luz que él quisiera ver por siempre desvanecida, luz que lo
presenta como “paralizado espejo del ‘yo fui’, ‘yo seré’, ‘yo
soy’...”) para sazonarse en el hijo olvidando pesares, no llega
incontaminada al Paraíso – luz de luces. ¿Y quién
lo ha querido así? ¿Dios, la Sociedad, las Leyes?
¡De ningún modo! Sólo el mismo Ballagas.
En relación con esto hay un poema –
“Psalmo” – (en el que sus críticos amigos no podían,
claro está detenerse) que no es un presentimiento de la esposa y
del hijo que él tendrá mucho más tarde, sino la
absoluta necesidad de esos seres a fin de poder luchar contra su
pecado. La idea fundamental de este poema es la siguiente: tal como yo
soy, “oscuro pasado, débil presente, futuro fracaso...” mi
sangre no podrá hacer otra cosa que “correr doliente, perseguida
por sobre los caminos nocturnos y extraviados pisando arena y vidrios y
espinas de la ira”.
Este “Psalmo”, escrito por esa época en
que Ballagas
había hecho uno o dos intentos de matrimonio, es un formidable
veredicto de plena culpabilidad fallado por un juez inexorable: el
propio Ballagas. Este “Psalmo” es también la contundente pieza
de convicción que el poeta produce verso a verso a fin de
cerrarse todas las salidas y quedar condenado. Un lector ligero
creerá ver en dicho poema la más encendida
negación del ideal “mujer” y del ideal “hijo”. Pero
¡cómo! Si Ballagas clamaba por ellos igual que el
náufrago en medio de las embravecidas olas. En 1937 Ballagas
tiene un noviazgo con una dama de provincia; tres años
más tarde repite la experiencia en La Habana. Por otra parte,
experiencias angustiosas pues ya he dicho que Ballagas llega a la mujer
y al hijo muy diferentemente de lo que lo haría el hombre
heterosexual. Hay en él una lucha planteada con lo que
podría llamarse su “ser biológico”. En este poema
“Psalmo” los dos seres de Ballagas argumentan dolorosamente: el poeta
quiere la paz, quiere un estado regular a través de la mujer y
del hijo, pero su ser biológico lo refuta y, a semejanza de ese
contra ángel de la guarda que todos tenemos, le pinta el
misterio de la mujer con tintas sombrías:
Una mujer de lágrimas y de carne nos busca
apuntando febriles sus dos pezones ciegos:
una mujer, un sexo de niebla y telaraña
– nido y trampa del breve goce que mendigamos.
Dice que una mujer lo busca, y en realidad es él quien busca a
la mujer, y también quien teme encontrarse al cabo con ella. Por
eso es mujer de “lágrimas y carne”; porque él cree que no
podrá cortar el nudo gordiano de su inversión si no se
enfrenta de una vez por todas con la mujer de carne. La busca, y
retrocede horrorizado ante la montaña carnal que representa una
giganta armada de “dos febriles pezones ciegos” que le “apuntan” como
dos pavorosas pistolas. Y la repugnancia llega a su clímax,
mezclada a la idea de salvación que esa mujer significa: su sexo
es “niebla y telaraña”, “nido y trampa”, “vientre donde queda
entrampada nuestra existencia”, “vientre que es brote de flor y semen”,
“vientre como espiga de amargura, rama desnuda, oruga, y
crisálida desierta”.
Por ese entonces – 1937-1938 – Ballagas acaba
de salir, como quien dice, de un amor fracasado con una persona de su
mismo sexo (prefiero expresarme así y no con el método
elusivo de Vitier – “los amantes, sin saberlo, son empujados por el
destino hacia el fatal encuentro” – que provocará burlonas
sonrisas en los amigos y enemigos del poeta). ¿Qué arroja
como saldo final esta experiencia fallida? Refuerza el sentimiento de
autoculpabilidad. Entendámonos: Ballagas no se arrepiente en
modo alguno de su fracaso. Él mismo lo declara valientemente en
“Elegía sin nombre”: “No me avergüenzo de mi gran
fracaso...” Sabe que todo ha quedado engrandecido: Ballagas, el amor
mismo, y hasta la inocua persona que lo despertó. Pero
según Ballagas, ni ese amor ni los sufrimientos que ha deparado
son bastantes para borrar su pecado, por el contrario, la angustia que
le procura este pecado, llevada a un primer plano por el impacto de ese
amor fracasado, es mucho más aguda que la angustia del amor
mismo. Claro, en la exaltación de la pasión, en el
momento de embriaguez, tumulto y fracaso de su amor, este pecado
está como subyacente en ese maelström
pasional, igual que,
tras la herida, la sangre no brota hasta segundos más tarde. Es
en ese preciso momento que escribe “Elegía sin nombre” (del que
no voy a destacar las excelencias porque esas excelencias son
más que sabidas y porque el objeto de este estudio no es el de
su gran lírica), poema en que el grito del amor herido da una
nota más alta – era justo – en el dúo que entonan su amor
y su pecado. Cuando apareció la “Elegía” ciertos
homosexuales de capilla y también ciertos intelectuales de
capilla, creyeron tener a Dios cogido por las barbas. Aquéllos
porque creyeron contar con “canto de guerra”; éstos, con una
“pieza de convicción”. Los primeros decían: “¡Por
fin alguien nos representa!”; los segundos: “Es poesía
‘engagé’, ya el uranismo cubano tiene su profeta...” Y es que
así como la marquesa de Sevigné no puede evitar, a tres
siglos de su muerte, que su nombre sea tomado como marbete de una clase
de galletas, tampoco el artista – ni vivo ni muerto – puede evitar que
la parte más externa de su obra, ésa en apariencia
más sonora y brillante sirva – y eficazmente – a ciertas causas
y a ciertas banderas. Pero hay más todavía: cuando,
pasados diez años de esta pasión desdichada, Ballagas se
casa efectivamente y tiene un hijo, esas “reinas” y esos
“plumíferos”, incapaces de medir la larga agonía que es
una década de escrúpulos de conciencia, convierten el
“crédito” concedido al poeta en “descrédito”, el activo
en pasivo: La “Elegía” resulta demasiado “lacrimosa”,
¡cómo cambian los tiempos: ahora no le queda bien ser
doctrinario, ahora es más cómodo ser padre de familia...!
