El funámbulo y el payaso. Sobre la risa en Friedrich Nietzsche y María Zambrano
Elena Laurenzi, Università di Firenze
¡Tal vez aún existe un futuro para la risa!
F. Nietzsche
La inversión de una antigua escena
El ensayo de María Zambrano “El payaso y la filosofía” introduce la imagen del viejo payaso Grok haciendo sonreír a una “multitud inmensa” en un Madrid “ya angustiado, y en ese período más angustioso aún que la postguerra, que es la preguerra”. La evocación de aquella sonrisa de meditación y recogimiento que el viejo clown sabía suscitar en gente “de todas las edades y clases sociales”, da paso a la siguiente reflexión en la que Zambrano establece un paralelismo entre el payaso y el filósofo:
El payaso mimetiza desde siempre y con éxito infalible el acto de pensar, con todo lo que el pensamiento comporta: la vacilación, la duda, la aparente indecisión. El alejamiento de la circunstancia inmediata, esa que imanta a los hombres [...]. Mimetiza esa peculiar situación del que piensa que parece estar en otro mundo, moverse en otro espacio libre y vacío. Y de ahí el equívoco, y aun el drama. El hombre que piensa comienza por alejarse, más bien por retirarse como él que mira, para ver mejor. Crea una distancia nueva y otro espacio, sin dejar por eso de estar dentro del espacio de todos. Para ver lo que está lejos o detrás, oculto, deja de prestar atención a lo que inmediatamente le rodea; por eso tropieza con ello. Y como se mueve en busca de lo que no está a la vista, parece no tener dirección fija, y como su camino es búsqueda, parece vacilar. El payaso realiza la mímica de esta situación en forma poética y plástica, o más bien musical; la hace visible cuanto es permitido (Zambrano, “El payaso y la filosofía”, 118-119).
Esta representación del payaso como metáfora del filósofo, que tropieza con lo cercano para ver lo que está lejos, contiene una implícita referencia a la escena de Tales y la muchacha de Tracia, que Platón describe en el Teeteto: “[Tales], cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía” (Platón, Teeteto, 174a).
El episodio tiene un carácter fundacional. En un conocido ensayo La risa de la muchacha de Tracia, Hans Blumemberg lo coloca en el origen de su “protohistoria de la teoría”, y observa que, a lo largo de la historia de la filosofía occidental, no cesan de reproducirse variaciones de la misma escena, en un auténtico “torrente” de afirmaciones, doctrinas y escuelas: “un movimiento en la historia que va arrojando productos incesantemente. Y que siempre vuelve al enfoque, acuñado un día, del theoros, del espectador del mundo y de las cosas [, de] la rareza del espectador nocturno del mundo y su choque con la realidad, que se refleja en la risa de la espectadora del espectador. [...] El encuentro entre el protofilósofo y la criada tracia [...] llegó a ser la prefiguración más duradera de todas las tensiones y malentendidos entre el mundo de la vida y la teoría” (Blumemberg, 9 - 10, 18).
En la escena, Platón sintetiza el choque entre dos mundos – entre dos maneras de estar en el mundo – y entre dos conceptos diferentes de la realidad: el del filósofo (o del teórico), y el del hombre corriente, representado por una mujer, además sirvienta y perteneciente a un pueblo colonizado. La tensión entre los dos protagonistas – la insensatez de uno a los ojos del otro – tiene su desenlace en la mofa de la muchacha que enfatiza el efecto ridículo del contraste. Sin embargo, subraya Blumemberg, la incomprensión mutua puede asumir tanto la apariencia de ridiculez como “el carácter efectivo de la muerte” (23). Cuando Platón escribió el diálogo, de hecho, Sócrates había sido condenado por la polis, y su figura toma relieve tras la representación anecdótica del “protofilósofo” Tales. La rareza del filósofo roza, pues, el límite de lo trágico, y lo que se anuncia en la risotada que le persigue acaba con facilidad en el odio.
El argumento de la escena platónica tiene por lo tanto una doble vertiente: por un lado trata de la distancia entre el mundo de las ideas en el que se mueve el filósofo y la realidad material de las cosas, por la que el filósofo pierde el realismo de la vida radicalmente. Por otro lado, indica la consecuente falta de socialización del filósofo, su alejamiento de las obligaciones comunes, su condición de extranjero en la comunidad y, asimismo, el recelo que le rodea, su carácter sospechoso a los ojos de los demás.
