Julián del Casal

Manuel de la Cruz

     Nació su padre en el histórico señorío de Vizcaya, y aunque hombre de negocios, osado y de gran sentido práctico, fue siempre amantísimo de la lectura de autores místicos. Su madre, hija de Cuba, era una santa y piadosísima mujer. Uno de sus ascendientes es un jerarca de la Iglesia Católica en España, y entre sus antepasados hay una histérica, oriunda de Irlanda, célebre por las exaltaciones de su iluminismo. De su hogar, que era un oratorio, pasó Casal al Real Colegio de Belén, sucursal obscura y mediocre de la Compañía de Siervos de Jesús. En hora temprana murieron sus padres, antes de que pudiera escoger una dirección en el mundo. A la orfandad se alió la miseria, más dolorosa y punzante cuanto que el trabajo afanoso de su padre debió crearle el patrimonio de un millonario; un quebranto postrimero trajo la ruina irreparable, caso idéntico al que acaeció a Aurelio Mitjans. Huérfano y pobre, salió del claustro tenebroso y frío, para ser la víctima propiciatoria de una estatua de carne; su primera pasión, en vez de serla ofrenda inmaculada a una virgen ideal y pudorosa, fue el desenfreno de un cenobita que saliese de su maceración y su abstinencia para caer en los aturdimientos de una orgía. Abandonado, sin guías, con la herida abierta de un desengaño prematuro, constreñido, por su extrema pobreza, a renunciar al estudio metódico, echó a andar sin rumbo y sin fe, desconcertado y triste, viendo de lejos y con recelo y pavor el combate de la vida, como aquel héroe de Beyle que corre aturdido y ciego en torno del campo de la batalla de Waterloo. Su cultura intelectual y moral ha tenido que seguir la dirección de línea quebrada de su existencia, y si no es plausible que haya abrazado con fervor la doctrina del decadentismo, es lógico que viva holgadamente en el seno de esa secta, que es algo más que un grupo de excéntricos atormentados por las torturas de la originalidad artística.
     En sus venas hierve y se atropella sangre de místicos y de monárquicos; su primera educación, dirigida por jesuitas, avigora y desarrolla el legado de sus antepasados; cuando sale al mundo y lo agarra y dilacera la lascivia con sus garras de Furia, y su hogar se convierte en un panteón, su patrimonio en un mendrugo, en su choque con la sociedad y con nuevas ideas, surge el conflicto y de él la dispersión de sus primeras creencias, que no se reconstruyen y reorganizan en principios nuevos, sino que flotan y ondulan, a manera de penachos, entre los vestigios de sus ideas primitivas, como las parásitas que nacen y se mecen entre las grietas de las ruinas. La monarquía le seduce, antes que por su organización, porque consagra una clase y, sobre todo, por la pompa fastuosa con que hiere la imaginación, del mismo modo que el catolicismo la seduce y cautiva con la plástica solemne y prestigiosa de sus ritos paganos. Así se concibe su platónica simpatía por el romántico, cerebral y neurópata Luis de Baviera, que ha sido su rareza característica, y así se concibe y explica que como el arcaísta Juan Montalvo abomine de la indumentaria moderna y anhele que se restaure la moda de la época del Directorio. Sus desventuras lo llevaron al aislamiento, se hizo selvático y huraño, lo que se compadecía con sus herencias místicas, se divorció del mundo y de la naturaleza, con terquedad de eúskaro y orgullo de hijodalgo empobrecido, y se entregó, con asiduidad enfermiza, a la lectura de los románticos que constituían como el Estado Mayor de Víctor Hugo, los cuales lo llevaron al cenáculo de los pesimistas. Baudelaire, con sus Flores del mal, lo inició en los misterios de la escuela. La poesía de aquel, decadente, en su conjunto, se avenía tan estrechamente con los recuerdos de sus primeros amores, que la acogió como la elegía de un amigo, como