Dos años después de
“Elegía sin nombre”, Ballagas publica “Nocturno y
elegía”. Estamos en 1938. La batalla con el “Ángel duro”
ha llegado a su clímax. ¿Qué ha querido expresar
Ballagas en este “Nocturno”? Pues ha dicho concretamente:
Yo, el que padece impuro nombre, aquél por el que si alguien
pregunta habrá que decirle lo que se sabe, yo que además
de hombre y de artista, soy también el que dibuja con excreta en
las paredes de los burdeles y los cementerios, frecuento aquella casa
presidida por una sanguijuela. Allí voy con un ramo de lirios a
que me estruje un ángel de alas turbias y pago en monedas su
cansado amor.
Cuando un hombre se decide a jugarse el todo por el todo, demuestra
automáticamente dos cosas: que está acorralado (en este
caso por su “Ángel duro”); y que es preciso denunciar los
manejos de ese Ángel aunque padezcan las santas instituciones.
¿Qué representa, en
última instancia, este “Nocturno”? Un cartel de desafío.
¿A la sociedad? No, a su “Ángel duro”. Y he aquí
una curiosa contradicción: ese “Ángel duro” es nada
más que un fantasma creado por el propio poeta, o para decirlo
en otras palabras: es la magnificación de su pecado. Unos toman
su inversión sexual como un deporte, otros como un mal
necesario, un grupo numeroso la ve clínicamente y desemboca en
la consulta psiquiátrica, es decir que cada homosexual
interpreta su inversión a su manera. Ballagas no podía
escapar a esta ley general; para él su inversión
equivalía al pecado original. Entonces, como ya he dicho, se
dedicó con toda conciencia a ser un personaje de una comedia de
Terencio: el que se atormenta a sí mismo.
Ahora bien, ¿cuál es el saldo de
esto? Un sufrimiento perenne. No lo olvidemos: Ballagas se puso, per
vita, un severo silicio psíquico, el que le causaba
atroces
dolores psíquicos. La tan llevada y traída, mal
interpretada religiosidad del poeta, tiene en esa actitud su verdadera
explicación. ¿Qué hace el pecador que quiere
obtener el perdón de su Dios? No sólo darse golpes de
pecho, no sólo posternarse en el templo. Hace algo más
sólido: expía sus pecados. Ballagas entendía que
él expiaba el suyo humillándose, no tanto ante Dios como
ante sí mismo. No quiero decir que Dios fuera puesto por el
poeta en un segundo plano, pero es que también, a su manera, en
su escala, Ballagas era divino. Él estimaba que esa parte quasi
divina de su ser no podía aceptar los turbios manejos de
la otra
parte. Pero entendámonos: el no aceptarlos no quiere decir en
modo alguno que se los negase a sí mismo. Jamás
pretendió él disociar las dos partes, “Aquí lo
alto, allí lo bajo”. Tenía una que marchar con la otra
tal dos hermanos siameses que, detestándose, no pudiesen
despegarse. Por eso cuando en el “Nocturno” Ballagas recurre a la
negación para declarar su pecado lo hace, no para escudarse de
la reprobación de su tiempo sino para decirse que la parte de su
ser quasi divina está
en abierta pugna con la parte de su ser
definida en “eso” que dibuja un dedo con excreta en las paredes de los
burdeles y los cementerios.
Esta lucha llegó a convertirse en una
obsesión. La lucha es terrible, porque paralelamente a la
búsqueda del antídoto, la parte enferma seguía
haciendo de las suyas. La náusea alcanzó su punto alto
cuando Ballagas fue tocado por las flechas del amor. Este “gran
fracaso” acabó de abrir el abismo a sus pies y le impidió
salir fuera de sí mismo, le impidió saber que en el mundo
hay otros seres y otras realidades. Terminó por inmovilizarlo.
