Virgilio Piñera contra la poesía(1)

Es muy comprensible que cuando vemos al Lobo Feroz dispuesto a devorar a la infeliz Caperucita, nos sintamos a nuestra vez desamparados y compadezcamos a la pobre niña. Ahora bien, sin detenernos a pensar que también somos un poco ese Lobo Feroz. Nos sentiríamos desagradablemente sorprendidos si alguien nos demostrara que además de nuestros brazos y de nuestros dientes, poseemos pezuñas y afilados colmillos.

Virgilio Piñera, Alfred Jarry, “joven airado” de 1896

Noel Luna, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras*

 

     Piñera iconoclasta. Guillermo Cabrera Infante caracterizó a Virgilio Piñera (1912-1979) como “pendenciero” y como “hombre de lengua peligrosa y pluma bífida.”  Antón Arrufat lo llama “el eterno insumiso;” Reinaldo Arenas lo catalogaba de “eterno disidente,” “inconforme constante,” “rebelde incesante,” y describía su obra como una “sedición,” una “sublevación contra todo aquello que nos reduce.”  Antonio José Ponte señala que Piñera “escribía negando,” y Abilio Estévez lo llama “francotirador” y “nadador a contracorriente.” Dichos testimonios configuran un glosario de la inconformidad que constituía el impulso vital de Piñera. Como ha señalado Enrico Mario Santí, la obra de Piñera resulta incomprensible si “no entendemos a fondo su carácter crítico y polémico. Se trata, ante todo, de una obra acrática, anti-burguesa, y contra-oficial cuyo efecto final es la constitución de un contra-discurso.” Thomas Anderson ha documentado minuciosamente los episodios de esa rebelión y del contra-discurso de Piñera. Ahora bien, no podemos olvidar que dicho contra-discurso le costó muy caro. Al distanciamiento voluntario de Piñera se sumó la censura institucional de la que fue objeto, sobre todo durante sus últimos años, y a la que la crítica a menudo alude con un tono trágico. Hablar de la tragedia de Piñera comporta sin duda cierta justicia poética, pero también cierto peligro. Sospecho que el propio Piñera habría preferido hablar irónicamente de su tragedia. En todo caso, su rebeldía y su marginación no nacieron con la Revolución cubana, sino mucho antes.
     Desde los años cuarenta, Virgilio Piñera practicó asiduamente la ironía mediante una poética de la frialdad que escenificó diversas estrategias de extrañamiento. Como desconfiaba de la complacencia y de la buena conciencia sobre las que se erigen tantas posturas afirmativas, cuestionó agresivamente cualquier marco que condicionara su voluntad soberana de expresión. No buscaba ganarse al lector: no lo quiso halagar, compadecer, aleccionar o embelesar. Su lucidez a menudo sacude, arranca una sonrisa nerviosa o simplemente incomoda. Su vocación polémica lo llevó a ensayar diversas maneras de socavar la autoridad del sentido común, de las buenas maneras y del buen decir, resistiéndose a ejercer y acatar una función ejemplar que se ajustara a los cánones sociales imperantes.
     Seguramente Piñera habría sido el primero en dudar de cualquier intento de transformarlo en mártir o de beatificarlo. Cómo olvidar su poema titulado “Solicitud de canonización de Rosa Cagí,” pieza maestra de esa ironía piñeriana que era indisociable de su auto-ironía. Dicho poema culmina diciendo: “habiendo sido humillada, / ofendida, vilipendiada, / postergada y vejada; / habiendo sido configurada en esa extraña latitud / que es ser muerta en vida, // Yo, / Rosa Cagí, / en pleno disfrute de mis facultades mentales, / pido humildemente ser canonizada como santa laica / con derecho a figurar en los altares del horror.” O cómo no pensar en el poema “Final,” cuya voz poética señala: “He sido como un perro / sumiso a la voz del amo: / ¡Hop, Virgilio, salta! / He amado la hermosura, / pretendido la gracia. / He tenido delicadezas / de perro amaestrado. / En premio de todo, mi amo, / sólo te pido, / un poco más de escarnio.” El sujeto poético piñeriano eludía insistentemente la posición de la víctima, invirtiendo la relación de poder mediante una ironía desgarrada e hilarante. Otro buen ejemplo de su insistente auto-ironía es el poema titulado “Testamento,” en el que Piñera consignó un antídoto eficaz contra cualquier tentativa nuestra de reducirlo al lugar lastimoso de la víctima: “Como he sido iconoclasta / me niego a que me hagan estatua; / si en la vida he sido carne,/ en la muerte no quiero ser mármol. // Como yo soy de un lugar / de demonios y de ángeles, / en ángel y demonio muerto / seguiré por esas calles… // En tal eternidad veré / nuevos demonios y ángeles, / con ellos conversaré / en un lenguaje cifrado. // Y todos entenderán / el yo no lloro, mi hermano… / Así fui, así viví, así soñé. / Pasé el trance.” En el poema “Testamento,” la enunciación posee el aplomo que requiere el temperamento irónico: quien sabe merecer una estatua se niega de antemano a recibirla. El destructor de ídolos, consciente de su significación y de la marginación creciente en que vivía, se negaba a asumir el papel piadoso de la víctima, desdeñando insolentemente el progresivo ninguneo del que fuera objeto. Al mismo tiempo, se desentendía de cualquier tipo de cristalización heroica de su persona en hipotéticos halagos. La carne piñeriana objetaba devenir mármol. Como el Nicanor Parra que en el poema titulado “Epitafio” se auto-figuraba como “embutido de ángel y bestia,” el poema “Testamento” de Piñera presenta a un sujeto poético que se ubica felizmente en “un lugar / de demonios y de ángeles,” y por lo tanto irreductible a la mala o a la buena conciencia.
     El poema “Testamento” anticipa nuestra recepción del legado poético de Piñera. Se trata de un corpus pleno de negatividad, insistente en la dimensión destructiva de la crítica. Una parte importante de la escritura de Piñera opera abiertamente contra la Poesía, con p mayúscula: impugna la solemnidad, el decoro, la grandilocuencia y la mistificación del Arte, emblemas de una autoridad contra la que se rebela desenfadadamente. En su escritura dicha autoridad cobra formas tales como las de Dios, la Nación, la Isla, el Estado, la Familia, la Amada o la Literatura, entre otras. Quizá se trata, como afirma otro poema de Nicanor Parra, de que “creer es creer en Dios.” La insumisión de Piñera contra la Poesía comienza con una desmitificación del fundamento teológico de la obediencia. Su voluntad libertaria defendía una expresión soberana que solía identificar con el concepto de lo auténtico.