En su ensayo, María Zambrano hace referencia a esta problemática socialización del filósofo: “Ante los ojos de la multitud – escribe – nadie más parecido a un imbécil que un hombre que está pensando” (Zambrano, “El payaso y la filosofía”, 119). Asimismo, anota las reacciones hostiles que suele desatar este ‘ser’ que no resulta adaptado al medio: la “risa burda en los que sólo sienten halagado su instinto elemental”; o la “impaciencia consuetudinaria” de quienes no entienden la gratuidad de su gesto pensante y consideran que “esto no sirve para nada”; o finalmente, la sospecha frente a su “moverse en otro espacio libre y vacío”, y un recelo que puede originar “el equívoco, y aun el drama” (118).
Los paralelismos entre la escena zambraniana y la platónica subrayan, sin embargo, las diferencias, pues resulta evidente que en el ensayo de María Zambrano la situación está trastornada, casi en una irreverente inversión. La risa ya no aparece como una manifestación de burla dirigida en contra del filósofo y una sanción de su irremediable distancia de la gente (la “multitud”). El filósofo – o la filósofa, en este caso – asume el desafío lanzado a la especulación filosófica por la risa, y se apodera de ella. No se somete a la risa con actitud impotente y resignada, sino de forma activa, protagonista. Y la risa de la gente aparece como un movimiento del espíritu que no aniquila el pensamiento, sino que, al contrario, lo sustenta, lo acompaña, e incluso lo suscita.
Es preciso subrayar, como añadido, que el lado cómico del filósofo se exhibe en la humilde carpa de un circo, a través de una figura del arte popular, la del payaso, que en opinión compartida por muchos analistas del humor representaría la forma más infantil del arte cómico, la menos refinada, elaborada y compleja, la menos intelectual. Me refiero, en particular, al ensayo de Henri Bergson Le rire. Essai sur la signification du comique, que María Zambrano posiblemente conocía por lo menos en sus tesis de fondo, pues Bergson fue para ella una lectura constante desde los años universitarios. En su ‘taxonomía’ de las formas de lo cómico, Bergson incluye al payaso en el escalón más bajo como ejemplo paradigmático de lo cómico grosero, en el que se manifestaría lo que el autor considera la esencia misma de lo cómico: la exhibición de lo que en la vida hay de mecánico y automático –“du mécanique plaqué sur le vivant”: "el automatismo instalado en la vida"– (Bergson, 31). Bergson excluye, por lo tanto, el arte cómico de las manifestaciones propiamente artísticas y, para apoyar su tesis, se centra en algunos gestos del payaso –su rebotar como un paquete, su aflojarse como un fantoche – que no parecen derivar de una intención, sino de un automatismo, una especie de “picor interior”. Como si el payaso fuera un cuerpo privado de alma, “una pesada y molesta envoltura, lastre importuno que retiene en la tierra un alma impaciente por dejar el suelo” (44).
La caracterización que propone Zambrano se coloca en una línea opuesta a la de Bergson. Por un lado, Zambrano rescata del arte popular – que es “alimento para todos”, “pan de cada día” – justamente la figura más humilde (el payaso es por definición el marginado, despreciado, burlado) y destaca tanto su función tradicional de desafío al poder, a la razón dominante y al sentido común, como su relación ancestral con lo sagrado.(1) Por otro lado, al presentar al payaso como “una de las formas más profundas de conciencia que el hombre haya alcanzado de sí mismo”, hace hincapié en la levedad, gratuidad y aparente inconsistencia de sus gestos para iluminar su profundo significado filosófico.