Esa fijación ha sido descrita minuciosamente en el poema
“Retrato”. Alguien allí está condenado a mirarse minuto a
minuto en el espejo de sí mismo. “No podré ser” sino lo
que soy y lo que soy es detestable. No tengo “ni ventana, ni flor ni
libro en que apoyarme”. Nadie sino yo que “clame por mí (mi
eterno amigo único) pronto a pedir socorro de mí mismo.
Pronto a llamarme: ¡Emilio!”
Me adelanto a las objeciones: y la esposa, el
hijo ¿no son otros seres y otras realidades? Sí, es
cierto, pero en tanto que resultados formales, esas realidades no
lograron suprimir la que él consideraba su dolencia. Permitidme,
fueron tubos de ensayo que no lograron sacar a Ballagas de su cerco de
hierro. He aquí una de las muchas contradicciones que nos ofrece
la vida: él no podía salir de sí mismo
experimentando primero con otras realidades, sino que antes
tenía que experimentar con la realidad de sí mismo, es
decir, inmunizarse con su propio veneno. Y no pudo efectuar nunca esta
autocuración, pues hizo de su inversión una
montaña y, en definitiva, quedóse metido en sí
mismo, sin salida posible.
Textualmente. Vamos a ver cómo este
veneno se va haciendo
más insidioso y potente. Ya la tormenta del amor fracasado queda
lejos; estamos a cinco años de esos días aciagos (1937),
a tres de la publicación de Sabor
eterno (1939). ¿Todo ha
quedado dicho en ese libro que es como la nostalgia de una patria
perdida? ¿En este confesional quedan dichas todas las dudas,
todos los terrores? ¿Será posible seguir
señalándose con el dedo? ¿Todavía se es
pecador? ¿Ese “Ángel duro” cabalga siempre en sus
espaldas?
De pronto, en 1942, Ballagas publica en la
revista Cuadernos Americanos
un magnífico poema titulado
“Declara que cosa sea Amor”. Este poema, es una variante de “Nocturno y
elegía”, y utiliza el mismo procedimiento: poner en evidencia lo
pecaminoso a través de la negación, revela que las cosas
continúan como en el principio. Pero el veneno se ha hecho
más insidioso y potente; este problematizador de su pecado
redobla sus tormentos. Ahora, además del amor airado se
hablará del verdadero amor, como si el poeta se complaciera en
medir la distancia infranqueable entre uno y otro. Ya desde los
primeros versos el contraste se deja ver abiertamente:
Porque el amor no es cosa triste
sino la luz, la luz hasta cegarnos
en otra luz en que la sangre danza
levantada en las velas más veloces
o en flamígeras alas,
sobre la entera tierra enamorada.
Vertido al lenguaje llano, Ballagas dice que el amor es cosa triste.
Esta declaración – realidad que él vive – anula el
subsiguiente movimiento retórico – realidad que quisiera apresar
y se le escapa. De pronto el potente e insidioso veneno actúa
rápidamente y el envenenado comienza a retorcerse por el dolor
de sus entrañas:
Esto debiera ser y no lo otro.
Porque el amor no es esa cosa triste,
ese escuálido aullido
de famélicos lobos extraviados
o de perros
aprendices de lobos.
Esa carpa difunta, viscosa, irrespirable
pesadamente muerta entre las moscas,
manchada por la tierra de la orilla.
No es este dolor sucio de los días
en que resbala lenta la llovizna
igual que un lloro de pupilas ciegas,
ciegas pupilas, purulentas llagas,
muñón sanguinolento de miradas,
donde la luz se encharca o donde en vano
llaman golpeando el sol, las rosas, los colores...
(Ojos deshabitados de la gloria, ojos sin luz como
las almas húmedas,
que juegan al amor y lo profano.)
No, no es esa llovizna
que pone telarañas, polvo agrio en el aire
y un lodo apenas lodo en los zapatos;
agua manchada que no llega a cieno.
(Una avispa cruzada en la garganta.)
Aquí la copa de escanciar la tragedia es apurada hasta las
heces. Estamos bien lejos de “Elegía sin nombre” y de “Nocturno
y elegía’". Aquí tocamos el fondo del abismo. En este
poema la obsesión del pecado es sobrecogedora, con la
particularidad de que la parte contrastante del amor noble torna
más sombrías las tintas del amor impuro. Además,
la tensión poética afloja, el furor sagrado se hace mero
discurso en los remansos de las amables convenciones de este canto;
allí se afirma con reiteración, se lucha por convencer de
la bondad del amor noble, y esas protestas nos dejan fríos:
Porque el amor es esto, es esto, es esto:
la luz gloriosa sobre las santas bestias de la tierra,
un pájaro que pica una fruta madura
hiriéndola de gozo, penetrándola
del dulcísimo canto silencioso,
del leve pico azucarado.
Porque el amor es himeneo. Es canto;
voz perpendicular de cielo a cielo;
la horizontal del lecho, las cámaras nupciales
tibiamente alumbradas por los besos;
arpas de fuego, cítaras de agua.
Y en medio de su pueblo
el Señor convirtiendo el agua en vino.
Que es esto y no es aque!lo. Es una rosa
dormida entre los dientes...
