Proustituciones
“El que lee a Proust, se proustituye”.
Andrés Henestrosa
Enrico Mario Santí
La publicación de Por el camino de Sade / Sade’s Way, de Néstor Díaz de Villegas, no puede menos que llamarse un acontecimiento en las letras cubanas. La secuencia de cuarenta sonetos (y sus correspondientes traducciones) es en realidad el segundo libro de también cuarenta poemas de este autor, que hace cinco años había publicado sus Confesiones del estrangulador de Flagler Street. Se trata, en ambos casos, de secuencias de sonetos con una temática blasfema y maldita —uso estos adjetivos adrede—. Si hace cinco años escuchamos las picarescas confesiones de un estrangulador en pleno Miami:
Estrambótica, erótica y vulgar,
a lo púdico y público antecedes:
abundancia en congojas traen tus redes
desde el fondo de un turbio muladar
ahora, en cambio, vemos la burlesca puesta en escena del discurso deshilvanado de un Divino Donatien Alphonse Francois, Marquis de Sade. Rigor prosódico y procacidad temática, lógica e impudicia, lucidez y lascivia, solemnidad y jodedera, razón y perversión, se dan la mano en estos brillantes ejercicios lúbricos para crear una rara tensión, tan poco frecuente en nuestras letras, y que el propio libro comenta cuando nos alerta, con típica ironía: “Así por el camino de Sodoma / el mismo caminante llega a Roma”. Una palabra resume la poética de Díaz de Villegas: transgresión.
Ya el título del último libro lo dice todo, o casi. Por el camino de Sade es un pastiche del nombre del Marqués con el título de la primera novela de la Recherche de Proust, Du coté de chez Swann (Por el camino de Swann), esa primera memoria del niño Marcel donde plasmó las torturas, tanto reales como imaginarias, de la vida en familia. Pero el apellido alude a otro nivel, más bien implícito. “De Sade” era, o al menos eso suponemos, el apellido de “Laura”, la “donna angelicata” que Petrarca cantó en su célebre Canzoniere, o rime sparse, y que, como sabemos, inaugura en occidente la tradición del ciclo sonetil. Digo suponemos, sin embargo, porque nunca se ha sabido exactamente cuál fue el apellido de la tal Laura, y su identidad (como la de la Giocondade Da Vinci) permanece sumida en el misterio. Lo que sí sabemos, en cambio, es que el propio Marqués, consciente de esa legendaria atribución del apellido, se lo apropió y quiso de todos modos ser, o imaginarse, descendiente de esa “donna angelicata”. Sin duda lo hizo con un perverso propósito: el de demostrar hasta qué punto su satanismo dieciochesco significaba la humillación de un medieval estado beatífico en su familia; o tal vez que su prosa perversa marcaba la degeneración definitiva de esa sublime poesía que su antepasado había inspirado.
Pensarán ustedes que se trata seguramente de una fantasía filológica mía. Pero lejos de serlo, esa filiación aparece plasmada en el soneto 7 de Por el camino de Sade, y que comienza diciendo así:
En la raíz del árbol Reyes magos
y en las ramas doradas los sonetos
de Petrarca y de Laura—vericuetos
de la sangre, heráldicos amagos
lo harán sentir impulsos obsoletos
hacia una edad de eunucos y de esclavos:
tan ridículos son decimoctavos
sobrinos como góticos biznietos.
O bien en otro soneto, el 10, que repite la tortura de Rosa Keller, la legendaria víctima de Sade, donde también dice: “Como Laura a Petrarca —más pedante, / más renuente a servirle de modelo— / lo confunde y lo olvida en un instante”. El “camino de Sade” por el que transita Díaz de Villegas es por tanto doble; su bifurcación corresponde al contenido y forma de su libro: a un tiempo, homenaje al Divino Marqués y puesta en práctica de la tradición lírica que representa el nombre de su ilustre, aunque tal vez imaginario, antepasado.
Dije anteriormente que el libro era una puesta en escena, y esa observación me lleva a abundar en el sentido de toda secuencia lírica, como ésta lo es. El lector común y corriente suele pensar que los libros de poemas son sencillas y arbitrarias recopilaciones de textos que un buen día el poeta decide recoger y publicar sin atender a la organización del libro. Y así, solemos pensar que, a diferencia de una narración (cuentos y novelas), un libro de ensayos o una obra teatral, los libros de poemas no poseen una estructura interna dictada por la causalidad. Sabemos bien, sin embargo, que a partir de Petrarca y sus rime sparse toda secuencia lírica, y en particular todo ciclo de sonetos, es una gran arquitectura literaria que posee causalidad interna; es decir, vincula un poema con los que le siguen, o anteceden. No digo, desde luego, que todos los libros de poemas posean esta estructura interna —los libros malos o mediocres, desde luego, no la tienen—, y es de esa manera, por cierto, identificando tal carencia, entre otras cosas, que podemos determinar si un libro de poemas es bueno o malo. A mayor estructura interna, mejor el libro.