     El demonio de la antipoesía. Como se sabe, Cintio Vitier excluyó a Virgilio Piñera de su parnaso de lo cubano. En 1945, aquél señalaba que Piñera se destacaría por ceñir “el demonio de la más absoluta y estéril antipoesía.” La ambigüedad de esa caracterización se disipaba en 1958, con el libro Lo cubano en la poesía, donde Vitier señalaba: “Virgilio Piñera nos conduce a un desfiladero de amargas disonancias voluntaristas, y también fatales.” Ese tono desafecto dominaría las páginas donde Vitier caracterizaba a Piñera como un “[t]emperamento esencialmente crítico, enemistado radical de toda cúpula y unidad”; como una “pupila analítica y desustanciadora”; como poeta de “una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera, para festín de existencialistas”; como poseedor de “un resentimiento cultural” inusitado en Cuba; como un defensor de “los valores de la carnalidad”, pero cuyos “copuladores son imágenes vacías.” En un tono todavía más lapidario, Vitier sentenciaba: “Retórica, pulpa, abundancia podrida, lepra del ser, caos sin virginidad, espantosa existencia sin esencia.” Para Vitier, el testimonio poético que Piñera daba sobre la isla de Cuba resultaba “falseado,” y su imagen de la vida se reducía a una “[v]ida física, fáctica, fisiológica, sin sentido ni trascendencia, puro absurdo del existir como suma de hechos que se deshacen en su equivalente sucesión, al cabo sorbida por la nada.” Finalmente, Vitier señalaba: “Como poeta […] no suele caracterizarse por la intuición unitiva […]. [S]u escritura […] conserva esa tendencia a la banalidad del rompecabezas.”
     Piñera emerge en las páginas de Vitier como el domador del demonio de la antipoesía, con toda la carga de negatividad conceptual y valorativa que dicha frase connota en una reflexión celebratoria de la ontología nacional cubana. Pero aparte de la motivación de Vitier, que leía a Piñera desde una teleología insular de factura origenista, cabe resaltar que varios de los elementos puntuales de su valoración resultan extremadamente perceptivos si los aplicamos a una caracterización objetiva de Piñera como singular practicante de la antipoesía. En efecto, ya en la década del cuarenta la poesía de Piñera se oponía frontalmente a la imaginación analógica; su temperamento irónico era ácrata o polemista; su agudeza analítica, desmitificadora; su incredulidad muestra un orbe de yuxtaposiciones sin jerarquía lógica o teleológica, y sus imágenes objetan la noción del sentido unívoco. Semejante al antipoeta Nicanor Parra, Piñera solía servirse de la ambigüedad ideológica para frustrar cualquier pretensión de enunciación desde el lugar autosuficiente de la buena conciencia. La carnalidad bruta que le servía como lente de aumento niega cualquier noción idílica de lo erótico; su teoría de la autenticidad literaria es tributaria del Existencialismo, y ello explica su furioso anti-esencialismo. La poesía de Piñera no postula trascendencia: su visión de la realidad es atea e inmanente. También es cierto que Piñera se sirvió de la técnica del montaje literario, construyendo a veces un orbe poético mediante la yuxtaposición de fragmentos sustraídos a cualquier lógica positiva o identificatoria. Lo que Vitier reducía a “la banalidad del rompecabezas,” apreciable en poemas de Piñera como “Solo de piano,” “La piedra,” “Decoditos en el tepuén” y “Si muero en la carretera,” es justamente una de las dimensiones más iconoclastas con las que el poeta tanteó los límites del lenguaje y del buen decir. Vitier tenía razón: dicha zona de la poesía piñeriana es “la pesadilla del más puntual realismo del absurdo,” y en ello está emparentada con toda empresa vanguardista que cuestione la preeminencia de la mímesis, de la imitación de la naturaleza como finalidad esencial del arte. El arte libertario de Piñera no comulgaba con la piadosa figuración de la teleología insular de Vitier, quien sin embargo atinó al catalogar su desconcertante hazaña como la de ceñir el demonio de la antipoesía.