Reír la nada
Con anterioridad a María Zambrano, otros filósofos, desde finales del siglo XIX, rompieron con la secular tradición que expulsaba la risa del severo mundo del pensamiento, y la rehabilitaron en la escena filosófica. Desde la modernidad la risa insinúa su poder corrosivo en el corazón de la filosofía, pero es a finales del siglo XIX, y sobre todo en el siglo XX, cuando se torna, para algunos, una dimensión constitutiva de la empresa filosófica. Para autores como Sören Kierkegaard y Friedrich Nietzsche – por citar a dos figuras de referencia para María Zambrano – reír se convierte en gesto pensante, en una dimensión en la que se da (o puede darse) la verdad.(2)
En el ensayo al que nos referimos, y a propósito de la máscara blanca del payaso – este ‘rostro inmóvil’, y al que considera “una de las creaciones más geniales de nuestra cultura de Occidente” – María Zambrano cita el dictum de Nietzsche en Mas allá del bien y del mal: “todo lo profundo necesita una máscara” (40). El significado de la máscara del clown se encuentra precisado en otro ensayo de 1953 dedicado a Charlot: el payaso – argumenta Zambrano – “no incorpora personaje alguno [...,] sale a la pista revestido de una máscara para mejor usar de su alma”. Su máscara neutra se contrapone por lo tanto a las máscaras y a los disfraces exigidos por la vida social, a los cuales sacrificamos, a menudo, “lo mejor de la vida”: “El payaso borra la máscara del hombre social y respetable para que su alma juegue libremente ante el público [...,] blanquea su rostro, lo convierte en un vaciado de la muerte, lo inmoviliza; la muerte está en él; la gran verdad” (“Zambrano, “Charlot o el histrionismo”, 161).
Tanto para la filósofa andaluza como para Nietzsche, la risa no es por lo tanto la antítesis de lo trágico, sino que constituye su envés, su otra cara. La risa brota del dolor, de la conciencia del carácter trágico, efímero de la existencia, del no saber qué se oculta tras la presunción de saber.
En la obra de Nietzsche, la risa aparece como la explosión liberadora tras la llegada al nihilismo filosófico y moral: la revelación de la nada, la falta de fundamento ontológico del ser y del lenguaje, el abismo producido por la muerte de dios. La risa es la expresión afirmativa de un nihilismo dinámico, no ‘reactivo’, que descubre, tras la tragedia, la eterna comedia de la existencia. Frente a los “difamadores de la alegría” – los que “sospechan de toda alegría, como si siempre fuera infantil o trivial y revelara una insensatez” (Nietzsche, Aurora, 253-254) – Nietzsche recupera la risa como una prerrogativa del “espíritu libre”, una herramienta de conocimiento. En la Gaya ciencia – producto de la alianza entre la risa y la sabiduría – la risa aparece como un arma corrosiva para la deconstrucción de las categorías morales y metafísicas, un instrumento de la devaluación de los valores ‘supremos’ y de su “transmutación” (La gaya ciencia 58).
En Zambrano encontramos también una risa filosófica, que mana de la contemplación de la nada. El significado filosófico del gesto del payaso –estrechamente vinculado a su vis cómica –- reside justamente en su inconsistencia, en su indicar “una nada en el aire”:
Es el gesto de Charlot que recoge cuidadosamente una gota de champagne con un dedo en la mano, mientras con la otra está vertiendo el contenido de una botella. El que tropieza con un piano de cola por perseguir un vilano o... una nada en el aire. Un vilano o una mariposa... una nada inapresable, perseguida tenazmente, y que se escapa hasta que, al fin, ya la tiene. Pero ¿qué tiene?: una nada” (“El payaso y la filosofía”, 119).
La libertad del pensamiento – el “espíritu libre”– se manifiesta pues en la risa que surge de la nada, pues esta nada, el cuestionamiento de todo absoluto, es “un símbolo de la verdad y de la libertad, del espíritu [...], de lo que libra al hombre de ser nada más que un manojo de instintos” (119).
La levedad y la gravedad
La actuación del payaso que, al perseguir una nada inasible, hace aparecer, como por arte de magia, las cosas (o la posibilidad de las cosas), parece sintetizar la vocación ‘auroral’ de la filosofía poética de María Zambrano que, en algunos textos, adquiere tonos y matices propios del espíritu dionisíaco de Nietzsche: “El payaso es aquel que danza en honor de un Dios sin ponerle condiciones. Este Dios es Dyonisos, Dios de la risa y del sufrimiento, de la mímica y de la danza expresiva y liberadora; de la danza que hace danzar” (“Charlot o el histrionismo”, 162).