la confidencia amarga, sincera y simpática, de un hermano. Consecuencia necesaria de esta identificación moral, fue el culto a esa literatura, a su estilo, a su lenguaje, al empleo del colorido y a los primores de la forma. Vivió, como Valdivia, en un mundo artificial, en un medio literario limitado y restricto que, como un reflector, le devolvía una visión especial del mundo, visión en que se confundía la luz irisada de las concepciones del idealismo romántico, y la luz pálida y funeraria del pesimismo de los decadentes. El medio, y mejor que .el medio el momento en que se desenvolvía, era el más propicio para mantenerlo en aquella posición y para hacerlo apetecer aquella atmósfera, madre de la anemia, procreadora del nervosismo y de los engendros de la neurosis. La concentración a que lo obligaba la soledad tenía que resolverse en una perenne resurrección de su pasado, con sus peripecias e infortunios, penitencia en que el tormento degenera o se transforma en instrumento de íntimas delicias. Fuera de su celda no hallaba más que la postración de un pueblo vencido, y los vagos vagidos de una generación que pugnaba por orientarse en todos los órdenes de la vida, y en la que convivían el desaliento de los que consumieron sus energías en esfuerzos inauditos, superiores acaso a la energía colectiva,— con el anhelo, informe y sin fundamento racional, de los que entendían que era una necesidad social crear una utopía cuando no surge el ideal en el corazón del pueblo como exponente acabado de la conciencia de sus fuerzas. El sedimento místico, que le impidió llegar al ateísmo, renovando en su corazón, con intermitencias y a manera de efluvios del hogar y de la escuela, los sentimientos de la adolescencia, lo puso a salvo de la infección de las ideas de Baudelaire. Sin embargo, ha conservado y conservará la huella de la estética de aquel poeta, cínico hasta la fanfarronería, como ha dicho uno de sus más sagaces panegiristas. Baudelaire era un descarriado de la escuela romántica, y como el orientalismo que ella puso de moda trajo luego el exotismo, Casal salió de manos do Baudelaire con las náuseas del hastío, buscó el japonismo como un solaz, luego el decadentismo, en el que lo inició Paul Verlaine, hasta parar en donde hoy se encuentra: entre el pintor Gustavo Moreau y el extraño Joris Karl Huysmans.(1) Esta es la historia sucinta de sus ideas y de sus sentimientos, historia por extremo curiosa y edificante. La vida quo ha adoptado ha ido acentuado en su ánimo el odio a la vida real, el horror a la acción, poniéndolo en las lindes del verdadero nihilismo práctico, o en la clasificación patológica de los enfermos de la voluntad, determinándolo a adaptarse al medio que se ha creado, enardeciéndose en compensación algunas de sus cualidades, que forzosamente han de exagerarse en el ejercicio. El arte será a sus ojos un sacerdocio augusto y supremo; el mundo de las letras una ciudad sagrada, dividida en cuarteles que corresponden a escuelas y castas; la Religión una forma o encarnación del arte pasional, mina copiosa del arte verdadero; pero estas convicciones profundas, al primer roce de la contradicción, estallarán como petardos, en frases brillantes y sonoras, violentas, intolerantes, irritadas. Puestas en cuarentena sus creencias, caerá en las intransigencias y en los exclusivismos de un catecúmeno, pero de un catecúmeno imaginativo, artista y diletante. Naturalmente, la expresión común de sus juicios será la hipérbole pintoresca: su admiración creará un mundo suyo, olímpico, un hemiciclo de ídolos; pero corrigiendo las líneas de su visión general, suprimiendo los adornos y retoques de la fantasía, se verá sin esfuerzo que la distinción responde a un juicio seguro y la selección idolátrica a una norma de buen gusto y de completo sentido artístico.
