Las ruinas de La Habana, vistas desde New Orleans

James Buckwalter-Arias, Hanover College

     Toma de plano largo: el escritor Antonio José Ponte sentado al otro lado de la calle en la pequeña escalinata de entrada de un edificio desvencijado cuya ornamentación reconocemos como la del antiguo Teatro Campoamor. Grandes puertas de madera, deterioradas — bien podrían ser las originales — claveteadas con listones inclinados. Delante del edificio dos grandes basureros que constatan la indiferencia cívica hacia lo que fue en otro tiempo uno de los lugares más bellos e importantes de la ciudad, una especie de antesala a los encuentros con los grandes artistas de la época. Sonidos ambientales, callejeros — bocinas, autos que pasan, voces humanas, y, al rato, la voz en off de Ponte.
     En esta escena de la película del director alemán Florian Borchmeyer, el escritor cubano imagina un personaje de Thomas Mann, una especie de Aschenbach — protagonista de La muerte en Venecia — pasando sus últimos días en La Habana a comienzos del siglo XXI:

Mann mandaría acá a un esteta, un músico, y estaría muriendo. Y se enamoraría de alguien aquí, de la ciudad también, y sería el ideal de la ciudad; y podría presentarse el diablo, el diablo en figura de bicitaxista, y tendría un diálogo con ese bicitaxista, un diálogo teológico, y al final moriría, mirando unas ruinas, le caería encima una cornisa [...]

