Al Público
Enrique Hernández Miyares*
El autor del presente libro, después de haberlo compaginado, de haber dirigido la impresión y salvado las erratas de los primeros pliegos, un día, cuando en la ficticia convalescencia de terrible mal, poblaba de nuevo su cerebro de más bellas ilusiones, de más irrealizables anhelos y quimeras, rindió su cuerpo a las caricias de la Muerte, que con tan consoladora tenacidad lo perseguía, ensombreciendo su rima primorosa.
Si los que mueren jóvenes son amados de los dioses, Julián del Casal, que ha muerto mozo y cercado de esperanzas que reverdecían en su alma triste, como el musgo que festona una encina carcomida; Julián del Casal, que era el poeta aclamado por los exquisitos; Julián del Casal, que a despecho de su modestia inmaculada alcanzó renombre y aplausos fervientes más allá del horizonte donde empieza la cultura refinada y acaban los apasionamientos lugareños; Julián del Casal que murió en una sobremesa intima, sonriendo, casi feliz, porque lo colmaban de alegría las ilusiones que alejaban de su vista la tumba entreabierta y sus locos proyectos de soñador y artista; Casal—decíamos—no era sólo el amado de los dioses, sino el llamado por ellos a compartir la gloria imperecedera de la fama, ceñida la cabeza de laureles, exenta el alma de ruindades humanas, colmado su corazón de las más castas idealidades; de los más bellos ensueños su fantasía y del asco más profundo todo su ser, por lo que no fuera la Belleza y el Arte, que juntos sollozan al pie de su tumba.
Al comienzo de este libro se leen con tristeza, con lágrimas, sus proyectos literarios. En la tenacidad inquebrantable de su carácter indómito, que no cejó un solo instante, porque en medio de la lucha supo contrarrestar su apariencia de abatido con los triunfos secretos de su espíritu genial; en su carácter confiábamos sus amigos, sus admiradores, para que el poeta que tan sólo recogió, con las primicias del aplauso, las dulces satisfacciones de las primeras victorias, lograra al cabo la apoteosis del genio, entre la aclamación de los vítores y el reconocimiento innegable de sus conquistas.
Pero como quiera que sea, sus trofeos bastan para embalsamar su memoria. Allí está su primer libro—Hojas Al Viento; — ahí está Nieve, y aquí se halla BUSTOS Y RIMAS. Después quedan religiosamente ordenados, guardados con amor santo, sus otros trabajos sin compaginar: estudios, críticas, cuentos, poemas en prosa; un tesoro que ha de aumentar su gloria, cuando los legatarios de su cariño los reúnan y publiquen.
Queda otra cosa además. El dolor inmenso de haberlo perdido en mitad del camino de la vida; «asesinado por la Muerte»—según la frase de los Goncourt;—queda el recuerdo imborrable de sus claros ojos relampagueantes, que infundían cariño y lástima, tristeza y espanto; queda su culto en muchos corazones que lo amaban apasionadamente, porque su alma era gemela de todos los que sufrían; y queda imperecedera la memoria del poeta exquisito que cincelaba rimas tan tristes como su alma, tan bellas como sus quimeras.
Ni prólogo, ni advertencia; sólo un aviso de su muerte al que leyere, son estas líneas escritas por un admirador de Julián del Casal, un hermano, un compañero, que no osa poner su firma al pie, temeroso de profanar su memoria con vana ostentación.
Él sabe quién las ha escrito y ha llorado escribiéndolas; y eso le basta.
*Presentación sin firma de Bustos y Rimas, de Julián del Casal. Biblioteca de La Habana Elegante. La Habana: Imprenta La Moderna, 1893.