     Aurelia Castillo de González, en una de las páginas más hermosas, vibrantes y completas que hayan brotado de su pluma de artista, que es también la pluma de una matrona de aliento romano, ha trazado un juicio perfecto del autor de Nieve, perfecto por la sutil penetración, por el valor que asigna a las joyas del pequeño volumen, por el examen, técnico y preciso, y aún por la tendencia docente en que se inspira. Aurelia Castillo, por el dualismo de su corazón de artista y de su corazón de mujer, ha sondeado el alma del poeta, hasta lo más hondo y obscuro, y porque ha visto allí la mansedumbre, la sencillez, la ternura, ha execrado y maldecido los libros favoritos del poeta, con los que haría un auto de fe; y en un arranque digno de la elevación de su carácter, comentando una expresión viril de uno de sus cantos, exclama: «Así, amigo mío, así habla un poeta. ¡La frente alta, el cuerpo erguido, el ánimo pronto a la lucha.» «El poeta no puede ser estatua. Su mirada debe abarcarlo todo. Fíjese investigadora y meditabunda en las ruinas de lo que fue, fulgurante y atrevida en el torbellino de lo que es, beatífica y confiada en los esplendores que sólo a ella es dado contemplar de lo que está por venir.» Otro poeta, Faustino Díez Gaviño, por simpática intuición, ha dicho que en Nieve se echa de menos la imagen de una mujer, la estela de lágrimas y sangre de una pasión. Agréguese a lo expresado por la varonil escritora camagüeyana y por el correcto poeta eúskaro, lo útil que sería á Casal recorrer a pié y a caballo los valles y eminencias de la Sierra Maestra, bogar en guairos y en piraguas por las aguas del Cauto, saturarse, impregnarse con el aroma de la naturaleza, para contrabalancear el efecto de su prolongada saturación literaria, y tendremos el método terapéutico indicado para el estado patológico que de común acuerdo todos reconocen en sus manifestaciones morales. Aun cuando no se realizase el pronóstico de esta crítica que confina con el estudio clínico, y que compartimos en lo que tiene de explicativa, separándonos de ella en lo que tiene de censora, o sea cuando deja de ser especulativa para ser práctica,—todavía Casal puede realizar el ideal artístico que persigue, llegar a la cumbre a que aspira en la plástica de su arte, y modificando o no sus creencias, llegar a la última fase de la evolución de las mismas, dados su temperamento y sus cualidades, — fase que puede ser el último período de un estado mental, precursor de otro estado distinto, o el estado definitivo de su inteligencia.
     Su estudio Joris Karl Huysmans, es una profesión de fe, arrogante y audaz, escrita con verdadera inspiración, con todos los recursos de su opulenta fantasía; es, por excepción, su página íntima, la que marca el período álgido de la fiebre decadentista. «Quizás un día, exclama en tono profético, funesto para las letras, pero glorioso para la religión, la pluma de oro de Huysmans que, desde su Tebaida de artista, ha pulverizado las ideas del siglo , escudriñando el alma de sus víctimas y goteado lágrimas de sangre sobre tantas miserias, se consagre a narrar desde su celda de hagiógrafo la vida de sublimes mártires, porque los rayos de la fe habrán iluminado la noche de su alma,  y pensará firmemente, como Durtal, el protagonista de La-Bas, que la fe es el tajamar de la vida, el único muelle tras del cual el hombre desarbolado puede encallar en paz. Y este augurio se basa en que Huysmans, aliado prófugo de la escuela naturalista, es en el fondo un místico, un esteta que no concibe el divorcio del arte y de la religión. El augurio puede aplicarse a Casal en todo su alcance y en toda su integridad. No sería extraño que su paleta de colorista tuviese por exclusivo empleo en lo futuro iluminar vidas de mártires y de santos, de místicas y de histéricas. Hoy, que