     De las imágenes a nivel de la calle pasamos a un plano medio de Ponte en el balcón – al parecer su propio balcón en La Habana Vieja – y tras una referencia parentética a la Daisy Miller de Henry James, volvemos a Mann. “Ese sería el Thomas Mann de La Habana.” Escuchamos, con la mirada todavía en el balcón, el harpa y las cuerdas del adagietto de la quinta sinfonía de Gustav Mahler, música que nos remite a una versión cinematográfica de La muerte en Venecia, pues, Luchino Visconti eligió esta música para acompañar a Aschenbach en su travesía por la pantalla.
     Se podría aventurar cierto parentesco entre Borchmeyer mismo y el protagonista de Mann. Dos artistas alemanes viajan al “sur” y reflexionan sobre una ciudad decadente — sobre lo que el narrador de Mann llega a describir como “una playa cualquiera del Mediodía deleitable” (10), o, en inglés, “some fashionable vacation spot in the charming south...” (6).(1) Pero en este documental, ya no es el extranjero sino el escritor cubano Antonio José Ponte el que da voz al itinerario estético, ocupando, en cierto sentido, el lugar de Aschenbach en La muerte en Venecia. El título de la película, por cierto, Arte nuevo de hacer ruinas, lo es también de un cuento del escritor cubano.
     De las reflexiones de Ponte en el balcón volvemos a la calle, el sonido ambiental apenas audible ahora, acallado por las cuerdas del adagietto. La Habana se ve dilapidada, sin color; constituye la evidencia concreta de una gloria perdida, evidencia material de lo netamente intangible. Seguimos escuchando el adagietto durante casi dos minutos, durante los cuales vemos ocho tomas de la ciudad. Son principalmente tomas travelling, rodadas desde un vehículo que se desplaza lentamente por las calles de La Habana. A una toma del malecón actual le sigue una toma similar, en blanco y negro, al parecer de la época pre-revolucionaria.           
     Me detengo en estas escenas de Arte nuevo de hacer ruinas porque este recurso — el de exhibir la capital cubana deteriorada, con el ruido callejero acallado por la música clásica europea, con evidente nostalgia por una época dorada, irrecuperable — constituye una especie de motif en el cine cubano en los años pos-soviéticos. Pensamos, por ejemplo, en Laura, protagonista de la película Madagascar, dirigida por Fernando Pérez, de pie en el techo del edificio de apartamentos donde vive, con los brazos abiertos, mientras escuchamos — y mientras ella escucha con audífonos — el aria “Nessun Dorma” de Puccini. Escuchamos casi el aria completa mientras Laura lee, contempla un cuadro, llora, contempla desde el techo la vista panorámica de la capital. En la película de Borchmeyer, por cierto, cuando entra la música de Mahler, ya hemos visto a Reinaldo, habitante de un viejo camerino en lo que queda del Teatro Campoamor, de pie en los palcos o entre las lozas caídas del techo en la planta baja, mientras escuchamos a Caruso entonar el aria “Una furtiva lágrima” de Donizetti.
Aunque en términos históricos y culturales esto podría entenderse como yuxtaposición incongruente, inclusive como anacronismo, el maridaje entre la imagen cinematográfica de La Habana contemporánea y la banda sonora de música clásica europea sirve aquí para indicarnos cómo hay que mirar; proporciona las “structures of feeling” de las que nos hablara Raymond Williams. La música nos interpela como estetas, como “contemplador[es] de ruinas clásic[as],” como dice Ponte. Podría incluso existir una relación análoga entre la música europea y la ciudad caribeña — a pesar de la evidente distancia histórica y cultural entre ellas — en la medida en que ambas aluden a un pasado “clásico,” irrecuperable, cuyas obras todavía en pie constituyen, como propuse anteriormente, la evidencia material de lo intangible.(2) Aun si entendemos que la música de Mahler le sirve al director, en este momento, para socavar la épica revolucionaria, cabe señalar que la gesta se lanza desde la alta cultura europea, con la correspondiente carga colonial.  Me detengo en este montaje, sin embargo — esta estrategia para enmarcar la experiencia visual y sentimental de la ciudad caribeña — como puerta de entrada a temas más amplios, temas estético-ideológicos que desbordan los confines habaneros, e incluso los nacionales.
     Fue por casualidad que vi la película de Borchmeyer por primera vez en New Orleans — otra ciudad puerto, otra ciudad construida sobre la base económica de la plantación de azúcar y la esclavitud africana, otra ciudad que pasó por el dominio español para luego pasar a la esfera de influencia norteamericana(3), otra ciudad que logró producir una vibrante cultura autóctona, otra ciudad que a pesar de los holocaustos indígena y africano brindó al mundo una música de exuberancia insuperable, en fin, otra ciudad colonial vuelta atracción turística en el siglo XX. Y son dos ciudades conocidas,  justamente a comienzos del siglo XXI, por sus respectivas ruinas — sobre todo por la difusión global de las imágenes fotográficas o fílmicas de estas ruinas.
     Son dos ciudades, sin embargo, que a comienzos del siglo XXI parecen ocupar imaginarios inconmensurables. Nada tienen que ver, se supone, las ruinas de La Habana con las ruinas de New Orleans. Para empezar, las primeras han sido “construidas” por el gobierno socialista — según el motivo central de la película de Borchmeyer — a lo largo de cinco décadas. Las de New Orleans son el resultado de un reciente desastre natural que exige — llegado el momento de representarlas — un esmerado realismo, un reportaje fiel a los hechos concretos e inmediatos, una sensibilidad casi periodística. El viejo gobierno totalitario por un lado y el reciente desastre natural, por el otro, no parecen constituir vasos comunicantes en el imaginario cultural. Existen las ruinas que producen nostalgia e invitan a la contemplación estética, y las que producen horror, pathos e indignación. Aun si se reconoce en la devastación ocasionada por el huracán Katrina el papel de las prioridades humanas — tanto las privadas como las estatales — estas prioridades no son las de un régimen totalitario. Son las de un capitalismo más o menos salvaje, por ejemplo, o las de un dios airado (según ciertos religiosos), o las prioridades (según otros) de las víctimas mismas, pues decidieron quedarse en New Orleans a pesar de las advertencias. Las ruinas de New Orleans y las ruinas de La Habana no tienen nada que ver las unas con las otras.