“El amor es esto, esto, esto... no es lo otro, esto y no aquello, es
otra cosa, ¿cómo diré que sea? ¿Cómo
será? ¿Lo habré olvidado? ¿No lo supe
nunca?” Lo vemos golpearse contra las paredes, está frente al
muro, y a medida que el dolor se va haciendo más intolerable la
lucidez se va también haciendo más implacable:
Porque el amor. Muy pocos lo sabemos;
todos creen que lo saben. ¡Nadie sabe!
Es esto y no un silbido de serpiente podrida
con un perro de opio en la mirada.
No es el vaho asqueroso en la mirilla;
torvo celestinaje de entresuelo
donde oficia una larva destruida,
llanto de velón triste que en su propia
lascivia se consume,
llanto de grifo roto
y comadrejas que del sol se esconden.
No, no es eso, no es eso, pasadizos
oscuros por las ratas frecuentados.
Porque el amor no es esa cosa inmunda
de carne opaca y afilados dientes,
de mágica mentira y flor de trapo
pavoneándose en un tallo de alambre.
No es esa piedra falsa, esa vidriosa
solicitud de baba o de ceniza.
Porque el amor no es un resuello impuro
detrás de una cortina envenenada.
Torpe moneda, alacranado labio;
bruja y raposa a un tiempo.
Un árbol de miseria y escondrijo
cuaja esos frutos y los alimenta
de su sabor a lepra y cojín viejo.
¡Aves del cielo y hombres de la tierra!
Cruzad lejos del odio de sus ramas;
no abrevéis en la fuente de vitriolo
que corre bajo de su tronco negro.
Toda la atmósfera densa, irrespirable del “Nocturno” es llevada
en este poema de 1942 a su grado de rarificación: el ogro, la
sanguijuela, la oscura perdiz, el ángel de alas turbias, vuelven
a aparecer bajo la especie de famélicos lobos, perros aprendices
de lobos, carpa difunta, moscas, avispa en la garganta, serpiente
podrida, larva destruida, comadrejas y ratas, carne opaca, raposa,
bruja, piedra falsa...
Ante cuadro tan canallesco el lector se
preguntará: ¿es que el poeta descendió tan bajo?
¿Entre 1938 y 1942 bajó más peldaños? La
verdad es que él creía haberlos bajado todos, y en
realidad no bajó ninguno. Exacto que conoció ciertos
ambientes y afrontó ciertas situaciones, que conoció a
esa gente que es preciso conocer para purificarse. Mas,
¿cómo entraba y salía Ballagas de esos ambientes,
situaciones y personas? Con la muerte en el alma, como un placer que ha
fallado de antemano, como un veneno oculto en una grajea azucarada, en
una palabra, a título de penitente. Y hay más: se negaba
con firmeza a tomar todo eso como un deporte, un mal necesario o un
caso clínico. Ballagas no ignoraba que cualquiera de esas
actitudes podría resultar cómoda, y lo dejaban
frío; o pensaba de ellas que, en efecto, podían ser
cómodas de una cierta manera, y no alcanzaban a serlo
en un
sentido más profundo.
No es un azar si este poema, dividido en
cuatro partes, se ocupa en la última del amor a Dios, visto a la
luz característica de quien se considera un pecador. En estos
pocos versos finales la desesperación es, si cabe, más
tensa que en las dos partes que tratan del amor envilecido y
prostituido. Aquí se toca en la última puerta en que se
puede llamar, y esperamos que Dios, en su infinita bondad, ha de
abrirla. Por este lado estamos asegurados, pero ¿seguiremos
sintiendo el peso del “Ángel duro” sobre nuestras espaldas,
camino del paraíso? ¿Dios le dejaba este lastre de culpa
edificante hasta recibirlo en su santo seno?
Ballagas no era gazmoño, un alma
cándida que nada más es cándida. Él se
sabía de memoria su parte endemoniada y se angustiaba con la
idea de tener que ser llevado al paraíso por semejante cochero.
En estos versos finales dice a Dios sin ambages que aunque el Amor es
Dios, también hay el Amor que es “Muerte y Razón de
Muerte y muerte sin razón hasta la muerte... Amor, Amor
hundiéndose en la muerte”.
Ahora bien, en esta lucha con el “Ángel
duro” los progresos son notables. Si damos vuelta atrás a las
páginas de su obra, nos vamos a encontrar con un soneto que
cierra el libro Sabor eterno.
Es “Soneto sin palabras". En él se
ve fácilmente que el “Ángel duro” lleva la mejor parte en
la lucha; allí no cuenta Dios, ni la salvación, ni la
esperanza. En ese momento Ballagas dice claramente que él es
sólo un “Ángel caído”:
Ya sólo soy la sombra de tu ausencia,
una oscura mitad que se acostumbra;
dulce granada abierta en la penumbra,
madura a tu rigor. Sorda existencia.
Desmayado vivir, ciega obediencia
que la memoria de tu voz alumbra.
Pupila fiel; ojo que no vislumbra
su cielo. ¡Ángel caído a tu sentencia!