se encuentra a la mitad de esa ruta, no ve en Garibaldi lo que ha visto Ricardo del Monte: un héroe de un libro de caballería cuya Dulcinea era la diosa Libertad, y que se ahogaba en este siglo de mallas de rieles y de alambres eléctricos; un camisa roja con alientos de paladín; ve un santo, un mártir, un profeta, algo como un Cristo guerreador y aventurero. Sus dos libros de poesías, Hojas al Viento y Nieve, como la mayoría de sus trabajos en prosa, pueden señalarse como jalones que indican esa dirección. Casal, proclamando con Menéndez Pelayo que el místico es el estado moral que corresponde aun cuerpo sano, sería más lógico que Adriano Sixto, el filósofo simbólico de Paul Bourget, entonando el Padre Nuestro ante el cadáver de su discípulo Roberto Greslou. Ese mismo Bourget, discípulo de Baudelaire en su primera mocedad, ha ido del exceso de análisis que recogió de su eminente maestro Taine, a la admiración por San Francisco de Asís, y al misticismo sensitivo y pictórico de las Sensaciones de Italia. Casal, seguramente, sería un místico laico, un eremita extraviado en el tráfago mundano.(2)
     Sus modelos fueron los mismos modelos de Valdivia, habiendo ambos hallado en el estilo de sus guías el que mejor se compadecía con sus facultades. Su educación poética comenzó en el verso escultural de Núñez de Arce, en la estrofa prodigiosa de Víctor Hugo, corregida por las maravillas de plasticidad, colorido y harmonía de Theóphile Gautier; en la labor exquisita de la escuela parnasiana, particularmente en los sonetos de Heredia, recibiendo más remota influencia de Musset, Lamartine y Vigny, y más inmediata y frecuente de los artistas en prosa similares de los ungidos de la forma rítmica, como Flaubert y, salvando las distancias en lo que atañe a la construcción, de los hermanos Goncourt. Hojas al Viento ha seguido casi inmediatamente a Nieve, y esta colección, en todos sentidos y muy principalmente en la energía y precisión del estilo, supera de modo extraordinario la precedente. El verso en Nieve es más correcto, más sobrio, el pensamiento ha ganado en precisión, unidad y verdadero sentido poético, su horizonte es más vasto y sus concepciones más elevadas. Fundados en tan rápido progreso y en sus expresas tendencias artísticas, estimuladas en gran parte por la estética del decadentismo, osamos decir que si Casal se decide a estudiar el patrio idioma para arrancarle los tesoros ignotos u olvidados que encierra para llevar el lenguaje de la Poesía a la perfección suprema, podría erigirse en el mantenedor de la escuela parnasiana, que lo atrae y solicita con hechizo irresistible.
     Es, en la nueva generación, el bardo y el artista. Ninguno, entre los pocos que ofician en el templo casi desierto de la poesía, lo aventaja en la fuerza o en la expresión de su sensibilidad, en la variedad de la fantasía, en la originalidad, en el primor del estilo, en el vuelo e intensidad del estro.(3) Tiene la pureza del gusto y el ansia de perfección que animó a Tejera y el secreto de la melodía que prodigó la musa gemidora de Palma. Estos elementos le bastarían para superar a sus colegas coetáneos, si no los superase al propio tiempo por las cualidades que antes hemos señalado. Es, como Valdivia, un estilista, pero más primoroso, más enérgico y más preciso en los símbolos y representaciones: ha sorprendido, aunque no siempre asimilándose, el secreto de la forma de los maestros de la literatura plástica, al igual que Valdivia, que ha influído decisivamente en su elección de modelos. Ha ido más lejos que Valdivia porque ha abrazado la doctrina con el intolerante fervor de un neófito, y no la doctrina estética a secas, sino todo el dogma del decadentismo, en tanto que Valdivia no ha ido más allá de la renovación y ampliación del estilo y del lenguaje.