     Podría resultarnos natural, entonces, que las ruinas de La Habana y las de New Orleans se representan de acuerdo con sistemas de significación que tienen muy poco en común. Aceptamos una Habana enmarcada, por ejemplo, por la haute culture europea, mientras que para New Orleans, el mismo marco resultaría inadmisible, o cuando menos de pésimo gusto. La música, la literatura y la filosofía alemanas, por ejemplo, ofrecen un encuadre lícito para La Habana, pero resultan estrictamente ajenas al imaginario pos-Katrina de New Orleans. La Habana es descendiente de Mamá Roma, como sugiere Ponte, pero en New Orleans, después del huracán Katrina, el linaje europeo no se adecua a la labor simbólica. Dos ciudades tan próximas en el mapa geográfico, en el mapa literal y litoral, tan hermanadas por el intercambio comercial, político y cultural, y por los manifiestos rasgos arquitectónicos, difícilmente se representan en el mismo “mapa cognoscitivo”, como diría Fredric Jameson, difícilmente forman parte de un imaginario coherente y abarcador.
     Al ver La Habana—arte nuevo de hacer ruinas, experimenté una marcada disonancia cognoscitiva, ideológica, al contemplar, desde New Orleans, la capital cubana retratada según el imaginario estético elaborado en Alemania en vísperas de la primera guerra mundial por figuras como Gustav Mahler, Thomas Mann y Georg Simmel. Este ensayo representa un intento de pensar esa disonancia. Pretendo esbozar una lectura de La Habana desde New Orleans, una entre las muchas lecturas posibles de las ruinas exóticas que invitan a la contemplación desinteresada desde aquellas otras que exigen del testigo una denuncia más inmediata y explícita. La lectura se basa en dos representaciones cinematográficas de las ruinas urbanas que se elaboran en el mismo año: la película de Spike Lee, When the Levees Broke: A Requiem in Four Acts (2006) y la película de Borchmeyer, La Habana—arte nuevo de hacer ruinas (2006).
     Al usar frases como “contemplación desinteresada” y “denuncia”, cabe subrayar que no atribuyo a las ruinas representadas correspondientes propiedades intrínsecas. Tampoco atribuyo a una película u otra mayor peso “estético” o “político”. Lo que afirmo es que las películas se elaboran según diferentes convenciones genéricas y discursos filosóficos. La Habana—arte nuevo de hacer ruinas parte de ciertas premisas provenientes del discurso estético, romántico, que serían inadmisibles en When the Levees Broke, mientras que esta última parte de ciertas premisas del realismo documental/periodístico. Esto no significa que, de acuerdo con las premisas o las convenciones empleadas, la una constituye una obra esencialemente “estética” mientras que la otra es una obra esencialmente “política”. Aunque se trata de estrategias opuestas de representación no implican, sin embargo, que exista una nítida dicotomía.
     Naturalmente, la película de Spike Lee comparte con Arte nuevo de hacer ruinas muchas de las convenciones cinematográficas del documental — entrevistas con los habitantes de la ciudad retratada, por ejemplo, vistas panorámicas de la urbe, reflexiones sobre su pasado, su presente y su futuro. Y ambas películas procuran volver comprensible, a través de una serie de vignettes y reflexiones poéticas y filosóficas, una totalidad que, por ser tan multifacética, es estrictamente irrepresentable. Pero los motivos centrales — aquellas “structures of feeling” que organizan las dos películas — no podrían distar más las unas de las otras. When the Levees Broke no se rige, evidentemente, por los imperativos convencionales de la contemplación estética. Esto no es así por la libre elección artística del director. El contexto cultural y el evento histórico en sí — la devastación ocasionada por el huracán Katrina, las vidas perdidas, las familias diezmadas y separadas — no se prestan a la “desinteresada” contemplación estética. Aun antes del huracán, las casas y los barrios devastados (es decir, los más vulnerables) no habían constituido objetos de contemplación estética. Sin duda, New Orleans ha participado en la mitología de la decadente y romántica ciudad colonial, con todos los tópicos correspondientes, pero las nuevas ruinas que consideramos no habían participado en ese mystique, nunca habían vivido una época dorada.  Las casas en el Ninth Ward, por ejemplo, no formaban parte del acervo arquitectónico de New Orleans que Katrina había puesto en peligro. Lo bueno, lo esencial, se había salvado. Mientras tanto, en los barrios marginales habría sido impensable  invocar a Mahler. Suponer que tiene algo importante que transmitirle a Saint Bernard Parish el ensayo de Georg Simmel sobre la ruina representaría un sinsentido, o inclusive una afrenta.
     When the Levees Broke oscila entre los códigos del luto y la denuncia. Los culpables se nombran y sus errores y su negligencia se detallan con minuciosidad periodística, casi detectivesca. Se señalan tanto las decisiones concretas como las injusticias sistémicas que desencadenaron las trágicas consecuencias. Hacia el final del segundo de cuatro "actos" de la película — pues, se trata de una "American tragedy" — vemos una secuencia de imágenes que en términos de estrategia formal nos hace pensar en el montaje que hemos comentado en Arte de hacer ruinas. En la secuencia de Borchmeyer hemos visto una serie de tomas de La Habana acompañadas por el adagietto de Gustav Mahler. Spike Lee emplea un recurso similar—es decir, se nos presenta una serie de imágenes impactantes, provenientes de la ciudad, acompañadas ya no por comentarios, ya no por la voz humana, ya no por el ruido callejero, sino por una música lenta y majestuosa.(4)
     Pero en el montaje de Spike Lee, lo que vemos son cadáveres — cadáveres distendidos tras días sumergidos en el agua inmunda, cadáveres siempre de afro-americanos, al menos en aquellos casos en los que el estado del cuerpo nos permite hacer tales determinaciones. Durante esta secuencia que dura poco más de un minuto se ven más o menos veinticinco tomas.(5) Las fotos fijas y segmentos de video pasan a un ritmo acelerado que no nos permiten siquiera procesar la información proporcionada. Muchos cadáveres, y tiempo insuficiente para darles el reconocimiento debido, insuficiente para absorber el terrible impacto humano de cada uno. En los pocos segundos que dura cada toma resulta a veces difícil discernir la posición del cuerpo, o reconocer los rasgos humanos. Aun los cuerpos todavía íntegros nos chocan por las posiciones irreconocibles o las facciones distorsionadas.
     Se nos obliga a ver una realidad obscena e incomprensible:

