Locus Solus o El retrato de Dorian Gay
Jorge Ángel Pérez
Él no es un maricón cualquiera.
Yo no soy un maricón cualquiera.
Sus amigas le llaman Dorian Gay. Pero no es el modo de llamarme lo que me hace diferente, ni las pestañas larguísimas, el pelo rizado y rubio, tampoco la piel tersa y rosada. Más bien soy un pájaro apagado y sin gracia, además ya cumplí los treinta y cinco, ya a esta edad en la que no se es ni joven ni viejo, una tiene muy poco que mostrarle a la gente.
Su genialidad radica en la posesión de un amante.
De no ser por mi amante yo sería un maricón cualquiera. Mi amante, al decir de una especialista en penes y letras, es un gran poeta; y esta categoría tan elevada mi amiga la reserva para los grandes de verdad. Entonces cita a Goethe, Schiller, Dante, Rimbaud, Baudelaire, Shakespeare y dos o tres más, para terminar diciendo con arrobo: “y en la cumbre: tu hombre”. Lo que me hace a veces pensar que este pájaro en esta cuestión es un poco chovinista. Lo mismo le ocurre con los penes. Para ella no hay nada como el falo de un cubano, y si es negro, mejor. Pero eso sí, dice en ciertos momentos, no se te ocurra ligar los penes con las letras, porque terminarás siempre exclamando que te dan pena los penes vencidos. “Para la cama yo prefiero al Rimbaud que estrangula un elefante que al que escribe El barco ebrio”.
A mí me da lo mismo que sea gran poeta o un chofer de la ruta veintidós. Confieso que me enamoré del hombre y no del poeta, aunque cuando llega en las noches me encanta decirle: “Vino el caballero a punto”, para que entonces responda: “Venir a punto era fuerza. A caballeros las damas nos obligan cuando ruegan”.
Y es cierto, le ruega porque su hombre muchas veces no está presto, además de poeta es político y sus obligaciones lo vuelven más inaccesible.
Pero a mí no me importa, yo lo espero. Me encanta cuando llega, se quita la levita y chistera, se tira en el sillón de la izquierda, se zafa la corbata, desabotona un poco la camisa, y entonces le sirvo una copita de ginebra. Se la lleva con parsimonia a la boca, como todos los hombres que disfrutan del alcohol, bebe un sorbo y dice “es divina”.
Preferiría que así lo llamara a él.
Pero yo espero, casi con calma espero, y quedo convencida que un día lograré que me llame “divina”. Otro sorbo bebe mi amante y luego otra copa y yo espero. Extasiada lo miro. Con cada copa se abre más la camisa: y entonces su pecho blanco y delgado empieza a mostrarme aquella levísima lana negra que surca su esternón. Me inclino para mirar lo que pueda verse de sus pectorales, y retorno a mi posición, porque ya me voy excitando, y él no soporta que lo interrumpa cuando bebe, y a mí me encanta complacerlo, no sólo me agrada, también temo que no regrese y lo pierda. Sin mi hombre, muero. Soy partidario de la erotización por lejanía, de la que hablaba ese poeta gordo. Pero con ese ni muerta; no lo soportaría con tanta grasa sudando sobre mí, diciéndome al oído versículos bíblicos, o llamándome. Ese que se acuesta con Foción, con el vasco Farraluque, o mejor con un negro, para que sepa lo que es un hombre y así se deje de tanto barroco, porque no hay mejor exageración que la que pueda tener un hombre entre las piernas.
El mío es diferente. Para darse cuenta basta con fijarse en sus ojos, igual que lo hago ahora, con su mirar algo estrábico, que se me antoja libidinoso, con el deseo oculto en sus ojos de caerme encima y devorarme a besos…
Aunque él preferiría que viniera despacio, para olerlo, despacio, despojado de esas esencias francesas que apasionan tanto a los maricones, oler su aliento a ginebra, como los hombres verdaderos, y que respiran también muy despacio…
Un picor me recorre toda, desde los pies a la cabeza ¡Ay mi cabeza! Estalla de deseos, y mi hombre allí con su ginebra, y yo de este lado con mi soledad.
Siempre le gustó contemplar a los hombres…
Siempre me gustó contemplar a los hombres. Desnudarlos con la vista después de imaginar todo lo que llevaban dentro de la ropa. Nada había para mí como imaginar antes de tocar, lo hacía antes de encontrar a mi hombre. Me iba a la calle y los miraba a todos: blancos, negros, chinos, indios. Para mí todos los hombres tenían algo. Claro, la experiencia y los “antecedentes penales” acumulados en mis años de trabajo, me fueron permitiendo cierta especialización. Un pie calzando un zapato cuarenta y dos, ¡la maravilla en entrepiernas! Después de la selección venía lo más interesante. Mirar con descuido al escogido, y luego el placer de ir bajando la cabeza, con más descuido todavía, con delicioso y fingido descuido… (Esto deberá repetirse varias veces. Primero porque resulta sumamente excitante, y después porque aparentas no estar desesperada, aunque en realidad lleves mojado hasta el corazón).