El poder liberador de la risa se asocia, en ambos filósofos, con imágenes de danza y de metamorfosis que sugieren una búsqueda común de levedad como condición del desarrollo de la libertad y del pensamiento. Se trata de apostar al rescate de la realidad de la rigidez de las estructuras conceptuales de la metafísica y de la moral – en las que, en palabras de María Zambrano, las cosas y los seres aparecen “determinados y fijos, aprisionados en una apariencia siempre la misma, a manera de esclavos quienes no se les permite mostrarse más que en una sola figura” – para recuperar el tiempo en el que las cosas danzaban en libertad, “el tiempo de la metamorfosis y de la danza, el tiempo de la gloria de dios” (Zambrano, “Lydia Cabrera, poeta de la metamorfosis”, 130).
Sin embargo, alrededor del tema de la levedad encontramos una primera diferencia fundamental. Para Nietzsche la función de la risa es suprimir la gravedad, el espíritu de pesadez: “No con la cólera, sino con la risa se mata. ¡Adelante. Matemos el espíritu de la pesadez!”, incita Zaratustra, “el ligero”: “a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbujas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de su misma especie” (Así habló Zaratustra 74-5). La dimensión en la que se coloca el filósofo, y en la que experimenta la levedad necesaria para el pensamiento, es la dimensión vertiginosa de la altura. En las “montañas más altas” Zaratustra establece su refugio y su propia “patria”: un nido colgado “en el árbol Futuro”, “vecinos de las águilas, vecinos de la nieve, vecinos del sol”, una dimensión para alcanzar “volando”, donde vivir otro género de vida “de la cual no bebe la chusma” (154 y 153). Aunque proclame repetidamente su “fidelidad a la tierra”, la dimensión en la que se asienta lo coloca lejos del suelo que pisan las gentes comunes, arriba, suspendido en lo alto.
En las primeras páginas del libro encontramos en la figura del funámbulo una representación de esta condición de aislamiento vertical. El funámbulo es una personificación del filósofo que danza sobre el abismo de la nada en equilibrio precario, y que ha hecho del peligro su propio oficio. Su silueta traza, metafóricamente, la vocación propia que Zarathustra atribuye al ser humano: “una cuerda tendida entre el animal y el super-hombre”, “un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar”, un ser en tensión y en transición, “un puente y no una meta” (Así habló Zaratustra, 38 y 39).
Para María Zambrano, la misma vocación humana de ser puente, pasaje, transición, y la misma búsqueda de la ligereza, condición de la metamorfosis y de la transmutación, no excluyen, sino que presuponen el arraigo, la pertenencia a la tierra, la responsabilidad hacia el mundo. La vida humana se estructura en una tensión entre necesidad y esperanza, entre la gravedad que nos vincula a lo existente y la esperanza que es ansia de superación, manifestación de la trascendencia.
Ya en uno de sus primeros ensayos, “Nostalgia de la tierra”, escrito en 1933, al reflexionar críticamente sobre el abstraccionismo de la pintura contemporánea, Zambrano propone un verdadero elogio de la “gravedad” como la dimensión existencial de lo que pertenece a la tierra, “criatura de su suelo”. La gravedad no se contrapone a la ligereza, porque es la fuerza que nos tiene pegados al suelo la que nos permite el crecimiento, el cambio y hasta el vuelo: “es la raíz que uniéndonos a la tierra, nos permite, elástica y flexible, hasta separarnos momentáneamente sin sufrir la angustia del destierro” (“Nostalgia de la tierra”, 19). La negación de la gravedad, por el contrario, provoca la pesadez – la “elefantiasis” – de los espectros y fantasmas generados por la desarraigada conciencia moderna, que se afirma con “el ímpetu de lo que carece de sustancia y de materia”: “Ángeles, fantasmas, saltimbanquis que juegan a serlo, acróbatas, arlequines; saltos ilusorios sobre la tierra para volver a caer pesadamente, sombríamente –los ángeles caídos sufren el castigo de la elefantiasis” (20).