Toda secuencia lírica postula, igualmente, un concepto de ficción parecido, aunque no idéntico, al de un cuento o una novela. Los libros de poemas, sobre todo si se trata de una secuencia del mismo género —en este caso, por ejemplo, un ciclo de sonetos— poseen lo que podríamos llamar una ficción ritual en la que el poeta-autor y el lector participan libremente. Dicha ficción ritual, que rige toda secuencia lírica, puede desarrollar cualquier tema —desde la seducción y pérdida de la amada (como en efecto ocurre en Petrarca), los episodios reales o imaginarios de una biografía (como, por ejemplo, los Versos sencillos de Martí), hasta la denuncia de un tirano (el Canto general de Neruda)—; pero lo cierto es que a lo largo de cada libro los poemas van desarrollando, paulatina y acumulativamente, los datos de un argumento. La misma ficción ritual tiene otra peculiaridad: los poemas dramatizan esa ficción a partir de discursos que están a medio camino entre el monólogo interno y el diálogo con los demás. De ahí que, como he dicho, una buena secuencia lírica imite una puesta en escena, un teatro en el que un autor habla; o como en el caso del libro de Néstor, un autor que se pone y quita varias máscaras e identidades. El lector participa de esa puesta en escena no sólo como espectador, sino como otra cosa más importante: es cómplice del autor en su ritual de presentación, en lo que hoy solemos llamar su performance. Porque en una secuencia lírica, el lector no sólo lee sino repite (en el doble sentido de reiterar y ensayar) las palabras del autor, y las hace suyas, las encarna. Cuando leemos, por ejemplo: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, repetimos el pensamiento de Neruda como si en efecto estuviéramos tristes esta noche, y a veces porque para estar verdaderamente tristes esta noche (sobre todo si nuestra/o amante nos ha dejado) necesitamos leer esos versos. Los versos de Neruda, para decirlo en inglés, get us in the mood. O como diría la actriz Yvonne López Arenal: nos ponen en situación. De manera análoga, cuando leemos en el soneto 38 de Por el camino de Sade una de dos artes poéticas (la otra es el número 16), “Puedo escribir los más tristes versitos / esta noche, sentado a la coqueta. / Puedo sacar mi voz de la gaveta / y dejar argumentos malescritos”, queda claro que se trata de una parodia de Neruda, y que al repetirla nos ponemos en otro mood, el de la jodedera de Néstor y del tipo de poesía burlesca que él escribe: “¿De qué vale coger yambos bajitos / y morir con la toga del poeta / si no baja la blusa y una teta / abotona sus pétalos marchitos?”.
¿Cuál es, en efecto, el mood de Por el camino de Sade? Ya el título lo dice todo, o lo insinúa: una liturgia erótica. Aunque el erotismo es sólo parte de su historia. En realidad el moodes, o lo recrea, la propia figura del Marqués de Sade, o al menos el sadismo en cuanto estructura de imágenes y clichés culturales. En ese sentido, el “sadismo” —y por esto me refiero, claro está, al sadismo en el libro— es otras tres cosas: [1] la crueldad y la violencia en el erotismo, pero también el teatro dentro del cual se realizan esas prácticas eróticas, para no hablar del pensamiento filosófico que lo justifica; [2] la azarosa biografía del Marqués, la que incluyó persecución y prisión, en parte durante la Revolución Francesa que lo condenó y a la cual él mismo denunció, y [3] la experiencia teatral de Sade, que, como sabemos, dirigió un teatro de locos en el Hospital de Charenton, donde él mismo fue recluido. Los elementos de este dispositivo temático aparecen pulverizados, como aquel que dice, a lo largo de los poemas de Por el camino de Sade. Es decir, en los textos a veces habla el propio Marqués, pero a veces también se habla acerca de él; se alude a episodios de su biografía (el castillo de Silling, Rosa Keller, tal vez su más legendaria víctima, o el inspector Marais, su perseguidor más obstinado); pero se alude igualmente a objetos culturales, mayormente del Iluminismo, que lo recuerdan, o anticipan (las telas de Watteau y David, el astrónomo Bailly, el Contrato Social de Rousseau).