Caminaba unos pasos y volvía de vez en cuando la cabeza, hasta que encontraba un baño público.
¡Ay los baños públicos! Eso sí me gustaba. Yo no soy como esa loca a la que llaman Leslie Caron, la muy mística asegura no tener ni un solo baño en su curriculum. Yo y mi amigo Maritza Abreu sobrecumplimos la norma de horas baño. Aunque hoy estoy entregada a un hombre, a mi hombre, me encantaba entonces disfrutar de esos urinarios, malolientes y enrarecidos, que se levantaban desde el suelo como grandes falos. Ya dentro, situado estratégicamente, comenzaba a disfrutar de aquella hilera de penes excitados, que intentaban escaparse de las manos de su dueño o de las del vecino de urinario para venir a las mías, que no harán otra cosa que acariciarlos, desde arriba hasta la base misma, sin prisa, sabiamente, porque para penes se hicieron estas manos, y nunca es suficiente el tiempo que se les dedique. Ahí está la génesis del mundo, la génesis del mundo escapando en su blancura y cayendo en el mármol más blanco todavía. Y se iba el primero, y si te he visto no me acuerdo, pero yo me quedaba, siempre me quedaba hasta el final, hasta que no había una en pie, y entonces mi amiga Maritza se acercaba: “Basta por hoy. Mañana será otro día”.
Después de tanta tempestad se ha quedado tranquilo, con sólo un hombre. Un hombre que llega cuando quiere, en la soledad, en la noche, en el silencio.
Y yo por volverlo a ver salgo a verlo al mirador.
Cuando no viene permanezco quieta, encerrada en mi casa. Siempre supe que era casado. Que a su mujer no amaba. Que con otras se encuentra y con ellas bebe, y les cuenta historias hasta fascinarlas. Así lo quiero. Algún día será para mí solamente. Entonces se quedará igual que ahora, con la copa en la mano y la camisa toda abierta colgando a ambos lados de su pantalón negro, anudado un tanto más arriba del ombligo. Mientras habla de Emerson, me figuro lo que está detrás de esa bragueta. Emerson no era familiar, pero era tierno. Para él la amistad tenía algo de la solemnidad del crepúsculo. Que el amor es superior a la amistad en que crea hijos, y la amistad es superior al amor en que no crea deseos. A mí no me importa Emerson ni lo que pensaba.
Pero su hombre parece no darse cuenta. Habla de Whitman, que tampoco le interesa.
A menos que me hable de su mariconería y de cómo siendo loca conquistó la fama.
Pero él insiste en no entenderlo y comienza a hablar sobre el Cristo que pintara el húngaro Munckacsy y luego sobre Keats.
Y yo cuanto quiero es que me vea, tirada en este sillón, con el pecho desnudo en espera de su boca, o que me habla de la noche anterior, bien bajito, pegado a mi oído y me prometa que hoy será mejor.
Nadie le dice de cuánto espera oír, por eso se levanta, toma su copa para llenarla de nuevo, para comprobar cuánto resta en la botella y mdir cuánto tiempo más se quedará con él.
Antes de darme la vuelta, deslizo suavemente mis dedos por su pecho y rozo su lanita negra y su piel finísima. Crispada toda, apenas tengo tiempo de tirarme hacia atrás, en el sillón, excitada, muerta de amor. Miro sus ojos un tanto estrábicos, su amplia frente que ya anuncia su gran calvicie, pero a mí no me importa porque esto lo hará más viril. Para las mujeres los bucles y a los hombres la calvicie.
Ahora levanta una mano y habla de la patria.
Oyéndolo me alegro como un escolar sencillo. Estoy orgullosa de tener por amante al fundador de la nación, el que alza su voz para decir “con todos y para el bien de todos”. No puedo dejar de peguntarme en qué lugar de esa sociedad quedarán los maricones, en este país que, como dice mi amiga Maritza Abreu, los quemó en las hogueras de la Inquisición y continúa repudiándolos aunque se sienten a la misma mesa el fresa y el chocolate.
Los resplandores de la hoguera y la peste chamusquina me están poniendo trágica. Basta con eso. Motivos no tengo, ahora que mi hombre me acompaña en la noche: La más agraciada de las pájaras de la ciudad envidiaría un momento como éste, en el que hay de todo: sexo, poesía y justicia.
Mira ahora a su hombre quitarse su anillo de casado y ponerlo sobre la mesita al pie del sillón. Quizá para no ofenderlo. Quizá para demostrarle que a su mujer no ama.
Pero a mí no me interesa el motivo que lo impulsa, sólo que cada vez se queda más desnudo.
No ha de permitirle que hable de la cárcel, ni de las canteras, ni del martillo sobre la ruda piedra. Se pondría triste, muy triste. Nada hay más desesperado que el amor sufriente.