     La escuela decadentista es complicadísima, no tanto por la fisonomía distinta de sus representantes, como por la confusión de principios y por sus irresolubles contradicciones. Es como el desaguadero estadizo, cuyas márgenes bordan y esmaltan las más nocivas y descoloridas flores del mal, y en que han vertido parte de su caudal el romanticismo y el pesimismo. La descomposición de estos elementos primordiales en temperamentos mórbidos ha dado origen a la escuela con todos sus matices y ramificaciones.(4) En su estética, tan difícil de sistematización, y en sus derroteros, tan indecisos como contradictorias son las tendencias en que se inspiran, han intervenido con copiosas contribuciones Víctor Hugo, Edgar Poe y Arturo Schopenhauer; y con legados menores Theóphile Gautier, Carlos Baudelaire, Gustavo Flaubert y Leconte de Lisle, como príncipe de los parnasianos. Hugo da el molde y el programa, que luego realizan en su estilo Gautier, Flaubert, Baudelaire en parte, y en absoluto Barbey d'Aurevilly; Poe, con sus alucinaciones, agrava el satanismo de Baudelaire y del autor de Les Diaboliques, propagando el culto a las visiones, a lo siniestro, a los conceptos quintaesenciados y a la expresión brumosa, rota y hasta incoherente; y Schopenhauer, el primero que vacía en cuerpo de doctrina el latente y secular pesimismo, sin solicitarlo, se encuentra entre los generadores de la escuela, sus grupos y adherentes más conspicuos. Las conclusiones del pensador alemán concuerdan con el nihilismo brahmánico de Leconte de Lisle, y éste es realmente el que magnifica la expresión poética que caracteriza al grupo de los parnasianos. Huysmans es un descriptivo de la energía y la fuerza de Zola; Zola es en la descripción un rival de Gautier, inferior a éste por el rebuscamiento de lo brutal y lo desgreñado de su retórica; la manera de describir, en los tres, es la manera de Hugo, por la visión, por el colorido, por la abundancia y el empleo del vocabulario; los tres son pesimistas con aspiraciones determinadas: Huysmans propendiendo a realizar el tipo «de una decadencia literaria, propósito que nunca tuvo un decadente griego, latino o latinizado; Zola, obsedido por un plan de crítica sociológica con pretensiones de experimentalista; y Gautier, que era el más templado, propendiendo siempre a realizar el tipo de un olímpico en el mundo del arte. Todos quedan a enorme distancia, en lo que hace a su concepción de la vida, del filósofo de la Voluntad y del poeta de La flor de la retama(5): su pesimismo, sin que pierda en sinceridad, tiene mucho de convencional, de experiencia de textos, de reglamentario dentro de un programa artístico aceptado y escogido. — Poe, que creó tantas situaciones en completo estado de embriaguez, tuvo siempre un culto casto y caballeroso hacia la mujer; era, por temperamento, tan aristócrata como Lord Byron y, como éste, un gentleman con rostro apolino; Baudelaire, que tan en lo hondo sufrió el ascendiente de Poe, que creó la «estética del libertinaje,» era religioso a su modo, saduceo con frecuencia, como Barbey d'Aurevilly era católico satanista, como Verlaine, que a ratos parece un ultramontano. — Huysmans admira a Moreau por el carácter simbolista de sus grandes cuadros, pero sobre todo por el carácter romántico de su obra, que tanto se compadece con el carácter de Eugenio Delacroix, sin que ello obste para que admire y ensalce un cuadro típico de Goya, pintor genuinamente español, es decir, realista, trágico, sombrío y hasta terrorífico, sin salir de la realidad ambiente de su medio y de su raza. — Naturalistas, simbolistas o decadentistas, todos hacen el efecto de soldados o jefes rezagados del ejército combatiente del romanticismo; algunos hacen recordar, con absoluto desinterés en los móviles, el tipo del condottiere que tan bien personificaron el Cid y César Borgia; todos exponen crisis del intelecto moderno, momentos en la dilatación de la