Desterrado de asombros y colores
beso mi cicatriz y la humedezco
en salobres cristales lloradores.
Me aclimata al olvido que padezco.
Y a los agudos garfios heridores
la inútil, apagada carne ofrezco.
A sólo tres años de su muerte y por un largo proceso de
decantación, Ballagas tiene armado un sólido edificio
espiritual. En 1951 gana el Premio Nacional de Poesía con un
libro que titula Cielo en rehenes.
Quiero aclarar que muchos de los
sonetos de este libro han sido escritos entre 1941 y 1951. Por ejemplo,
el soneto llamado “En la muerte de un poeta” (el poeta es Federico
García Lorca) fue escrito hacia 1941 o quizás antes. Hago
estas aclaraciones porque en este libro – en el que pone su alma a
libre plática con Dios – hay también varias partes que
nos informan de los pasos fatigosos hacia la Gracia (me refiero a la
nombrada “Cielo sombrío”). De esta sección hay dos
sonetos – “Soneto sombrío” e “Invitación a la Muerte” –
en los que el peso de la culpa, el demonio del pecado lleva la voz
cantante.
Un solitario espejo, un dios caído,
una máscara presa en su agonía;
una paloma de melancolía.
¿En la pared un lábaro vencido?
¿Quién pone esa tiniebla en mi gemido?
¿Quién con la uña de una lezna fría
sobre mi corazón traza una estría
dejando en carne viva su latido?
¿No callar el lamento que me eriza?
¿No habrá quien apostrofe el firmamento
por dar tregua a esta lluvia de ceniza?
Dejad que llore de remordimiento
mi roto arcángel en la luz plomiza.
¡Quizá se me haga familiar su acento!
¡Al fin ha terminado por decirlo! Tiene remordimientos, y por
tenerlos, llora. Y si consigue que ese llanto se le haga familiar
podrá utilizarlo como el pulido escudo de Perseo. En el soneto
“Invitación a la Muerte” termina por encontrarlo. Ahora el
remordimiento, no osando dirigirse abiertamente a Dios, toma por
intermediaria a la muerte, vista como salvación,
permítaseme, como “desinfectante”:
Apaga, Muerte, esta indecisa llama
de aletear tembloroso de falena
y por sobre mi frente al fin serena
la luz tranquila y la desnuda rama.
Que si yo ardí, querer que se derrama
en mentira carnal y estéril vena,
por la verdad en tu reloj de arena
soy ora la humillada voz que clama.
Busca en mi sangre la raíz dolida
donde la espada de tu arcángel, fiera
divide el alma de su tosco velo.
Sea la mejor parte conducida
de oscura cárcel a la luz duradera,
que el que pierde la tierra, gana el cielo.
Ballagas conoce palmo a palmo el terreno que pisa: sabe que el cielo
está afín por ganar, y sabe que perder la tierra es tan
trágico como perder el cielo. Este soneto es como la
línea divisoria entre el alma y el cuerpo de Ballagas, entre su
“Ángel duro” y la Gracia. ¡Cuántas cosas quedan
atrás o, al menos, existe la aspiración de dejarlas
lejos! ¡Y cuántas otras se adelantan a ocupar un lugar
preeminente! Pero no cometamos el error de ciertos críticos de
entusiasmarnos con la virtud, a la que pronto veremos rodar impetuosa
como bola de nieve... Verdad que Ballagas buscó la Gracia (en
cierta medida la encontró), y la buscó sin dejar de lado
que la buscaba en función de lo que él consideraba su
pecado. La Gracia se buscaba como esa búsqueda afanosa que
hacemos tratando de encontrar un medicamento más enérgico
que el mal que nos mina; una Gracia y un Pecado planteados en
términos de San Jorge y el Dragón.
Esto lo veremos reflejado en dos sonetos de la
última parte de Cielo en
rehenes (la que lleva por
subtítulo “Cielo invocado”). En dichos sonetos, Ballagas ya
está en posesión de un arma eficaz para luchar con su
pecado. No olvidemos que hasta la última parte de su vida no
puede hacer otra cosa que lamentarse de su suerte; hasta que Dios no lo
mira, Ballagas sólo puede mirarse a sí mismo como una
“pregunta que espera ya por siempre la respuesta”. Lo trágico de
todo esto es que la respuesta se encuentra cuando el poeta está
a dos dedos de la muerte, tal como si el precio de esa respuesta fuera
morir. Pero lo cierto es que Ballagas fue encontrando poco a poco el
sentido de sí mismo. Por eso, al comienzo de este trabajo, he
dicho que la obra de este poeta no era otra cosa que “un largo y
reiterado De Profundis del
cual quizá habría salido
victorioso de no haber muerto tan joven”. En estos sonetos de “Cielo
invocado” (“La voz penitencial” y “Soneto agonizante”) el “Ángel
duro” está presente, pero ya el poeta no lo ve como la
única fuerza que gravita sobre su vida; ahora hay una confianza,
una esperanza puesta en algo, o por lo menos, Ballagas ha realizado una
hazaña: ha encontrado el modo de interpretar su pecado, de darle
un sentido más alto.