Now, we made a conscious decision to end Act II with the dead bodies. You didn't see them on television. There’s one thing reading about it, hearing somebody died, and another thing about seeing it, and we wanted the audience to see that this is the United States of America. This is not Port au Prince, Haiti; it’s somewhere else. This is the United States of America, and these dead bodies were all around. And that’s the reason behind this montage at the end.

     Así nos explica la secuencia Spike Lee. El montaje representa un desafío en la medida en que revela lo que el complejo mediático y estatal había ocultado. El así llamado tercer mundo no era algo ajeno sino algo propio. Katrina desmentía la fantasía estadounidense, tan cara a la clase política, de representar “the greatest country in the history of the world”. Y ante esta realidad chocante no existe el “placer perverso” pero “estético” que reconoce Ponte en La Habana. Puede que exista la curiosidad morbosa que se siente ante el accidente de tránsito—así lo evidenciaban los “Katrina Tours” que se ofrecían a los curiosos—pero no puede haber placer estético ni contemplación “desinteresada” o “estética”.
     La música que acompaña esta serie de imágenes no es la música clásica que sirve, en la película alemana, de vaso comunicante entre el imaginario local y un imaginario cosmopolita o metropolitano. Esta música de cuerdas la compuso Terrence Blanchard, músico de New Orleans, entrevistado en el documental, personaje que acompaña a su madre la primera vez que vuelve a su casa ahora destrozada por dentro. Si bien la música no nos hace pensar en la de los famosos funerales de jazz, sí parece tratarse, por lo menos, de un requiem autóctono.(6) La ciudad está de luto. Como no se pueden mostrar las terribles imágenes acompañadas por un requiem de Verdi o de Mozart—no sin profanarlas—se podría llegar a pensar que la verdadera isla es New Orleans: Cuba es la nación a-islada, en términos geográficos y geopolíticos, pero en el marco cultural, es La Habana la que tiene a su disposición una serie de coordenadas cosmopolitas, referencias que resultarían chocantes para el imaginario de New Orleans.(7) Un golfo simbólico e intelectual se interpone entre las dos ciudades.
     También han producido víctimas, por supuesto, los derrumbes de edificios en La Habana. El derrumbe que se cierne sobre los individuos retratados en Arte nuevo de hacer ruinas también amenaza con producir cuerpos desfigurados, familiares sumidos en llanto, estructuras sociales violentadas. Pero Arte de hacer ruinas no tiene en realidad la opción de incorporar las imágenes de estas víctimas. No me refiero a cuestiones legales o de censura. La muerte literal, corporal, no tiene cabida en el sistema representativo de la película de Borchmeyer, tal como una sinfonía de Mahler o un aria de Donizetti no tiene cabida en la película de Spike Lee. Por decirlo de otro modo, la inclusión de elementos ajenos a los códigos operantes significaría plantear de nuevo la obra misma. Habría que imaginar una estructura capaz de admitir los diversos elementos, lo cual significaría, en realidad, abandonar el proyecto en curso y volver al comienzo. Es que la celebrada libertad artística responde—tal como el idioma mismo—a normas bastante férreas, bien conocidas por todos, bien asumidas en el inconsciente colectivo. Se trata de una libertad siempre coartada por reglas implícitas e inapelables.
     Mi propósito en señalar los evidentes parámetros que cualquier sistema representativo le impone a la obra de arte no es sopesar estos sistemas para luego elegir entre ellos; no pretendo atribuirle mayor peso a uno u otro. Esto no es un manifiesto a favor o en contra del realismo periodístico, ni a favor o en contra de las reflexiones estéticas. He querido simplemente ofrecer un par de ejemplos concretos de cómo, para las ruinas de La Habana y las de New Orleans, el empleo de ciertas estrategias narrativas o cinematográficas—empleo que resulta perfectamente “natural”—necesariamente excluye otras, supuestamente menos naturales. He procurado ilustrar concretamente lo que anteriormente propuse en términos más abstractos: dos ciudades hermanadas por la geografía y la historia, por el tráfico de seres humanos, por una larga tradición de intercambio comercial y cultural, e incluso por su estatus contemporáneo de ciudad turística y ciudad arruinada, han llegado a ocupar dos sistemas semióticos mutuamente ininteligibles.
     No es así simplemente—insisto—por decisiones artísticas e ideológicas que los escritores o cineastas ejercen con plena libertad, sino por todo un imaginario “always already” bien armado, por una especie de inconsciente colectivo que parece corresponder a realidades trascendentes, autosuficientes, independientes de la imaginación humana. Los irreconciliables sistemas semióticos o simbólicos que emplean las películas de Borchmeyer y Lee parecen ser naturales, adecuados a las diversas realidades de La Habana y New Orleans. En La Habana surge un “ruinólogo” que contempla; en New Orleans un cineasta que denuncia. Pero como, por un lado, no se trata de modos de expresión que brotan espontáneamente de entre los escombros, sino de un andamiaje ideológico que se construye, y como, por otro lado, New Orleans y La Habana sí comparten una serie de rasgos históricos identificables, debería ser posible esbozar un imaginario que incluya las dos ciudades. Debería ser posible colocar La Habana y New Orleans, por ejemplo, en un marco geopolítico común. Debería ser posible, por lo menos, describir las ruinas de estas dos ciudades como fenómenos interrelacionados. En lo que queda de este ensayo, entonces, quisiera esbozar una hipótesis en cuanto a las condiciones necesarias para tal imaginario común.
     Cuando Ponte alude al contexto geopolítico contemporáneo de Cuba, desmarcando la ciudad por un momento de una visión estética universal, se vislumbra la posibilidad de un imaginario común entre La Habana y New Orleans. Vemos otra vez al escritor cubano deambulando entre ruinas, mientras escuchamos en off sus reflexiones sobre las mismas. Lo vemos en la planta baja del edificio Arbos, donde vive Totico, el que mantiene el edificio. Del Arbos pasamos a la calle, donde vemos a Ponte caminando, contemplando diferentes partes de la ciudad, acompañado ahora por el adagio del quinteto para cuerdas en do sostenido menor de Schubert. Ponte reflexiona:

Un edificio se arruina en un sitio. Un barrio se puede arruinar. Pero cuando una capital entera se arruina, ya es una construcción de las ruinas, ¿no? Entonces ya estamos en un arte de hacer ruinas, se está haciendo ruinas, se están fabricando ruinas.

     Pero fabricar ruinas, advierte Ponte, es un artificio. Nos remite, por ejemplo, a los ingleses del siglo XVIII que construían ruinas artificiales en su afán de recrear algo de la época gótica que veneraban. ¿Pero quién es el autor de las ruinas habaneras? El escritor cubano aventura una hipótesis, ya sin acompañamiento musical:

Yo tengo una teoría, que es... todo el discurso de Fidel Castro en este momento, y desde hace muchos años, desde el inicio, se basa en la invasión norteamericana. La ciudad de La Habana, manteniéndose en ruinas, es exactamente, corresponde exactamente con ese discurso, de algún modo, para legitimar el poder político, Fidel Castro ha dicho que estamos a punto siempre de estar invadidos por Estados Unidos. Para legitimar, arquitectónicamente, ese discurso político, la ciudad tiene el aspecto de haber sido ya bombardeada, y de haber sido invadida. Entonces en ese sentido me parece que puede hablarse de un arte nuevo de hacer ruinas.