cultura, etapas en la evolución moral; todos proclaman que hay religiones que agonizan y dogmas nuevos que alborean, pero que hay que colmar en la mayoría el vacío producido por la tabla rasa que ha hecho el análisis; en ninguno, sea jefe, sea prosélito, se halla nada que trascienda o semeje un credo, sino un fárrago de antinomias irreductibles e infungibles; y todos tienen por rasgos comunes en sus formas más simples: la preocupación constante de la perfección suma del estilo y de la perfección del lenguaje: la pasión exclusiva, intolerante y avasalladora del arte literario, que quieren convertir en soberano de todas las demás artes, rebajándolas a ser colonias de explotación, y aspirando, tácita o expresamente, a que reproduzca la armonía del arte clásico con los esplendores del renacimiento; el alarde de la incredulidad, la exageración del análisis, el gusto por la teoría y el prurito de la originalidad. Todo lo que hay de realizable en esta sinopsis se ha realizado y se continúa realizando. No contamos las desviaciones que sufre en cada temperamento, pues su estudio es un tema de patología literaria, no llegamos a decir patología mental. La manifestación estricta y pura del estado sano en la poesía contemporánea, se halla en los mejores representantes del parnasianismo. En este grupo la alianza del paganismo artístico, del pesimismo y de los sentimientos o de las sensaciones religiosas, no ha producido esos «verdores en que se revela la fosforescencia de la podredumbre»; ninguno de entre ellos prorrumpirá en esta exclamación de Poe: «¡Que enfermedad podrá compararse al alcohol!»; ninguno tampoco, como Baudelaire, ha llegado «a la sutileza, al amaneramiento, al contagio del gongorismo, al rebuscamiento de lo nuevo llevado hasta el paroxismo»;(6) en todos se han templado las cualidades y atenuádose los defectos, á la inversa de sus precursores que han pervertido las cualidades reemplazándolas con los defectos refinados. Los artistas del Parnaso Contemporáneo han depurado las adquisiciones, refrenado las tendencias y corregido todos los excesos por el buen gusto: son, en suma, como veremos en el caso típico de Heredia, los exponentes de mentes sanas en cuerpos sanos, como los decadentistas son ejemplares de mentes que corresponden a diátesis del cuerpo o del espíritu.
     Entre el optimismo con su cortejo de delirios y ensueños y el pesimismo con su fúnebre comitiva de energúmenos y plañideras, surge el meliorismo como la concepción más fiel de la vida, bandera gris que si lleva consigo el duelo anticipado de la derrota, tiene detrás, como la niebla de la madrugada, los esplendores de la aurora; doctrina que se aleja con horror del cinismo, a donde puede conducir, y ha conducido a algunos, la noción pesimista, y que se acerca al estoicismo, especie de religión profana y augusta en que han profesado los grandes caracteres de la historia. El meliorismo, expresión acabada del más robusto y civilizado de los grupos humanos, del pueblo inglés, es, más que una filosofía, un largo precepto de higiene moral. Y el arte, la espléndida florescencia de todas las civilizaciones, el que se yergue, monumental, sólido y augusto por encima del tumulto de la historia, ha sido, y será siempre, la flor preciosa que brota en el terreno en que más lozana ha crecido y desarrolládose la planta hombre.

Manuel de la Cruz. “Julián del Casal”. Cromitos cubanos. «Biblioteca de El Fígaro». La Habana: Establecimiento Tipográfico «La Lucha», 1892. 301-321.

Notas

1. Huysmans, personificándose en des Esseintes, personaje de su novela A Rebours, esboza la estética de lo artificial. Leyendo a Huysmans, vino Casal a hacer de Gustavo Moreau una musa auxiliar, como lo ponen de relieve —y él lo proclama — numerosas páginas de Nieve. Y Casal no ha visto un cuadro original de Moreau, ni copias, ni pastiches; conoce toda su obra por la reproducción fotográfica y por los exaltados panegíricos de Huysmans.