Cuando en el río helado del espejo
vierto la soledad de mi figura,
miro cómo afanosa mi criatura
se quiere desprender del hombre viejo.
Es la batalla en que sin miedo dejo,
estremecido por la quemadura,
mi piel, la ensombrecida vestidura
de la serpiente antigua que reflejo.
Pero no es esta imagen lo que historio
ni un ajeno temblor de luz ganada,
sino la brasa de mi purgatorio.
Y si miro mi angustia desdoblada,
mi alma es indivisible territorio:
la plaza fuerte por mi Dios sitiada.
He aquí dos proposiciones que no habíamos visto
enunciadas en su obra. Así dice que “no es su imagen lo que
historia” y sí “la brasa de su purgatorio”. En realidad, la
sigue “historiando” porque lo acaba de hacer en el primer cuarteto,
pero no está desacertado al decir que no la historia porque el
objeto principal de su canto no es su imagen sino “la brasa de su
purgatorio”, es decir, lo que Dios puede recibir como prenda de fe. La
solución está en el terceto final: su angustia se ha
desdoblado – de una parte, el eterno “Ángel duro”, y de la otra,
su alma, que es territorio indivisible sitiado por Dios. Hay en todo
esto lo que se llama un equilibrio de fuerzas.
En “Soneto agonizante” el equilibrio se
mantiene, y digamos de paso, que Ballagas no alcanzó a ver
cuál de esas dos fuerzas sería la victoriosa.
Presumiblemente, la Gracia hubiera terminado por domeñar a su
“Ángel duro”; todo se conjuraba para ello, pero lo cierto es que
el poeta muere con la sensación de que el “Ángel duro”
cabalga siempre en sus espaldas aunque él vaya camino del
paraíso. Por eso digo que el equilibrio se mantiene en este
soneto: dos cuartetos para el “Ángel duro”, dos tercetos para
Dios (tercetos para Dios que llevan la ventaja de la esperanza):
¡Ah, cuándo vendrás, cuándo, hora adorable
entre todas, dulzura de mi encía,
en que me harte tu presencia. Envía
reflejo, resplandor al miserable!
En tanto que no acudas con tu sable
a cortar este nudo de agonía,
no habrá tranquila paz en la sombría
tienda movida al viento inconsolable.
Luz Increada, alegra la soturna
húmeda soledad del calabozo:
desata tu nupcial águila diurna.
Penetra hasta el secreto de mi pozo.
Mano implacable... Adéntrate en la urna:
remueve, vivifica, espesa el gozo.
Poco queda por decir. Ballagas murió no mucho después que
estos sonetos fueran escritos. No hizo nada importante después
de Cielo en rehenes. Queda,
dicen, una correspondencia mantenida con su
confesor, el padre franciscano reverendo Biain, que me parece
sería interesante publicar para ayudar al conocimiento de su
personalidad. ¿Y en cuanto a nuestras fuentes? Pues muy
sencillas: la larga amistad sin reservas de ninguna clase con el poeta,
y la parte autobiográfica de su obra. En ese terreno nos hemos
movido. Por eso, aunque los sensitivos queden escandalizados (no
sé verdaderamente por qué ni de qué se
escandalizan) nosotros decidimos contar la verdadera vida de Ballagas y
no la que otros preferirían regalarle, con lo cual le
harían un flaco servicio. Yo le debía el homenaje que
todo artista, vivo por el momento, rinde al artista desaparecido. El
mío, si no me equivoco, ha consistido en contar su vida tal como
él me la contó por largos años. Haciéndolo
así lo he salvado de un gran ridículo.
* Obra poética de
Emilio Ballagas, prólogo de Cintio
Vitier, La Habana, 1955, p. VIII.
1955
Permanencia
de Ballagas
Virgilio Piñera
Tratemos de establecer lo que significa Ballagas en la poesía
cuana. Creo que a Ballagas se podría aplicar – sin que tenga
nece-sidad de intercalar la aclaración “salvando las distancias”
– la frase de Hugo sobre Baudelaire: “C’est un frisson nouveau...” No
encuentro mejor definición, captación más
efectiva, que esa frase corta, precisa, concluyente de Hugo, y, por
supuesto, plenamente confirmada.
Ballagas se ubica en esa fila de los
“pequeños grandes poetas”. En un ensayo, Edmund Wilson se
refiere a los minor writers.
Sería error traducir el
término por escritores menores. Se trata más bien de
pequeños grandes escritores.
Por último, Ballagas tiene un lugar
destacado en la poesía latinoamericana.
Cuando
nuestro poeta publicó su primer libro de versos – Júbilo y fuga –
ciertamente La Habana no se “alborotó”.