     Y en este momento, de las tomas travelling por las calles de la capital y las tomas de edificios sin ventanas ni techos, volvemos al balcón de Ponte, como hicimos anteriormente, para concluir las reflexiones, ya no con la voz en off sino en entrevista directa.
     Al final es un poco lo mismo que esos grandes hacendados y esos grandes propietarios ingleses. Como el gótico no tuvo lugar en sus haciendas, lo fabrican, y se fabrican sus ruinas falsas. Como la invasión no tuvo lugar, nosotros somos las ruinas falsas de esa invasión, de esa guerra que no fue.
     Al equiparar el gobierno cubano a los grandes propietarios ingleses, Ponte subraya tanto lo congruente como lo inconmensurable. Lo seguro es que al efectuar la transición entre la Inglaterra en el siglo XVIII y La Habana en el siglo XXI, la película cambia un sistema representativo por otro—abordamos otra “structure of feeling”, otro “mapa cognoscitivo”. Ya estamos lejos del discurso estético de Simmel—tal como se ha representado hasta el momento—lejos de las preocupaciones de aquel Aschenbach de viaje en “una playa cualquiera del Mediodía deleitable”. Y es que el romanticismo alemán no iba a sobrevivir en la Cuba contemporánea, como ya Ponte había insinuado. El Thomas Mann de La Habana no moriría de cólera contemplando la belleza de un joven; más bien “le caería encima una cornisa”. La tragedia romántica se ha vuelto farsa posmoderna.
     No pretendo señalar una contradicción sino atenerme a la tensión palpable entre el complejo estético de Mann, Simmel y Mahler y la realidad cubana a principios del siglo XXI, e inclusive entre el discurso estético y el discurso ético, tensión que el mismo Simmel comenta, por cierto, en su ensayo sobre la ruina.(8) Esta última hipótesis de Ponte podría endenderse como la cornisa misma que pone fin a los sueños románticos. El escritor cubano se refiere al “argumento” de un estado que pretende legitimar su propio poder, su política exterior y explicar sus dificultades domésticas. Cuando vuelven las cuerdas del quinteto de Schubert tras las palabras de Ponte—y pasamos del balcón al mar, a una vista, desde tierra firme, de la bahía apacible, mientras un bote atraviesa la pantalla—ya es tarde para volver a un maridaje del todo harmonioso entre la música romántica y la ciudad caribeña; ya se siente una tensión entre los monumentos de la cultura europea y esta encrucijada histórica, geopolítica, y arquitectónica de la capital cubana. La sensibilidad estética que nos permite disfrutar la escena de un bote escoltado por el quinteto de Schubert ha perdido grados de inocencia.
     Ponte afirma que las condiciones urbanas de La Habana han sido instrumentadas por el régimen, “construidas” por el estado para legitimar un discurso político que insiste en la agresión norteamericana como fuente del suplicio general, discurso que insiste en la inminencia de una invasión del país al otro lado del estrecho de Florida. Son convincentes los comentarios que hace Ponte un poco más adelante en el documental sobre la función metafórica de las ruinas para la decadencia política del país.
     Eso ha sido, yo creo, la mayor contribución de la Revolución Cubana al pensamiento urbanístico: la idea de que nada se puede restaurar, de que nada se puede arreglar, entonces no se puede arreglar el país tampoco. Déjalo estar. Y es también la idea que tenemos todos: deja que todo se caiga por su propio peso. Deja que muera Fidel Castro. Es decir, Fidel Castro es la gran ruina de este país, no sólo por lo que ha arruinado, sino porque él... estamos esperando que él se desplome.
Puede ser. Pero desde los Estados Unidos, y sobre todo desde la New Orleans pos-Katrina; tras el huracán que rasgó el velo del capitalismo norteamericano para explicitar las relaciones económicas y las prioridades sociales; desde una ciudad de la que un congresista de Louisiana dijo que, gracias a  Katrina, “We finally cleaned up public housing in New Orleans [...] We couldn’t do it, but God did”(9); desde una ciudad que recibió de Cuba una oferta de asistencia médica en los peores días de la catástrofe, y desde un país cuyo presidente rechazó esta oferta; desde un país que implementó hace cincuenta años un bloqueo contra la isla de Cuba para desestabilizar el nuevo gobierno revolucionario "through frustration and discouragement based on dissatisfaction and economic difficulties, [...] withhold[ing] funds and supplies to Cuba in order to cut real income thereby causing starvation, desperation and the overthrow of the [revolutionary] government"(10)—en fin, teniendo en cuenta éstos y otros numerosos datos relevantes, se ve que desde esta orilla, desde este lado del Golfo de México, otra hipótesis se vuelve necesaria.
     Si bien La Habana representa “las ruinas falsas [...] de una invasión que nunca tuvo lugar”, reconozcamos, para empezar, que el asedio es una antigua táctica bélica cuya meta es, justamente, causar hambre y desesperación—es decir, lograr que cunda aquel “desánimo civil” que comenta Ponte. El propósito del sitio es, justamente, volver innecesaria la invasión militar. Postulemos, entonces, que la política económica de Los Estados Unidos hacia Cuba en los últimos cincuenta años representa algo más que el blanco enemigo de un gobierno cubano que se ve obligado a explicar su fracaso. El bloqueo no ha sido ni el rotundo triunfo geopolítico ambicionado ni el fracaso total que declaran sus críticos, sino un éxito a medias. Ha cultivado el hambre sin producir el golpe, la desesperación pero no el derrocamiento. Esta política también ha jugado sin duda un papel importante en la construcción de las ruinas habaneras, en el cultivo del “desánimo civil cubano”, y en la evidencia manifiesta, de cal y piedra, del supuesto sinsentido socialista. Se podría aventurar incluso que el bloqueo estadounidense ha preparado el terreno ideológico para la muy anticipada “transición” hacia la democracia representativa y el mercado libre—es decir, hacia el modelo hegemónico que tras el derrumbe del Muro de Berlín parecía ofrecer el único modelo natural y el único modelo posible. El imperio no tiene que hacer más que esperar, como decía Ponte, junto al cubano de a pie, el desplome del comandante en jefe, el derrumbe del desvencijado monumento socialista.
     No pretendo elaborar la antítesis de lo afirmado por Ponte. No hay contradicción lógica, necesaria, entre la afirmación que el bloqueo estadounidense tiene buena parte de la responsabilidad de las dificultades económicas en Cuba (por un lado) y la afirmación (por otro lado) que el estado cubano ha “construido” las ruinas—es decir, que las ha utilizado en la elaboración de una ideología quietista, que las ha “formado” o “reformado” según sus necesidades.(11) Se podría aventurar (aunque no lo haré en estas páginas) que se trata de una empresa común, una colaboración entre adversarios, un punto muerto convenido. Pero por el momento, reconozcamos que los arquitectos en Washington soñaban con las ruinas habaneras muchos años antes de que los arquitectos en La Habana tuvieran que “construirlas” o explicarlas.
     En el congreso The Future of Europe, que tuvo lugar en Slovenia en el 2009,  Slavoj Žižek respondió a una pregunta sobre la situación de Cuba. El intelectual del país anfitrión—país que hacía unos diez años había pertenecido a la República Federal Socialista de Yugoslavia—describe lo que pudo comprender en su propio viaje a Cuba:

