Esperpento y picardía erótica en Miami
Rogelio Llopis
En alguna parte de la voluminosa obra literaria de José Martí existe un pasaje, que a propósito de Francisco de Quevedo, hace constar: “Los que vivimos hoy con su lengua hablamos”. Borges confiesa que por largo tiempo él hubo sostenido el criterio, concerniente a que ningún escritor de lengua española, ni tan siquiera el propio Cervantes, sobrepujaba en excelencia a Quevedo, y que acaso tardíamente había concluido que Cervantes, dadas las implicaciones globales del habla del intrincado mundo que nos legó, no admitía paraigual. De la específica conciliación de la lengua hablada y la lengua culta de uso más frecuente o mayor circulación, resulta evidente que Quevedo viniera a derivar la escritura que da pie al aserto de Martí. Se ha señalado, por demás, que el Quevedo poeta hace uso de un lenguaje cuya soltura se deja leer como si fuera prosa; de donde viene su naturalidad, su singular vitalidad.
Las consideraciones que preceden emanan de una atenta lectura del poemario de Néstor Díaz de Villegas, titulado Vicio de Miami. Decir que el autor ha parteado un estilo palimpséstico, calcado de los sonetos de Quevedo de más gruesa sal, no es hacerle entera justicia a sus aciertos, digamos, posmodernos. La obra es una versión picaresca, esperpéntica, desembozadamente sicalíptica, de un Miami, o más precisamente, Pequeña Habana, sumida en la mugre (léase el soneto Churre, inserto en la primera sección del libro) y el desamparo, no menos en la drogadicción y la promiscuidad venérea; es, en la segunda sección del libro, Abracadabras, un descenso a los infiernos que documentan unas reflexiones tan descarnadas como desconsoladas, amén de ser de una desgarradora sinceridad, cuyo cometido tiene por objeto trazar una toma de conciencia por parte del autor de lo que ha sido su realidad existencial, de lo que son sus convicciones estéticas, y de lo que le tiene reservado su trayectoria vital y probable sino.
Los once sonetos de la tercera sección, Algunos prefieren quemarse, ostentan dedicatorias cuyos destinatarios son once personas distintas, las más conocidas de las cuales son dos escritores cubanos difuntos a edad no tardía, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, uno y otro transmutados en objetos de culto por parte de sus rendidos admiradores y seguidores, y el roquero británico David Bowie, cuyo magnetismo atrae públicos multitudinarios, a quien dedica uno de los mejores sonetos del libro.
Los versos de esta sección son menos explícitos o escandalosos que los que les preceden; añaden pinceladas a la ambientación espiritual del libro, y uno de ellos, el que dedica a Sarduy, a quien Díaz de Villegas reconoce como “el Maestro”, constituye un emocionado homenaje.
La obra vuelve a cobrar intríngulis en la siguiente sección: Carta al padre. Los sonetos iniciales entrañan una apología de José Martí, cuyo favor en auxilio de una Cuba apabullada es invocado, y cuyo legado, entiende el poeta, es empleado con aviesa finalidad como enseña en combate de la “trinchera de ideas” por aquellos que más lenguas se hacen al arrogarse pautas. Repárese en que el legado martiano se ha tornado proteico a fuerza de soportar disímiles interpretaciones ideológicas. Díaz de Villegas hace la siguiente salvedad sobre lo que consecuentemente ha revestido para él la prédica martiana: “Tumba es la cuna que nos ha tocado/ hijos bastardos de tus fines nobles,/poeta ecuestre, padre derrotado.”
Vicio de la luz es la sección que cierra la obra. Es una galería culturalista en que obras pictóricas llevan la voz cantante en cuanto a la temática, y en que alienta una modalida terminológica tocada por el vocabulario del Modernismo hispanoamericano antes que por la simulada dicción de los sonetos de sal gruesa de Quevedo, salvo en el caso de los sonetos sobre las peripecias de Santiago “hijo de pescadores galileos”. Ya antes dicha modalidad se hace sentir en la obra. Los giros de ciertos sonetos de la primera sección, verbigracia, Grant, constituyen ejemplos de la peculiar y sicodélica escritura de cierta etapa en la evolución estilística de Julio Herrera y Reissig.
Los sonetos que tienen a San Cristóbal por eje temático son felices muestras del alcance culturalista y de la manera modernista de Díaz de Villegas. Para mayor abundamiento, los sonetos de Vicio de la luz en los que aparece la figura protagónica de Santiago, cargan la mano del lado de la caricaturización pornográfica mediante el humor del tipo que regía en el teatro Shangai del barrio chino de La Habana, un humor menos pornográfico que burlesco. Pues en la década del 50 en que floreció deslumbradoramente el Shangai, la pornografía llamada hard-core en los Estados Unidos, en la que el chiste verde y el gracejo soez son eclipsados por el acto explícito, aún no había asomado la oreja, y el burlesque o género de streap-tease, cuya antológica representación esa el aporte estelar al arte del desnudo de Gypsy Rose Lee, no cesaba de cosechar priápicos aplausos.
En Santiago hablándole a los demonios, Díaz de Villegas hace uso de la parla de quien se encuentra en trance de posesión demoníaca, un parla que él pone en boca de Santiago. Parla zafia y obscena en que, es fama, suelen traficar los demonios, y a su vez aquellos de nosotros que nos vemos obligados a hacernos entender por ellos, como –hay que creerle a Díaz de Villegas– no puede menos que hacer Santiago. Entre los más eminentes aciertos de Vicio de Miami, que bien pudiera conceptuarse, en lo que atañe al desparpajo del lenguaje, como el homólogo en verso de Te di la vida entera, de la compatriota Zoe Valdés, cuéntese el que deja al arbitrio del lector hasta qué punto su autor nos habla meramente desde un enfoque de marginalidad, en vista de que los referentes básicos de la obra hacen caso omiso de la evasión.
Catálogo de Letras, No. 11-12, 1997