Un joven poeta de Camagüey llegaba a la capital con su librito de
versos bajo el brazo. (De paso diré que este fenómeno del
joven de provincia con su librito bajo el brazo, es toda una
“constante” y resultaría muy divertido hacer una
estadística.) En ese librito – que no es despreciable pero que
al mismo tiempo no es apreciable – Ballagas se limitaba (creo que es el
verbo exacto por cuanto nos deja ver que el poeta sería capaz de
desbordarse) a jugar con las palabras. ¡Y cómo se
divirtió Emilio escribiéndolo, y cuánta
pasión de juego puso en él! Es un jugueteo constante
desde la primera página a la última: el “viento de la luz
de junio” se mezcla caprichosamente con las naranjas, “que se mecen en
las frondas como sorpresas redondas”. Y el clímax lúdico,
su exasperación, alcanza su punto alto en el poema “La
jícara”. Ha sido tan dicho y redicho, ha servido a tanto
recitador – excelente, mediocre o infame – que no tengo necesidad de
refrescar la memoria al lector. En suma, todo parecía anunciar
que tendríamos un poeta más, nada sobresaliente, con
“audacias verbales” procedentes de la firma Brull, con resabios del
primer (y nunca segundo, tercero o cuarto) Florit, y claro está,
con las hipóstasis obligadas de programa de los poetas franceses
de ese momento y de antes de ese momento.
Conviene aquí detenerse siquiera un
instante en la poesía
cubana que se hacía por ese entonces. ¿Qué
teníamos de “activo” poético? En verdad, nada de que
pasmarse: poetas discretos que estaban bien, que podían ser
leídos sin tirar el libro, pero tan sólo eso. Estoy
tratando de limar asperezas pero no queda más remedio que
decirlo de una vez: no contábamos, desde la desaparición
de Casal, con ningún otro pequeño gran poeta. Sin duda,
estaba Rubén Martínez Villena – caso mayor en nuestra
poesía – pero la maldita tisis iba a interponerse entre
él y su obra. ¿Qué quedaba entonces? ¿Los
poetas coetáneos de Rubén? El tiempo nos permite una
perspectiva segura de María Villar Buceta, Ramón Rubiera,
Regino Pedroso, Juan Marinello, Rafael Esténger, Enrique Serpa,
de Andrés Núñez Olano (este último tuvo la
valentía de decirme hace poco que había decidido dejar la
poesía porque llegar a imitar a Valéry a la
perfección no bastaba).
Por fin Ballagas conoce en La Habana a los
poetas llamados de la Revista de
Avance. Entre ellos estaba la potencia
enemiga, Eugenio Florit, poeta del cual todos esperaban todo, y del
cual ya se hablaba, sotto-voce
en el sentido de tener en muy breve
tiempo a un gran poeta. Naturalmente, Ballagas se hace amigo de Florit,
por el momento es su discípulo y rendido admirador en espera de
salirle al frente y ver quién canta más alto.
En este punto hagamos un paréntesis. En
arte quien no se arriesga no cruza la mar. Es un lugar común,
pero de vez en cuando conviene echar mano a los lugares comunes. Y se
lo aplico a Florit. Él perfeccionó una forma (esto es
positivo) pero no fue más allá. Se instaló en la
misma, y semejante a esos amanuenses que nos hacen encantadoras figuras
con una pelota de arcilla, la cual forman y deforman a voluntad, su
expresión poética siguió siendo la misma de los
comienzos. A esto se llama regodeo, y el alma pedía otra cosa.
Aclaremos: no es posible que la pedrería vaya por un lado y el
alma por el otro. Florit se hacía cada vez más lujoso,
más estatuario, marmóreo y perfecto, y todo eso en
detrimento de unas furias que inútilmente pugnaban dentro de
él por dar los grandes gritos. Pasados treinta años, uno
dice: ¿Y dónde está el hombre en estos versos?
¿Por qué me suenan falsos? Cierto que han alcanzado una
rara perfección, no menos cierto que la sensibilidad ha tocado
aquí una de sus cuerdas mejores, pero, con todo, no logro
escuchar los gritos, han sido acolchados – acolchados por la belleza
formal –, y de gritos se han convertido en suspiros, y en suspiros
quintaesenciados. No se advierte el menor rastro de los efectos
devastadores de una pasión, y si ella azotó una vida, el
autor la sometió a una alquimia absoluta: de la misma
sólo aspiramos su perfume pero no sus miasmas.
Después de coquetear con la
poesía de Florit y hasta imitarla un poco; aun cuando
seguía afirmando que Florit era nuestro gran poeta, Ballagas se
apartó bruscamente de todo eso. En 1936 (año en que lo
conocí) hizo una visita a Camagüey, donde yo
residía. Una noche, después de cenar en casa, yo le
mostré un poema, tal vez muy alambicado, muy hecho. Dando golpes
en su pierna con el papel, me dijo con inesperada vehemencia: “Pero,
aquí, ¿dónde estás tú, Virgilio?”
Entonces me habló de su poema “Elegía sin nombre”,
insistiendo todo el tiempo que en él había puesto su
cuerpo y su alma. De pronto citó, muy emocionado, el verso final
de un soneto de Sor Juana: “Mi corazón deshecho entre tus
manos...” Pasó un año y medio. Yo me fui a vivir a La
Habana para empezar mis estudios universitarios. Un día nos
encontramos, y cuando volvimos a vernos fue para entregarme
“Elegía sin nombre”. Entonces me dijo, mientras me lo dedicaba:
“Ahora estoy bien metido en el sufrimiento.” Y añadió:
“Si cuando ya no exista a alguien se le ocurre escribir sobre mí
por lo menos no me echarán en cara el sufrimiento.”