You see buildings are falling but [the Cuban officials] presented me all the details as the proof of their authenticity: You see, we didn’t sell ourselves; we remain faithful. Even if all collapses, we are faithful to the Revolution.(12)

     La hipótesis es similar a la de Ponte—aunque para Žižek conduce a un análisis lacaniano que concluye (no es de sorprenderse) con un juego de palabras con el apellido Castro. En vez de reconocer en las ruinas la evidencia del éxito a medias del bloqueo estadounidense y la incapacidad de la pequeña nación isla para superar el asedio, el estado cubano ve en ellas evidencia de la heroicidad revolucionaria. No hay una contradicción lógica, como decíamos antes, entre la tesis de Žižek y una postura anti-imperialista (aunque Marxist Update insiste en polemizar, desde una posición anti-imperialista, con los comentarios de Žižek). La tensión que sí existe no radica en la inconmensurabilidad lógica de dos tesis, sino en las diferentes framing strategies o estrategias de encuadre: una lectura psicoanalítica, por un lado, y una lectura desde la solidaridad con un estado cubano que, si no quiere darse por vencido, se ve obligado a ver en las ruinas urbanas un símbolo de su propio tesón.
     Una ocasión concreta, histórica, para contemplar Cuba desde la New Orleans post-Katrina se ofreció cuando el alcalde norteamericano Ray Nagin realizó un viaje a La Habana en octubre del 2009. El viaje se hizo público la misma mañana de la partida, y al volver a New Orleans tras varios días en la isla, el alcalde y su séquito tenían muy poca información que ofrecerle al público. Meses después, como observó el periodista Chris Rose (autor del exitoso libro sobre el impacto del huracán Katrina, 1 Dead in Attic), el alcalde no había producido ninguna declaración oficial, ningún itinerario, ninguno de los datos que se supone tendría que proporcionar tras un viaje que había denominado un “fact-finding trip”.
     Pero lo que nos interesa en el contexto de este ensayo no es la relativa incompetencia del Ray Nagin en una ciudad que ya se había vuelto en su contra.(13) Nos interesan las ruinas—o más bien la manera de enmarcar las ruinas habaneras desde la New Orleans post-Katrina. En términos generales, tras la visita de Nagin a la isla, prevaleció en la prensa de New Orleans la tesis de la dicotomía radical entre New Orleans y La Habana: ese país y su capital no tienen nada que ver con nuestra ciudad. Basta ojear los comentarios indignados de los lectores al pie de los artículos en Nola.com para hacerse una idea de la intensidad de la reacción en New Orleans al viaje del alcalde.(14)
     No sorprende, entonces, que el viaje se haya convertido en objeto de sátira. Un artículo publicado en The New Orleans Levee (“We don’t hold anything back”) que circula gratuitamente en la ciudad en formato de periódico, incluye el fragmento a continuación:

“During Katrina, the president and the governor were going back and forth. In Cuba you don’t have that problem,” Nagin said at a news conference with select local media members following the junket.
“If a local leader refuses an order from Castro, he gets shot in the kneecaps until he sees things Castro’s way.
“Nagin pointed out that this technique costs ‘only pennies,’ since most people will comply after two bullets, Three, tops.”

     Pero el comentario que tal vez refleja mejor la indignación popular ante la idea de que el alcalde tenía algo valioso que aprender en Cuba es el siguiente, del mismo artículo satírico:

Nagin [...] said he hopes the Crescent City can instead take lessons from the crippled, impoverished, Communist [sic] pariah state.