     ¿Piñera antipoeta? Más que una sustancia concreta, la antipoesía es una figura de la lectura. Suele reconocérsele derechos de uso exclusivo del concepto de antipoesía al poeta chileno Nicanor Parra, quien en 1954 estableciera la marca registrada con su libro Poemas y antipoemas. La identificación de Parra con la antipoesía es tan extrema que uno de sus críticos más importantes, el latinoamericanista inglés Niall Binns, afirma que aplicar los términos antipoesía, antipoema o antipoeta a cualquier escritor que no sea Nicanor Parra “es tildarlo de epígono.” Difiero del sagaz crítico inglés. Virgilio Piñera es antipoeta por derecho propio. Ya daba indicios concretos de serlo en su monumental poema La isla en peso de 1943. Allí resuena con suma eficacia antipoética un prosaísmo insistente e insolente que desbancaba lo que el propio poema identificaba como “[l]a nueva solemnidad de esta isla.” Baste con recordar algunos momentos significativos: “Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos,” señala en uno de sus versos, ambientando al lector en un registro verbal en el que resaltan la “cagada ilustre,” el “saber llevar la sífilis con la elegancia de un cisne,” la imagen de “cada hombre devorando […] el excremento nutridor,” o la del “mediodía [que] empieza a elevarse flatulentamente.” Pero más importante que estos episodios escatológicos que escandalizaron a Lezama Lima, a Gastón Baquero y a Cintio Vitier son los momentos en que el poema pone de manifiesto sus operaciones antipoéticas. Una de ellas tiene que ver con deconstrucción de un vocabulario altamente mistificado en torno a la insularidad caribeña. Significantes tradicionales o prestigiosos tales como “aguacero, siesta, cañaveral, tabaco” devienen formas elementales como “el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.” A lo largo de la década del cuarenta, se dan otras operaciones antipoéticas similares en varios poemas de Piñera tales como “Poema para la poesía” y “En estos páramos.” Esa voz catalogaba el paisaje circundante como uno repleto de “lobas ululantes,” de “damas putrefactas,” de “bestias de zapatos acolchados,” en el que se sobrelleva una “lenta expiación.” Piñera decidió arrancarse de ese paisaje asfixiante en el que su poética irónica sólo había logrado que las voces dominantes del panorama literario cubano lo señalaran como objeto de exclusión. Lejos de domesticarse, su escritura antipoética cobraría mayor claridad y agudeza en la ciudad de Buenos Aires.