2. La afirmación fundamental de este párrafo y el augurio contenido en el párrafo siguiente , ofrecen vastísimo campo para el desarrollo de un tema que comprendiese la crisis actual de la moral, el desenvolvimiento histórico del pesimismo, su papel en la literatura contemporánea, aspectos del decadentismo o exposición crítica de lo artificial en las Bellas Letras, exhibiendo sus contradicciones, señalando sus orígenes y verdaderas tendencias, con un examen de sus principales representantes. Basta a nuestro objeto recordar, en conjunto, la obra de Edgar Poe y el juicio de su vida y sus trabajos por Ch. Baudelaire; recomendar el cotejo de los juicios de E. Scherer, J. J. Weiss y J. Lemaitre sobre Baudelaire y su escuela, sin omitir la opinión de Th. Gautier sobre Fleurs du Mal; aducir los juicios de Lemaitre sobre Paul Verlaine, J. K. Huysmans y Barbey d'Aurevilly; el paralelo de contrastes ([que traza Huysmans, entre un cuadro de Goya y otro de Turner en el libro Certaim, y el paralelo que existe entre Gustavo Moreau, juzgado por Huysmans en A Rebours, y Eugenio Delacroix juzgado por el competente Gautier en su pretensa Histoire du Romantisme. Al cerrar el presente boceto procuraremos compendiar la síntesis de este sucinto estudio comparativo con estricta aplicación a Casal.

3. Entre sus contemporáneos, Villoch se le acerca, si bien lo embaraza y retarda su peligrosa simpatía por el verso anti-poético de Campoamor y su apego a modelos que no aumentarán los quilates de sus fáciles y desenvueltas poesías; Pichardo, que sigue a Villoch, no explota los elementos de su vivaz y simpática inteligencia, y le daña su pasión por el género de que es órgano el festivo Madrid Cómico; Nieve Xenes, la musa gentil de esta era de poesía sin norte, tierna, apasionada, vehemente, sobria y correcta, está pidiendo un camafeo, como la crítica pide a su lira más melodías, como sus hermanos ya mencionados, lo mismo Casal que Villoch y Pichardo, parecen pedir a su corazón aquella intensidad y fuerza de sentimiento que revierte en sus estrofas vibrantes y harmoniosas. Mercedes Matamoros, que pertenece a otra generación, bien merece una trompa de oro que pregone sus méritos; y en el mismo caso se halla Isaac Carrillo y O'Farrill, que a veces recuerda cualidades de Zenea y a veces cualidades y defectos de Quintero.

4. Maurice Spronck, en su libro Les Artistes Litteraires [París — Lévy—1889], dice de Gautier: «el estado mórbido era en él congénito;» de Baudelaire, citando sus confidencias, que «no en vano había cultivado su histerismo con delicia y terror;» de los hermanos de Goncourt, «que surgen en nuestra época como la misma encarnación de la neuropatía;» de Gerard de Nerval, «que era un gran cerebro inacabado, obscurecido por una demencia intermitente;» y concluye diciendo de naturalistas, simbolistas y decadentes: «que parecen haber compartido la tarea de parodiar el romanticismo,» y «que a veces se pierden o en brutalidades bajas y repugnantes o en transposiciones tan abstractas y quintaesenciadas que acaban por disolverse en una vaguedad incomprensible», hasta justificar que uno se pregunte si tales excesos y desviaciones «no son el producto de una honda perturbación mental.» — Spronck, paladín del arte por el arte, es un apologista de los autores que van enumerados.

5. Leopardi, el tipo perfecto del verdadero y sincero pesimista, en mayor grado acaso que el mismo Schopenhauer, y que si es influido en el decadentismo ha sido de modo imperceptible, tiene dos rasgos comunes a los mejores representantes de la escuela: la nostalgia de las creencias religiosas abandonadas y la perfección inaudita de su estilo lapidario.

6. Las frases copiadas son nada menos que de Gautier: corresponden a su estudio sobre la poesía francesa. 1830 a 1868.