     Las ruinas cubanas habían ejercido a la perfección su función ideológica, según comprenderá esa función el Departamento del Estado en Washington. Un país caribeño casi paralizado económicamente, esperando el desplome del líder máximo para poder volver, después de largos años de penuria, al camino de la prosperidad y el orden fraternal de los países civilizados, no tenía nada que ofrecerle a una ciudad que pertenecía, a fin de cuentas, al Primer Mundo. A La Habana le tocaría ser más como New Orleans, y no vice versa.
     Era fácil olvidar que New Orleans no gozaba en realidad de ese terreno alto o “high ground” desde el cual se podía ironizar — sin arriesgar convertirse en objeto de la mirada irónica — con los países “subdesarrollados”, situados allá abajo, en el valle de las lágrimas. No fue una ciudad cubana la que se inundó, desde luego, sino justamente New Orleans. Tal vez sea netamente humano, después de la catástrofe de Katrina, insistir que por lo menos no se había llegado a eso, que había lugares infernales en el mundo que nada tenían que ver con lo nuestro, lugares marginales que merecían ser objeto de burla, lugares incapaces de proporcionar ayuda o conocimientos a New Orleans. No importaba si los tres huracanes devastadores que habían azotado a la isla en 2008 habían producido un saldo de sólo siete muertos. La sátira seguía siendo viable siempre y cuando no se representaran ciertas imágenes, aquellas que provenían de New Orleans pero que hacían pensar en otra parte del mundo — en Haití, por ejemplo, como había sugerido Spike Lee. Porque la verdad es que esta sátira no admite, sin hacerse añicos, ciertos recuerdos, ciertos datos, ciertas imágenes fotográficas. La secuencia con imágenes de cadáveres que había editado el director afro-americano en When the Levees Broke no tiene cabida en la sátira auto-afirmativa de The New Orleans Levee. La imagen del hombre muerto bajo una frazada, colocado durante días delante del New Orleans Convention Center, por ejemplo, vuelve imposible cualquier sátira del Otro.
     Pero como tales imágenes existen, y como se han difundido por el mundo entero, la sátira le ofrece a New Orleans un refugio bastante precario, un refugio bastante vulnerable, por cierto, a las inundaciones mediáticas, audiovisuales. El periódico The New Orleans Levee no comparte con la película de Borchmeyer, desde luego, una sensibilidad estética ante las ruinas de la capital cubana, pero sí comparte con ella cierto dilema formal—la imposibilidad de admitir ciertas imágenes explícitas, cierta vulnerabilidad ante lo captado por las cámaras. Ni la sátira de The New Orleans Levee ni las ruinas alegóricas de la película Arte nuevo de hacer ruinas ofrecen un imaginario capaz de admitir esa realidad más chocante, la realidad corporal, la realidad que representa el verdadero precio humano de las ruinas — esa realidad que sí encara el documental de Spike Lee. Por eso los describo a ambos (el periódico de New Orleans y el documental de Borchmeyer) como imaginarios frágiles, precarios, parciales, truncos.
     No pretendo ofrecer, entero y bien formado, un imaginario capaz de incorporar las verdades más macabras de dos ciudades del Nuevo Mundo que la historia ha hermanado. Pero si aceptamos que lo que hizo Katrina fue descubrir la infraestructura socio-económica del capitalismo estadounidense, y si bien las ruinas de La Habana evidencian el éxito a medias del bloqueo económico estadounidense, tal vez sea lícito postular que New Orleans y La Habana, con sus inundaciones y sus desplomes, pueden concebirse como cara y cruz de una misma moneda. Podríamos afirmar incluso que se trata de una moneda acuñada en el norte. Postulemos: la devastación pos-Katrina representa la vulnerabilidad normalmente invisible que corresponde a los estratos más bajos del imperio capitalista, mientras que La Habana en ruinas representa el precio manifiesto de resistir ese orden. El ejemplo de Haití nos obligaría a dar un paso más, a abandonar la metáfora binaria de la moneda en busca de una tesis histórica, ideológica, y regional, partiendo de la que propuso C. L. R. James hace unos cincuenta años.(15)
   
 En febrero del 2007, Wilfredo Cancio escribió en el Nuevo Herald una reseña de Habana-Arte nuevo de hacer ruinas:  

Cuando el filólogo y cineasta alemán Florian Borchmeyer decidió irse a Cuba en 1997, lo impulsaba una curiosidad netamente histórica. Tres años atrás había visitado el Berlín que despertó a la caída del muro y quería tener la experiencia de un escenario ''pre-caída'' del régimen socialista.

     Aquí se vuelve visible el ancla ideológica cuyas consecuencias se observan a lo largo de la película. Arte nuevo de hacer ruinas se filma con aquella premisa tan común tras el derrumbe del Muro de Berlin: la “transición” en Cuba era inevitable — una transición, naturalmente, hacia el mercado libre y el capital-parlamentismo (el orden mundial es, desde luego, el orden natural). Era cuestión de esperar otro derrumbe — el desplome, como decía Ponte, del comandante en jefe. La Habana podía aspirar, en un futuro no muy lejano, a un modelo más parecido, tal vez, al de New Orleans, donde grandes segmentos de la población — sobre todo la afro-americana —ocupaban los puestos más bajos en una economía orientada hacia el turismo.
     Pero si los primeros arquitectos de las actuales ruinas habaneras son aquellos que las planificaban desde el norte mientras el nuevo gobierno revolucionario en Cuba aún soñaba con una prosperidad sin precedentes, no hace falta aguardar el derrumbe para empezar a elaborar un imaginario que incluya tanto las ruinas de La Habana como las ruinas de New Orleans.      
     No hace falta esperar aquella transición de la capital cubana hacia el modelo rentable de “una playa cualquiera del Mediodía deleitable”, ni aguardar la llegada de aquellos inversionistas que en Arte nuevo de hacer ruinas Misleidys vaticina desde su apartamento en el antiguo Hotel Riviera. Abundan los datos necesarios para emprender la tarea, para empezar a construir ya no las ruinas mismas sino un andamiaje conceptual que las afiance. Ya podemos plantear un imaginario post-azucarero en el que entra también Port au Prince, así como varias urbes caribeñas. Se trata de un imaginario en el que La Habana constituiría ya no la aberración infernal de la región, sino una especie de escarmiento imperial, tal como lo fue Haití para Francia tras derrotar las huestes napoleónicas a principios del siglo XIX. Según este esquema, La Habana sería capital y emblema de la “rogue nation”, de una nación que pretende resistir el orden hegemónico y que sufre como consecuencia una pobreza sin tregua, mientras que New Orleans, ubicado en el seno de ese orden mundial, sufre la pobreza más bien deleitable de una playa cualquiera del Mediodía.

