Historia de un retrato de Rubén Darío

Mario Santa Cruz

En el 25 aniversario de la muerte del poeta nicaragüense
(La Razón, Bogotá, 23, II, 41. Envío del autor)

 

     Conocí al ingeniero Alejandro Bermúdez – creador y político centroamericano – en Barcelona, en casa del general José Santos Zelaya, ex-presidente de Nicaragua. Hicimos buena amistad, por haber sido compañero de mi hermano mayor en la redacción de La República de San José de Costa Rica, diario que dirigía el poeta hondureño Augusto C. Coello.
     Fue Bermúdez el que me llevó a la casa de Rubén Darío, que huyendo de los alemanes había abandonado París en el año de 1914, poco antes de la batalla del Marne, y se había refugiado en la calle del Tiziano, en la ciudad Condal, donde habitaba modesta “villa”, amoblada asaz y pobremente. Le conocí dos años antes en aquel “archivo de la cortesía” que elogió Cervantes, gracias a los buenos oficios del ahora olvidado Miguel Santiago Valencia. Iba de paso a Buenos Aires, en compañía de los señores Guido, capitalistas uruguayos dueños de la revista Mundial, que el panida nicaragüense había dirigido, con singular buen éxito, en la capital de Francia.
     En cuanto a Bermúdez, se encontraba en Barcelona con objeto de mandar hacer algunos cientos de retratos del doctor Belisario Porras, presidente de Panamá, destinados a las escuelas de esta república. Le serví de guía para que realizara su negocio en las mejores condiciones posibles. Era un hombre amable, divertido, pero demasiado verboso y amigo del dinero. Varias veces le oí decir, echándose para atrás e inflándose como un pavorreal: “yo soy el mejor orador de Centro América”. Sin embargo, no dio muestras de tal en una conferencia que ofreció en la “Casa de América”, de la que todos salimos aburridos, desilusionados.
     Don Sofonías Salvatierra, ex-ministro de Instrucción Pública de Nicaragua, me refirió en San Salvador que Alejandro Bermúdez, llegó a tener envidiable posición en Panamá, por haberle sugerido al presidente Porras la idea de organizar una exposición, con motivo del término de los trabajos del Canal interoceánico, mas perdió su valimiento por haber publicado unas cartas que comprobaban que el ministro de los Estados Unidos en Nicaragua, Mr. Geo T. Weitzel, había recibido doscientos mil dólares de los conservadores nicaragüenses, para gestionar el desembarco de marines yanquis en Corinto. Esto aconteció en el año de 1912. Y algo más aún: tuvo que abandonar el Istmo, presionado por el propio doctor Porras, que temía comprometer su posición política.
     Fue a dar a La Habana, donde refirió en conferencias anti-imperialistas y en artículos periodísticos las persecuciones de que había sido objeto, con tan buen suceso que logró reunir algunos miles de dólares que le permitieron dar el salto por encima del Atlántico y caer de pie en Barcelona.
     Bermúdez era hombre original que conservaba incólumes en Europa todas las costumbres vernáculas, hasta el punto de que andaba vestido de palmbeach en pleno otoño, y se creía en la nicaragüense Masaya, como lo comprueba la anécdota que voy a referir: Visitábamos una tarde el Parque “Güell” de Barcelona. Hacía un calor insoportable. Bermúdez resoplaba como una locomotora. De repente experimenta la necesidad inaplazable de tomarse un vaso de agua y se le ocurre ir a solicitarlo nada menos que [a]l propio castillo de los Condes de Güell[.] Llama a la puerta; expresa su deseo y es complacido incontinenti, por un criado de librea y corbatín, que le trae el agua en elegante copa de plata.
     Y llego ahora a la historia del retrato: en otra ocasión andábamos Rubén Darío, Bermúdez y yo por la calle de Pelayo de Barcelona. El poeta se detuvo frente a una vitrina donde se exhibían ampliaciones fotográficas de Verdaguer, Maragall, D’Ors, Rusiñol. Animado por esa contemplación, resolvió hacerse retratar y penetró resueltamente en la “Galería de Arte”. Nos invitó a Alejandro y a mí para formar grupo. Me excusé, alegando mi insignificancia, mientras que Bermúdez parecía encantado de la oportunidad que le ofrecía Rubén.
     El fotógrafo colocó a Darío y a Bermúdez con las cabezas casi juntas, como si se tratara de una pareja de novios. Pasados algunos días regresamos por los retratos, que habían quedado estupendos. Y cuando Rubén – que era un gran señor cuando tenía dinero – preguntó cuánto valían, el propietario de la fotografía que, por lo visto, adivinó con quien estaba tratando, le contestó sencillamente: “Maestro, me sentí muy honrado de que solicitase mis servicios, pero lo estaría más aún y mi satisfacción sería inmensa si me autorizara para hacer una ampliación del retrato suyo, que colocaría al lado de los grandes hombres de Cataluña.”
     En la tarde de ese mismo día Bermúdez ofreció varias copas de brandy a Rubén Darío y cuando advirtió que estaba mareado, le condujo al comedor de la casita de la calle del Tiziano y después de pedir a Francisca Sánchez – compañera de los buenos y de los malos días del vate – pluma y tinta, reclamó de su amigo un retrato con dedicatoria. Rubén escribió entonces, casi ignorando lo que decía: “Para Alejandro Bermúdez que tiene el verbo, de su hermano que tiene el ensueño”.

Repertorio Americano. Vol. XXXVIII. Año XXII. No. 911. San José, Costa Rica, Sábado 26 de abril, p. 102.