No sabemos si María Zambrano tuvo presente a Nietzsche al escribir acerca de los ángeles caídos, ni si hubiera incluido a su funámbulo entre los arlequines y saltimbanquis de la conciencia moderna que dan saltos ilusorios sobre la tierra. Podemos, sin embargo, establecer una comparación entre el payaso zambraniano y el funámbulo nietzscheano.
El funámbulo y el payaso
En las páginas iniciales de Zaratustra, Nietzsche pone en escena a un payaso como contrafigura del funámbulo, su enemigo. La irrupción de esta figura, que instiga al acróbata a que vuelva a su torre, interrumpe violentamente la actuación de aquél, provocando su caída fatal. Y es este mismo payaso quien, de noche, amenaza a Zaratustra recordándole la enemistad que le rodea y el peligro que corre (pues de la risa se pasa fácilmente a la lapidación) e incitándolo a que se retire a sus montañas.
El payaso, personaje que Nietzsche utiliza en otros textos como contrafigura de Wagner, representa en su obra l’histrión, la voluntad decadente de seducir y dominar el público: es el comediante que se vende en la plaza del mercado, encanta al vulgo con sus transformismos y ejerce sobre él la función de guardián. En el contexto al que nos referimos, el payaso toma la voz del “espíritu del gremio” que odia al Espíritu libre y se ríe de él, y aparece por lo tanto como la personificación del espíritu de gravedad, expresión del alma baja, que alude con un guiño a lo peor de lo humano.
La contraposición entre funámbulo y payaso que Nietzsche pone en escena reproduce un dualismo que el mundo del teatro popular ha cultivado desde tiempos inmemorables: en parejas simétricas el espectáculo del circo exhibe al mismo tiempo “las maravillas de la agilidad y la comicidad de la torpeza” (Starobinsky, 58). A los acróbatas y funámbulos se asocian los payasos y los Pierrots de la Comedia: “héroes del fracaso perpetuo”, seres mercuriales que “expresan la miseria de la condición corporal hasta convertirse ellos mismos en fantasmas, apariciones, actores de danza macabra” (60). Y añade Starobinski: “Al revés que la agilidad vital del acróbata y del trapecista, la flexibilidad mercurial del Pierrot espectral no lo arrastra hacia la altura gloriosa: el pertenece al abismo del mundo inferior” (62).
Al apoderarse de la imagen del payaso, Zambrano sugiere pues una caracterización del filósofo diametralmente opuesta, en sus caracteres esenciales, a la personificación del filósofo como funámbulo propuesta por Nietzsche. A diferencia de este último, el payaso no es una figura de las alturas vertiginosas, sino de la tierra.(3) Actúa entre el polvo de las calles y las plazas, mira el mundo desde dentro, no desde lo alto. No desafía el peligro, la muerte emboscada, ni se burla de la miseria de la condición humana, de la gravedad que gobierna las almas. Más bien le da la vuelta con sus piruetas. La pirueta de Charlot aparece, comparada con las acrobacias del funámbulo, como un diferente desafío a la gravedad, no lanzado desde las alturas, sino a partir del arraigo a la tierra:
En cada uno de sus gestos el clown Charlot [...] ha ido regalando a los que lloran la gracia de reír. Y a los que ya no pueden llorar ese gesto magistral, que vale por todo un tratado de Filosofía, el encogerse de hombros mientras los pies trazan una pirueta. ¿Qué oponer a la persistente estupidez del que debiera comprendernos y a la inexorabilidad del destino si no eso?: una pirueta que es réplica y comentario, inteligencia total de la situación y de su falta de remedio, y en la desesperación, alegría por el hecho simple de estar vivo y poder sufrir y danzar (“Charlot o el histrionismo” 163).