Notas

1. “en una playa cualquiera del Mediodía deleitable” es la traducción en la edición de Plaza y Janés.

2. Uno piensa también en ciertas obras de Carpentier en las que la música clásica o barroca europea armoniza con la capital cubana—Concierto barroco, El acoso, La música en Cuba.

3. New Orleans formó parte del imperio español durante los años 1766-1800.

4.  Música de cuerdas, compuesta por Terrence Blanchard.

5. Sacando los cálculos, en la secuencia de la película de Borchmeyer, cada toma dura un promedio de quince segundos. En la secuencia de la película de Spike Lee, cada toma dura un promedio de menos de tres segundos. Cada toma en la secuencia de Borchmeyer, entonces, dura más de cinco veces lo que duran las tomas de Lee. Considero que estos datos numéricos corresponden a muy diferentes intenciones documentales, a muy diferentes sensibilidades visuales e ideológicas.

6. La elección de música para esta escena es demasiado complicada para analizarla a fondo aquí. La música de cuerdas que acompaña la secuencia analizada se compuso, originalmente, para otra película de Spike Lee, The Inside Man

7. Aquí me limito a señalar el “golfo” simbólico e intelectual que separa una ciudad de la otra. Explicar el porqué de esta dicotomía conceptual requiere un estudio aparte en el que se profundiza en la historia intelectual de las dos ciudades, remontándose por lo menos a los comienzos del siglo XIX, cuando New Orleans se incorporó al territorio estadounidense.

8. “In this [struggle between nature and the human soul] lies perhaps the ultimate formal ground of the animosity between aesthetic and ethical natures. Wherever we perceive aesthetically, we demand that the contradictory forces of existence be somehow in equilibrium, that the struggle between above and below come to a standstill. But the form which yields only a perception is rejected by the ethical-psychic process with its incessant moving up and down, its constant shifting of boundaries, and the playing of the inexhaustible forces in it, one against the other” (264-5).

9. “Some GOP Legislators Hit Jarring Notes in Addressing Katrina”. The Washington Post, 10 de septiembre, 2005.

10. De un memorándum de Lester D. Mallory, subsecretario adjunto de Estado para los Asuntos Interamericanos, en 1960 (ver Obras Citadas).

11. La supuesta contradicción entre la crítica del régimen castrista y la crítica del imperio norteamericano, por cierto, ha sido ilusoria pero persistente—siempre lo ha sido—y ha interferido durante muchos años con una discusión racional acerca de Cuba.

12. http://marxistupdate.blogspot.com/2010/03/defending-cuba-from-slavoj-zizek.html

13. Cuando Nagin dejó de ser alcalde en el 2010, su “approval rating” rondaba el veinte por ciento.

14. Un lector de Gambit, por ejemplo, escribió: “Cuba—having been driven completely in the ground over the last 50 years—has nothing that anyone in LA. can learn from.” http://www.bestofneworleans.com/gambit/ray-nagin-part-iii-last-of-a-series/Content?oid=1278569

15.  “The history of the West Indies is governed by two factors, the sugar plantation and Negro slavery” (391). New Orleans pertenecería, según este esquema, a las Indias Occidentales.

Obras Citadas

Borchmeyer, Florian, director. Habana - Arte nuevo de hacer ruinas. Raros Media (Berlin), 2006.

Cancio, Wilfredo. “La Habana en ruinas”. Nuevo Herald, 11 de febrero, 2007, 25A, frente.

James, C.L.R. The Black Jacobins. New York: Vintage Books, 1989.

Lee, Spike, director. When the Levees Broke: A Requiem in Four Acts. HBO Documentary Films, 40 Acres and a Mule Filmworks, 2006.

Mahler, Gustav. Sinfonía no. 5 en do sostenido menor. 

Lester D. Mallory, Deputy Under-secretary of State for Inter-American Affairs. Memorándum a  Roy R. Rubottom Jr., Under-secretary of State for Inter-American Affairs. April 6, 1960.

Mann, Thomas. Death in Venice. New York and London: W. W. Norton and Company, 1994.

---. La muerte en Venecia. Barcelona: Plaza y Janés, 1982.

Ponte, Antonio José. “Arte de hacer ruinas.” Cuentos de todas partes del imperio. France: Èditions Deleatur, 2000.

---. “Un paréntesis de ruinas.” La fiesta vigilada. Barcelona: Editorial Anagrama, 2007.

Rose, Chris. “Ray Nagin, Part III.” Gambit, April 26, 2010.

Schubert, Franz. Quinteto para cuerdas en Do mayor D 956.

Simmel, Georg. “The Ruin.” En Essays on Sociology, Philosophy and Aesthetics. New York, NY: Harper Torchbook, 1965.

Tatum, Damian. “Nagin’s vision for N.O.” The New Orleans Levee 4.34 (November 2009): 1, 16. Print.

Williams, Raymond. Marxism and Literature. Oxford: Oxford University Press, 1978.

Žižek, Slavoj. http://marxistupdate.blogspot.com/2010/03/defending-cuba-from-slavoj-     zizek.html