     Contra la Poesía en el país de Arte. Tres largas estadías de Virgilio Piñera en Buenos Aires entre 1946 y 1958 suman más de una década de auto-exilio. El hecho capital de su prolongado exilio bonaerense fue conocer, a las pocas semanas de aterrizar en la capital argentina, al excéntrico novelista polaco Witold Gombrowicz. El encuentro con Gombrowicz fue para Piñera la grata confirmación del temperamento excéntrico, polémico y acrático que venía cultivando desde comienzos de la década del cuarenta. En Buenos Aires, junto a Gombrowicz, Piñera formalizaría su tendencia antipoética.
     El propio Gombrowicz nos cuenta en su Diario argentino en qué circunstancias se conocieron él y Piñera. Comenzaba el proceso de traducción de su novela Ferdydurke por un extenso comité traductor. Señala Gombrowicz: “No era por casualidad que Piñera y Rodríguez Tomeu, dos “niños terribles” de América, hastiados hasta lo indecible, hastiados y desesperados ante las cursilerías del savoir vivre literario local, pusieran sus afanes al servicio de esta empresa. Olfateaban la sangre. Anhelaban el escándalo.” Gombrowicz pone de manifiesto el ánimo insumiso de Piñera en Buenos Aires, tan clarificador justamente de su empresa antipoética. Piñera, Rodríguez Tomeu y Gombrowicz fueron cómplices en un ataque agresivo a la institucionalidad poética y literaria bonaerense. El espíritu irónico y polémico que vinculaba a los tres personajes cristalizó inmejorablemente en la conferencia que ofreció Gombrowicz el 28 de agosto de 1947, en la localidad bonaerense de Fray Mocho, titulada “Contra la poesía.” Rodríguez Tomeu recuerda la ocasión:

Fray Mocho era un pequeño centro cultural, frecuentado por la bohemia intelectual. Comprendía una librería, un restaurante y un café. Gombrowicz tuvo la idea de dar allí una conferencia contra los poetas. Invitamos a amigos. Hicimos publicidad, así, de boca a oreja. La librería estaba llena. Ferdydurke había aparecido en abril y esta conferencia tuvo lugar algunos meses más tarde. Gombrowicz había escrito su texto en español y lo había hecho corregir. Piñera y yo habíamos seleccionado extractos de poesía para ilustrar el texto de Gombrowicz. Piñera leía poemas mostrando el aspecto grandilocuente y ridículo de ciertos versos. Algunos eran extractos de poemas conocidos. Evidentemente, un verso separado de su contexto se volvía a menudo absurdo. // Gombrowicz se puso nervioso antes de comenzar. Pero después de la conferencia, cuando la gente, principalmente los jóvenes, formularon preguntas, estaba muy cómodo para responderlas. Había gran animación. Alguien se levantó y nos insultó. Nos silbaron. Gombrowicz se sentía en su elemento. Le gustaba ese ambiente de polémica.