Desde luego que lejos está de la intención del libro de Néstor recrear una fiel historia del Marqués y su época. Se trata más bien de una recreación paródica, burlesca, jodedora —lo cual desde luego no excluye la ocasional meditación seria, y sobre todo política—, todo lo cual emparenta la poética de Díaz de Villegas, por cierto, a lo que mi llorado amigo Severo Sarduy llamó, con tanto acierto, el “estilo neobarroco” y que, en la práctica textual de Por el camino de Sade, aparece en su astuta carnavalización. De hecho, si algún nombre tiene la puesta en escena de este libro es, en efecto, carnaval. Dijo Sarduy al respecto, inspirado a su vez en las ideas del ruso Mikail Bakhtin:
La carnavalización implica la parodia en la medida en que equivale a confusión y afrontamiento, a interacción de distintos estratos, de distintas texturas lingüísticas, a intertextualidad. Textos que en la obra establecen un diálogo, un espectáculo teatral cuyos portadores de textos son otros textos; de allí el carácter polifónico, estereofónico, diríamos... de la obra barroca, de todo código barroco, literario o no.
Para captar cómo lo que podríamos llamar el carnaval barroco opera en Por el camino de Sade, habría que educar el oído, como quien dice, a sus parodias, tan múltiples como dispersas. Sólo cito las más obvias, además de la de Neruda, que ya vimos: “un sabio que no tiene quien le escriba” (García Márquez), “el mulo busca ahora un precipicio” (Lezama Lima), “es el Marqués, la chusma dirigente” (la Avellaneda), “el cuento que un idiota cuenta / lleno de furia y de sonido” (Shakespeare), “las entrañas de un monstruo y de un gigante” (Martí), “volverán las sagradas golondrinas” (Bécquer). Sin embargo, ninguno de estos textos pulverizados tendría su efecto paródico si no fuera, además, por el tono coloquial del vernáculo cubano que actúa como una suerte de pegamento y que otorga unidad formal al libro. No es Sade, por tanto, el que habla allí, sino un cubiche, tal vez exiliado, disfrazado de Marqués, el que comenta, con desenvuelta jodedera, la vida y milagros de De Sade; vida y milagros que, por cierto, abriga inquietantes paralelos con los nuestros. En este sentido, Díaz de Villegas trabaja con versos de arte mayor dentro de una muy establecida tradición vernácula de arte menor que se remonta a los versos de Zequeira y Arango en el siglo xviii, atraviesa el XIX con Plácido y el Cucalambé, y que en el XX practican poetas tan excelentes y disímiles entre sí como Eugenio Florit, Severo Sarduy y Orlando González Esteva.
Dejo para lo último la nota que, para mí, es peculiar de este libro: su carácter de crónica. David Landau, el excelente traductor y editor de Por el camino de Sade, habla en su «Introducción» no sólo de los orígenes disidentes de Díaz de Villegas, quien a la edad de dieciocho años es condenado a cinco años de prisión en Cuba por el satánico delito de haber escrito un poema, sino lo que Landau ve en sus poemas: “la circunnavegación artística del mundo”. Cuando en los versos de Por el camino de Sade aparecen algunos como “Jean Marais, Jean Valjean y Janet Reno, / borrados personajes de la historia”, o como
El compañero que ahora exhorta
al Patria o Muerte, busca el desacato
y conmuta la culpa del chivato
porque el ayer soñado no le importa
el autor nos ofrece entre líneas, tal vez hasta a flor de su piel, una crónica de su época; época, por cierto, cuyos paralelos con la del Marqués —la del ocaso del Iluminismo, del terror de la Revolución Francesa y del comienzo del Romanticismo— son en verdad inquietantes. Díaz de Villegas habla, por tanto, desde “otra Revolución” que, como dice en el último soneto, toda vez que nos ha cantado las cuarenta, “quemó los tomos de Lamartine, las tristes poesías / de Bécquer, los correosos lomos / de Hugo y Flammarion que tú querías / fueran míos”. Su transgresión, en última instancia, no es sino ésa: identificar al Marqués de Sade como el dispositivo irónico, el resultado dialéctico —como dirían mis colegas políticamente correctos— del Sueño de la Razón que produjo un monstruo, que no es tanto el sadismo como la Revolución. Al identificarlo, no sólo se identifica el autor con Sade, sino que realiza otra cosa: hace a su lector igualmente cómplice de la misma identificación y la misma condena. Dice por eso en el mismo soneto 16 que, como he dicho, es una de sus dos artes poéticas: “Ni mandarte a un concurso de poemas, / ni leerte en la taza del servicio, / sino identificarte con mi vicio / a través de simétricos fonemas...”. Su lectura nos prostituye, o mejor dicho: proustituye.
Escrito en la otra cara oscura de la poesía de nuestro país, aquella que siempre se ha opuesto a la edificante fantasía de “lo cubano en la poesía” —la del Heredia íntimo, las pesadillas de Zenea y de Casal, la del Martí alucinado de los Versos libres, o la de Boti, Virgilio Piñera, García Vega y Lezama—, Por el camino de Sade nos ofrece no una ruta sino, literalmente, un “libro sin páginas”: meras palabras que se nos hacen indelebles para luego, como las cenizas del Divino Marqués, desaparecer de la memoria de los hombres.