Lejos de aislarse en una soledad helada y aristocrática, en su “torre de marfil”, el filósofo payaso que Zambrano nos propone vive entre la gente, comparte la suerte de una atormentada humanidad y hace de ella la materia de su arte: el payaso “modela sus gestos con la sombra densa de nuestros conflictos”, y en sus actuaciones escenifica la relación tensa y contradictoria que el ser humano experimenta con la libertad, su vacilación entre el rechazo y la irresistible atracción. Pues a este ser “necesariamente libre” – según las palabras de Ortega que a Zambrano le gustaba repetir – tan solo se le ofrece su propia, esencial, libertad en la dimensión de la paradoja, y la vocación de trascendencia se le manifiesta en su ser persona encarnada: “el payaso nos consuela y alivia de ser como somos, de no poder ser de otro modo; de no poder franquear el cerco que nosotros mismos ponemos a nuestra libertad. De no atrevernos a cargar con el peso de nuestra libertad, lo cual se hace sólo pensando. Sólo cuando se piensa se carga con el peso de la propia existencia y sólo entonces se es, de verdad, libre” (“El payaso y la filosofía” 120).
El clown zambraniano no persigue, por lo tanto, la libertad absoluta solitaria, ni la ligereza desarraigada. Lo podríamos considerar como una figura “alquímica” – retomando la conocida definición zambraniana de la filosofía como alquimia – (4) por su capacidad de extraer de la materia densa y obscura de la existencia humana, la luz leve de la risa, o mejor, de la sonrisa. Esta sonrisa que aflora en los rostros de la gente reunida alrededor del payaso tiene, para Zambrano, una calidad exquisitamente filosófica, como expresión de una conciencia que apenas aflora, casi una aurora del pensamiento que se abre: “La sonrisa es lo más delicado de la expresión humana, que florece de preferencia en la intimidad, y aun a solas; comentario silencioso de los discretos, arma de los tímidos y expresión de las verdades que, por tan hondas o entrañables, no pueden decirse” (“El payaso y la filosofía” 117-118).
La dimensión colectiva – o, diríamos mejor, coral – de esta sonrisa es otro elemento que marca la distancia entre la escena de Zambrano y la de Nietzsche. Se trata de una diferencia sustancial, porque concierne a la posición del filósofo con respecto a la “multitud”. La cuestión nos remite a la escena platónica que hemos recordado al principio. En Nietzsche hay una perfecta inversión de la situación, que no varía su sustancia. Ahora es el filósofo quien se ríe en contra y a espaldas del hombre común, del “pueblo”, pero entre ellos se mantiene la misma distancia, así como una sustancial enemistad. Desde su altura, el filósofo puede burlarse de todas las tragedias, “de las del teatro y de las de la vida”, y decir a quienes están debajo: “Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros” (Así habló Zaratustra 74). La altitud desde donde mira el filósofo- funámbulo vuelve a marcar la distancia del teórico, establecida y confirmada a lo largo de toda la tradición occidental. Junto a la distancia, se confirma también la impasibilidad, la ausencia de compasión, como una condición del filosofar. Si, para Platón, la risa junto con el llanto es incompatible con la calidad del “hombre razonable” – “el que más se baste a sí mismo para vivir bien; y que se diferencia de los demás en que es quien menos necesita de otro” (República 387e) – la risa del filósofo Zaratustra surge de una idéntica “anestesia del corazón”:(5) es la risa de alguien que tuvo finalmente acceso a una extrema liberación e irresponsabilidad (La gaya ciencia 312).
Para María Zambrano, por el contrario, la libertad se produce solo en la convivencia, y llega a identificarse precisamente con la responsabilidad: "Ser libre significa ser responsable" (El hombre y lo divino 293). El gesto del filósofo-payaso que suscita la risa y la sonrisa en una multitud “angustiada” es justamente un acto de responsabilidad, de amor y de misericordia: “La suprema misericordia [...] de ofrecer a todos, si no otra cosa, la libertad de un momento, mientras ríe” (“El payaso y la filosofía”, 120). Ya no nos encontramos con la gente vulgar que ridiculiza al filósofo, y tampoco con la risa satánica de un filósofo que, desde lo alto de su superior desencanto, se ríe de la normalidad, de sus expedientes y de sus ilusiones. Al ofrecer su lado ridículo, al exhibirlo, el filósofo-payaso comparte con su público la libertad contagiosa de la risa y rompe el hechizo de la especularidad entre las escenas platónica y nietzscheana. La proto-escena se invierte así desde sus fundamentos, pues se ha colmado la distancia entre cielo y tierra, entre el pensar y el sentir, entre el filósofo y la gente.