También el insumiso Piñera gustaba de la polémica. Cuando cotejamos el contenido de la conferencia de Gombrowicz titulada “Contra la poesía” con un ensayo que Piñera escribió poco tiempo después, “El país del Arte,” percibimos la afinidad antipoética del polaco y del cubano. Ambos textos coinciden en los siguientes puntos: (1) la crítica de la mistificación y de la idolatría que supone la idea de la religión del arte; (2) la crítica de quienes sacrifican su soberanía o autenticidad expresiva al adoptar modelos autorizados; (3) la crítica de la simulación del éxtasis que dicen experimentar quienes perciben una obra solamente a través de valores convencionales; (4) la crítica de la actitud mojigata que excluye lo extra-artístico o antipoético del terreno del arte; (5) la noción de que “no es el arte quien nos hace artistas sino que somos nosotros quienes ponemos sobre un plano artístico nuestra propia existencia,” y (6) la noción de que el enemigo es esencial en la formación humana. Gombrowicz señalaba al respecto: “¡Cuánta más importancia tiene […] para nuestra formación el enemigo que el amigo! Sólo frente al enemigo podemos verificar plenamente nuestra razón de ser y sólo él nos procura la clave de nuestros puntos débiles y nos pone el sello de la universalidad.” He ahí una de las claves fundamentales de la enunciación antipoética.
     Tanto la conferencia “Contra la poesía” de Gombrowicz, como el ensayo “El país del arte” de Piñera, representan un momento importantísimo del desarrollo de la tendencia antipoética latinoamericana. En el año cuarenta y siete, en Buenos Aires, cristalizó una actitud insumisa e irreverente ante la solemnidad y la grandilocuencia de la institucionalidad poética que se adelantaba a la batalla que emprendería tiempo después Nicanor Parra con sus antipoemas. Pero lo importante aquí no es quién fue el primer antipoeta. Importa más bien destacar una parte de la obra de Virgilio Piñera que ha sido poco estudiada, a menudo incomprendida, y más de una vez condenada al silencio u olvidada. Poner de manifiesto la tendencia antipoética de su obra nos ofrece otra dimensión más de un escritor insumiso cuya vocación polémica expande considerablemente nuestra percepción contemporánea del hecho literario.

Nota

1. Presentado en The Accursed Circumstance: Virgilio Piñera Centennial Conference at Stony Brook University, celebrada el 8 y 9 de noviembre de 2012 en New York. Esta breve ponencia forma parte de una investigación mucho más amplia sobre la poesía de Virgilio Piñera que apenas comienza.

Textos consultados

Anderson, Thomas F. Everything in Its Place: The Life and Works of Virgilio Piñera. Lewinsburg: Bucknell University Press, 2006.

Arenas, Reinaldo. Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets, 1992.

Arenas, Reinaldo. Necesidad de libertad. Miami: Ediciones Universal, 2001.

Arrufat, Antón. Virgilio Piñera, entre él y yo. La Habana: Ediciones Unión, 1994.

Binns, Niall. “¿Qué hay en un nombre?: Poemas y antipoemas u. Oxford 1950.” Taller de letras. Núm. 48. 2011. pp. 131-147. Consultado en: http://www7.uc.cl/letras/html/6_publicaciones/pdf_revistas/taller/tl48/10_Doc_Bi  nns_TL48.pdf

Cabrera Infante, Guillermo. Infantería. México: Fondo de Cultura Económica, 1999.

Estévez, Abilio. Inventario secreto de La Habana. Barcelona: Tusquets, 2004.

Gombrowicz, Rita. Gombrowicz en la Argentina. Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2008.

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Molinero, Rita (Ed.). Virgilio Piñera: La memoria del cuerpo. San Juan: Editorial Plaza Mayor, 2002.

Parra, Nicanor. Parranda larga. Antología poética. Madrid: Alfaguara, 2010.

Piñera, Virgilio. La isla en peso. Obra poética. Barcelona: Tusquets, 2000.

Piñera, Virgilio. Poesía y crítica. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994.

Piñera, Virgilio. Virgilio Piñera, de vuelta y vuelta. Correspondencia 1932-1978. La Habana: Ediciones Unión, 2011.

Ponte, Antonio José. “La lengua de Virgilio.” En: Rita Molinero (Ed.). Virgilio Piñera: La memoria del cuerpo. San Juan: Editorial Plaza Mayor, 2002. pp. 103-108.

Santí, Enrico Mario. “Carne y papel: el fantasma de Virgilio”. En: Rita Molinero (Ed.). Virgilio Piñera: La memoria del cuerpo. San Juan: Editorial Plaza Mayor, 2002. pp. 79-94.

Vitier, Cintio. Crítica 2. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2001.

Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras Cubanas, 1970.

 

* Noel Luna enseña Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha publicado Fiel fugada: Antología poética de Luis Palés Matos (2008). Es autor de los poemarios Teoría del conocimiento (2001), Hilo de voz (2005), Selene (2008) y Música de cámara (2009). Tiene en preparación los poemarios La escuela pagana y Luz negra.