Dios mío, yo lo quiero amantísimo, o lo prefiero poeta al político que se arriesga, ensilla su caballo y galopa hacia la muerte. Así no podría vibrar por su ancho bigote, tan ancho que apenas me deja percibir el lado superior, igual de hermoso, sin duda, que el de abajo, con ese borde agudito y tierno por el que me muero, por el que mataría; por su cuello largo, recio y vistoso, lo mismo cuando está descubierto, que con las corbatas románticas de seda, como la que admirara en Oscar Wilde de visita en New York, hablando de arte inglés en el Chickering Hall.
Aunque está dentro sale de nuevo al mirador.
Salgo para coger un poco de aire, para que sepa que lo espero con unas ganas enormes. Entro, pongo cerca de sus pies las pantuflas, para embullarlo a que abandone sus botas y después los calcetines, y a mí me crece el pulso, me sonrojo mirando sus pies tan blancos, tan finos, surcados de venas azulísimas, con un arco delicioso, y creo quebrarme ante la desnudez de sus pies, que no son cualquier cosa, sino el sostén de mi amante, el apoyo del poeta, el calzo de la nación.
Entonces sube el pie derecho sobre el sillón; el antebrazo lo posa en la rodilla. Él se fija en sus axilas de un vello negrísimo. Su amante se inclina y con la otra mano acaricia el pie levantado como si quisiera anular el cansancio. Ya no bebe. La copa está olvidada en la mesita, junto al anillo.
No resisto más. Caigo de rodillas y beso sus pies tan fríos. No sé cómo empiezo a llorar. Mis lágrimas y mis besos mojan sus pies. Y esta vez, esta vez, durante esta noche única, no los retira. Los deja en mis manos, los deja en mis labios. Sólo me mira. No se mueve. No acaricia mi pelo. Tiemblo de miedo y hasta de felicidad. Alzo mis ojos suplicantes. ¿Por qué no seca mis lágrimas, Dios mío?
Después de un rato de espera se levanta del suelo, sin hacer ruido; con sigilosa suavidad llega a sus labios. Su hombre sigue quieto.
Lo beso temeroso, angustiado. A un lado y a otro, a un lado y a otro.
Él sigue quieto.
Beso su cara toda, el bigote denso, la boca oculta, los ojos levemente estrábicos.
Él sigue quieto.
Beso su frente amplia, su cabello frágil. ¿Por qué solamente me mira? Quieto, distante.
Mi boca rodea su cuello y baja hasta el pecho blanco, lo beso, lo huelo. Descubro sus hombros, olfateo sus axilas. Mis papilas se juntan con sus poros.
Recorre el brazo, el antebrazo, hasta quedar preso en sus manos, que ahora no escriben versos ni una revista para niños, ni cargan un pesado jolongo. Esas manos son suyas, no hacen otra cosa que dejarse besar. Como si fuera la última posibilidad de su vida, las cubre con sus labios.
Mi amante inmóvil todo lo permite. Él está quieto, muy quieto. Desabrocho sus pantalones, bajo sus calzones y sucumbo ante su pubis afiebrado. Sus vellos hincan mi lengua, la llevo hasta su copa y la baño de ginebra, para que el alcohol la purifique y llegue virgen a su sexo, que esta noche es mío, y de mi boca entreabierta y de la sed de mi lengua. Pego mis labios, los retiro, los vuelvo a pegar. Abro más la boca y entresaco mi lengua, convulsiono con su sexo metido hasta la base, hasta el fundamento de la poesía y la nación. Siento dilatarse sus venas, las mías quieren reventarse. Nunca vi anatomía más hermosa. ¡Ay de mí! Cuánto amor pongo en mi boca.
Su amante está quieto, igual que siempre, controlando sus impulsos. Cualquier cosa menos el pecado nefando. Él no entiende por qué. ¿Cuál es la razón, el motivo? ¿No lo complacía Calamus y la camaradería entre los hombres?
Nunca antes vibré como esta noche. De los hombros me nacen alas. Soy una copa con alas que asciende al cielo. Alzo los brazos como Pomona. Gira, se quiebra, se abre en dos la cachemira. Entonces quiere que grite, que abandone su acompasada respiración. Quiero que se asfixie y que me trague. Lo siento dentro. Lo tengo dentro, llenando mis espacios vacíos. Llenando sus espacios vacíos, la soledad inexorable de su carne. Grita, se mueve. Grito. Grito. Me muevo, me agito. Mi mano aprieta mi sexo, aprieta el sexo. Un ardor dulce, un escalofrío que avanza, escapando en su blancura y se derrama en las sábanas revueltas.
Caigo hacia atrás, ya sin poder, vanamente.
Torna a ser el mismo pájaro apagado y sin gracia: el Dorian Gay que mira siempre el retrato de su hombre. Con sus ojos perdidos en la distancia, y en el tiempo, está metido en su marco, inmóvil, sin fijarse en mí. Pero no importa: mañana será otro día.