Con ese poema (con los demás que
siguieron) Ballagas comunicó a la poesía cubana ese frisson nouveau de que
hablaba al principio. No sería excesivo
ni tampoco desatinado afirmar que La Habana entera se sobresaltó
y se conmovió con la “Elegía”. El lector puede imaginar
en este punto el número de poemas que a diario ven la luz
pública o cualquier otra clase de luces, y consecuentemente
también puede imaginar su poca o ninguna resonancia. El
público puede hacerse lenguas fácilmente de una obra de
teatro, de una canción, pero ¿de un poema? No es tan
fácil. Cuando digo La Habana entera, se comprenderá que
hablo de las cien personas que en esta ciudad tienen algo que ver con
la poesía; pero aun así no es cosa frecuente que un poema
“quede” encajado de manera definitiva, alborote y conmueva.
La “Elegía sin nombre” cumplía
con todos los requisitos para producir este efecto. Para empezar, si el
poema no va más allá del poema su efecto se
perderá poco a poco como círculos concéntricos que
una piedra hace sobre la superficie de las aguas. Por el contrario,
Ballagas lograba que su “Elegía”, propagando más y
más sus ondas, alcanzara las fibras más sensibles de sus
lectores, esas que ya no son puramente poéticas o intelectuales
sino humanas. Con semejante prueba ganábamos para nuestra
poesía ese “nuevo estremecimiento”, que Ballagas, en poemas
subsiguientes enriqueció más todavía. Y es
así que para 1939 (año de la publicación de Sabor
eterno) ya Ballagas es un poeta “distinto” entre nuestros
poetas: acaso
éstos sean más perfectos, más modernos, más
“intelectuales”, pero Emilio les llevaba la ventaja de haberse quemado,
de haber atravesado, de extremo a extremo, ese infierno privado que un
alma, en la tierra, suele, en muchas ocasiones, fabricarse. Y como
decía, ese infierno era el resultado del sufrimiento. Y era
también un precio elevado que se pagaba. ¿Quién no
recuerda los versos de Baudelaire en “Bénédiction”:
“¡Soyez béni, mon Dieu, qui donnez la souffrance/Comme un
divin rémede a nos impuretés / Et comme la meilleure et
la plus pure essence / Qui prépare les forts aux saintes
voluptés!”
Ahora bien, Ballagas, instaurando este frisson
nouveau en nuestra poesía se iba haciendo por efecto del
mismo
ese pequeño gran poeta, que al principio de esta nota hube de
señalar. ¿Y por qué pequeño gran poeta?
Aquí una vez más la muerte nos juega su mala pasada. Es
sabido que en varias ocasiones, cuando esperábamos mucho de
algunos de nuestros mejores poetas, la muerte ha venido a interponerse:
la muerte se llevó (no hay otra expresión a pesar de su
brutalidad) a Casal, a Martí, a Martínez Villena, a
René López, a Zenea, a uno de los hermanos Urbach. Aparte
de la pérdida irreparable, queda esa otra cuestión de
mayor importancia para cualquier historia literaria: ¿si no
hubiera sobrevenido esa muerte prematura, acaso lo habrían hecho
mejor? Prefiero pensar que a más años de vida mayores
oportunidades de alcanzar la gran poesía. En el caso de Ballagas
(que muere de cuarenta y siete) todo hacía pensar que su
poesía, con el decursar de los años, llegaría,
según gustan de decir los profesores de literatura, a ese grado
de madurez en que uno es, resueltamente (como cuando se asalta a
alguien en un camino) un altísimo poeta. Pero como
tenemos que conformarnos con lo que Ballagas alcanzó – y lo que
alcanzó no había trascendido aún los
límites de su historia particular y privada – es por lo que le
damos ese calificativo (muy alto, por cierto) de pequeño gran
poeta. Y conste que en la historia de nuestras letras los
pequeños grandes poetas se pueden contar con los dedos de una
mano.
Y esto puede extenderse a toda nuestra
América. Si no me equivoco, en el prólogo a la Antología de poetas
argentinos, Borges dice: “Al contrario de
nuestros hermanos del norte (cito de memoria) los sudamericanos no
hemos producido todavía un Poe, un Melville, un Whitman...”
Latinoamérica, me parece que con la excepción de Neruda,
ha producido hasta ahora esos admirables, milagrosos pequeños
grandes poetas: Vallejo, Huidobro, Octavio Paz, Lezama, Guillén.
A su vez, Ballagas, con pleno derecho, forma en esa
constelación, y a cada día que pasa, sus poemas son
más leídos y su resonancia se va haciendo cada vez
más sonora. Leyéndolo, un amigo en Buenos Aires me
decía: “Pero, che, ustedes los cubanos son macanudos: tienen a
Ballagas y no se dan cuenta.” Claro, él como recién se
asombraba quería que también nosotros no
saliéramos de nuestro asombro. Y es por eso que, no pudiendo ya
asombrarnos, nos sintamos en cambio conmovidos.
1959
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