Una interviú con Martí

Adrián del Valle

     Serían como las dos de la madrugada, hora solemne de calma y reposo.
     La ciudad dormía. Ni un alma transitaba por las desiertas calles, sobre cuyo empedrado resonaba el taconeo de mis pasos acelerados.
     ¿A dónde iba yo a hora tan intempestiva, más propia para el descanso que para el paseo? En verdad que casi no me atrevo a decirlo, temeroso de que una sonrisa de incredulidad asome a los labios del lector. Pero, en fin, ya que es necesario decirlo, allá va: Me dirigía al Parque, decidido a tener una interviú con la estatua marmórea de Martí.
     Verán ustedes como me fue sugerido semejante propósito, al parecer fuera de lo razonable. Como a la media noche me había acostado, pensando en un artículo que tenía que escribir para el número en que CUBA Y AMÉRICA conmemorara la fecha del 10 de octubre. El caso fue que me dormí sin haber logrado esbozar un plan para mi trabajo; mas he aquí que al poco rato desperté con la idea fija de entrevistarme con la estatua del Mártir de Dos Ríos. Me levanté de un salto, vestíme apresurado, me cercioré de que llevaba cuartillas y lápiz y salí decidido a la calle.
     El Parque estaba completamente desierto. Los fatigados leones dormitaban en los ángulos; en el suelo pulido de cemento, alumbrado por la blanca luz eléctrica, dibujaban caprichosos encajes las sombras ligeramente movedizas de las ramas de los árboles; las verdes sillas, correctamente alineadas, envolvían el patriótico monumento, encima del cual estaba el Maestro con el brazo extendido y como dirigiendo la palabra a una magna reunión de invisibles espíritus.
     Me acerqué al monumento, levanté la cabeza y exclamé:
     — Maestro.
     No me respondió. Levantando más la voz, repetí:
    — Maestro, Maestro…
    — ¿Quién me llama?
    — Un humilde periodista que desea celebrar una entrevista con usted…
    — Un momento, amigo mío — y así diciendo vi, no sin cierta estupefacción, cómo la efigie, con grandes precauciones y agarrándose a los salientes del monumento, iba descendiendo hasta poner pie en el suelo.
    Al llegar a mi vera, cogióme afectuosamente las manos y exclamó:
    — Muy agradecido a su atención. No sabe usted cuánto me place tener un momento de agradable charla. Realmente estoy cansado de mi papel de estatua silenciosa y decorativa. ¡Ay, preferiría que en vez de haberme puesto en efigie en este público lugar, para servir de ornato y atraer las miradas indiferentes de los transeúntes, mis hermanos hubieran recordado siempre mis doctrinas! Hubiera sido el mejor homenaje.
    — Su recuerdo no se ha olvidado, Maestro. Todos los cubanos le recuerdan con cariño y veneración.
    — ¿Y qué me importa que recuerden de tarde en tarde mi nombre, si han llegado a olvidar mis doctrinas? Oye: Hubo un tiempo en que el ideal de la patria redimida unía y hermanaba a todos los cubanos amantes de la independencia del suelo nativo y de la dignificación de sus hijos como ciudadanos libres. Cuba era para nosotros algo más que una palabra, algo más que un pedazo de tierra que el acaso o leyes inquebrantables hicieron surgir del seno de los mares con todas las galas de una espléndida naturaleza: era para nosotros la aspiración hacia un estado social en que fuera garantido el derecho, respetada la conciencia, ejercitada la mutua consideración. Las palabras Cuba libre resonaban gratamente en nuestros oídos con armoniosos acentos de indecible ternura, que hacían vibrar al unísono las fibras de los corazones, que avivaban los entusiasmos, que despertaban las esperanzas y alimentaban los generosos deseos de libertad, los justos anhelos de independencia. Amábamos a Cuba, la adorábamos, y estábamos dispuestos a derramar la última gota de sangre por verla libre y feliz… Y bien ¿qué se han hecho todas aquellas nobles aspiraciones, aquellos castos amores? Se han esfumado, precisamente cuando era llegado el momento de manifestarse en la realidad.
    — ¿Y a qué atribuye usted todo esto?
    El Maestro miró a su alrededor, para cerciorarse de que nadie nos escuchaba, y luego bajando la voz, continuó:
    — La política tiene la culpa de todo.
    — ¿La política?...
    — Sí; ella es la que ha encendido la ambición en los pechos de mis hermanos; ella la que los ha dividido con el odio de las pasiones enconadas; la que ha convertido en enemigos a los que en la lucha libertadora fueron compañeros; la que ha armado los brazos y ha hecho derramar sangre; la que ha desatado la calumnia, el insulto y la diatriba; la que ¡ay! ha empequeñecido el ideal nobilísimo de independencia y libertad que inflamó a los corazones cubanos. ¡Cómo ha bastardeado la política aquella soñada república de todos y para todos!
    — Es condición humana Maestro: el ideal pierde siempre su prístina belleza al contacto de la realidad impura.
    — ¿Y por qué no había de conservarla? ¡Era tan bella la Cuba liberada que yo soñé!...
    — Es que los hombres, aunque tengan intenciones de ángeles, conservan siempre pasiones de demonio.
    Martí quedó sumido en honda meditación.
    Comenzaba a clarear.
    — Nace la aurora del nuevo día — dijo al fin, — y es necesario que vuelva a mi pedestal. Desde lo alto seguiré haciendo votos por la felicidad de mi patria.
    — Un día llegará, muy lejano, en que sea feliz.
    — ¿Cuándo?...
    — Cuando no necesite de política ni de políticos…….
    Y aquí, lector, desperté.

Cuba y América. Vol. XX. No. 2. Habana, 8 de octubre de 1905. pp. 25-26.