Notas
1. En su conocido ensayo Retrato del artista como saltimbanqui Jean Starobinsky recuerda que una de las significaciones más antiguas del bufón y del loco (folk, fool) es la del chivo expiatorio, la victima sacrifical que reúne elementos del sacrificio y de la salvación (91). Remarquemos, a éste respecto, que la relación entre el bufón y lo sagrado queda reflejada en una figura de la tradición católica que Zambrano apreciaba, Francesco de Assisi, quien se definía a sí mismo como el “giullare di Dio”.
2. Sobre este tema cabe por lo menos citar a Georges Bataille, quien también se refiere a Nietzsche a propósito del desafío de la risa en el marco de su “filosofía del no-saber” (Bataille, “Non-savoir, rire et larmes”).
3. La misma etimología de la palabra clown remite a su ser como figura de la tierra. Clown, recuerda Starobinsky (58) se remonta a clod, terrón aldeano: es el rústico, el tosco, el ser de la comprensión lenta el torpe que realiza al revés todo lo que se le pide. En el lenguaje de la caracterología alquímica, el payaso ágil corresponde al tipo mercurial, mientras que el payaso torpe expresa el peso de la tierra”.
4. “La filosofía que es la transformación de lo sagrado en lo divino, es decir de lo entrañable, oscuro, apegado, perennemente oscuro, pero que aspira a ser salvado en la luz y como luz he creído siempre en la luz del pensamiento más que en ninguna otra luz [...] es la salvación, es como el que ha estado en el fondo de una mina y asciende hacia la luz; esa es la transformación que puede ser alquimia también, pero alquimia del pensamiento claro, de la luz” (Zambrano, “A modo de autobiografía” 72).
5. La expresión es de Bergson, quien consideraba que la insensibilidad acompaña de ordinario a la risa, y que para reírse de alguien hace falta olvidar todo afecto, acallar toda piedad (Bergson 9).
Obras Citadas
Bataille, George. “Non-savoir, rire et larmes”.Oeuvres complètes. 3. Paris: Gallimard, 1971.
Bergson, Henry. “Le rire. Essai sur la signification du comique”. Oeuvres complètes. 1. Paris: PUF, 1959. Ed. Cast. La risa. Valencia: Prometeo, 1971.
Blumemberg, Hans. Das Lachen der Thrakerin. Eine Urgheschichte der Theorie. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1987. Trad. cast. de Teresa Rocha e Isidoro Reguera,La risa de la muchacha tracia. Una protohistoria de la teoría. Valencia: PRE-TEXTOS, 2000.
Nietzsche, Friedrich. “Morgenröthe”. Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe. 5 Abteilung - 1 Band. Herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzino Montinari. Berlin-New York: Walter de Gruyter, 1970. Trad. cast. de Genoveva Dieterich, Aurora. Barcelona: Alba, 1999.
---. “Die fröhliche Wissenschaft”.Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe. 5 Abteilung - 2 Band, Herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzino Montinari. Berlin-New York: Walter de Gruyter, 1973. Trad. cast. de Charo Crego y Ger Groot, La gaya ciencia. Madrid: Akal, 1998.
---. “Also sprach Zarathustra: Ein Buch für alle und keinen”. Nietzsche Werke, Kritische Gesamtausgabe. 6 Abteilung - 1 Band. Herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzino Montinari. Berlin-New York: Walter de Gruyter, 1968. Trad. cast. de Andrés Sánchez Pascual,Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza, 1998 (22ª).
---. “Jenseits von Gut und Böse. Sämtliche Werke”. Nietzsche Werke, Kritische Gesamtausgabe. 6 Abteilung - 2 Band. Herausgegeben von Giorgio Colli und Mazzino Montinari, Berlin-New York: Walter de Gruyter, 1968. Trad. cast. de Andrés Sánchez Pascual,Más allá del bien y del mal. Madrid: Alianza, 2007 (8ª).
Platón. Repubblica. Trad cast. de Conrado Eggers Lan, República. Diálogos. 4. Madrid: Gredos, t.4, 1992.
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Starobinsky, Jean. Portrait de l’artiste en saltimbanque. Paris: Gallimard, 2004 Trad. cast. de Belén Gala Valencia, Retrato del artista como saltimbanqui. Madrid: Abada, 2007.
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